El tráfico había aumentado a lo largo del día, así como la irritación de la gente y el nivel de pánico en Nueva York. Ignorando las repetidas órdenes de dirigirse a las áreas de embarque más próximas para poder ser transportados de forma eficiente a los refugios adecuados, los habitantes habían salido por su cuenta a las carreteras. El resultado fue que en todas las rutas que iban de Long Island hacia la ciudad o salían de ella, y en todas las calles, carreteras, puentes y túneles desde Brooklyn y Queens y Staten Island hacia Manhattan, había unos atascos monumentales. Los cláxones competían con el rugir de las ráfagas de viento, y el incesante golpeteo de la lluvia llevaba un ritmo distinto al de los dedos tamborileando sobre los salpicaderos y los volantes. Las salidas de la autopista en Westchester y en el límite con Connecticut y Nueva Jersey ya estaban cerradas excepto para el tránsito local. Los ferrys estaban suspendidos, a causa del mar embravecido.
En la ciudad, el límite de velocidad en los túneles se había reducido severamente a medida que el agua había comenzado a exceder la capacidad de las cloacas para evacuarla, y algunos de los metros habían dejado ya de funcionar debido a que las vías estaban inundadas. Los puentes se estremecían de una manera que sus arquitectos nunca habían previsto, adquiriendo una curvatura que afectaba a vigas y puntales.
A pesar de todo, la mayor parte de la gente intentaba continuar con su vida normal, luchando por mantenerse erguida contra el viento e ignorando la lluvia. La frase más común era «por lo menos no nieva».
Las playas —Long Beach, Coney Island, las Rockaways— estaban siendo azotadas. Los tejados se desprendían de tiendas y refugios, y las sillas de los salvavidas se desplazaban por la arena. Arrancados de los paseos marítimos, con tornillos y todo, los bancos daban saltos por entre la arena y las aceras, deteniéndose sólo cuando se enredaban con los portones metálicos que ofrecían una mínima protección a los ventanales que ocultaban. Las embarcaciones se rompían sobre las rampas, dejando manchas de combustible sobre la superficie, tentando a los rayos.
Los árboles se estrellaban contra las farolas y arrancaban cables de sus torres, trayendo la oscuridad a lugares en donde durante más de un siglo no la habían visto. Las aguas embarradas y espesas entraban con repentino espanto en salas a oscuras, sorprendiendo a los incautos y aterrorizando a los inocentes. Lamía las escaleras, empujando a los ocupantes hacia los pisos superiores, alejándolos de la posibilidad de un rescate tardío, y acercándolos a una muerte espantosa, que por cierto no merecían.
Los peces, arrastrados hasta la costa por las corrientes, y hambrientos por la caída de la presión atmosférica, deleitaron a los pescadores que se atrevieron a desafiar a los elementos. Pero peces más grandes, los depredadores, vinieron después, dándose grandes banquetes sin dificultades. Un grupo de surfistas, jóvenes, saludables, vestidos con trajes de neopreno y animados por las impresionantes olas, perecieron juntos en una masa flagelante de espuma sangrienta de dientes, aletas y oscura velocidad.
Los ríos Hudson y East, entre los cuales Manhattan solía descansar acunada en indiferente comodidad, se desbordaron y empujaron a las aguas saladas de la marea y sus efluvios mucho más al Norte de lo que nunca habían hecho, anegando propiedades más valiosas por la vista que por su capacidad de drenaje. El viento empujó las sucias y hediondas aguas por encima de los espigones y los muros de los jardines. La basura de los ríos flotaba en las calles y entraba navegando por las ventanas.
Y en medio de todo este caos, docenas de helicópteros se enfrentaban al viento mortal sobre la ciudad; los helicópteros privados alejaban a los privilegiados retrasados lejos del perturbador desorden que los rodeaba, mientras que los pilotos de los helicópteros de la ciudad alertaban a sus camaradas sobre el inminente desastre. Los de los medios de comunicación lo filmaban todo para satisfacer la mórbida curiosidad del resto del mundo.