Viernes, 20 de julio, 21:00 h, Old Greenwich, Connecticut.
A través de la ventana abierta del fregadero de la cocina, Richard miró la luz del ocaso reflejarse en la oscura superficie del estrecho. Los sonidos de la noche flotaban a su alrededor con toda su intensidad. La lluvia del huracán Simone, que estaba ascendiendo por la costa de Florida, destruyendo las playas a su paso, llegaría mañana por la tarde, pero esa noche el tiempo era todavía perfecto.
Había sido un fanático del clima desde pequeño, leyendo todo lo que podía sobre el tema, trazando gráficos, tablas y predicciones desde el momento en que había sido capaz de sostener un lápiz y una regla. Convirtió su pasión en el trabajo de su vida al estudiar meteorología en la universidad. Sus intereses se volvieron, rápidamente, más académicos, concentrándose en la física y en las interacciones a pequeña escala que afectaban a sistemas climáticos mayores. Conocía el clima y su funcionamiento, y había pasado diez años intentando cambiar eso, con éxitos importantes.
No era algo de lo que estuviera orgulloso.
Dejó el último de los platos en el escurridor y se secó las manos, empujando a inn con el borde de sus chancletas, para obligarlo a ponerse de pie.
—¿Tienes ganas de nadar, amigo?
El perro pasó por delante de él y se dirigió hacia la puerta mosquitera, esperando impaciente que lo dejara salir al jardín. Moviéndose como un fantasma entre las sombras, se dirigió hacia el embarcadero a trote ligero. Richard lo siguió más lentamente.
El trabajo de Kate, sin duda, llamaría algo la atención entre los participantes en el congreso. Aunque el grupo estudiado era pequeño, las tres tormentas de su ponencia estaban agrupadas en un lapso de tres meses, lo que intrigaría a los meteorólogos que no las habían advertido. Por otro lado, había que tener en cuenta las otras tres que ella tenía intención de mencionar y que representarían otro foco de atención. Y aunque su exposición de la información era racional y académica en cuanto a su forma, ella no ofrecía explicaciones, lo cual deleitaría a los que se alimentaban de conspiraciones.
Sentándose en el banco de madera asegurado a un extremo del embarcadero, Richard lanzó una pelota de tenis al agua, sonriendo ante la elegancia del cuerpo blanco de Finn cuando el perro describió un largo y gracioso arco sobre las oscuras aguas. En el momento de caer al agua con un ruidoso y torpe chapuzón, comenzó a nadar hacia la flotante pelota fluorescente.
Las tormentas de Kate tenían una característica, o una ausencia de característica, que le recordaban mucho a las que él, junto a su equipo, habían diseñado para la CIA. Esa característica había sido casi de tanto interés para la Agencia como los mismos resultados. Era, esencialmente, tecnología de ocultamiento, aunque el término no hubiera existido en aquel momento.
El equipo había funcionado desde el vientre de un Hércules C-130 adaptado, un transporte militar que no llamaría la atención desde tierra o en operaciones de altura de reconocimiento aéreo. Una, o una serie de descargas de láser de varios segundos de duración aparecerían simplemente como puntos de luz a los observadores desde tierra, quienes, como había señalado Carter entre risas, pronto tendrían otras cosas de qué preocuparse. Las observaciones desde el espacio tampoco tenían que inquietarles, porque en aquellos días los satélites espías era una tecnología emergente cuyo uso estaba básicamente limitado a las fuerzas militares soviéticas y estadounidenses. Todo eso quería decir que la habilidad para incrementar tormentas formaba parte del arsenal estadounidense de despliegue rápido, armas para el ataque capaces de ser usadas de forma encubierta y en operaciones de guerrilla.
Pero Carter había persuadido a la Agencia de que un simple incremento de intensidad no era suficiente; uno no podía aumentar lo inexistente, y ciertas partes del mundo no contaban con la constancia del clima estadounidense, en donde los altos vientos del Oeste chocaban de forma regular con los procedentes del Golfo. El vencedor, les dijo, sería aquel que pudiera desarrollar un método igualmente rápido e indetectable de creación de tormentas para ser manipuladas. Carter había dicho que era posible, y lo habían hecho.
—No puede haber continuado —dijo Richard, y el sonido de su voz contra la quietud de la noche lo sorprendió.
