Sábado, 21 de julio, 14:00 h, McLean, Virginia.
Jake se puso de pie y se desperezó. Había pasado la mayor parte del día agachado sobre el lector de microfilms en un lugar aislado de la espaciosa biblioteca de la Agencia, y la experiencia no había ayudado en nada a su espalda o a sus ojos. El colirio Visine se había convertido en su mejor amigo. Pero estaba progresando. Alrededor del mediodía había salido de los años sesenta.
Por lo que pudo comprobar, esa década había sido la mejor para la investigación legal y encubierta sobre el clima. Por supuesto, los sesenta habían sido también los mejores años para la CIA. Todo era menos complicado entonces. Se tomaban decisiones y ejecutaban operaciones sin, en apariencia, muchas discusiones o comprobaciones, y ciertamente sin reflexionar demasiado. Cuba y el bloque del Este habían sido los enemigos de la Agencia, y América Central y del Sur sus campos de juego. La Casa Blanca había sido su defensora, y el Senado su complaciente benefactor. Los medios de comunicación habían sido aliados sin sospecharlo. En suma, la Agencia parecía la dueña del mundo.
Después llegaron los setenta. Recortes presupuestarios. Filtraciones internas y denuncias externas. Jack Anderson del Washington Post y el presidente Richard Nixon. Daniel Ellsberg y los Papeles del Pentágono. El senador Claiborne Pell y las audiencias del Senado que finalmente aplastaron la Operación Popeye. Jimmy Carter.
Esa década había resultado ser una auténtica decepción.
Después del desafortunado y público reconocimiento y desmantelamiento de Popeye, las subvenciones de muchas —demasiadas— otras operaciones de investigación climáticas secretas también habían sido eliminadas. La mayoría habían sido operaciones ordenadas, metódicas y científicas con objetivos claramente identificados, como la dirección de la corriente en chorro o el uso de una variedad de frecuencias electromagnéticas para llevar a cabo una multitud de extrañas actividades. Pero el trabajo de un grupo concreto de especialistas en clima había despertado la curiosidad de Jake.
A cargo de un proyecto altamente clasificado con un gran presupuesto y escasa o nula supervisión —al estilo del equipo de trabajo en el que él se encontraba en ese momento—, los experimentos e investigaciones de ese grupo eran significativamente más avanzados que cualquier otro con el que se hubiera topado. Su objetivo no había sido bienintencionado y su trabajo no había sido meramente teórico. Habían tenido éxito hasta que su presupuesto fue eliminado con un simple gesto del Senado.
Las notas y las descripciones sobre lo que habían estado haciendo podían extrapolarse a lo que estaba sucediendo en el presente. La creatividad y los detalles eran perturbadores, y dada la velocidad y capacidad de las computadoras con las que habían tenido que trabajar, sus cálculos y predicciones, por no mencionar sus éxitos, no dejaban de ser asombrosos. Sólo había sentido una fascinación similar cuando había caído en la cuenta de que Einstein había desarrollado sus teorías utilizando una regla de cálculo y un lápiz. Era casi incomprensible.
La identidad de los miembros del equipo habían sido sacadas de la ficha de microfilm, pero existían grandes posibilidades de que algunos de esos tipos todavía estuvieran dando vueltas por ahí. De alguna manera iba a tener que seguirles la pista, aunque acceder a sus nombres e inventar una historia para no revelarles en qué se encontraba trabajando le llevaría más tiempo que diseñar la solución de un sistema.
Sábado, 21 de julio, 19:50 h, Old Greenwich, Connecticut.
El viaje en taxi desde el pequeño aeropuerto de White Plains hasta el apartamento que tenía en Nueva York fue tan incómodo como rutinario. Carter había hecho lo posible para conversar lo mínimo, pero había tenido la desgracia de encontrarse con uno de los taxistas más habladores, decentes y, desgraciadamente, mejor informados de la zona de los tres estados. El taxista lo había reconocido de inmediato, y en un esfuerzo aparente por caerle bien, o tal vez para conseguir una buena propina, sometió a Carter a un viaje por el carril más lento durante todo el trayecto hacia la ciudad, con una charla ininterrumpida que osciló desde los círculos misteriosos en los cultivos a la guerra de Irak. Cuando Carter llegó a su pequeño piso en Midtown, aquel espacio habitualmente claustrofóbico le pareció un refugio. No pasó mucho tiempo allí, ya que había hecho planes para encontrarse a las ocho con Richard Carlisle en su casa de Oíd Greenwich, lugar al que ahora se dirigía.
