Domingo, 22 de julio, 21:00 h, Campbelltown, Iowa.
Carter casi no recordaba el viaje de vuelta. Había tardado varias horas en ir desde el centro hasta el pequeño aeropuerto de Westchester County, un viaje que habitualmente le llevaba menos de una hora. Una vez allí, sin embargo, pudo embarcar y despegar de inmediato. Los jets privados servían para eso, para llegar con rapidez y sin dificultad a cualquier sitio. Había estado tan concentrado en sus pensamientos, preocupado por los recientes acontecimientos que amenazaban el éxito de su proyecto que se había sorprendido cuando las ruedas chocaron contra la pista de aterrizaje en su aeropuerto privado. No había sido capaz de concentrarse en ninguna otra cosa que la desbordante realidad. Durante treinta años no había habido intromisiones en su investigación y ahora, con el éxito al alcance de la mano, se veía, de pronto, amenazado por todos lados.
Respiró hondo, mientras permanecía de pie en su porche trasero, observando la oscura y brillante laguna y el aeropuerto que se extendía detrás de ella. Podía oír los ruidos que hacían sus nietos al acostarse. Sus hijas y sus familias habían hecho el inesperado e inexplicable viaje sin protestar, y permanecerían allí hasta que la amenaza de Simone y las consecuencias posteriores de la destrucción de la central nuclear de Indian Point dejaran de ser un problema. Él las necesitaría para que administraran sus asuntos, e Irisse pondría como loca si alguna de ellas hubiera estado en peligro. Dejó escapar un suspiro.
A pesar de los retrasos, estaba controlando la situación. Había resuelto el asunto con Richard Carlisle, y resolvería el de Kate Sherman, con dureza si fuera necesario. La ayudante que Davis Lee había mencionado también tendría que ser silenciada.
Carter intentó relajarse, repitiéndose a sí mismo que en unos cuantos días nada de eso sería necesario. El país buscaría un nuevo líder, y él estaría preparado. Lo necesitarían a él.
Sintiendo la necesidad de ser consolado, dio media vuelta, abrió la puerta mosquitera y regresó a su despacho, cruzando el suelo de madera, salpicado por la luz de la luna filtrada por los árboles. Agarró el móvil correcto y marcó el único número que había en su agenda. Raoul respondió al primer timbrazo.
Carter ignoró el saludo.
—Necesito que vayas a las Bermudas de inmediato. —El breve silencio al otro lado del teléfono lo hizo ponerse más tenso todavía—. ¿Me has oído? —exigió.
—Te he oído —fue la respuesta deliberadamente lenta.
—Vamos a realizar otra…
—No, no lo haremos.
La furia fue seguida de inmediato por el acelerado latir en su pecho. Se apoyó en la mesa cuando empezó a marearse.
—Vamos a realizar otra incursión —carraspeó, aferrando el brazo de su silla y cerrando los ojos para ahuyentar la sensación de vértigo—. No es una prueba. Te necesito allí.
—Los aeropuertos están cerrados, Carter.
—Me aseguraré que uno no lo esté. ¿Dónde estás?
—En la Península de Yucatán. No quería enfrentarme a su paso.
Carter soltó el brazo de la silla a medida que cedía el mareo.
—Ya ha pasado, por eso necesito que salgas. Necesito información. Sólo información. Necesito que te acerques.
—A un huracán de categoría 5 —fue la lacónica respuesta.
—El avión puede resistirlo.
El silencio fue ensordecedor.
—Te aconsejo que no lo hagas.
—¿Que tú qué? —quiso saber Carter, incrédulo.
—Está en medio del Atlántico. No hay sitios donde ocultarse ni donde aterrizar en caso de problemas. Nos verán y tendremos que pagar las consecuencias.
—No te pago para que seas un cobarde o un asesor. Te pago para que pilotes el avión y acates mis órdenes. Necesito la información —ordenó Carter con sequedad.
—Es demasiado arriesgado. Hay muchos aviones de reconocimiento en la zona, y luego está el seguimiento por satélite. Nos descubrirían.
Carter fue consciente de que abría y cerraba su puño, colgado a su lado.
—Muy bien. Haz lo que puedas con respecto a los datos, pero aun así necesito que vayas a las Bermudas tan pronto como sea posible. Serás recompensado adecuadamente.