Era una idea ridícula. Completamente ridícula.
Tomó la pelota fría y chorreante que Finn había dejado caer en su regazo. Con los ojos fijos en la ella, el perro se movió hacia atrás, haciéndole ver que estaba listo. Richard levantó el brazo y lanzó la pelota de nuevo al estrecho. Finn la siguió segundos después, cayendo al agua antes que ella.
Mientras observaba cómo Finn nadaba cerca de la orilla rocosa y luego trepaba por ella, con la pelota en la boca, Richard decidió que había llegado la hora de obtener algunas respuestas. Se dirigió hacia la casa y se encontró con el perro empapado al borde del embarcadero.
—Vamos, muchacho. Se acabó la diversión. Es hora de secarte.
Una violenta sacudida que lanzó agua en todas direcciones fue la única respuesta del animal antes de salir a toda velocidad hacia la casa.
Dos horas después, Richard se apartó de su desordenado escritorio, dejando la pantalla de su ordenador encendida y una cantidad de recortes de artículos periodísticos amontonados cerca del monitor. Sacó una botella de whisky irlandés de un pequeño mueble sobre el fregadero de la cocina, se sirvió un buen trago y se dirigió con él al porche. El primer sorbo se deslizó como fuego por su garganta, apagando los bordes de su furia.
Cada una de las tormentas sobre las que Kate había escrito había causado algún tipo de destrucción en las zonas limítrofes. Incluso un pueblo había quedado prácticamente arrasado. En todos los casos, las noticias locales habían anunciado que Ingeniería Coriolis había recibido contratos para reconstruir al menos buena parte del daño y para restablecer las infraestructuras.
«Ese hijo de puta estaba jugando a ser Dios».
El segundo trago fue más suave y aclaró algo de la niebla en su mente. La evidencia era circunstancial y débil. Pero conociendo a Carter como él lo conocía, Richard no podía quedarse sin hacer nada. Quizás había llegado la hora de organizar una reunión.
Viernes, 20 de julio, 23:30 h, Greenwich Village, Nueva York.
«Tal vez esto no sea tan malo después de todo. Joderle las cosas a Win será sencillo y me dejará mucho más satisfecha que las veces que me lo follé».
Elle observó la sonrisa de Davis Lee haciéndose más amplia mientras le contaba otra historia. Confiaba en sí misma y en su habilidad para hacer lo que estaba haciendo, e incluso sentía cierta simpatía hacia él. Estar en su compañía era más sencillo de lo que había esperado, y él era considerablemente más interesante de lo que había supuesto. Aunque el asunto del caballero sureño nunca la había atraído demasiado, aquello había desaparecido a lo largo de la noche junto a la mayor parte de su arrogancia, dejando a un Davis Lee mucho más auténtico y, por consiguiente, más interesante. Elle se había relajado un poco a medida que la noche había avanzado.
Habían pasado de la charla informal cuando terminaron el primer martini y más allá de conversaciones de negocios cuando terminaron el segundo. El viaje en taxi por la ciudad había estado marcado por la risa. Habían bajado en Washington Square para caminar unas manzanas antes de detenerse delante de un pequeño restaurante a cuyo dueño conocía Davis Lee. Durante la cena, había tenido lugar un leve flirteo, y luego se habían reído de los problemas en los que se meterían si llevaban más lejos el asunto. Y en ese punto la conversación había vuelto a temas más generales.
Entonces, con sorpresa, ante un postre que apenas había probado, Elle se dio cuenta de que la idea de acostarse con Davis Lee ya no le resultaba desagradable. En realidad, podía ser atractiva si no fuera por el hecho de que Win quería que sucediera. Y no tenía la más mínima intención de contentar a Win esa noche. Por el contrario, esa noche ella quería ser feliz haciendo que Win apareciera como un idiota.
Dejó la taza de café en el platillo, deslizó la punta de la lengua por el labio superior, y un instante después, miró a Davis Lee a los ojos. Estaba listo para ser desplumado.
—¿Serías honesto conmigo, Davis Lee? —Su voz había adquirido un registro seductor, lo cual no pareció sorprenderlo.
Su mirada curiosa se deslizó por su rostro antes de detenerse en su boca.
—Tal vez.
«Buen chico». Una excesiva calidez le recorrió las entrañas como una ardiente ola oceánica y sonrió.
