Capítulo 3

Martes, 10 de julio, 5:00 h, Campbelltown, Iowa.

Carter Thompson se encontraba de pie delante de la ventana de su cómodo despacho, en su casa, mirando sin ver el amanecer sobre el extenso y verde horizonte de Iowa. Su mente estaba a tres mil kilómetros de distancia, en los cielos todavía oscuros sobre las ardientes y desiertas tierras que bordeaban el Valle de la Muerte, en el desierto de Mojave.

La última prueba a su habilidad, a su ingenio, a su intelecto, estaba a punto de comenzar. Había gastado millones de dólares y esperado treinta años para que llegara este momento, y nada iba a impedirle que el trabajo de toda una vida diera sus frutos. Iba a crear lluvia. No se trataba simplemente de atraer nubes formadas por la naturaleza y rociarlas con sustancias químicas. Eso venía haciéndose desde hacía décadas. No, él estaba a punto de crear lluvia de las nubes a las que había dado vida en un lugar donde no debía existir nube alguna.

El éxito significaría la posibilidad de salvación al alcance de la mano para muchas criaturas, muchas especies y muchas zonas medioambientales.

Más que eso.

La salvación sería inminente.

Sintiendo que su corazón daba un excitado salto en su pecho, Carter frunció el entrecejo y cerró los ojos, preparándose para el leve mareo que siempre seguía los devaneos de su errático corazón. La sensación lo irritaba, y siempre parecía llegarle cuando más poderoso se sentía. Disminuía la sensación de autocontrol, como si la naturaleza le recordara que él era un simple engranaje en un amplio y complejo mecanismo. Trató de controlar la respiración y esperó el regreso a la normalidad. Era inútil resistirse. Había aprendido a reprimir su excitación para evitar los incidentes. Pero ahora —abrió los ojos y se soltó del marco de la ventana, enderezándose mientras la sensación de caer al vacío era reemplazada por una de confortable equilibrio—, no había necesidad de contener su alegría. Se había comprometido con el planeta, con la humanidad, décadas atrás, y, en este momento, el éxito estaba finalmente en sus manos. El convencimiento de que no habría don más grande que el que estaba a punto de entregar a la humanidad resonó en su alma.

Profundamente satisfecho consigo mismo, Carter sonrió. Con los años, había aceptado todos los riesgos, todos los costes, con el pragmatismo y la paciencia del científico. Se sentía orgulloso de ello. Incluso el último e inexplicable suceso atmosférico, que había mantenido la corriente en chorro mucho más al sur de lo esperado, trayendo consigo temperaturas mucho más moderadas a gran parte de los Estados Unidos durante el último mes, había sido aceptado con ecuanimidad, aunque hubiera puesto en peligro los últimos trabajos de campo, arriesgándose a que su programa fuera descubierto. Era lo suficientemente difícil construir o modificar una tormenta cuando grandes sectores del país aparecían de color verde en las pantallas Doppler de radar, pero había superado el desafío hacía varios años utilizando esas tormentas para camuflar las suyas. Construir tormentas cuando los cielos y las pantallas de radar estaban despejados y no mostraban signo alguno de precipitación, sin poder ocultar sus pruebas, era el último obstáculo antes de alcanzar el éxito. Y lo superaría.

Hoy construiría una tormenta sobre los despejados cielos del desierto. Se demostraría a sí mismo que era más que un simple engranaje del universo. Hoy recibiría la bendición de la naturaleza.

Se convertiría en un ser igual a la naturaleza.

Los altavoces conectados a uno de los monitores del ordenador de su escritorio emitieron el suave chasquido que había estado esperando. Carter se dirigió lentamente a su silla y se sentó frente al halo de luz azulada que emanaba de la pantalla. Con un ligero toque al ratón dio paso al programa que mostraba imágenes en vivo del radar y de los registros infrarrojos, así como imágenes de video. Los datos procedían de un transpondedor conectado a uno de los muchos satélites geosincrónicos a treinta y cinco mil kilómetros sobre el ecuador.

