Lunes, 23 de julio, 9:10 h, una «casa segura» en una zona rural de Virginia del Norte.
Jake dejó su taza sobre la encimera de la cocina y el sonido al golpear contra la superficie pareció tener un tono concluyente. Miró a Kate, que se encontraba de pie entre la mesa de la cocina y la nevera, mirándolo de un modo extraño.
—Ya no puedo tomar más café. ¿Quieres una Coca-Cola?
Ella sonrió. Parecía tan exhausta como realmente se sentía.
—Me encantaría.
Jake abrió la nevera. Cuando volvió a darse la vuelta, Kate estaba sentada a la pequeña mesa.
—¿Light o normal?
—Normal.
Agarró una botella y un abridor y bebió un largo trago. La efervescente bebida, fría y dulcemente picante, lo espabiló y lo tranquilizó al mismo tiempo.
—No sé qué opinas tú, pero me gustaría poder despertar y que todo esto fuera una pesadilla verdaderamente espantosa —dijo Kate tras tomar un sorbo un poco menos largo.
—Las cosas van a empeorar.
—¿Qué detendrá a ese monstruo, Jake? Ya ha devastado la mayor parte de la Costa Este. ¿Qué más puede pasar? Si Simone sigue avanzando en esta dirección… —Kate se detuvo y tomó aliento, poniendo una falsa nota alegre en su voz—. Caramba, todas esas predicciones apocalípticas se harán realidad.
Jake no tenía una respuesta para ello, así que tomó otro trago de Coca-Cola.
Ella cerró los ojos y respiró hondo.
—¿De verdad crees que alguien está detrás de todas estas tormentas que hemos estado investigando? —preguntó casi en susurro.
—No me queda la menor duda, Kate. Estoy absolutamente convencido de que cada uno de esos destellos de calor fue producto de un láser aéreo.
—Eso es una locura. ¿Quién haría algo así? ¿Por qué?
Se encogió de hombros.
—Es probable que sea tu jefe, Carter. Supongo que dependerá de lo que encuentren en Hyderabad cuando lleguen allí, pero las cosas parecen ir encajando en su sitio.
—¿Pero por qué haría una cosa así? Sobre todo Carter Thompson. Tiene todo lo que cualquiera puede desear. Quiero decir que me niego a creer que es sólo por hacer dinero. Generar un desastre y luego repararlo. Es de locos. ¿Será una especie de declaración? Si Elle tiene razón respecto a que él quiere presentarse como candidato a la presidencia, ésta no parece una buena estrategia de campaña. Millones de personas podrían resultar heridas. O muertas —murmuró; a continuación se frotó los ojos—. Vivimos en un mundo caótico, Jake. Un mundo que se está yendo a la mismísima mierda, si es que alguien está detrás de esto —continuó. Su voz osciló entre el cansancio y el temor.
Él se acercó a ella hasta colocarse a su lado, sin saber muy bien cómo reaccionar. Sintió el impulso natural de consolarla, pero existía la posibilidad de que las cosas se complicaran, así que se limitó a asentir, llevándose la Coca-Cola a los labios.
Para su sorpresa, ella comenzó a reír. Él la miró hasta que la risa se fue apagando poco a poco.
—¿Te encuentras bien?
—Lo siento. Ese gesto de asentimiento ha sido muy elocuente —dijo con sarcasmo.
—Sí, bueno. Soy un científico. No sabemos reflejar muy bien las emociones.
—No hace falta que lo jures.
Él sonrió y se inclinó sobre la encimera.
—¿Cómo demonios hacemos para detener esto?
—Nosotros sabemos que no se puede. Si hubiera alguna forma, ya se le habría ocurrido a alguien. Probablemente sepas mejor que yo cuánta gente lo ha intentado a lo largo de los años. Eso es lo que tú, en realidad, estabas investigando cuando estudiabas las tormentas, ¿verdad?
—No. Yo estudiaba las tormentas, como te dije, pero no te conté por qué lo hacía. Estaba ese pequeño detalle de la seguridad nacional a considerar.
—¿Y ahora que estoy dentro podemos hablar del asunto?
Casi se ahoga con la bebida.