—¿Estoy realmente haciendo una investigación para una biografía?
—¿Para qué si no?
Ella alzó un hombro y lo dejó caer. El movimiento pareció más brusco de lo que ella hubiera querido. Perdió la concentración cuando vio al camarero alejarse con la botella de vino vacía.
«¿Cuánto vino habré bebido?».
—¿Elle?
Ella volvió su mirada al rostro de facciones marcadas de Davis Lee.
—Podría ser una expedición de pesca.
—¿Para qué?
—Para un pasado con bordes ásperos que necesitan borrarse.
Sacudió la cabeza y bebió el resto de su café.
—Eso sería una ridícula pérdida de tiempo, ¿no crees? Enviarte de pesca en un barril tan pequeño. Carter conoce su propio pasado tan bien como cualquiera que se haya preocupado de mirar. ¿Por qué habría yo de…?
«Davis Lee, no soy una idiota».
—Déjame reformular la idea. Tal vez es una comprobación —dijo con suavidad—. Un cepillado y limpieza profundos para antes de, hummm, por ejemplo, anunciar una candidatura.
Él le sonrió, un segundo demasiado tarde.
—Creo que has pasado demasiado tiempo en Washington.
—Dos años en Washington pueden proporcionarle a una chica una estupenda educación. —Hizo una pausa—. Me gustó vivir allí y me gustó el trabajo, especialmente en la Casa Blanca. Mantiene tu mente ágil. Siempre hay otra perspectiva diferente a la que uno cree desde la cual se pueden ver las cosas.
Él digirió el comentario en silencio por unos momentos y luego sonrió.
—¿Qué significa eso?
—Quiere decir que incluso una vez que has pensado que has captado por completo un asunto o a una persona, siempre va a haber facetas que no habrás considerado —respondió confiada, llevándose la taza de café a sus labios, pero volviendo a dejarla sobre el platillo al descubrir que estaba vacía.
Él no pareció notarlo.
—¿Y Nueva York no es así?
—Nueva York es distinta. —Apoyó los codos sobre la mesa y su barbilla en la palma de su mano—. Por ejemplo, en este proyecto, creo que estoy encontrando cosas que Carter Thomson nunca quiso que fueran descubiertas. ¿Estoy en lo cierto? —preguntó al ver que Davis Lee no decía nada.
—¿Sobre qué?
—Carter no quiere que algunas cuestiones salgan a luz, como esa fundación suya. O aquel hobby de juventud. O tal vez tú no quieres que salgan a luz.
Él se reclinó sobre su silla, haciendo girar distraídamente un móvil que había sobre la mesa. Elle no estaba segura si era el suyo o el de Davis Lee.
—Su fundación no tiene ánimo de lucro, lo cual significa que, entre toda la documentación estatal y federal que debe cubrir, hay un enorme rastro de papeles —dijo Davis Lee—. Si quisiera mantenerlo en secreto, no se habría tomado el trabajo de constituirla. Habría subvencionado otros grupos de forma anónima.
—Entonces no podría haber dirigido las investigaciones.
—Puede que no esté dirigiendo ninguna investigación en este momento. Además, si le entregas suficiente dinero a una organización, a cualquier organización, se portará bien —afirmó él—. ¿Acaso no crees que cualquier universidad no hubiera acogido estupendamente su dinero y cualquier asunto que presentara?
—¿Qué hay de los artículos? ¿Crees que quiere que salgan a la luz?
—Están citados en libros que se encuentran en las bibliotecas, Elle. A duras penas pueden considerarse privados. De hecho, creo que el término es «disponibles al público». —Su sonrisa parecía forzada y su voz no tan indulgente.
Ella se sentó con la espalda recta y volvió a agarrar la taza de café vacía.
—Sólo en nombre. Están descatalogados desde hace tanto tiempo…
—¿Hemos terminado? —Su voz denotaba un aburrimiento que casi resultaba creíble.
—No. —Bajó la voz hasta convertirla casi en un susurro y extendió su mano, apoyando sus dedos sobre el mantel a unos milímetros de los suyos.
—Mira, Davis Lee, cortemos por lo sano. Yo sé que estoy realizando esta investigación para ti. Y dado que Carter Thomson es quién es y cómo obtiene su dinero, ésta no es la clase de información que quieres que se distribuya públicamente. Pero quiero saber el motivo por el que estás interesado en ella.