La pausa fue lo suficientemente prolongada como para dejar las cosas en claro.
—De acuerdo, estaremos allí en cuarenta y ocho horas. Si el tiempo lo permite.
Carter ignoró el sarcasmo.
—Te necesito allí en doce horas.
—Eso no va a poder ser, amigo. El avión tiene que ser revisado. No sé si está listo para enfrentarse a una tormenta de ese tamaño.
—¿Por qué no está listo el avión? Llevas ahí dos días.
—Carter, puede que seas el banquero, pero yo soy el comandante del maldito aparato, y si yo digo que no despegamos, entonces no despegamos. —La voz del piloto había tomado un giro duro y defensivo que hizo que Carter entrecerrara los ojos.
La actitud del piloto era tan intolerable como insólita, pero sin una tripulación y un avión que los sustituyera, Carter no tenía más alternativa que aceptar, y el piloto lo sabía.
—Hablaremos dentro tic unas horas, cuando hayas tenido tiempo de reconsiderar tu situación —respondió duramente, y cortó.
Domingo, 22 de julio, 23:50 h, Virginia del Norte.
Kate se sintió como si hubiera atravesado el infierno. Habían tardado tres veces más de lo habitual a causa del tráfico endemoniado, los frecuentes desvíos a rutas secundarias debido a accidentes, árboles derribados, inundaciones, y el oscuro y permanente aguacero que hacía peligrosas las carreteras y ponía a los conductores en un estado casi hipnótico. Era poco antes de medianoche cuando llegaron a un grupo de casas casi iguales en alguna zona rural al oeste de Washington.
El viaje había sido tenso y casi silencioso, interrumpido por ocasionales intentos de conversar sobre cuestiones intrascendentes, algunos momentos de música y paradas estratégicas en áreas de descanso. A pesar de que a ella no le importaba conducir, Jake llevó el coche casi todo el trayecto. Incluso cuando estaba al volante, Kate se distraía. Al menos sus padres estaban a salvo en uno de los centros de evacuación de la ciudad. Esperaba que no le hubieran mentido para evitar que los llamara.
Trató de alejar esa idea de su mente. Tenía que confiar en ellos porque, en ese momento, no podía hacer nada más por ellos. La cobertura de los móviles había empezado a fallar y luego desapareció al cruzar el sur de Philly.
—Hemos llegado. Creo —informó Jake, conduciendo despacio por una larga calle, cubierta de charcos, que dividía en dos un gran parque. Había unos ocho vehículos aparcados cerca de la casa, todos mirando hacia la calle como si tuvieran que estar preparados en cualquier momento. La casa estaba a oscuras, sólo se veía un tenue resplandor en los bordes de las ventanas.
La invadió una sensación de miedo, y se dio cuenta que nunca le había pedido a Jake que le mostrara identificación alguna. Ni siquiera le había dado una tarjeta de visita.
—Nunca había estado aquí. Creo que es una casa segura. Cuando lo llamé antes de salir de Nueva York, mi jefe me dijo que te trajera aquí.
Atontada por el dolor, preocupada y agotada, a Kate le entró pánico. Quedar atrapada con un extraño, en el campo, era algo que nunca había visto en sus clases de defensa personal. Sí le habían enseñado que no debía subir al coche de un extraño, pero ya era demasiado tarde para pensar en eso. Deslizó la mano derecha hasta el muslo y apretó la manija de la puerta.
—No me has secuestrado, ¿verdad? Es decir, eres quien dices ser, ¿no es cierto? —dijo, intentando que no le temblara la voz.
Él se volvió a mirarla. Le dio la sensación de que intentaba contener la risa.
—No y sí. ¿Estás bien? Me parece que te estás preocupando demasiado.
—Pensé que íbamos a ir a las oficinas centrales.
—Washington está siendo evacuada, ¿lo recuerdas? Mi casa debe de estar ya inundada y Langley —el edificio de la CIA— está muy cerca del río, así que aunque hayan bloqueado las calles con bolsas de arena, estoy seguro de que sólo está habilitado para vehículos de emergencia. Estamos a unos cincuenta kilómetros del Beltway. Habrá un grupo de personas dentro que saben quién eres y por qué estás conmigo. ¿Vale? No hay nada de qué preocuparse.
—Eso es lo que tú dices.
—Bueno, sí.