—No estás dentro. Eres una mosca atrapada en uno de esos pegajosos papeles.
—¿No podré irme nunca?
—Estoy seguro de que te dejarán marchar. Tal vez neutralicen el campo magnético de tu cerebro primero. ¿Candy no habló contigo? Jamás podrás contar nada de esto.
—¿Lo decía en serio? —preguntó Kate, y él tuvo que mirarla un par de veces antes de ver el temblor en sus labios—. Entonces, ¿por qué Tom no quiso que Elle supiera quién era él?
—Por tres motivos. El primero es que la gente teme más al Departamento del Tesoro que a la CIA; el segundo es que la CIA no está autorizada a trabajar dentro de los Estados Unidos; y el tercero es que todo integrante de los servicios de inteligencia miente. Apostaría cualquier cosa a que ni siquiera Tom Taylor es su verdadero nombre.
—Eso me hace sentir mucho mejor —repuso ella secamente, y se llevó la botella de refresco a los labios y la terminó. Luego la dejó sobre la mesa y se puso en pie—. Odio beber y marcharme, pero necesito estar sola un rato antes de que se me desintegre el cerebro. Estaré arriba en la suite de lujo. Grita si necesitas algo.
Jake asintió y la observó mientras abandonaba la cocina.
Lunes, 23 de julio, 8:25 h, Campbelltown, Iowa.
—Esto es totalmente absurdo.
Carter sonrió ante el claro comentario del piloto y no contestó mientras observaba el avance del avión en el monitor de su ordenador. La caída constante de una lluvia ligera contra las ventanas del despacho de su casa era bienvenida tras tantas semanas de plácido tiempo.
—Estamos volando demasiado bajo, demasiado despacio y demasiado cerca del espacio aéreo estadounidense. Tienen aviones de reconocimiento con esta visibilidad espantosa y nosotros no aparecemos en el radar. Si alguien me ve, tendré a los F-18 dándome un enema de Sidewinder antes de que pueda parpadear. Eso si no nos estrellamos primero. Esto es una locura. Voy a anular la operación y largarme mientras todavía exista la posibilidad. Cambio.
El avión comenzó a elevarse inmediatamente en una curva que lo alejaba de la tormenta, aunque pasaría un tiempo antes de encontrarse fuera del alcance de los vientos que soplaban en dirección opuesta a las agujas del reloj. Carter apretó el botón que controlaba el micrófono.
—Negativo. Volverás al curso y altitud anterior y procederás según el plan. Cambio.
—De ninguna manera, amigo. Me largo. Cambio y fuera.
Carter parpadeó cuando el icono de las comunicaciones se oscureció, pero luego sonrió ampliamente.
—Hijo de puta —murmuró mientras pulsaba unas teclas y asumía el control remoto del módulo de mando del láser en el avión—. Veamos qué piensas de esto.
Era evidente que el piloto no tenía intenciones de llevar a cabo la operación. Raoul no había encendido todo el equipamiento necesario, una omisión que Carter rectificó rápidamente, accionando a distancia la secuencia necesaria para activar el combustible y las fuentes de energía.
El avión estaba ganando velocidad y altura y ya había cambiado el curso en dirección a la costa estadounidense.
El icono de las comunicaciones se encendió justo cuando el láser fue activado, lo cual hizo que Carter se riera en silencio.
—Bastardo demente. Apaga eso. —El británico estaba furioso.
—Es mi avión, mayor Patterson, por si lo había olvidado —respondió Carter con una sonrisa en la voz—. Tengo una operación que completar y pienso hacerlo, con o sin su ayuda.
—No me he olvidado de nada. Pero deseará que lo haya hecho. Me he puesto en contacto con la torre de Filadelfia y he pedido permiso para un aterrizaje de emergencia…
—No le hará falta. Cálmese. —Carter cerró el canal de comunicaciones, completó la siguiente secuencia a distancia e introdujo la información de las coordenadas necesarias. La ubicación no era precisamente ideal. El avión estaba demasiado lejos del ojo del huracán para otra descarga, pero ahora tenía la oportunidad de probar algo que no había intentado desde el Iván en 2004: apuntar sobre el propio océano. Sobrecalentar el agua delante de la tormenta no sería tan efectivo como calentar su centro, pero el calor adicional en la superficie e inmediatamente debajo actuaría como combustible.