Carter tomó la autopista I-95 hasta la salida 5, atravesando barrios bastante sórdidos para dirigirse hacia la zona más elegante de la ciudad, hasta que por fin llegó al hermoso y antiguo barrio. Pudo admirar las elegantes mansiones de época victoriana que se alzaban junto a las modernas edificaciones y enormes propiedades, mientras serpenteaba por las estrechas calles con nombres de sabor antiguo hasta llegar a Ford Lañe, la pequeña calle particular que conducía al apartado y discreto camino de grava de la casa de Richard.
Comparada con las casas que Carter había visto mientras conducía, la casa de Richard parecía la edificación más horrible del barrio. No se podía decir que estuviera descuidada del todo, pero necesitaba algo de atención. Sin duda, lo único que lo protegía do la ira de los vecinos era que no se podía ver ni desde la calle ni desde las casas vecinas. Estaba circundada por una espesa línea de altos árboles y arbustos sin podar que entorpecían la visión por todos lados y extendían su sombra por sobre la hierba.
Carter detuvo el coche y estaba a punto de abrir la portezuela cuando un enorme y flaco perro blanco salió a toda velocidad de la casa y recorrió la considerable distancia que los separaba en un abrir y cerrar de ojos. El perro no parecía amenazador, pero Carter no tenía pensado salir de su vehículo mientras estuviera allí de pie. Prácticamente tenía que agacharse para mirar por la ventanilla del sedán BMW de Carter.
Al instante, Richard, vestido informalmente, salió de la casa y llamó al perro, que volvió de inmediato a la casa. Ya solo, Richard se acercó al coche mientras Carter salía y se acercaba a él.
—Lo siento. Se pone como loco cuando tenemos compañía —se disculpó Richard con una sonrisa—. Es manso como un corderito, pero su tamaño asusta a la gente.
Richard había envejecido bien, no había echado panza y mantenía sus hombros erguidos al contrario que la mayoría de los hombres de su edad, incluyendo a Carter. Estaba bronceado y delgado, con la artificial sonrisa blanca y la voz profunda y sonora habitual en las personalidades televisivas.
—Yo sigo con las mismas costumbres —respondió Carter, devolviéndole la sonrisa mientras se estrechaban las manos en el límite del descuidado jardín—. Ha pasado mucho tiempo, Richard. Me alegro de verte. Tienes buen aspecto.
—Ha pasado mucho tiempo —repitió Richard—. Me mantengo ocupado. Ven, entremos.
El interior del bungaló ubicado frente a la costa —no era mucho más que eso— estaba tan descuidado como el exterior, con libros, papeles, vídeos y un desorden que cubría toda superficie disponible. A Carter no le sorprendió. Nadie en el equipo había sido más meticuloso que Richard a la hora de analizar datos y diseñar modelos, pero su mesa siempre había sido un caos de papeles, ceniceros desbordantes y tazas de café medio vacías.
—Podemos prepararnos unas copas y acercarnos a la orilla. Construí un pequeño patio a la sombra, hace unos años. ¿Qué quieres tomar?
—Cualquier refresco estará bien. Gracias.
Richard sacó dos latas de Coca-Cola de la nevera, llenó dos vasos con hielo y le entregó uno a Carter.
—Me ha sorprendido tener noticias tuyas. He estado pensando en ti últimamente.
«Apuesto a que sí».
—¿De verdad? Veo tus predicciones en televisión de vez en cuando —respondió Carter mientras se dirigía delante de Richard en dirección a la antigua puerta mosquitera.
Richard esbozó una sonrisa agradecida.
—Una de mis antiguas alumnas trabaja para ti en la ciudad. Kate Sherman. ¿La conoces? Ella es…
«Bien. Quiere sacarse esto de encima tanto como yo».
—Sí, conozco a Kate. No muy bien, pero estoy familiarizado con su trabajo. Es muy buena, una excelente meteoróloga.
—Sí, lo es —asintió Richard mientras atravesaban el jardín—. ¿Y qué te ha traído aquí después de todos estos años?
—Te vi mencionado hace poco y empecé a pensar que había transcurrido mucho tiempo desde la última vez que hablamos.