Detuvo el coche y apagó las luces. Con cuidado, ella salió del vehículo, directamente a un charco en el que hundió su zapatilla deportiva.
«Fantástico». Se inclinó hacia el asiento trasero y agarró su bolsa.
—Te la llevo yo —se ofreció Jake, dando la vuelta alrededor del vehículo.
—No, está bien. Ya la tengo.
Él la dejó entrar primero a la casa. El gran salón, a la derecha de la puerta principal, estaba provisto de mesas plegables, varias sillas de oficina y muchos ordenadores portátiles y monitores de pantalla plana. El comedor, al otro lado de la puerta, estaba dispuesto de la misma forma Algunas personas de la docena que estaba sentada a las mesas los miraron un instante pero no saludaron. Momentos después una mujer se acercó desde una esquina, desenvolviendo una chocolatina. Saludó a Jake por su nombre.
—Kate, es Candy Freeman, mi jefa. Candy, Kate Sherman.
Candy tendió su mano libre y Kate la estrechó. No pudo evitar observar que sus uñas estaban perfectamente arregladas y pintadas de un rosa fuerte. Le pareció un tanto incongruente, teniendo en cuenta que llevaba unos vaqueros gastados y una vieja sudadera de marca PENN.
—Hola, Kate. Gracias por venir. —Volvió a mirar a Kate y a Jake—. Creo que podemos esperar unas horas hasta que durmáis un poco. No os ofendáis, pero tenéis aspecto de cansados.
—Exhaustos sería más preciso. ¿Dónde podemos dejar nuestras cosas? —respondió Jake.
—Espero que os hayáis hecho excelentes amigos en el viaje. Por aquí estamos casi en situación de guerra. Las camas están arriba. Todos las compartimos y algunos de los muchachos han traído sacos de dormir. Os he reservado un dormitorio, arriba dando la vuelta a la izquierda de las escaleras. Es pequeño, con camas dobles. Los colchones están rellenos con algo que parece cemento, y las almohadas son más finas que mierda de ave en un alambre, pero las sábanas están limpias. —Miró su reloj—. Iré a buscaros a las cuatro, a menos que os necesite antes. Tom llegará aquí a esa hora. Que durmáis bien.
Con una sonrisa, se dirigió hacia la sala, sentándose delante de un ordenador portátil, y mordiendo delicadamente su chocolatina.
Kate miró a Jake.
—¿Es real? —susurró.
Jake le hizo señas para que lo siguiera escaleras arriba.
—Totalmente. Fue una de las primeras agentes obsesionadas por hacer el entrenamiento paramilitar después de que lo habilitaran para nosotros. Sacó las notas más altas de su grupo. Aparentemente, lo único que no puede hacer es lanzar una granada correctamente. No te dejes engañar por todos los detalles femeninos.
—¿Por qué no puede lanzar una granada?
—El instructor le dijo que la arrojaba como si fuera una niña. Candy dijo que al sacarle el seguro se había roto una uña y eso la distrajo.
Dudando si creerle o no, Kate, sin embargo, decidió mantenerse a distancia de Candy Freeman.
Girando hacia la izquierda al final de las escaleras, siguieron su camino por un oscuro pasillo, que resonaba con los ronquidos que surgían detrás de las puertas cerradas. Llegó hasta el final del corredor hasta la única puerta que estaba abierta.
Allí, en lo que alguna vez había sido un gran vestidor, se encontraban dos camas gemelas separadas por escasos centímetros, pero arregladas con precisión militar.
—Cariño, hemos llegado a casa —dijo Jake con ligereza a sus espaldas.
—No hay sitio ni para darse la vuelta.
—No está diseñado para darse la vuelta. Está pensado para dormir.
—Me quedo con ésta. —Kate dejó caer su bolsa sobre la cama de la derecha—. El colchón ni siquiera se alteró por su peso. Miró por encima de su hombro a Jake y dijo secamente—: Parece que voy a romper mi norma de no quedarme a dormir con alguien en la primera cita.
Él sonrió.
—Si alguna vez salimos juntos, te llevaré a un sitio mejor que éste.
—Si alguna vez quieres salir conmigo, más te vale.
Recorrió su rostro con la mirada durante un instante y se puso serio antes de hablar.