No había tenido inconvenientes en conseguir el transpondedor a través de su discreto y bien subvencionado programa de investigación, delicadamente denominado Fundación para la Recuperación del Medio Ambiente. Lograr el software criptografiado correcto había resultado un poco más complicado, dadas las leyes que prohibían la importación o exportación de algoritmos de encriptación que el gobierno de los Estados Unidos no podía romper. Trasladando sus experimentos fuera del país, había conseguido solucionar ese problema y muchos otros. El pago de excelentes salarios a físicos de talento, científicos atmosféricos, ingenieros y diseñadores de software ubicados en diversos países pobres era, en buena medida, una garantía de que el trabajo de la fundación progresara con tanta rapidez y discreción como era necesario. Las generosas contribuciones a los políticos locales habían neutralizado el escabroso asunto de la supervisión gubernamental, que sólo servía para retrasar el avance de la ciencia.

Las imágenes de la pantalla hicieron que el rostro de Carter se iluminara con una sonrisa. El cielo sobre los márgenes del desierto estaba perfectamente despejado excepto por un pequeño grupo de nubes cumulus fractus en el centro de cada pantalla. Sus nubes.

Pulsó la tecla para activar el micrófono en la pantalla.

—Vamos allá.

La áspera voz, ronca debido al tabaco, del piloto jefe de la fundación, Raoul Patterson, mayor retirado de la RAF, llegó a través de los altavoces tan claramente como si estuviera en la habitación.

—Tierra-Cuatro. Nos acercamos.

—Entendido, Tierra-Cuatro —respondió Carter tranquilamente mientras ampliaba un pequeño grupo de nubes que habían sido trabajosamente creadas hacía menos de media hora. Alejándose un poco para alcanzar una perspectiva más amplia de la zona a través de las imágenes de vídeo, Carter vio el punto que correspondía a su avión. Pero el Lockheed P-3, modificado para evitar los radares, no aparecía en las pantallas. Tampoco era visible en ningún radar militar o de aeropuerto que pudiera estar realizando batidas de rutina en el área. Su sonrisa se hizo más amplia al reconocer, y no por primera vez, que a veces su ingenio y su utilización de los recursos lo sorprendían incluso a sí mismo.

La voz del piloto interrumpió sus pensamientos.

—Todos los sistemas listos y a la espera. Espero órdenes. Cambio.

—Bajen al aproximarse al objetivo, tal como está previsto.

—Entendido. Nos acercamos. Cambio.

El avión no estaba avanzando a gran velocidad, y, conteniendo la respiración, Carter vio que el cronómetro marcaba el paso de veinte segundos.

—Dejen caer el sensor a ocho e inicien al llegar a uno, Tierra-Cuatro, después, aléjense de la zona. Cambio. —Carter pronunció las palabras con suavidad cuando una repentina y dura contracción en su pecho le hizo tomar aire profundamente. La sensación— casi dolorosa, sin llegar a ser un éxtasis— era tan diferente a la sensación de caída libre de hacía un momento que se preguntó si estaría sufriendo un ataque al corazón.

«Seguro que no. Dios no me quitaría este momento».

—El sensor está preparado para ser lanzado. —Como siempre, la voz de Raoul era neutra e inexpresiva. A Carter no le importaba. Respiró, tratando de aliviar la presión que le aplastaba el pecho y lo mantenía inmóvil, luchando contra el miedo, normal pero irracional, e intentó seguir concentrado en la prueba que estaba a punto de comenzar.

Una bola metálica del tamaño de una pelota de tenis llena de argón caería por la escotilla en la panza del avión y se abriría cinco segundos después, liberando docenas de delicados microsensores que se activarían al entrar en contacto con el aire del desierto. Más pequeños que una moneda de cinco centavos, con una vida útil de no más de veinte minutos, los sensores tomarían datos y los enviarían a ritmo frenético al transmisor del avión antes de arder bajo el calor generado por los procesadores de silicona del tamaño de una astilla. Si llegaran a tocar tierra, se desintegrarían en confeti metálico que se dispersaría sobre la arena del desierto y quedaría oculto entre ella.

