Martes, 10 de julio, 11:00 h, Campbelltown, Iowa.
La meteoróloga Kate Sherman estaba de pie en un extremo de la gran carpa, llena de gente observando la cálida lluvia de verano cayendo incesante frente a ella. Su mente, por una vez, no estaba concentrada en el tiempo. Se estaba preguntado si salir a toda velocidad a lo loco hasta la próxima carpa a treinta metros de distancia y empaparse era un precio razonable para no permanecer escuchando la incesante perorata que salía de labios de Ted Burse, un empleado de seguridad de la emisora y, sin duda, el hombre más aburrido que hubiera surgido nunca del caldo de cultivo de un científico loco. Estaba convencida de que Ted había salido de un sitio semejante. Era tan aburrido que no era posible que aquel hombre fuera producto de la naturaleza.
Mirando hacia su derecha, sonrió educadamente a Ted, con la misma sonrisa que le había ofrecido cada noventa segundos o poco más durante los últimos diez minutos, cuando él la había arrinconado. Tener que soportar situaciones como ésa era una de las razones por las que despreciaba las fiestas de la empresa, especialmente las que se llevaban a cabo a la intemperie, bajo la lluvia, en Iowa. Campbelltown, Iowa, con una población de 416 habitantes, en donde lo único que mantenía ocupada la mente de la gente era el tiempo, y no había nada más que granjas en todas direcciones. La única interrupción del horizonte en cualquier dirección era el bajo perfil de las monótonas oficinas centrales de Coriolis, la compañía para la cual ella trabajaba, y que le había pagado para que se sentara durante dos días en un tren para llegar a aquel lugar y permanecer allí una jornada, para luego regresar a su despacho en el centro de Manhattan y a la civilización a la mañana siguiente.
La salvación apareció a cincuenta metros de distancia bajo la forma de Davis Lee Longstreet, con un traje de negocios informal, director global de estrategias de Coriolis y su jefe. Con envidia, Kate vio cómo realizaba el recorrido yendo de un grupo a otro, de una carpa coloreada a otra, avanzando bajo el paisaje empapado por la lluvia, tan sereno y sencillo como un tiburón en las tranquilas y oscuras aguas. Kate sabía, por experiencia propia, que Davis Lee nunca se detenía para conversar con una persona demasiado tiempo.
Eso estaba a punto de cambiar. Él se iba a quedar con ella todo el tiempo que le llevara alejarse del maldito Ted.
Kate extendió su brazo y agarró a Davis Lee con tanta delicadeza como le fue posible, sin llamar la atención de los numerosos agentes del servicio secreto y del personal privado de seguridad que circulaba por aquella especie de campus corporativo. Este se detuvo y, de una ojeada, evaluó la situación.
Su mente, entrenada en la Facultad de Derecho Kennedy de Yale, se ocultaba, como era habitual, detrás de un agradable rostro sureño. Davis Lee pasó un amistoso brazo por encima de sus hombros con una sonrisa cómplice, que volvió su agradable rostro aún más atractivo.
—Bueno, si está aquí mi conejita meteorológica favorita —dijo con su mejor acento de Green Acres. Kate se obligó a sonreír y se contuvo para no darle un fuerte pisotón—. ¿Cómo está usted, señorita Kate? No puedo resignarme a llamarla por su apellido. Haría que demasiados de mis antepasados se revolvieran en sus tumbas. —Sonrió a Ted de un modo que casi parecía necio—. Hola, Ted. No sabía que os conocíais.
Ted devolvió la sonrisa y estaba a punto de responder cuando Kate se lo impidió. Una vez que empezaba, era imposible detenerlo.
—Hola, Davis Lee. Estoy muy contenta de que nos hayamos encontrado. Necesitamos hablar. Sobre aquel informe —agregó significativamente.
—¿Y qué informe será ése? Ésta es una reunión social, Kate, ¿o acaso no recibiste el memorándum? —Le hizo un guiño cómplice a Ted, pero, como Kate había previsto, éste no entendió el gesto. Ted era verdaderamente duro de mollera.
—Estoy aquí, ¿no es así? Y tú sabes a qué informe me refiero. El informe. —Hizo una pausa, esperando que dejara de hacerse el tonto y apoyara su mentira.
Él no lo hizo, y ella supo que era intencionadamente.
«Fantástico».
—El informe sobre las fluctuaciones episódicas de los patrones de lluvia en el desierto del Gobi. Creo que necesito tu ayuda con parte de la jerga técnica. —Había suficiente empalago neoyorquino en su sonrisa para que él entrecerrara sus ojos, aunque su sonrisa no disminuyó. Era permanente, como la de un tiburón.