Llegaron hasta el pequeño patio empedrado ubicado en una pequeña zona que se alzaba escasos metros sobre las aguas. La marea estaba bajando y se veía una estrecha playa rocosa, debajo de los pilotes de un estrecho embarcadero de madera. Un pequeño bote con motor fuera borda se balanceaba en el extremo del embarcadero. El sol todavía brillaba, pero se acercaba al horizonte cubierto de nubes que extendían sus sombras a lo largo del estrecho de Long Island.
Se sentaron en sendas sillas mirando al agua, separados por una desvencijada mesa de teca.
—Ha pasado mucho tiempo —dijo Richard con un tono despreocupado en la voz—. Tal vez diez años. ¿Quién has dicho que me había mencionado?
—No lo dijo —admitió Carter con una leve sonrisa—. Esa alumna tuya, Kate, escribió un trabajo que presentó ayer en un congreso, y me envió una copia. —Tomó un sorbo de su refresco—. Te daba las gracias en una nota al pie.
Richard volvió la cabeza para mirar a Carter, claramente sorprendido por la noticia.
—¿En serio?
—Sí, lo hizo. Dado el contenido del trabajo… —Hizo una pausa—. Tal vez me esté adelantando a los acontecimientos. ¿Lo has leído?
—Todavía no he acabado.
—Ah. Bueno, es interesante —afirmó Carter, encogiéndose de hombros—. Hace muchas conjeturas. No es el tipo de trabajo que hubiera soportado el examen científico cuando tú y yo publicábamos, pero comprendo que puede llamar la atención. —Volvió a hacer una pausa—. ¿Has leído lo suficiente como para llegar a donde ella empieza a sugerir causas no naturales para el incremento de las tormentas objeto de su estudio?
Richard asintió.
—Me sorprende que hayas dejado que tu nombre se relacionara con algo semejante —dijo Carter con calma—. Esa nota al pie me hizo pensar en cuál habría sido tu influencia.
—No he tenido ninguna «influencia» —respondió Richard, con un destello de frialdad en su voz mayor de lo que había sido momentos antes—. Discutimos sobre las tormentas unas cuantas veces. Cuando me dijo que estaba escribiendo un trabajo, le aconsejé que lo dejara de lado, porque lo único que conseguiría con sus preguntas sería plantear otras preguntas, más desagradables, y que la colocarían a ella en los márgenes de la ciencia.
—Pero ella no te hizo caso.
—Es una mujer adulta y una profesional. No tenía por qué escucharme. No trabaja para mí.
—Es cierto. Trabaja para mí. —Carter apartó la mirada del canal de Long Island y miró a su colega a los ojos—. Y yo también pienso que sería mejor que sus preguntas quedaran sin respuesta. Así que me gustaría saber exactamente qué discutiste con ella.
Richard no dijo nada durante varios minutos, con los músculos de la mandíbula tensos, sin vestigios del comportamiento desenfadado anterior.
—Si me estás preguntando lo que creo, preferiría que te fueras de mi casa.
—¿Sin el beneficio de una respuesta?
—No mereces una respuesta —respondió Richard con frialdad, bajando el volumen de su voz de modo que Carter tuvo que esforzarse para oírlo—. Nunca he dicho una palabra sobre mi pasado a nadie, y desde luego no a Kate. Sus preguntas son válidas, a pesar de que me cueste admitirlo. —Hizo una pausa—. Voy a decirte lo que pienso de esas tormentas, Carter. Son demasiado parecidas a lo que vi mucho tiempo atrás. Y yo creo que tus huellas dactilares están sobre ellas.
Carter enarcó una ceja, y luego lanzó una breve carcajada, tratando de ocultar el placer que sentía por el reconocimiento.
—¿Mis huellas dactilares? Cuando leí el trabajo de Kate admito que vi muchas similitudes con parte de nuestros antiguos trabajos. Ella tiene muy buen ojo para todo lo que sea análisis pormenorizado. Pero ¿por qué pensaste en mí en lugar de alguno de nuestros viejos amigos? ¿O tal vez nuestros amigos extranjeros? Me siento algo halagado.
—Nadie más estaba investigando el tema —dijo Richard sin énfasis—. Si la compañía hubiera querido que continuara, nosotros habríamos sido los encargados de trabajar en el asunto. Y nuestros amigos extranjeros nunca tuvieron la tecnología y tampoco supieron jamás que nosotros contábamos con ella. Todas las evidencias te señalan, Carter. Dejaste la compañía con un amargo sabor de boca.
