Capítulo 4

Martes, 10 de julio, 6:35 h, Washington, D.C.

El trabajo freelance tenía sus ventajas, pero las reuniones como las de aquel día no eran una de ellas.

Tom Taylor, experto en ecoterrorismo y consejero especial del director Nacional de Inteligencia, se acomodó en su silla. Había permanecido sentado demasiado tiempo, y más que nada, quería ponerse de pie y activar un poco la circulación de la sangre en sus extremidades inferiores. Pero primero tenía que calmar a esa bestia que no cedía, ni quería escucharle bajo ningún concepto.

Que lo rechazaran al verlo demasiado joven para el puesto que ocupaba era algo que ocurría con bastante frecuencia. Sus genes habían conspirado para darle el rostro de Dorian Gray. Cuanto más crecía y más bestial era la mierda embrutecedora que veía, más joven lo creía la gente. Esto funcionaba, curiosamente, en su beneficio, pero tenía que aceptar las estupideces condescendientes durante los primeros minutos en cualquier maldita reunión en la que participara. De todos modos, se las iba arreglando. Era mejor que lo contrario. Si su rostro revelara la mitad de lo que sabía o la mitad de lo que había visto, espantaría al mismísimo ángel de la muerte. Pero, en ese momento, no le importaría hacer exactamente eso al bastardo con el pecho cargado de medallas, que estaba sentado frente a él.

Levantó la vista de sus papeles y se encontró con la mirada del general sentado a la cabecera de la mesa en la cómoda y segura sala de conferencias, varios pisos bajo tierra en el Pentágono.

—Con el debido respeto, general Moore, usted no va a cambiar nada. La corriente en chorro se quedará donde está.

—Uno no se mete con la madre naturaleza, señor Taylor —replicó el general, moviendo apenas las mandíbulas al hablar—. HAARP no fue pensado para eso. Se llama Programa de Investigación de Actividades Aurórales de Alta Frecuencia por una razón. Es un programa de investigación de comunicaciones y vigilancia, no un arma. Nunca hemos inducido interferencias atmosféricas de modo consistente, continuo y a gran escala durante un periodo tan largo, incluso cuando la situación claramente lo requería. Lo que estamos haciendo ahora es lo que tantos puñeteros imbéciles nos han acusado de hacer durante años.

«Ceda, prima donna de mierda».

—Entiendo su preocupación, general —dijo Tom con un tono de voz tranquilo, calculado para irritar a la gente que pensaban que ellos eran los IAM, sus siglas favoritas para denominar a los Imbéciles Al Mando—. El director de operaciones de la CIA y el director Nacional de Inteligencia entienden que HAARP es estrictamente una herramienta de investigación atmosférica y que usarla con otro fin es darle credibilidad a los delirios de los teóricos de la conspiración. Pero el aparato de relaciones públicas del Pentágono no está en nuestra lista de prioridades en estos momentos. Estamos analizando una misión mucho mayor, señor, con incalculables ganancias y un resultado potencialmente catastrófico. Estamos cambiando las reglas de juego, y usted tendrá que jugar con nosotros.

La piel del general era tan curtida como el granito y casi del mismo color, o así había estado hasta hacía un instante. Ahora se estaba volviendo de un oscuro color rojo. Sus ojos azules ardían con furia al saberse inferior. Dado que había formado parte de la cúpula militar durante la administración anterior, la ausencia de poder era una sensación que seguramente no estaba acostumbrado a experimentar, lo cual era una pena. Hoy no iba a dar las órdenes. El director de operaciones de la CIA iba a hacerlo, por solicitud directa del director nacional de Inteligencia.

Sin embargo, Tom deseó una vez más haber traído consigo algún material técnico para sostener su postura, sobre todo teniendo en cuenta que el general había traído refuerzos. Pero su mejor investigador había muerto repentinamente y su sustituto no estaba preparado para acompañarle.

—General, en breve tengo una reunión en Langley, así que le propongo que cortemos por lo sano. Estamos seguros de que una célula terrorista que opera dentro de las fronteras de los Estados Unidos ha desarrollado los medios para controlar los cambios climáticos. Le hemos pedido que nos cubra las espaldas mientras perseguimos a los miembros de esta célula y mantenemos el clima sobre Estados Unidos estable hasta que los obliguemos a salir a la luz, haciéndoles dar un paso en falso. Gracias, en parte, a su cooperación, estamos cerca de identificar a los terroristas, general Moore. Ahora, me gustaría comprender sus objeciones para continuar con esta operación.