—Elle, tienes una desbordante imaginación.
—Tengo mucho más que eso. Tengo cerebro, Davis Lee, y mi capacidad analítica es buena. Y creo que tú tienes ambiciones que van más allá de Wall Street y por eso me has contratado.
—Bueno, lo primero que has dicho es verdad, pero yo te contraté para ser una ayudante de investigación, cariño. Eso es todo.
«Seguro». Ella dejó que en su boca se formara una paciente sonrisa.
—¿Quieres saber cómo creo que las noticias sobre la fundación de investigación privada de Carter y su antigua fascinación por los aspectos más delirantes del campo científico sobre investigación climática jugarían durante una campaña? —preguntó, mirando fijamente a los ojos a Davis Lee. Él sostuvo su mirada, sin mostrarse impresionado.
—No tengo ni idea.
—Lo definirían, Davis Lee, y nunca sería elegido. Todo el bien que ha hecho en el mundo y en los negocios quedaría enterrado, y Benson ni siquiera tendría que involucrarse.
—¿Benson? —repitió Davis Lee con una carcajada—. Ya sé que hablas de una candidatura, pero ¿tú crees que Carter Thompson quiere ser presidente? Elle, estás…
—Cualquier otra cosa sería una minucia, Davis Lee, y tú lo sabes. Él es un empresario que se acerca a los sesenta y cinco años y el cuarto hombre más rico de los Estados Unidos. ¿Qué otro cargo lo satisfaría? —preguntó—. Pero todo el poder y la fama que ha acumulado no servirían de nada si aparece como partidario de cosas que suenan más a ciencia ficción que a ciencia. Sería como las lágrimas de Edwin Meese o el paseo en tanque de Michael Dukakis. Lo perseguiría a todas partes para siempre y nunca sería capaz de rechazarlo o minimizarlo.
Davis Lee dejó caer la máscara de afectación y aburrimiento y volvió a sentarse. Su mano permaneció inmóvil, al alcance de la de ella, sobre el teléfono móvil.
—¿Por qué dices eso? ¿Salvar el medio ambiente no es ya una causa noble o me he quedado dormido?
La sonrisa de Elle se hizo más amplia al notar que él concedía algo de crédito a su postura.
—Eso depende de los motivos. Su condición de ecologista no ayudó mucho a la reputación como político de Al Gore cuando fue candidato a la presidencia. Fue explotado con buenos resultados por la oposición y se convirtió en una carga, o al menos en un aspecto vulnerable. La causa de Carter son, aparentemente, los árboles, que uno puede ver, no el aire, que es invisible. En la mayoría de los lugares —añadió con un ligero mohín—. Es casi un fanático en lo que respecta al medio ambiente. Para él es casi una religión. Sí, se alimenta de su destrucción. Así es como hace su dinero, ¿verdad? Limpiando lo que queda después de los desastres de la madre naturaleza.
—Ése es un modo de ver las cosas —dijo Davis Lee con un ligero gesto de asentimiento.
—Y otro modo de verlo es que la sinergia de sus compañías refleja una aguda estrategia financiera.
—Sí. —Respiró lenta y pacientemente—. Eso no es nada nuevo.
—Hay otro modo de mirar esa sinergia, Davis Lee. Carter obtiene ganancias en ambos extremos del desastre adquiriendo opciones de compra sobre lo potencial y limpiando los destrozos.
—La prensa ha examinado y hablado sobre el asunto, Elle. De hecho, lo sacan a relucir después de cada tormenta.
—Ahora añádele a eso la fundación, los artículos y la antigua pasión de Carter. —Ella observó cómo fruncía el ceño y sintió en su interior el triunfo que surgía—. Le da un aspecto muy desagradable a todo el asunto, ¿no es cierto? O por lo menos así sería en manos de Benson. Tan pronto como esos datos se hagan públicos…
—¿Sucederá?
—Si yo lo he encontrado, ellos también pueden hacerlo. Y cuando lo hagan, habrá continuos debates y montones de preguntas —continuó.
—Todas esas preguntas pueden ser contestadas.