Programó la descarga para una duración de quince segundos, mucho más larga de lo habitual, e inició la secuencia de disparo. Segundos más tarde, observó cómo la pequeña área de la superficie del océano pasaba de un azul claro al verde, y luego al amarillo a medida que se calentaba.
Cuando llegó el momento, los sensores del monitor de Carter comenzaron a chispear amenazadores. Con una expresión apenada, activó el mecanismo de seguridad que había instalado en el avión para casos como ése. Deseaba no haber tenido que usarlo nunca, pero ahora no le quedaba otra alternativa.
Con el corazón acongojado escribió la última contraseña y apretó «enter» para activar los pequeños explosivos montados dentro de los tanques de combustible en las alas del avión. Dejó escapar un pesado suspiro y centró su atención en la tormenta del otro monitor. El área del océano se había estabilizado y volvía al verde oscuro, mientras la tormenta comenzaba a cambiar bruscamente de dirección. Y a crecer.
—Saldrá bien —se dijo a sí mismo mientras se ponía de pie y se ajustaba el cinturón de su bata—. Saldrá bien.
Lunes, 23 de julio, 9:45 h, una «casa segura» de la CIA en una zona rural de Virginia del Norte.
—¿Kate?
Ella dio un salto, sentándose e intentando mirar a la figura que se inclinaba sobre ella. Escuchó el chasquido de su cabeza al chocar contra la de Jake, apenas un segundo antes de recibir el impacto. La sensación la volvió a dejar tendida sobre la cama, sin aliento durante un segundo antes de sentir el dolor.
Él soltó una imprecación mientras luchaba por controlar las involuntarias lágrimas.
—¿Qué demonios estás haciendo? —quiso saber ella. La habitación estaba completamente a oscuras. La cama seguía siendo incómoda.
Él se sentó en su cama agarrándose la cabeza entre las manos.
—Tom nos quiere a ambos despejados y listos para el trabajo, ahí abajo.
—¿Qué hora es?
—Sólo has dormido un rato. Una media hora.
Ella se volvió a sentar, apoyándose contra la pared mientras se frotaba con cuidado el creciente chichón que empezaba a aparecer en su cabeza.
—Por Dios, tienes la cabeza dura.
—Tú también. ¿Por qué has hecho eso?
—¿Yo? ¿Por qué estabas tan cerca? Estaba dormida. De todas formas, ¿qué es lo que quiere?
—Es Simone. Ha vuelto a intensificarse.
Kate cerró los ojos. Nunca había sentido los párpados tan pesados.
—Maldición.
—Peor aún. Hace unos quince minutos, un avión que volaba cerca de la tormenta tomó contacto con la torre de control de Filadelfia, pidiendo permiso para un aterrizaje de emergencia. A los pocos minutos, explotó. El avión estaba registrado a nombre de la fundación de Carter Thompson.
A pesar de los párpados pesados, abrió los ojos.
—¿Qué?
—Y hay más. No apareció en el radar. Tenía algún tipo de mecanismo de camuflaje. La Guardia Costera lo había detectado visualmente. La Armada ya había preparado varios aviones para escoltarlo, pero no llegaron a tiempo. Y antes de explotar, los satélites detectaron un rayo láser de gran intensidad dirigido hacia el agua delante de la tormenta. Era la misma señal que las anteriores, pero no fue tan breve. Duró por lo menos quince segundos. Dos boyas registraron la temperatura del agua a 48° a quince metros. Una boya de superficie registró 76° antes de quemarse.
Ella lo agarró del brazo.
—Jake, ¿estás bromeando? ¿En la superficie del mar? Por todos los santos, es agua casi hirviendo.
—No estoy bromeando. —La miró—. Algo me dice que va a ser un día muy largo.
Lunes, 23 de julio, 12:00 h, East Village, Nueva York.