Prácticamente pudo ver cómo le subía la tensión.

—Mi objeción es que estamos interrumpiendo ciclos necesarios y críticos que controlan el clima del planeta, incluyendo la convección termohalina. Mi objeción es que no sabemos cuáles serán las consecuencias si continuamos interfiriendo en los sistemas climáticos a este nivel, señor Taylor. Y, a estas alturas, no sabemos qué sucederá cuando dejemos de interferir. —Hizo una pausa, aparentemente esperando una respuesta.

Tom no le dio ninguna. Se limitó a acomodarse en su silla, ocultando bajo una máscara impasible su alarma ante las afirmaciones del general. No se suponía que las cosas fueran así. Era consciente de que el general lo sabía, y que el director nacional de Inteligencia también. La eliminación de terroristas no duraría tanto. Habían tardado ocho meses en encontrar a Sadam Husein, Osama bin Laden había sido más puñeteramente escurridizo de lo que nadie había anticipado y ahora estos bastardos…

Cuando fue convocado para ponerse al frente del equipo de trabajo, el personal del director nacional de inteligencia lo había puesto al tanto de todo lo que sabían hasta el momento, que se reducía básicamente a que el arma de destrucción masiva en discusión era el clima. La sensación de agobio en sus entrañas fue compensada por una explosión de adrenalina.

«Era un arma demasiado grande para ocultar. Y, sin embargo, alguien lo estaba haciendo de una forma muy efectiva».

En los últimos dos años, los ataques habían sido ocasionales, a pequeña escala y en territorios extranjeros. Habían sido, sin duda, pruebas, pero demasiado efectivas y demasiado sutiles como para prevenirlas o incluso descubrirlas antes de que fueran llevadas a cabo. Quien estuviera detrás de ellas sabía cómo pasar desapercibido y cómo lograr que la gente mantuviera la boca cerrada.

El ritmo de las investigaciones había aumentado cuando nuevos informes de inteligencia le dieron al equipo motivos para creer que, en los últimos meses, las operaciones se habían desplazado a los Estados Unidos, indicando la probabilidad creciente de un ataque. A pesar de estar armados con semejante información, el equipo se había ido tropezando rápidamente con un callejón sin salida tras otro. Hasta cierto punto, habían reducido el dónde a la zona occidental de los Estados Unidos, pero después de tres meses, no tenían pistas sobre quién o cuándo —como cuándo sería el próximo ataque— o el porqué, aunque grosso modo, esto último pareciera sencillo de adivinar.

Si uno controlaba el clima, controlaba el mundo.

Los Estados Unidos habían estado intentando controlarlo durante décadas. También sus enemigos. Y uno de ellos estaba teniendo éxito allí donde todos los demás habían fracasado.

Tom cayó en la cuenta de que el general lo miraba fijamente.

—Señor Taylor, estoy seguro que usted está familiarizado con las leyes de termodinámica, pero permítame, de todos modos, refrescarle la memoria. La primera ley de termodinámica establece que la energía no puede ser ni creada ni destruida; sólo se la puede transformar de un estado a otro; de potencial a cinética, y viceversa. La segunda ley establece que la energía potencial de un sistema será siempre menor que en su estado inicial. Lo que nos ha obligado a hacer, para ponerlo en términos sencillos, es un cortocircuito en el sistema. Durante las últimas cinco semanas hemos impedido que una enorme cantidad de energía potencial fuera convertida o liberada en la atmósfera en forma de tormenta y otros fenómenos meteorológicos. Pero no podemos continuar haciéndolo.

Tom echó una mirada a sus notas.

—Ha habido pequeñas tormentas a lo largo del país en las últimas cinco semanas. Y en el Atlántico, la actividad ha comenzado antes que lo habitual. Han ocurrido, hasta la fecha, veintidós tormentas con nombre, incluyendo dos que tuvieron lugar antes del inicio oficial de la temporada de huracanes, pero ninguna de ellas ha generado mucho más que algún titular y algunas marejadas. No parece que ustedes estén conteniendo mucho, general. ¿Quién es responsable de esas tormentas?