—Estás hablando de millones de dólares, Richard, por no decir miles de millones.
—Otro elemento que tú, y sólo tú, posees. Y los costes son mucho menores cuando uno trabaja fuera del sistema, ¿verdad?
No existen controles ni reglamentaciones por las que preocuparse.
—No sabría decirte.
—¿Qué es lo que en las novelas buscan siempre los detectives? ¿Medios, motivos y oportunidad? No estoy seguro de cuáles serían tus motivos, pero estoy seguro de que los tendrás. Y los medios y la oportunidad están bien claros.
—¿Novelas de detectives? Me decepcionas. Siempre me diste la impresión de que te dedicabas a una literatura más seria.
Richard negó con la cabeza, sonriendo con amargura.
—Admítelo de una vez. Hubo tormentas a pequeña escala, que para mi inquietud fueron muy parecidas a nuestras pruebas iniciales. ¿Qué estás esperando? ¿O acaso ya has planeado algo más dramático?
—Lo que estás sugiriéndoos pura fantasía. De hecho, suena como si te hubieras pasado al otro lado. Dentro de poco asistirás a las convenciones de Star Trek.
Richard se puso de pie, perdiendo claramente la paciencia con aquella conversación, pero manteniéndose bajo control.
—Sé lo que hay que buscar, Carter —le dijo sin emoción—. Vi tu firma. Disminuí la velocidad de las imágenes y las analicé en detalle, casi a nivel de píxeles. Vi las descargas infrarrojas.
Carter se quedó inmóvil.
—Relámpagos.
—No. Distinta frecuencia de onda, menor duración y en línea recta. Eran descargas infrarrojas a baja altura, Carter. La única ocasión que tuve de ver algo similar fue hace unos treinta años, cuando surgieron de la punta de nuestro láser. Y los resultados acabaron con la vida de personas entonces, de la misma forma que mataron a personas la semana pasada, y el mes pasado, y el mes anterior. La única diferencia entre entonces y ahora es que en aquella época nos considerábamos científicos. Ahora, tú eres un psicópata y un asesino en serie. Por favor, lárgate.
Los latidos del corazón de Carter se aceleraron y perdieron el ritmo al escuchar las ofensivas palabras. Se puso de pie lentamente, luchando contra el mareo y controlando su respiración. Sabía que el sudor en el cuero cabelludo no tenía nada que ver con la calidez de la noche de verano.
—Estás equivocado, Richard. —Tenía que obligarse a pronunciar las palabras.
—No estoy equivocado. Estás enfermo. —Richard dio media vuelta y comenzó a alejarse, pero luego se detuvo y se volvió a mirar a Carter a los ojos—. Lo que no puedo entender es por qué demonios lo estás haciendo. ¿Juegas a ser Dios? ¿Qué es lo siguiente en tu agenda, Carter, ahora que puedes fabricar tormentas? ¿Vas a dedicarte a salvar al mundo, como dijiste que querías hacer? ¿O vas a intentar controlarlo, como intentas controlar todo lo que tocas? Eres un enfermo, retorcido y egocéntrico bastardo, Carter. No puedes hacer esto. Yo no sé cuáles son tus objetivos, pero no puedes hacer esto.
Su respiración y su equilibro volvieron a la normalidad, y la ira de Carter se desató.
—Claro que puedo —dijo suavemente, y observó como la expresión de Carter pasaba del desprecio a la incredulidad—. Y no soy un asesino, no más que tú. ¿O te has olvidado de lo que hicimos para la prueba final? El enorme tifón Bess fue la tormenta más destructiva ese año en el Pacífico, y la creamos nosotros. Vientos de doscientos cincuenta kilómetros por hora, de doscientos cuando tocó tierra en Taiwán, y todavía le quedaron fuerzas cuando cruzó el estrecho y llegó al continente. Treinta y dos muertos, miles de desplazados. Y ésa fue sólo una de nuestras creaciones. Hubo otras. Ese año se perdió mucho arroz, ¿no es cierto, Richard?
El sol había caído detrás del horizonte. La larga pausa entre ambos hombres fue ahogada por los sonidos de la noche en la orilla del agua: cigarras, ranas, el ocasional zumbido del motor de un bote lejano, las apagadas risas de una fiesta cercana.
—¿Cómo lo hiciste? —preguntó Richard, mirando hacia el estrecho, más allá de Carter.