Los quejidos y el aullido del viento eran los únicos sonidos que Davis Lee podía escuchar, sentado en su salón, mirando por la ventana de su apartamento del tercer piso. El sonido había alcanzado una intensidad aterradora e hipnótica. Allí sentado, inmóvil, en la densa oscuridad, se sentía encandilado y alarmado a la vez ante lo que aparecía abajo, en la calle. Había permanecido allí durante horas, probablemente desde antes del amanecer, aunque aquel día no parecía haber amanecido. En ese tiempo, había visto pequeños árboles arrancados de cuajo, papeleras volando a través de las ventanas del segundo piso y un Volskwagen escarabajo naranja deslizarse de costado por la calle hasta estrellarse en la esquina de un edificio de ladrillos. El coche quedó casi partido por la mitad, al igual que el conductor. La copiloto había salido aturdida y dando gritos. Al ver que nadie se acercaba a ayudarla transcurridos diez minutos, dejó de gritar y se alejó tambaleándose por la calle. Davis Lee no había vuelto a verla.
Eso había sido hacía algunas horas. Ahora las calles estaban desiertas. Incluso los pocos ladrones que había visto merodeando se había ido. El agua había alcanzado, por lo menos, los treinta centímetros de profundidad en las calles, lamiendo los primeros escalones de los edificios. Marquesinas retorcidas, despojadas de sus toldos, eran sacudidas salvajemente en todas direcciones hasta que por fin se desprendían.
Su apartamento comenzaba a resultar sofocante. Pero abrir las ventanas no era buena idea. La electricidad y el servicio telefónico se habían interrumpido hacía horas. Su móvil todavía tenía algo de carga, pero no tenía cobertura. Tenía agua, pero nada de comida.
En algún momento se le había ocurrido que podría morir. No de un modo valiente ni noble. Posiblemente, de una manera horrible y dolorosa o de alguna manera humillante. La idea nunca antes había cruzado por su mente.
Durante generaciones, su familia había considerado el honor una obligación y la buena suerte una parte de su herencia, pero la batalla a la que Davis Lee se enfrentaba no era de las que pudieran esquivar las balas. Aquello era la naturaleza. Y él estaba seguro de que el hombre no era inocente. Por lo menos un hombre.
Cuando Carter había abandonado su despacho el día anterior, Davis Lee se había sentado y leído el trabajo de Kate y los artículos que Hile había encontrado, y después se había metido en Internet y realizado algunas búsquedas él mismo. Kate estaba, posiblemente, en lo cierto; las tormentas eran peculiares. Todos los informativos habían señalado su origen insólito y luego las habían dejado de lado por no presentar un interés como noticia. E Ingeniería Coriolis había sido la primera en llegar a los lugares para reparar los destrozos. Era extraño; el poder destructivo del clima en el Sahara había sido observado también a nivel local, pero ignorado por el resto del mundo porque había tenido lugar en África. ¿Qué significaba otro desastre más en ese lugar? A la devastadora inundación fuera de época no se le dio ninguna importancia y fue atribuida al calentamiento global, a la desertificación o a alguna otra catástrofe climatológica en ciernes. E Ingeniería Coriolis siempre había acudido casi antes de que los gobiernos pudieran solicitar ayuda. Con frecuencia, los equipos de Coriolis llegaban trayendo noticias de asistencia adicional como parte de la filantropía personal de Carter.
Aquel bastardo tenía que estar detrás de todo eso. No podía haber otra explicación. Era lo suficientemente inteligente y rico como para hacerlo, y demasiado vanidoso como para ocultar su rastro.
Pero intentar comprender qué era lo que Carter pensaba poder ganar destruyendo la Costa Este cuando quería ser presidente era…
Davis Lee contuvo la respiración.
«Presidente».
Ese era todo el asunto. Carter no sólo quería ser presidente. Quería reemplazar a Winslow Benson. No, no sólo reemplazarlo sino enterrarlo. Que su nombre fuera sinónimo de muerte y devastación.
«Y qué mejor modo de hacerlo que destruir uno de los mayores símbolos del país: la ciudad de Nueva York».
La última noticia que Davis Lee había visto en la televisión antes de quedarse sin electricidad la noche anterior era en relación con la central nuclear de Indian Point, que había sido construida para resistir vientos de doscientos cincuenta kilómetros por hora, un límite al que nadie pensó que se llegaría nunca.
Carter lo sabía. Y aparentemente había decidido ponerlo a prueba.