La coronel Patricia Brannigan, asistente del general, había permanecido en silencio hasta ese momento. Ahora intervino en la conversación.

—Nosotros. Hemos tenido que descargar energía en donde pudimos y cuando pudimos. Retener tanta energía de forma más o menos estacionaria nos pone en creciente peligro.

—¿De qué?

—Un desastre, señor Taylor. Con un frente frío estacionario en la alta atmósfera sobre el centro del país, el aire del Golfo no tiene adónde ir, así que permanece allí, calentándose. Y el agua, por debajo, también se calienta. En estos momentos, la temperatura del Golfo llega a un promedio de 26°, lo cual es significativamente más cálido de lo que debería ser en esta época del año. El agua caliente recalienta el aire, y el aire caliente asciende. Si se desarrolla un frente de aire cálido de suficiente intensidad, con toda esa energía latente detrás, una columna de aire podría hacer explotar el sistema como un volcán.

—Sin las cenizas ni el humo —señaló secamente Tom.

Ella ni siquiera parpadeó.

—Sin cenizas. Sin humo. En cambio, se encontraría con un clima violento en alturas que no son las habituales para los frentes de tormenta. Las células de convección se moverían a velocidades fuera de lo normal, apoyadas por la presión, creando huracanes que podrían extenderse por miles de kilómetros en todas direcciones y crear tornados, trombas marinas y tormentas de gran magnitud. Los aviones serían derribados, los navíos en tránsito se hundirían y las comunicaciones se verían interrumpidas en todo el hemisferio norte. Habría inundaciones masivas, granizo, fuertes vientos… ¿Quiere que continúe?

—No, me hago una idea. —Había agarrado la taza de café que tenía junto a su brazo y la había mirado. Vacía. Alzó su mirada hacia la mujer—. Tan terrible como parece, coronel, semejante pronóstico se basa en un porcentaje importante de especulación, ¿no es verdad?

El general se inclinó hacia delante sobre la mesa con los ojos inyectados de algo que parecía ser sed de sangre.

—Escuche, maldito gilipollas —exclamó. Su voz adquirió un tono similar al roce contra una plancha metálica—. Estamos hablando del tiempo. Existen demasiadas variables para predecir exactamente qué sucederá, pero cualquiera de los escenarios, probables e improbables que hemos desarrollado sería suficiente para darle al director nacional de Inteligencia una abultada factura. Entienda lo que le digo. La energía va en aumento. Estamos tratando a la alta atmósfera como si fuera una gran batería, pero incluso la atmósfera llega a su límite y en algún momento, que puede estar muy próximo, no vamos a ser capaces de impedir que la naturaleza siga su curso.

—¿Qué quiere decir con eso, general?

—Quiere decir que, a menos que comencemos a disipar la energía a mayor escala, ya, mientras todavía podemos controlar el grado de disipación, podríamos encontrarnos con un desastre a escala hemisférica en nuestras manos.

Tom sostuvo la mirada del general.

—No.

El general volvió a inclinarse hacia delante.

—Señor Taylor, tal vez no me expresado con claridad. Tenemos que detener esta operación ahora mismo.

—Comprendo lo que dice, general Moore, pero no podemos detener la operación —replicó tranquilamente—. Vamos a continuar con la Operación Demora tal como lo planeamos hasta que ocurra alguna anomalía que no sea de nuestra autoría. Y cuando eso suceda, podremos volver a tener esta conversación.

La coronel Brannigan lo miró seriamente.

—Señor Taylor, por favor, intente comprender que ya hemos ido más allá de cualquiera de los modelos que hemos diseñado. Lo cierto es que, tal como ha dicho el general, no sabemos cuánto tiempo más podemos continuar reconstruyendo y difuminando los patrones climáticos naturales, así como tampoco sabemos cuánto tiempo más podremos contener la energía que esas interrupciones están produciendo, ni tenemos un plan para disipar la energía actualmente acumulada.

«Los militares admitían su derrota. Eso es algo que uno no escucha todos los días». Tom observó el rostro de la asistente, manteniendo el suyo sin expresión, a pesar de la furia que ardía en sus entrañas.

—¿La he entendido correctamente, coronel? ¿No saben cómo disipar la energía?

—Sí, señor Taylor, me ha oído perfectamente.