—Ah, ese informe. Me había olvidado por completo, con la emoción de volver a ver al presidente y todo eso. —Davis Lee tendió su mano hacia Ted—. Kate y yo tenemos que hablar, Ted. Estoy seguro de que sabrás disculparnos.
No se habían alejado ni siquiera diez pasos cuando Kate lo miró.
—¿Cómo lo haces?
—¿Qué cosa, cariño?
—Parecer sincero y falso al mismo tiempo.
Davis Lee la condujo fuera de la carpa y a través del césped mojado hacia el asfalto, protegiéndola con su gran paraguas de golf. Se dirigían, cruzando el aparcamiento principal, hacia el edificio en donde su jefe, Carter Thompson, se reuniría con el presidente de los Estados Unidos en unos minutos. Kate se preguntó hasta qué punto les permitirían acercarse al edificio antes de que un enjambre de hombres musculosos con chaquetas oscuras la separara a ella de Davis Lee.
—¿Y bien? —preguntó.
Él hizo una ligerísima pausa, para luego bajar su mirada hasta buscar la de ella.
—¿Te han acusado alguna vez de ser demasiado sutil?
—Nunca —respondió ella—. Soy de Brooklyn. No somos muy sutiles.
—Eso es una auténtica pena, cariño. Si no fuera por eso, le encantarías a mi madre.
Kate hizo un gesto con sus ojos.
—Deja de imitar a Jethro Bodine. Necesito hablar contigo, Davis Lee.
Él le sonrió.
—Ves, Kate, he seguido la regla básica de la vida según J. R. Swing: «Una vez que uno puede imitar la sinceridad, puede lograr cualquier cosa». Es el undécimo mandamiento sureño, al menos cuando tratamos con vosotros.
Kate lo miró exasperada.
Davis Lee se rió y la abrazó por un breve momento, dejando luego caer su brazo.
—Bien, ¿cómo van las cosas, cariño? Parece que estos días estás teniendo problemas.
—No es habitual, pero sí, así es. Y no puedo entender el porqué.
—Tal vez tus muñecas de vudú tengan demasiados alfileres clavados. —Levantó la mano para saludar a alguien a quien Kate no reconoció.
—El vudú es para la gente, no para el tiempo —replicó—. Hablo en serio, Davis Lee. Y estoy seriamente enfadada. Se me escapó una tormenta de granizo en Montana, una inundación en Minnesota y una tormenta de viento en Oklahoma. Tres sucesos, en tres estados, en tres meses. —Sacudió la cabeza—. No tiene sentido. He revisado los datos de las estaciones terrestres y por satélite. He comparado todos los datos. No sé cómo no las vi. Y no trates de hacerme sentir mejor diciéndome que se les escaparon a todos. Eso no funciona. Soy mejor que cualquiera, y ambos lo sabemos.
—En eso estoy de acuerdo contigo. Eres condenadamente buena. —Tomó un sorbo de la botella de cerveza que llevaba. Su mano cubría por completo la etiqueta, pero ella sabía que era sin alcohol. A Davis Lee no le gustaban los errores, ni los propios ni los ajenos.
—No te pares en eso —respondió ella secamente—. ¿Qué sucede con las tormentas?
—No es una ciencia exacta, ¿verdad? —dijo, con los ojos fijos en la multitud.
El despreocupado comentario la tomó por sorpresa. Kate se tragó una respuesta ácida.
—No, no lo es.
Él le echó una ojeada.
—¿Tiras la toalla tan pronto?
—¿Cuáles son las probabilidades de que eso suceda? —contestó Kate, forzando una sonrisa—. Intento averiguar qué fue lo que no funcionó.
—Házmelo saber cuando lo descubras.
«Allá va».
—Podría suceder antes de lo que imaginas. Escribí una ponencia sobre esas tormentas y la envié a un congreso. La han elegido para que la exponga. A ti no te molesta, ¿verdad?
Él la examinó durante un momento.
—No lo sé. ¿Debería? ¿Qué congreso? —preguntó.
—Un congreso anual sobre fenómenos meteorológicos locales severos.
—¿Locales dónde?
Ella se rió en silencio.
—En cualquier parte. En todas partes. Mira, me has enviado todos los años…
—¿En serio?
—Sí, lo has hecho. ¿Recuerdas qué es lo que hago para ti, Davis Lee? Estudio el clima local y predigo lo que sucederá.
—¿Y vosotros celebráis congresos sobre eso?
«Fantástico. Jethro ha vuelto».
—Pues sí —replicó, paciente.