—No, no pueden serlo, Davis Lee —replicó ella tranquilamente, notando de nuevo que poseía el control—. No pueden ser contestadas de tal forma que te hagas dueño de la discusión. La oposición no te permitirá hacerlo. No hay modo de cambiar por completo esto y hacer que Carter no se parezca al doctor Strangelove. Piensa en ello. Conseguir la reforestación de zonas desérticas implica años de dirigir estudios y experimentos. Probablemente ya haya realizado todo eso. ¿Pero por qué esas investigaciones se realizan en secreto? Como tú dijiste, las universidades estarían encantadas de llevar a cabo sus deseos, pero nunca ha colaborado con ellas. ¿Por qué? Y esa pregunta lleva a otras preguntas que se dirigen especialmente al tipo de experimentos que se llevan a cabo.
—Eres un pequeño sabueso de las conspiraciones, ¿no crees?
Ella se inclinó hacia delante nuevamente, de modo que sus rostros quedaron a escasa distancia uno del otro.
—No, no lo soy, pero sé lo que pueden hacer los locos de las conspiraciones, y si se enteran de esto, comenzarán a sacar sus conclusiones, y ¿quién puede culparlos? Después de todo, ¿qué tipo de experimentos se realizan para la reforestación? ¿Plantar árboles? Muy bien. Pero los árboles necesitan agua y tierra fértil. Con suficiente trabajo y recursos uno puede crear tierra fértil en el desierto, pero nadie puede producir agua —a menos que uno esté realizando una serie de investigaciones y experimentos completamente diferentes. Lo que nos conduce a esos viejos artículos que escribió sobre el vudú climático. —Sonrió—. Y entonces, el electorado le colocará la etiqueta que al partido de la oposición le viene estupendamente: científico loco.
—Vamos, Elle. Carter no es…
—Tal vez no —lo interrumpió con una voz que fue casi un siseo—, pero Carter Thompson es conocido como un hombre que no se ocupa de asuntos sin importancia. Perder tiempo y dinero no forma parte de su modelo empresarial. Por eso, si su modelo le permite obtener ganancias desde todos los puntos de un desastre y canalizar esas ganancias en investigaciones secretas, ¿es tan exagerado convencer a las masas inocentes de que él podría estar creando esos desastres?
Davis Lee dejó la servilleta sobre la mesa.
—Detesto decírtelo, muñeca, pero pienso que tal vez hayas tomado demasiado…
Ella le tomó la mano, haciéndolo callar.
—Davis Lee, no estoy borracha y no estoy loca. Fui entrenada para analizar los detalles, y a partir de ellos, trazar un panorama de conjunto.
—Bueno, yo creo que tú estás un poco borracha, querida, y que estás dando una serie de saltos lógicos para poder crear el panorama de conjunto que quieres. Saltos más grandes de los que estarías realizando en otras circunstancias. —Retiró su mano de la de ella e hizo una seña pidiendo la cuenta.
—¿Crees que lo estoy? Las noticias están repletas de escenarios catastróficos. Nos están asolando tormentas cada vez mayores y los científicos dicen que es una tendencia que continuará por los próximos veinte años. Todos lo han oído. La devastación se incrementa proporcionalmente, lo cual significa que Carter se está enriqueciendo aún más. Y ahora quiere presentar su candidatura a la presidencia. —Hizo una pausa—. Aunque Benson no llegara primero, creo que el verdadero salto lógico es pensar que la gente verá todo eso y no elaborará una teoría conspirativa.
Ella vio él que apretaba con fuerza los párpados y se pellizcaba el puente de la nariz mientras inspiraba profundamente.
—Es demasiado delirante, Elle. Nadie lo creería.
«¿Cuál es su problema?».
—Te puedo garantizar que mucha gente —llámalos votantes— lo creerán cuando el equipo del presidente termine de hacer un buen relato al respecto —replicó, volviendo a acomodarse en su asiento y apartando, irritada, la mirada.
—Creo que ya es hora de que cambiemos un poco el tema. Hablemos de ti. Dime, Elle, ¿en qué punto de tu corta carrera te convertiste en analista política? —le preguntó mientras escribía su nombre en la factura que el camarero había colocado ante él.
La pregunta murmurada, aunque medio en broma, era un límite, y aquella constatación tomó a Elle como una marea en primavera.
Su respuesta podía cambiarlo todo.
Lo miró a los ojos.
—Crecí junto a políticos, Davis Lee.