—Tal como lo describiste. Sin controles y con mi propio dinero. —Carter sonrió, fortalecido por la expresión en los ojos de Richard, una expresión cercana al miedo. El desprecio que la acompañaba no lo preocupaba—. Alejado de la costa. En países pobres que aceptaban los fondos que llegaran al igual que sus investigadores y burócratas.
Pudo ver cómo la garganta de su antiguo colega se movía al tragar saliva.
—¿Construiste el láser? —Su voz era baja y casi ronca.
Carter asintió una vez, con fuerza.
—No es como el otro. Es más poderoso y compacto. Te impresionaría.
—¿Qué planeas hacer con él?
—Cosas buenas, Richard. Cosas necesarias. Voy a deshacer algo del daño que le hemos hecho a la tierra y a liberar a los occidentales de la tecnología que los ha esclavizado. Voy a comenzar en el este de África central, en lo que alguna vez fue la cuna de la vida. —Se balanceó sobre sus talones, casi regodeándose—. Voy a restablecer el Edén. Pero primero tengo que incluir todo esto en su contexto para que la gente comprenda.
Richard frunció el ceño.
—¿De qué estás hablando?
—He descubierto que la gente aprende mejor y más rápidamente cuando le enseñas utilizando ejemplos. Seguramente has descubierto lo mismo durante tus años de profesor —ironizó Carter, dejando traslucir, por fin, por su tono, el desprecio por todo lo que Richard había simbolizado en el transcurso de la conversación.
—Carter, ¿qué es lo que vas a hacer? —exigió Richard, alzando levemente la voz.
—No, Richard. Lo que quieres saber es lo que estoy haciendo.
Permanecieron de pie en la creciente oscuridad, mirándose uno al otro. La sonrisa de Carter se ensanchó mientras observaba cómo Richard repasaba mentalmente la conversación hasta llegar a la conclusión correcta.
—Simone —exclamó por fin, con la voz algo ahogada.
—Sí, Richard. Simone. —Hizo una pausa y dejó escapar el aire en lo que casi fue un suspiro—. Era un pequeño grupo de sucias nubes cuando la vi por primera vez en las imágenes de satélite, y ella me habló, me ayudó a entender lo que necesitaba hacer. —Se encogió de hombros—. Ella no tenía destino hasta que yo la descubrí. Y ahora transformará la comprensión del mundo sobre cómo y por qué la humanidad y la naturaleza deben trabajar juntas. Ella nunca será olvidada. Y yo tampoco.
—Tienen que detenerte. —Richard se dio la vuelta y comenzó a caminar hacia la casa con un propósito demasiado firme como para complacer a Carter.
«Va a hacer una llamada de teléfono».
No importaba a quién. Sin detenerse a planear lo que haría después, Carter corrió hacia Richard y lanzó todo el peso de su cuerpo contra el hombre más alto y atlético, haciéndolo caer con un gruñido.
La caída lo dejó sin aire, Richard no pudo reaccionar de inmediato y Carter sacó ventaja de esos pocos segundos. Tomando a su antiguo amigo por la cabeza, tiró de ella hacia atrás y la estrelló contra el suelo, una y otra vez, sin que su cerebro fuera capaz de registrar el húmedo sonido de los golpes. Transcurridos unos momentos, la realidad despejó la nube de furia en la mente de Carter y se dio cuenta que el cuerpo del hombre que sujetaba no ofrecía resistencia. Estaba muerto.
Carter hizo girar el cuerpo de Richard y lo puso boca arriba, respirando agitadamente mientras observaba el cielo oscurecerse y las finas nubes que lo adornaban. El doloroso latir de su corazón le retumbaba en los oídos, bloqueando los ruidos de la noche. Cerró los ojos e intentó controlar su respiración.
No había habido opción a decidir. Había tenido que hacerlo.
Nadie sabía que estaba allí, a menos que Richard se lo hubiera mencionado a alguien. Carter no se lo había dicho a nadie. Ni su asistente, ni siquiera Iris sabía que había planeado reunirse con su antiguo colega. Lo único que los relacionaba era la llamada telefónica que había hecho la noche anterior.