—Entonces, con esta ponencia, ¿estarás contribuyendo a aumentar el conocimiento?
—Sí, pero no tienes por qué decirlo de forma tan escéptica.
Sonriendo, asintió moviendo la cabeza.
—Mis disculpas. —Hizo una pausa—. Has realizado una serie de excelentes trabajos para nosotros, Kate, con todos esos datos que van directamente desde las fuentes a esas bases de datos que confeccionas. No tratarás de huir de la granja, ¿verdad? ¿O contarle a alguien todos nuestros secretos?
—Eso resulta difícil. La conferencia no tiene nada que ver conmigo o con la compañía como tal. Se limita a esas tormentas.
—¿Qué vas a decir sobre ellas?
—Que han mostrado un comportamiento atípico debido a criterios que permanecen sin identificar por razones que siguen sin poder ser explicadas.
Él la miró fijamente.
—¿Eso es todo? —Ella asintió—. ¿Vas a decir, sencillamente, que te has encontrado con un problema y que no puedes ofrecer una solución?
Ella volvió a asentir.
Él se pasó la mano por su ondulado cabello castaño, mientras dejaba escapar un largo suspiro, luego se detuvo y la miró. No parecía contento, pero tampoco enfadado, lo cual era bueno; «molesto» tal vez fuera una buena definición.
—Tienes que contestarme a algunas preguntas, Kate. Antes que nada, ¿cuál es la razón para hacer eso? No va a mostrar el talento que tienes. Y en segundo lugar, ¿por qué, en nombre de todo lo sagrado, tendrías que admitirlo delante de tus colegas?
«Y la gente te considera un intelectual». Ella se guardó su sarcasmo y se enfrentó a su mirada.
—Bueno, a alguien podría ocurrírsele una respuesta o estar estudiando lo mismo desde otra perspectiva. Como dijiste, es una contribución al conocimiento. Estuve conversando con un colega mío y el pensó que tenía gran proyección.
—¿Alguien de la casa?
—No. He hablado con Richard Carlisle. Fue profesor mío y…
—¿El tipo del tiempo de la televisión? ¿El que casi sale volando de aquel edificio, hace no mucho?
—Sí, ése es.
—¿De qué lo conoces?
—Somos amigos.
—¿No es un poquitín maduro para ti? —preguntó, enarcando una ceja.
Ella resistió la tentación de cruzarse de brazos y mirarlo fijamente.
—Sí, Davis Lee, lo sería si estuviéramos liados, aunque eso no sea asunto tuyo, pero somos amigos. ¿Podemos concentrarnos en la conferencia?
—No quise ofender. ¿Cuándo es la conferencia?
—A finales de la semana que viene.
—¿Dónde?
—En Washington.
—Vas a utilizar el puente aéreo.
—Iré en tren. —Se miró las manos durante un segundo, luchando con la vergüenza y la furia residual que le atravesaba el cuerpo cada vez que salía el tema de viajar. Su lado racional sabía que no tenía que explicar su decisión a todas horas, especialmente después de seis años, pero el otro lado siempre acababa por vencer a ese proceso de razonamiento porque su decisión era menos una elección que un imperativo traumático. Ella estaba trabajando justo antes de las nueve del 11 de septiembre de 2001, en su oficina del piso treinta con vistas al World Trade Center, a unas manzanas de distancia. Esos recuerdos podían paralizarla, si ella se lo permitía.
Kate carraspeó y volvió la vista a Davis Lee.
—Iré en tren —repitió con una voz que había perdido el ardor.
Davis Lee asintió.
—Me parece bien. A propósito, buena observación sobre Nebraska la semana pasada. Nos salvó de perder varias futuras cosechas de trigo.
—Gracias. Asegúrate de mencionárselo al jefe —respondió con sequedad.
Continuaron caminando, y antes de que pudiera darse cuenta, él la estaba conduciendo hacia otra carpa repleta de gente y con mesas cubiertas de comida.
—Estaré de vuelta en Nueva York a principios de la semana próxima. Tal vez podamos hablar un poco más entonces. Entretanto, tengo que ir a ver a un hombre por una cuestión política. —Se volvió hacia una mujer corpulenta que estaba detrás de él, ofreciéndole su seductora sonrisa—. Bueno, que me aspen si creo lo que veo, Tammy Jo. ¿No es esto buena suerte? ¿Sabes una cosa, Kate? Ella es de la oficina de Nueva York. Kate, ésta es Tammy Jo, una de mis ayudantes, aquí en Campbelltown. De hecho, mi mano derecha. Kate es una de nuestras meteorólogas, Tammy Jo. Tal vez puedas convencerla de que te cuente por qué está lloviendo en nuestra celebración. —Con un guiño y una sonrisa, Davis Lee se alejó hacia el grupo de hombres armados y con micrófonos que estaban congregados frente a la puerta principal de la sede.