Voy a hablar con Candy y hacerle un breve relato de todo. Vuelvo en unos minutos. Deberías acostarte. Mañana será un largo día.
—Gracias.
Después de una incómoda pausa, dejó la habitación. Al cerrar la puerta a su paso, la soledad se apoderó de Kate. Se dejó caer sobre la cama al tiempo que gruesas lágrimas empezaban a deslizarse por sus mejillas.
Lunes, 23 de julio, 00:20 h, una «casa segura» de la CIA en una zona rural de Virginia del Norte.
Jake bajó las escaleras y se dejó caer en una silla frente a Candy. Ella alzó la mirada, sin mostrarse sorprendida.
—Gracias por esperar.
—Parece que no soy capaz de dormir durante las emergencias nacionales. Háblame de ella.
—Es la meteoróloga de Administraciones Coriolis en Manhattan. La conocí en un congreso sobre el clima el viernes, cuando presentó un trabajo con algunas de las mismas tormentas que hemos estado analizando. Era amiga de Richard Carlisle, de la televisión…
Candy enarcó una ceja.
—¿El tío que murió?
—Fue asesinado. Y trabajó para la Agencia en los sesenta haciendo investigaciones climatológicas. Junto a Carter Thompson.
Candy sonrió.
—Ése es mi chico.
Echó una mirada al ordenador.
—¿Te importa si le echo una ojeada a Simone?
—De hecho, me importa. Tienes un aspecto espantoso y necesitas dormir un poco, porque mañana voy a necesitar que todas tus neuronas funcionen. Además, podría ser la última vez que puedas dormir en bastante tiempo, así que disfrútalo. —Sonrió con dulzura mientras se tomaba el último bocado de su chocolatina.
Resignado, aunque no completamente descontento, Jake se dirigió al dormitorio. Kate estaba acurrucada bajo las sábanas en su cama; su respiración era tranquila y regular. Momentos después, se estiró sobre su cama. No recordó cuándo se quedó dormido.
Lunes, 23 de julio, 3:45 h, una «casa segura» de la CIA en una zona rural de Virginia del Norte.
Kate llevaba una taza de café en una mano y se restregaba los ojos con la otra, mientras Jake buscaba en Internet en las páginas climatológicas a las que estaba suscrito.
Se le hizo un nudo en el estómago cuando observó los extensos manchones rojos, anaranjados y amarillos en espiral sobre el Atlántico occidental que avanzaban sobre las costas del Atlántico medio. Con un ojo de tormenta concentrado y bandas de viento claramente constituidas, Simone había alcanzado vientos que la ponían claramente en la categoría 5 y continuaba avanzando en una previsible dirección norte, aunque a una velocidad un poco más alta, de veinte kilómetros por hora. Podía ser peor —las tormentas en la Corriente del Golfo eran conocidas por moverse más rápidamente—, pero no era necesariamente una buena señal. Las cálidas aguas de la Corriente del Golfo eran un poderoso combustible. Si las aguas eran más cálidas, podían intensificar aún más la tormenta.
—¿Estás segura de estar lo suficientemente despierta para ver esto? —le preguntó Jake.
—Sí, adelante. Aquí estoy. —Kate se obligó a sonreír y miró a la pantalla con los ojos entrecerrados que se fueron abriendo a medida que se daba cuenta de lo que veía—. Dios mío.
Habían sido despertados cinco minutos antes con la noticia de que Tom Taylor llegaría dentro de treinta minutos y querría un relato detallado de lo que Jake había logrado averiguar. Candy había acordado que era hora de informar a Kate sobre lo sucedido hasta el momento a fin de ayudarla a rellenar las lagunas.
Entrando a una zona restringida de la NOAA, Jake comenzó a bajar imágenes del crecimiento de la tormenta en las últimas veinticuatro horas, esperando, sin convencimiento, que el análisis no revelara los mismos impulsos artificiales que habían precedido las otras tormentas. Si habían sido pruebas para manipulación climática, habían tenido éxito.
Lo cual significaba que aquello no fuera, probablemente, sólo una prueba.
Miró nuevamente la pantalla que mostraba las imágenes por satélite. Con excepción de la costa de Maine, toda la costa noroeste estaba ahora bajo orden de evacuación obligatoria. Aunque los meteorólogos no sabrían entre las próximas veinticuatro o cuarenta y ocho horas si Simone iba a tocar tierra o se iba a disipar, el oleaje estaba rompiendo todos los récords a lo largo de la costa, arrastrando mar adentro casas y embarcaciones valoradas en millones de dólares tierra adentro.
