Nota del autor (Bill Evans)

Aquellos que se convierten en meteorólogos suelen decir que un acontecimiento climático que les impactó es la razón por la que se han dedicado a esta disciplina, y yo no soy distinto en eso. Habiendo crecido en Misisipí, mi vida cambió para siempre en 1969 cuando el huracán Camilla, que causó una tremenda pérdida de vidas y daños materiales en mi tierra natal, cambió el modo que yo tenía de ver el mundo hasta aquel momento.

Cuando me trasladé a Nueva York en 1989, observé todos los edificios sobre la línea costera y pensé, morbosamente: «Vaya sitio para ser azotado por un huracán». Y así comenzó este proyecto.

En 1997, siendo anfitrión del Congreso Meteorológico de las Bahamas, asistí a la exposición del gran especialista, el doctor Nicholas Kock, profesor de geología en la Universidad de Nueva York. El doctor Kock presentó una electrizante ponencia sobre los grandes huracanes del Noroeste y lo que sucedería si un huracán afectara a Nueva York hoy en día. Cada setenta años un huracán de importancia ha golpeado a la ciudad de Nueva York con resultados devastadores. La isla Hog, situada al sur de la playa Roosevelt, al sureste de Manhattan, desapareció de la faz de la tierra en medio de la noche, durante un huracán. El último gran huracán que afectó a Nueva York fue posteriormente denominado El Expreso de Long Island. Esa tormenta destruyó gran parte de Long Island, Connecticut y Nueva Inglaterra. Eso sucedió en 1938 —hace casi setenta años—, y ahora estamos muy próximos a su aniversario.

En el Noreste, una generación entera ha nacido y crecido sin experimentar la devastación de un huracán de ninguna categoría. Mientras paseaba por las calles de Nueva York, me di cuenta de que allí la gente no tenía ni idea de lo que sucedería si un huracán impactara de forma directa sobre la ciudad. Cuando pregunté, la abrumadora mayoría de los habitantes respondieron que buscarían refugio en el metro en caso de un huracán. ¿El metro? Obviamente, la gente no es capaz de comprender lo que un huracán haría con la ciudad, y mucho menos qué es lo que deberían hacer en semejante supuesto, aun habiendo visto la devastación causada por grandes huracanes en los últimos años.

Además, la zona donde se asienta Nueva York es muy diferente a la de la costa del golfo de México en los Estados Unidos. La ciudad está en un área que forma un ángulo recto constituido por la costa de Nueva Jersey, que va de norte a sur, y Long Island, que se extiende de este a oeste. Puesto que los huracanes giran en sentido contrario a las agujas del reloj, el agua se acumularía directamente en los cinco distritos de la ciudad a un ritmo impresionante, mucho más rápido que en cualquier otra región del país. Por si fuera poco, la tierra bajo el océano Atlántico en esta zona es pedregosa, no arenosa como en la costa del Golfo, y se eleva en dirección a Nueva York. Por ello, en el Noroeste, una tormenta de categoría 2 se transforma en 3 con facilidad, una de 3 en 4, y así sucesivamente…

Esa información me resultó tan abrumadora que quise escribir un libro sobre el asunto. Decidí recoger esos datos y escribir lo que, en principio, pensé sería un libro científico sobre un huracán que afectara a Nueva York: cuáles serían las pérdidas, datos estimativos de daños y destrucción. Después de todo, ya había sucedido con anterioridad, y en cuestiones climáticas, la historia siempre se repite.

En primer lugar, me dirigí con mi investigación a mis jefes de la WABC-TV, y los convencí para realizar un programa especial de media hora sobre lo que sucedería si un huracán de categoría 3 azotara Nueva York. Ese especial y una serie dedicada a otros fenómenos climáticos son emitidos ahora durante todo el año.

Pero yo creía que esa gran historia sobre un huracán cayendo sobre la ciudad de Nueva York debía ser contada, así que seguí presentando mi idea sobre un libro científico a todo aquel que quería escucharme. Afortunadamente para mí, hubo oídos atentos. Mientras buscaba consejo en amigos y conocidos del ámbito científico, la televisión y la industria editorial, mi libro científico comenzó a transformarse. Un día, almorzando con Jeffrey Linz, el gran crítico cinematográfico y amigo personal, con quien he jugado al softball en Central Park durante veinte años, éste me dijo: «¿Por qué motivo querrías escribir un libro científico cuando el relato de un huracán que afectara a Nueva York sería una gran película? ¡Escribe el guión!». Entonces, accedí en parte. Cambié mi primitiva idea de un libro científico por la de una novela, y no un guión. ¡Gracias por el consejo, Jeff!

Después vino el 11 de septiembre. Ese momento cambió al mundo. Inmediatamente archivé la idea del libro. ¿Un desastre más cayendo sobre Nueva York? ¡Ni pensarlo! La historia durmió una breve siesta hasta la primavera de 2003 cuando volví a la carga, en busca de alguien que me ayudara a escribir y a publicar este libro. La temporada de huracanes había sido relativamente tranquila hasta ese momento, pero la temperatura de los mares estaba aumentando, y parecía que, a medida que pasaba el tiempo, íbamos a ser testigos de un aumento de las tormentas —lo que el Centro de Huracanes definió como «periodo, en varias décadas, de actividades tormentosas más altas de lo normal»—. Desde entonces, cada año que «uno de las grandes» esquiva la ciudad de Nueva York significa que estamos un año más cerca.

A principios de 2004, mientras me encontraba participando en un torneo benéfico de golf en el Innes Arden Country Club en Old Grennwich, Connecticut, tuve el placer de encontrarme con Jeff McGovern. Jeff, un gran tipo y un gran jugador de golf con un gran «pasado», se interesó por la idea de mi libro y de un modo fortuito me presentó a Marianna Jameson, mi coautora.

Ahora sé lo que deben de haber experimentado los hermanos Wright. Después de trabajar tan duramente tanto tiempo, ahora mi proyecto finalmente ha despegado y emprendido el vuelo.

Bill Evans