Davis Lee se miró las manos. Cuando aquella pesadilla terminara, estarían manchadas con la indeleble sangre de miles de vidas. Él había sido muy hábil en dirigir la compañía o, al menos, eso es lo que había creído estúpidamente. Lo único que había hecho en los últimos diez años fue acelerar la situación en la que se encontraban. Carter habría tardado más tiempo aunque podría haberlo hecho por sí solo. Planificar y luego levantar la parte financiera había sido inteligente, pensó. Carter, sin embargo, se había dado cuenta desde un principio que lo que Davis Lee había sugerido sería una fuente de ingresos; sería el seguro de Ingeniería Coriolis cuando las cosas fueran mal y una enorme estructura financiera cuando las cosas fueran bien, como, hasta entonces, había sucedido.
«Todo ha sido culpa mía».
Se sentó frente a la ventana unos minutos más, luego se puso de pie y se dirigió hacia un rincón en su cocina. Un buen trago de su bourbon favorito, Elijah Craig, lo mantuvo a flote mientras continuaba hacia el baño. La multitud de medicamentos colocados en el mueble daba fe de su ajetreada y buena vida: somníferos para los viajes por el Pacífico en primera clase, calmantes para los dolores de ligamentos producidos en las canchas de tenis y rodillas destrozadas en las montañas nevadas, antidepresivos para los días en los que había visto morir a Enron y Worldcom había comenzado a desmoronarse…
Los llevó a todos al salón. Sentado en el costoso sofá, que una hermosa decoradora de interiores le había recomendado que adquiriera, comenzó a tomarlos poco a poco, de uno en uno, mientras continuaba viendo caer la lluvia.
Lunes, 23 de julio, 11:45 h, Campbelltown, Iowa.
Carter había dejado su oficina temprano para volver a su casa donde, como era habitual, almorzaría con Iris en el porche cubierto de la fachada principal. Estaban sentados en sus sillas favoritas, mirando a los nietos jugar a perseguirse por el jardín mojado. Algunas de sus hijas estaban reunidas en un grupo, vigilando a los pequeños.
Un movimiento en el extremo izquierdo del jardín llamó la atención de Carter, y un segundo después vio la camioneta blanca del vigilante aparecer lentamente, dando la vuelta a la última curva del camino de entrada. Tres furgonetas negras con cristales tintados lo seguían.
Notó una extraña sensación de desastre en el estómago mientras dejaba la taza de café sobre la pequeña mesa entre su silla y la de Iris. Nelson no lo había llamado desde la entrada para decirle que había visitantes, aunque ése fuera el protocolo establecido, y eso era muy extraño. Como policía retirado de Iowa, Nelson siempre cumplía las órdenes.
—Carter, ¿qué sucede? ¿De quiénes son esos coches? —preguntó Iris, con tono alarmado.
—Creo que deberías llevar a las chicas y a los niños dentro, Iris.
—No lo haré. Carter…
Se puso de pie mientras los primeros dos vehículos se detenían frente a la casa. Los otros dos se apartaron de los demás y se dirigieron en direcciones opuestas alrededor de la casa. Los niños habían dejado de jugar y los observaban con curiosidad. Tres de las chicas habían llamado a sus hijos. Meggy, la abogada, se dirigió directamente hacia el porche.
Nelson bajó de la camioneta. Una mujer rubia con un impermeable oscuro bajó del lado del copiloto. Alrededor de su cuello colgaba de una cinta una credencial. Cuatro hombres vestidos de modo similar salieron del otro vehículo y avanzaron hacia la fachada de la casa. Uno detuvo a Meg a medio camino.
—Señor Thompson, soy la agente especial Susan Lemke, del FBI —anunció la mujer rubia mientras se acercaba al porche—. Nos gustaría hablar con usted.
—Tienen una forma bastante peculiar de pedirlo, agente Lemke —replicó Carter, metiendo las manos en los bolsillos—. Podría haber concertado una cita en mi despacho, como hace la mayoría de la gente. Ésta es mi casa. No creo que tenga nada que hacer aquí.
—Por favor, mantenga las manos donde pueda verlas, señor, y apártese de las escaleras.