—Diez, nueve, ocho. Sensor liberado. Siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno. Iniciando el láser.

Carter notó que su corazón volvía a acelerarse mientras se imaginaba el rayo invisible de energía infrarroja, emitiendo más calor que cien mil bombillas de 100 vatios, atravesando la atmósfera hasta el corazón de sus nubes, calentándolas y liberando la energía que éstas almacenaban, al descargar la lluvia generadora de vida que contenían.

La pausa desde la cabina duró menos de veinte segundos.

—Ya está iniciado. Dos envíos de uno punto cinco segundos descargados a intervalos de punto cinco cero segundos. Misión completada. Tierra-Cuatro, cambio y fuera.

Carter activó el zoom para aproximarse un poco a las nubes cumulus congestus cuando éstas comenzaron a crecer en todas direcciones, burbujeando contra el cielo oscuro, evolucionando de una prístina palidez plateada a un gris sucio y oscuro, ensombreciendo la pequeña y deshabitada parcela de desierto, mientras que los contadores en el borde inferior izquierdo de la pantalla destellaban con las nuevas mediciones. Altitud, temperatura, presión atmosférica, humedad relativa, fuerza del viento… Cada variable estaba progresando sin pausa en la dirección correcta hasta que los datos se detuvieron bruscamente cuando los sensores se desintegraron o se estrellaron contra el suelo.

La presión del pecho comenzó a aliviarse, y relajándose en su silla, Carter sonrió satisfecho a la vez que la intensidad de su respiración disminuía. Los pulmones le dolían al expandirse. Tanto los soñadores como los científicos se habían esforzado durante mucho tiempo para crear lluvia a voluntad. El mundo la necesitaba, y ahora, gracias a su tenacidad y talento, el mundo la tenía. El la tenía. Nada, ni siquiera la muerte, podría arrebatársela.

Cerró los ojos. Los éxitos previos habían sido dulces, pero nada tan dulce como éste. Esto era una reivindicación, y después de esperar durante toda la vida, tenía sabor a néctar. Como el agua pura y fría. Tenía gusto a lluvia. Gusto a poder. El hombre había intentado controlar los cambios climáticos durante siglos. Desde los sacrificios ofrecidos a los antiguos dioses a los experimentos de sembrado químico de nubes, todavía en activo, la gente se había aferrado a la creencia de que podía lograrse. Durante décadas, los más avanzados servicios de inteligencia y organizaciones militares habían invertido una ingente suma de dinero intentando controlar el clima. Carter lo sabía por experiencia propia.

Mientras los militares estadounidenses estaban siendo aplastados en Vietnam durante los sesenta, la Agencia Central de Inteligencia lo había arrancado a él y a un reducido grupo de científicos de sus programas doctorales en ciencias climatológicas para integrarlos en un equipo dedicado al control climatológico. Los servicios de inteligencia habían confirmado que la Unión Soviética había superado los esfuerzos estadounidenses en el mismo campo. Los Estados Unidos estaban decididos a triunfar, en la guerra del clima, en la guerra de Vietnam, en todas las guerras.

Con un enorme presupuesto, prácticamente sin tener que rendir cuentas, con la mejor tecnología del mundo a su alcance y una protección completa como científicos de plantilla del gobierno, el grupo de Carter rápidamente superó los débiles esfuerzos soviéticos para desentrañar el caótico «código» de los patrones climáticos. La clave de los buenos resultados que había obtenido el equipo de Carter había sido que, a diferencia de los soviéticos, no se había concentrado en manipular o controlar el clima, sino en crearlo.

A medida que la situación geopolítica empeoraba, otros asuntos fueron prioritarios en las mentes de los líderes soviéticos.

El programa soviético de desarrollo climatológico prácticamente desapareció, dando al programa estadounidense la victoria por abandono. Poco después que la Agencia Central se enterara de la suspensión del programa soviético, aparecieron comentarios sobre el programa estadounidense en los grandes periódicos del país, filtrados por fuentes anónimas.