Debido a la hora y al carácter del encuentro, no corría riesgo alguno de que el cuerpo se descubriera esa noche. Mañana sería domingo; Richard no tenía que volver a salir al aire hasta el lunes por la mañana. Aquel lugar no se podía ver desde la calle. Si nadie lo iba a visitar, Carter dispondría de treinta y seis horas hasta que descubrieran el cadáver. Había tiempo más que suficiente para salir de allí, de Nueva York, y regresar a Iowa. Tendría su reunión por la mañana con Davis Lee y volaría de regreso a su casa como había planeado. Para entonces, el mundo tendría asuntos más urgentes de que ocuparse. Raoul ya estaría en el aire y se aproximaría a la zona de ataque. Simone se convertiría en un huracán de categoría 5 en menos de una hora.
Satisfecho con su decisión, su respiración se fue normalizando. Abrió los ojos y se sentó con cuidado. Le dolía el cuerpo por la desacostumbrada actividad. Se sacó la tierra y la sangre de las manos, cuidando de limpiarse en la hierba en vez de en su ropa, y miró al cadáver a su lado. Nunca había visto uno de cerca. Había una inmovilidad en él aterradora y que no podía confundirse con la simple pérdida de consciencia.
Se puso primero de rodillas y luego de pie, con esfuerzo, sacudiéndose la hierba y los pedacitos de hojas de su ropa y agarró su Coca-Cola y el vaso de la mesa del patio. Con un paso tan decidido como el de Richard, se dirigió a su coche, se subió a él y se marchó.
Sábado, 21 de julio, 20:00 h, McLean, Virginia.
No le había llevado mucho tiempo a Jake conseguir los nombres de los investigadores climáticos. Todo lo que había hecho para evitar el protocolo había sido telefonear a Tom Taylor. Todavía no estaba seguro de quién demonios era Taylor, pero la microficha original, con los nombres, le había sido entregada en una hora, junto con la noticia de que, varias horas antes, el alcalde había anunciado un plan de evacuación voluntario. Jake ignoró el dato y regresó a su investigación sin otro pensamiento.
Los integrantes del grupo de investigación lo habían sorprendido, pero dos de ellos destacaban sobre los demás, haciendo que su cerebro se acelerara. Richard Carlisle, el Meteorólogo del País, y Carter Thompson, el Señor Vaqueros Verdes con miles de millones de dólares.
Ambos eran figuras conocidas y respetadas a nivel nacional, pero ninguno había estado vinculado con investigaciones climatológicas, al menos públicamente. Sin embargo, ambos tenían relación con Kate Sherman, y ella estaba despertando un vivo interés entre los seguidores de teorías conspirativas mientras se acercaba demasiado a lo que se podía denominar seguridad nacional.
Podía ser una coincidencia.
Pero también podía no serlo.
Trató de sacarse de encima el frío que le había anudado la boca del estómago, y volvió a su cubículo, varios pisos más arriba, para empezar a revisar sus datos a la luz de la reciente información. Dos horas después, se encontró mirando fijamente uno de los monitores, preguntándose si su cerebro estaba exhausto y estaba viendo cosas que no existían o si se había topado con algo que antes había pasado por alto. A esas alturas, estaba dispuesto a considerar casi cualquier cosa.
Las tormentas que había estado analizando habían tenido lugar a lo largo de varios meses y en áreas dispersas limitadas por el Ecuador, el norte de Francia, la Costa Oeste de los Estados Unidos y el extremo oriental de África. Si eran tormentas fabricadas por el hombre, la variedad de las mismas podía haber sido un esfuerzo deliberado por ocultarlas. Cuando ordenaba la lista por fechas, era un reflejo de clima azaroso pero normal. Pero cuando colocaba la lista según la ubicación de las tormentas, independientemente de las fechas en las que habían tenido lugar, notó que aparecía un patrón de conducta. La hora en que se habían originado. Y cuando era traducida a la hora universal, esa franja horaria era aún más evidente: independientemente del mes, año o ubicación geográfica, cada una de las tormentas había dado comienzo dentro del mismo lapso de dos horas.
Desde una perspectiva meteorológica, ésa era una correlación muy difícil. Las tormentas podían aparecer en cualquier momento según las condiciones locales, y aunque, en ocasiones, pudiesen dar la sensación de seguir un patrón, actuaban completamente al azar. Pero desde una perspectiva lógica, parecía evidente que se podía ayudar a triangular la ubicación de quien lo estaba llevando a cabo. El horario correspondía al comienzo de la noche en Oriente Próximo, al inicio de la tarde en África, a finales de la mañana en Inglaterra y a antes del amanecer en los Estados Unidos continentales.