—Pues aquí tienen una sugerencia. Continúen dispersando energía del modo en que han dicho que estaban haciendo. Generen algunas tormentas mayores si necesitan hacerlo. Simplemente no lo hagan sobre el territorio continental de Estados Unidos. Pienso que Cuba y Venezuela son blancos convenientes. —Habló con suavidad, observando el rostro del general, que se había vuelto de una tonalidad aún más morada.

—No se pueden mover células masivas de energía como si fueran las piezas de un ajedrez, señor Taylor —dijo la coronel Brannigan antes que el general pudiera abrir la boca—. Como ha dicho el general, hemos tomado un sistema dinámico y lo hemos vuelto estático durante cinco semanas. Básicamente, hemos forzado una poderosa maquinaria más allá de su capacidad. No existe lugar en donde liberar la energía que no sea allí donde está almacenada.

—Seguramente existe algún mecanismo natural…

—¿Para liberar un campo energético descomunal creado artificialmente? No, no lo hay. Una situación semejante no se ha presentado con anterioridad. —Cruzó las manos delante de ella sobre la mesa y lo miró fijamente con una helada sonrisa—. Naturalmente, señor Taylor, los rusos, la OTAN, y la mayoría de nuestros aliados sospechan que estamos tramando algo, y no están muy contentos. Tampoco los chinos. Los estamos asustando porque sus físicos no pueden explicar lo que está sucediendo por causas naturales. Tampoco pueden hacerlo los nuestros, excepto quienes lo están llevando a cabo. También están desconcertados los meteorólogos. Nadie ha visto nunca nada parecido, o leído ningún trabajo teórico sugiriendo algo similar. Pero, sin tener conocimiento de esta operación, la gente está teorizando sobre los gradientes energéticos radicalmente fuera de control, lo cual es una situación que no se ha producido jamás, excepto en los modelos informáticos. Los teóricos de la conspiración se están dando un banquete, en particular aquellos que sospechan del HAARP.

Tom enarcó una ceja.

—Gracias por compartir esa información con nosotros, coronel Brannigan. —Desplazó su atención hacia su izquierda—. General, por favor, manténgame al tanto de la situación.

El general se recostó contra su silla y miró a Tom fijamente a los ojos.

—No sé si usted es un hombre religioso, señor Taylor, pero tal vez le convenga revisar sus creencias. Pedirle a Dios que tenga piedad de todos nosotros por lo que hemos hecho puede que sea la única opción que nos quede.

Tom se puso de pie, reunió sus papeles en un ordenado montón, los guardó en su maletín y levantó la mirada hacia el general.

—No lo soy, general Moore, pero lo tomaré como un consejo. Buenos días.

Saludó con una inclinación de cabeza a la coronel Brannigan y salió de la sala. El baño más cercano se encontraba a unos ciento cincuenta metros de distancia. Se las arregló para llegar a tiempo hasta uno de los inodoros antes de vomitar su desayuno.

Vacío y tembloroso, se reclinó contra el frío metal de los paneles que separaban los inodoros y cerró los ojos.

«Mejor que esos gilipollas se muevan pronto. Muy pronto».

Se humedeció el rostro un par de veces con agua helada, lo que le devolvió un poco la compostura antes de abandonar el baño. No había recorrido ni treinta metros por el pasillo cuando escuchó la voz pausada de la coronel que lo llamaba por su nombre.

Maldiciendo por lo bajo, se detuvo y se dio media vuelta para verla cómo se acercaba hacia él con pasos más adecuados para alguien que estuviera vestida con uniforme de faena y botas de combate que con una ajustada chaqueta verde del ejército y zapatos de tacón bajo. Se detuvo bruscamente a escasa distancia.

—¿Qué puedo hacer por usted, coronel?

—Dé la orden de liberar la corriente en chorro —respondió francamente—. Se ha generado una inexplicable columna de nubes cerca del Valle de la Muerte hace menos de una hora. Creo que es la anomalía que han estado esperando.

Dejó transcurrir unos segundos mientras miraba el azul helado de sus ojos, no del todo dispuesto a creerle, y sin confiar plenamente en la inyección de adrenalina que le corría por las venas.

—Volvamos a la sala de conferencias y allí podrá contármelo todo.

«Y, maldita sea, mejor que se asegure de estar en lo cierto».