«Maldita sea». Kate se obligó a sonreír a la sonrojada y halagada mujer, que le dio una botella de Bud Light y la alentó a ponerse en fila para solicitar comida de las parrillas.
Kate acercó la fría botella a sus labios y tomó un trago. A pesar de que no se lo había confesado a Davis Lee, saber que su trabajo había sido aceptado para ser presentado en el congreso le había provocado sentimientos contradictorios. Estaría hablando delante de una importante audiencia de investigadores climatológicos profesionales, y entre ellos, un buen número eran colegas suyos en el aún más salvaje mercado de inversiones y finanzas.
Para la otra mitad de la audiencia —los intelectuales, los académicos y los presentadores de televisión—, ponerse de pie y admitir que no sabía algo era perfectamente aceptable. Pero si uno consideraba Wall Street como su hogar, eso ya no resultaba tan aceptable. Ni mucho menos. Los analistas y administradores de fondos, los corredores de bolsa, acciones y otros negociadores de valores y todos los demás no sólo no lo harían nunca, sino que contaban con un infinito vocabulario y palabras con doble sentido para evitar reconocer el hecho de que ellos no eran Dios. Si oían que una persona en quien confiaban admitía públicamente no saber algo que debería saber, eso no les sentaría nada bien. Por eso, la relativamente tranquila aceptación de Davis Lee al exponerle sus planes había sido más que una sorpresa. Kate todavía se estaba preguntando si no estaría cometiendo una especie de suicidio profesional. Habría estado dispuesta a renunciar si él hubiera protestado lo suficiente, y, en realidad, una parte de ella esperaba que lo hiciese, para evitar así que la decisión fuera únicamente suya.
Por otro lado, esas tormentas eran tan condenadamente extrañas que quizás no hubiera retirado su ponencia. Tomó otro sorbo de la botella.
A pesar de lo que había admitido delante de Davis Lee hacía unos minutos, lo cierto era que Richard —amigo, mentor, adicto a la meteorología y el meteorólogo televisivo más visto en los programas matinales— se había opuesto totalmente a su investigación sobre las tormentas o a su decisión de transformar su investigación en una ponencia. Había intentado convencerla de abandonar por completo esa línea de investigación, señalándole una posibilidad que ella no había considerado, una que ella no había sido capaz de olvidar.
Con sus amables maneras, Richard le había recordado que los fanáticos de la meteorología y los teóricos de la conspiración continuaban revisando minuciosamente la bibliografía académica y científica en busca de preguntas sin respuesta. Y las convertían en «pruebas» de riesgos improbables, escenarios catastróficos y malvados planes gubernamentales.
Mientras Kate albergaba la esperanza de que algunas de sus preguntas atrajeran la atención de alguien que pudiera llegar a responderlas, según Richard, esas mismas preguntas podían conducir a un buen puñado de locos a tomar como rehén su bien ganada reputación y sus credenciales al identificarla como otra experta que se había pasado a su bando. Ella se convertiría involuntariamente en la muchacha del póster para las legiones de lunáticos que colgaban en la red páginas caseras con fondo negro y texto en blanco, y con una redacción ligeramente histérica, presentaban teorías paranoicas, discursos antigubernamentales y mala ciencia.
No era lo que ella había esperado para sus quince minutos de gloria.
Por otro lado, Kate era una científica capacitada y los fenómenos inexplicables carcomían su cabeza.
—Discúlpeme, señora, ¿pasada o poco hecha?
Kate parpadeó, dándose cuenta que había ido avanzando en la fila para el bufé sin percatarse. Se concentró en el delgado rostro manchado de hollín del joven que le sonreía. Estaba colocado entre las humeantes parrillas y las mesas que se combaban bajo el peso de humeantes bandejas térmicas metálicas. Su sombrero de papel de chef se veía ligeramente achatado a causa de la humedad y aparecía como un asiento aplastado sobre su sudorosa cabeza, complementando perfectamente su delantal blanco manchado de carbón y de sangre. Extendió su mano derecha para agarrar su plato mientras con la izquierda sostenía un largo tenedor de metal con trozos de carne de diferentes reses colgando de sus dientes.
—Lo siento, me he equivocado de fila. —Le sonrió agradecida al joven y se dirigió a la mesa de ensaladas.
Los fenómenos inexplicables carcomían su cabeza. Y no era por la vaca loca.