—Lo sé. —Se puso de pie y la ayudó a hacer lo propio—. Tu padre era una gran figura local.
—Sí, lo era y lo es, pero dudo que aprecie tu descripción. ¿Qué más quieres saber sobre mí? —le preguntó mientras se adelantaba a su paso en la neblinosa semioscuridad de Greenwich Village.
—No todo.
—¿Qué quieres saber? —volvió a preguntar tras una breve pausa.
—No te importa caminar un poco, ¿verdad? Creo que te vendría bien tomar un poco de aire. —La cogió del brazo y la condujo sin esperar una respuesta. El tráfico era denso y ruidoso, convirtiendo toda conversación en un desafío hasta que doblaron por una calle más tranquila, residencial.
—No me molestaría saber cómo llegaste a la Casa Blanca —dijo, echándole una ojeada. La aburrida sonrisa había vuelto a su rostro.
—Como la mayoría de la gente, a través de una mezcla de mucho trabajo y relaciones familiares.
—¿La familia de quién?
Ella sonrió, sintiendo que la excitación se le subía a la cabeza. «Éste es el momento». Deteniéndose en medio de la acera, se dio la vuelta y lo miró de frente.
—La familia Benson, Davis Lee —contestó suavemente—. Los conozco de toda la vida. Mi madre fue al internado y a la universidad con Geneviève Benson y nuestras familias han ido de vacaciones juntas todos los años de mi infancia. —Hizo una pausa—. De hecho, Win y yo salimos juntos hasta hace unos seis meses.
Él se quedó inmóvil, tratando de digerir aquella desagradable sorpresa y poniéndose repentinamente tenso.
—Así fue como llegué hasta aquí, Davis Lee —continuó—. Win quería que averiguara en qué estabas trabajando. Él sabía que yo llamaría tu atención y jugó contigo, Davis Lee. Yo fui la carnada. Y mordiste el anzuelo.
Él se volvió sobre sus pasos, dejando que Elle se apresurara unos pasos detrás para alcanzarlo. Después de hacerlo, él permaneció en silencio durante media manzana.
—Davis Lee, yo ya no soy el enemigo.
—Es un placer enterarme, Elle.
—Davis Lee, detente —le dijo, tirando de su brazo—. No tenía que decirte nada de esto. Si todavía quisiera seguir trabajando para Win, no te habría dicho nada.
—¿Cuándo decidiste eso? ¿Cuál era el verdadero plan, Elle? ¿También te dijo él que te me insinuaras, Elle? ¿Que te acostaras conmigo?
Ella tropezó como si la hubieran abofeteado, y él finalmente se detuvo y se volvió para mirarla, con una furia y un desprecio evidentes.
—Bueno, ¿te lo pidió?
—Sí —susurró ella, mirándole a la cara—. Pero le dije que no lo haría.
—Imagínate, qué bien. Tienes escrúpulos.
—Basta. No tenía por qué decirte nada —repitió.
—¿Entonces por qué lo has hecho?
—Porque pensé que querrías saberlo.
—Pues ahora ya lo sé —replicó secamente—. ¿Qué es lo que quieres?
Ella sacudió la cabeza y oyó que se le escapaba una risa nerviosa.
—Nada. Quiero decir, no quiero dinero, si eso es lo que me estás preguntando. Quiero trabajar para ti. —«En contra de Win». Ella sonrió y tomó su mano en la suya—. Por el futuro presidente Carter Thompson.
Él le soltó la mano.
—¿Por qué habría de creerte? —le preguntó fríamente.
Ella se rió.
—¿Qué opciones tienes?
—Mandarte de vuelta.
Su sonrisa titubeó a medida que comprendía sus palabras, haciendo que su corazón se detuviera y comenzara luego a latir apresuradamente.
«Dios mío».
Apenas pudo respirar.
—¿Qué quieres decir?
—¿Qué crees que quiero decir, Elle? —le preguntó, con crudo desprecio.
—¿Se lo dirías a Win? —Su pregunta, con tono estridente y horrorizado le valió la recelosa mirada de varios transeúntes mientras él la sostenía, aferrándola por los brazos. Sus ojos eran de hielo.
—Eso mismo.
Ella supo que sus ojos estaban desorbitados por el miedo. Pudo notar como le comenzaban a temblar las rodillas.