—No hay manera de que esto vaya a desaparecer, Jake —susurró Kate—. Es lo más grande que haya visto nunca. Y está estacionada sobre la Corriente del Golfo. —Lo miró, con ojos desorbitados y algo alelados—. Salí a bucear ayer… el sábado, al sur de la costa de Long Island y la temperatura del agua era de 27°. Eso es más que acogedor, es una receta para un desastre increíble.
—Bueno, la industria recibió un duro golpe el año pasado como consecuencia de todas las advertencias tras el Katrina y el Rita. El público se sintió estafado al no ocurrir ninguna tormenta importante. Ahí tienen una —murmuró mientras copiaba la documentación y abría el programa que le permitiría ver la información de los días anteriores con todo detalle.
Tres minutos más tarde, pudo sentir el aliento de Kate sobre su nuca al inclinarse sobre su espalda. Ambos miraban fijamente la pantalla, observando el paso de los segundos.
—¿Qué estamos buscando? —preguntó en voz baja, como si el ruido pudiera perturbar la operación.
—Espera un segundo.
Disminuyó la velocidad mientras el contador se acercaba al tiempo aproximado de intensificación y segundos más tarde fue recompensado con un breve destello amarillo oscuro en el monitor. Su excitación disminuyó al darse cuenta de que lo que estaba observando no había sido causado por un láser. No tenía calor suficientemente.
—Maldita sea.
—¿Qué?
Se reclinó en su silla y miró a Kate, algo sorprendido.
—¿Has visto ese destello de calor?
—¿El rayo? Sí, ¿qué ocurre con él?
—En las otras sucedía algo similar, pero no era un rayo. Cuando las examinabas de cerca, resultaba ser otra cosa.
Kate lo miró como si estuviera loco.
—¿Qué cosa?
—Parecía la señal infrarroja de un láser.
Ella lo miró durante un minuto.
—¿Un láser?
Él asintió.
—¿Y esto es diferente?
Volvió a asentir.
—Diferente señal. Esto era más bajo y ocurrió cerca de la superficie. Y pasó demasiados segundos antes de la intensificación.
—Fue esa cosa submarina.
—¿Qué cosa?
—Hubo un fenómeno submarino. No fue un terremoto ni nada parecido. Se rompió una chimenea o algo así. —Sacudió la cabeza—. Ya me acordaré. Richard me lo comentó.
Ella se quedó repentinamente quieta, como si la mención casual de su nombre la desbordara. Jake miró hacia la pantalla, para otorgarle cierta privacidad.
Aclarándose la garganta, continuó.
—Fue la primera intensificación y fue menor, pero vuelve a eso y avanza unos pocos minutos. Allí verás la segunda, la grande.
Él hizo lo que le sugería, avanzando por el archivo hasta que la tormenta fue apenas una lenta agrupación de nubes. Observó los remolinos de colores pixelados moverse a saltos en la pantalla. Y entonces, tal como ella había dicho, vio el primero de los flashes, seguido dieciocho minutos más tarde por una explosión de calor que apareció en pantalla durante breves segundos.
Le comenzaron a latir las sienes a medida que volvía a ver las imágenes, disminuyendo aún más la velocidad. Allí estaba. Una línea rojo oscuro que comenzaba a una altitud de casi cuatrocientos cincuenta metros, dirigiéndose hacia arriba durante menos de tres segundos, sobrecalentando el centro de la tormenta y elevando el techo de la misma de forma vertiginosa varios miles de metros.
—Hijo de puta. Te atrapamos —murmuró, y luego se volvió a mirar a Kate, que observaba la pantalla y la línea roja que estaba fija en el medio.
—¿Es eso? ¿Eso es el láser?
—Lo es —dijo triunfal, poniéndose de pie—. Kate, te daría un beso.
Ella levantó su mano al instante.
—Ni lo sueñes. Nunca antes del desayuno, a menos que primero haya cenado y bebido.
Él se rió, más relajado de lo que lo había estado desde que lo habían asignado al equipo de trabajo.
—Es mejor que vayas a ducharte antes que otros ocupen el baño. Tom llegará pronto.