Dejó caer sus manos a los costados y miró más allá del vigilante y encargado de seguridad de su residencia.
—Nelson, ¿qué está pasando?
—Tienen una orden de registro, señor Thompson. Tuve que dejarlos entrar a la propiedad, y no me han permitido avisarle. —La voz de Nelson era fría y profesional.
Carter se volvió a la agente que había alcanzado ya el porche. Otro agente le acompañaba y estaba en el primer escalón del lado opuesto a la barandilla. Meg lo observaba todo. Iris lloraba en silencio, dejándose caer en su silla y cubriéndose el rostro con las manos.
—¿Qué quiere, Susan? —le preguntó Carter con una sonrisa a la agente.
Ella no reaccionó ante el tono de confianza. Su postura en el escalón superior no era agresiva, pero estaba preparada para actuar según las circunstancias. Tenía unos ojos tan carentes de expresión como su voz.
—Tenemos una orden para registrar la propiedad, señor. Y nos gustaría hacerle algunas preguntas con respecto a su reciente viaje a Nueva York, así como algunas de sus otras actividades.
—¿Estoy arrestado?
—Carter —dijo Iris sin aliento, cubriéndose el corazón con una mano y con la otra la boca.
—No, señor, pero si quiere que un abogado esté presente durante nuestra conversación, tiene derecho a ello.
—La mujer rubia es mi hija y mi abogada —explicó, haciendo un gesto a Meg, a quien se le permitió, de forma inmediata, acercarse a ellos.
—Papá, no digas nada. —Se volvió hacia la agente—. ¿Podría, por favor, ver la orden?
Carter pudo escuchar los ruidos procedentes de la casa y las órdenes que daban, y supo que habían comenzado a desmantelar su vida lo mismo que su hogar. Cerrando los ojos, respiró profundamente intentando controlar el creciente latir en su pecho. Raoul, la tripulación y el avión ya no existían, pero el edificio en la India seguía en activo y él no podría confiar en nadie para proteger su trabajo, y mucho menos cuando se acabara el dinero. Iris no podía mentir. Ella les diría todo lo que sabía, que no era mucho, pero sí suficiente para llenar las lagunas.
Se dio cuenta de que la casi dolorosa excitación que había experimentado cuando las últimas pruebas habían sido exitosas y los pequeños episodios en que su corazón se aceleraba no eran en nada parecidos a un ataque. Ésos habían sido extáticos, una mezcla de placer y dolor. La sensación que sentía ahora en su cuerpo no encerraba placer. El dolor se deslizaba por sus brazos, notaba una opresión en el pecho, pero sin embargo no hizo nada por detenerlo, nada para darlo a conocer. Era parte de su acuerdo con la naturaleza. Había acordado marcharse cuando fuera el momento, y parecía haber llegado. Había cumplido su papel, hallado su destino. El resto iba a ser escrito sin su ayuda. La confusión en su cabeza tenía que ser el modo en que la naturaleza lo ayudaba a irse con facilidad. Con suerte, el dolor cesaría pronto.
No dudaba de que encontrarían todo. Estaba en su despacho. No quería ponerles trabas criptográficas. No había motivo para hacerlo.
Su presencia allí era señal de su éxito. Lo supo en lo más profundo de su corazón enfermo. Le iban a arrebatar los sueños y convertirlo en un demonio por perseguir sus sueños, y luego continuarían en secreto con su trabajo. Ése era el insulto final de Winslow Benson. Se apropiarían de todo: su trabajo, sus sueños, su éxito.
No pudo ocultar una mueca cuando el dolor se intensificó, ni pudo evitar tomar aire, aferrarse a la barandilla para mantener el equilibrio. El brazo no le respondía. No lo podía mover. Y comenzó a caer.
Los agentes lo sujetaron antes de que se golpeara contra la madera, las anchas tablas de castaño que había cortado él mismo.
—¡Papá! ¿Estás bien? —La voz, ya distante, fue seguida por un grito. Un grito de Iris.
Intentó responderle, decirle que todo iría bien, pero su voz sólo resonó en su cabeza. Encerrada allí, con todos sus secretos. Y comenzaron a arrancarle la ropa, a tocarlo, a hablar de él como si ya no estuviera allí.