—Hablas en serio. —La adrenalina le corrió por la sangre y apretó sus manos contra sus antebrazos—. Ésa no sería buena idea, Davis Lee. Él no tiene escrúpulos. No le gusta perder. Hace lo que haga falta para ganar. Yo he sido sólo…
—No me importa lo que has sido. No hay sitio para los traidores en mi personal.
—Yo no… Yo lo estoy traicionando a él, Davis Lee, no… —Las lágrimas le quemaban las mejillas.
—Me importa un bledo —replicó, remarcando las palabras—. Eres una mentirosa y una traidora. Lo primero es desafortunado, pero lo segundo intolerable. Vuelve con Win y dale mis saludos.
El pánico inundó su mente.
—No puedo —susurró, mirándolo a la vez que la realidad de lo que había hecho la invadía, ahogándola—. No puedo volver con él. Él… él, Davis Lee, es el hijo del presidente. No sé lo que me hará.
—Entonces, creo que va siendo hora de que lo averigües. —Manteniendo una mano sobre su codo, caminó con ella los pasos que faltaban hasta la esquina, en donde llamó a un taxi. Volviéndose a ella mientras se detenía, le sonrió con frialdad y abrió el móvil que llevaba en su mano. Buscando en la agenda, apretó un botón y acercó el teléfono a su oído—. Eh, Win, soy Davis Lee… espero que no te importe que esté usando el teléfono de Elle para llamarte. Hemos ido a cenar y pensé que debería hacerte saber que puedes quedarte con tu puta. Ya he terminado con ella. —Cerró el teléfono y se lo devolvió.
Rígida de miedo e incredulidad, ella se apartó del teléfono como si fuera veneno.
—Estás bromeando —le dijo en un susurro estrangulado.
—No bromeo con estas cosas. Fíjate en el número al que acabo de llamar. —Le puso el teléfono en el bolso y luego la acomodó de malos modos en el maloliente asiento trasero del taxi—. Haré que alguien despeje tu mesa, Elle, y que un mensajero lleve tus cosas. Y espero que consideres mitigar el daño que has hecho a tu carrera manteniendo todas esas ideas tuyas en el más absoluto de los silencios. La política es un enorme y feo asunto con una larga memoria. Y se traga a los estúpidos como tú.
Cerró la puerta, se enderezó y comenzó a alejarse de ella. Ignorando la pregunta del taxista pidiendo la dirección, ella miró su espalda y comenzó a temblar.
«Más me valdría estar muerta».
Sábado, 21 de julio, 00:15 h, Georgetown, Washington, D.C.
Win dio una vuelta en la cama, todavía sin aliento, y tomó su móvil, apretando el botón para acallar su campanilla.
—Ésa es la diferencia entre los hombres europeos y los estadounidenses, ¿sabes? —La sedosa voz de acento italiano susurraba junto a su oído—. Ningún hombre europeo interrumpiría hacer el amor para responder una llamada. Pero vosotros, los estadounidenses, siempre tenéis miedo a perder una llamada, o a perderos la acción.
—Ya habíamos terminado de hacer el amor, por si no te habías percatado. Y para que te quede claro, no estoy respondiendo al teléfono, estoy mirando mis llamadas, algo que no haría si no fuera el hijo del presidente —murmuró, parpadeando bajo la intensidad de la luz de la brillante pantalla azul—. Tenemos un huracán de categoría 4 causando serios daños a varios grupos de votantes leales, y si mi padre quiere hablar al respecto, yo tengo que escucharlo, capisci?
—Soy italiana, y tengo que responder «no» a eso. Hacer el amor tiene preeminencia.
Sintió la punta de una lengua húmeda juguetear con el lóbulo de su oreja y apartó la cabeza. Si ella hubiera esperado unos minutos, su aliento cálido podría haber iniciado una reacción en cadena, pero, de momento, lo único que podía hacer era pasar un brazo en torno a ella y acercar su cuerpo desnudo al suyo mientras dirigía su mirada en la pantalla. Elle.
Dejó escapar un suspiro irritado y puso el teléfono boca abajo sobre la mesilla de noche. Volviéndose hacia su compañera, que lo recompensó con una sonrisa sensual, continuó su lección avanzada en relaciones internacionales, dejando de lado cualquier pensamiento en relación con Elle.