Le habían dicho que asumiera que las operaciones tenían su base dentro de las fronteras de los Estados Unidos.
Tomó su taza de café, se dio cuenta que habían pasado horas desde la última vez que lo había llenado y la dejó.
«Podría ser que nuestros amigos se levantaran temprano.
»Podría ser que prefieren que haya poco tráfico en sus canales de comunicación.
»O quieren permanecer al abrigo de la naturaleza mientras actúan dentro de nuestras fronteras».
Si no hubiera sido por el genio de Wayne para detectar discrepancias apenas observables, la mayoría de estas tormentas habrían pasado desapercibidas por cualquiera que no fuera un experto en el clima local, y nadie sin una razón para hacerlo podría haberlas agrupado como él lo había hecho. Y, en grupo, sus similitudes impresionaban, lo cual, si se pensaba que podría tratarse de un esfuerzo coordinado, producía escalofríos.
Jake volvió a revisar la lista de lugares, aunque ya se la sabía de memoria. Ninguna de las localizaciones era urbana; se trataba, en su mayoría, de zonas rurales o deshabitadas, convirtiéndolas en perfectas áreas de experimentación. Las tormentas que habían tenido lugar dentro de Estados Unidos habían empezado antes del amanecer, por lo que su comienzo había resultado invisible para los habitantes locales. Los ciclos naturales de convección de la mañana habían ayudado a disimular aún más la brusca intensificación de las tormentas.
Excepto la reciente tormenta del Valle de la Muerte, las tormentas con base en Estados Unidos no habían causado víctimas y sólo moderados daños materiales. Eso las convertía en noticia de escasa relevancia para los medios. Y si los medios no les prestaban atención, tampoco lo hacía el resto del mundo.
Maldita sea. Fuesen quienes fuesen estos terroristas, no eran académicos en una torre de marfil. Jugaban para ganar.
Volvió a examinar las imágenes de satélite de la más reciente tormenta en Estados Unidos, en el Valle de la Muerte. Pasando las imágenes de radar e infrarrojas de forma simultánea en dos monitores junto a las mediciones tomadas a nivel del suelo en un tercer monitor, las fue revisando lentamente, casi foto por foto. Observó la cubierta de nubes y la banda de lluvia desde las lecturas de radares, comparándolas con la velocidad y dirección del viento, la humedad relativa y luego con la temperatura central y los relámpagos. No sabía qué era lo que esperaba encontrar, pero, como había dicho el juez Potter Stewart sobre la pornografía, Jake tenía la impresión de que sabría lo que estaba buscando en cuanto lo viera.
Una hora después, con los ojos ardiéndole por el reflejo de las pantallas, lo vio al ampliar la imagen y revisarla cuatro veces hasta asegurarse de que no estaba alucinando.
No lo estaba. La adrenalina surcó sus venas y su cerebro entró en alerta roja. Allí, en los segundos previos a la intensificación, aparecía un punto de luz, diferente al resto de los relámpagos. Analizándolo con mayor resolución fotográfica, el fino rayo mostraba poseer más calor que cualquiera de los rayos observados durante la tormenta, duraba un segundo menos que un rayo normal y parecía dirigirse al centro de la célula de convección. Y el vector calórico era en línea recta.
Los rayos nunca viajaban en líneas perfectamente rectas.
Dejando la imagen congelada en el monitor, Jake pasó a otro monitor y tecleó una rápida orden para revisar los datos compilados sobre todos los relámpagos. Revisando cientos de líneas de datos, fue disminuyendo la velocidad hasta que llegó a la franja horaria significativa y escaneó los números con cuidado, aumentando su tamaño en pantalla, para asegurarse de verlos correctamente.
«Nada».
Se reclinó en la silla durante un instante, respirando como si acabara de subir corriendo unas escaleras.
«Sólo un tipo de maquinaria puede producir ese tipo de impulso calórico con ese tipo de trayectoria.
Los muy hijos de puta estaban usando una especie de láser».
Apoyó las manos otra vez sobre el teclado y comenzó a revisar los datos disponibles para cada una de las tormentas. Una hora y media más tarde, había corroborado su hallazgo en todas las tormentas locales y en todas las tormentas en el exterior que le fue posible. Los parámetros eran lo suficientemente similares a los experimentos de los años setenta como para pensar que fueran más tardíos.
«Señor Taylor, tenemos una respuesta».