Carter siempre había asumido —lo sabía en lo más profundo de su corazón— que una de las filtraciones se había originado en las oficinas de Winslow Benson, un joven y ambicioso senador de Nueva York, que poseía un cierto respeto por el poder, pero carecía por completo de respeto hacia la ciencia o la naturaleza. Alcanzar el poder de crear y controlar los fenómenos meteorológicos era una enorme responsabilidad y una oportunidad increíble, pero Benson, apoyado silenciosa pero firmemente por la emergente industria nuclear, había visto los potenciales perjuicios para quienes lo apoyaban. Jugando hábilmente con el temor de un público endurecido y desconfiado a causa de la Guerra Fría, Benson había criticado abiertamente el programa de Carter, el mismo programa que el propio comité del senador había subvencionado en secreto durante diez años, como parte de un complot al estilo Strangelove que resultaría ser más destructivo que beneficioso. La CIA no tardó mucho tiempo en eliminar el programa.

Incapaz de aceptar la decisión, Carter se había enfrentado en las oficinas de la Agencia y en las audiencias en el Senado, sin más resultado que observar cómo desaparecían su carrera científica y su credibilidad. Avergonzado, humillado, pero con una tozudez que rayaba en la irracionalidad, Carter había abandonado las esferas del gobierno y la academia y se había dedicado a los negocios, continuando de forma independiente sus investigaciones meteorológicas en cada oportunidad que se le presentaba. Al principio, el hecho concreto de tener que mantener a su familia y administrar un negocio había retrasado su avance y modificado sus objetivos, pero el paso del tiempo también había endurecido su resolución hasta volverla apenas más flexible que el acero. Y ahora, treinta años y muchos millones de dólares más tarde, había llegado a la meta.

En lo más profundo de su alma, Carter supo que los logros de esa mañana eran algo más que un avance tecnológico, más que la suerte arbitraria o el resultado del trabajo duro. Era profunda y magníficamente simbólico. Controlar el tiempo a escala global era el mayor poder que el hombre podía asumir sobre la tierra. Aumentar la intensidad de una tormenta en un sitio, disminuirla en otro, manteniendo las lluvias fuera de la ciudad para que, literalmente, no lloviera en los desfiles gubernamentales. Los rusos y los chinos se habían dedicado a ello abiertamente y sin pedir disculpas, casi como un juego, durante años, sin preocuparse por las interrupciones que causaban en el fluir de la naturaleza.

Pero lo que Carter había logrado aquel día era distinto.

Tomó aire, reverentemente. Había creado nubes allí donde la caprichosa naturaleza negaba su presencia. Y de esas nubes, del aire seco como un hueso del desierto, había creado lluvia.

Había creado los medios para la vida.

La idea resonó en su cabeza con tanta fuerza y pureza como la última nota de un himno en una enorme catedral.

«Los medios para la vida».

Su talento y su inteligencia le habían arrebatado ese privilegio a la naturaleza, ese don más allá de toda comprensión. Con el tiempo, la regulación local, regional e incluso global de las lluvias podría volver las selvas tropicales a su estado natural y revertir la desertificación, oponiéndose a los efectos del calentamiento global. Podría reducir la pobreza y el hambre del Tercer Mundo a la vez que disminuiría la dependencia de las naciones pobres de la exorbitante generosidad el Primer Mundo.

Se aferró a los brazos de su silla, apretando el gastado cuero contra sus palmas, cediendo bajo sus dedos mientras una segunda revelación lo golpeaba.

«Llover».

«Reinar».

Sus manos se relajaron mientras la dualidad de la paz y el propósito lo atravesaban. No podía haber mandato más claro: con ese privilegio se adquirían iguales y opuestas responsabilidades para castigar a los destructores y proteger a los inocentes.

Era la mayor de las filantropías.

Un crujido electrónico del altavoz lo distrajo de su euforia.

—Señor. Es posible que tengamos un problema. —La voz del piloto seguía transmitiendo con británica flema.

«El desafío no estaba concluido». Carter se inclinó hacia delante y sonrió.

—Adelante.

—El director de vuelo creyó haber detectado a algunos excursionistas en la ruta de la tormenta. Un reconocimiento confirmó la presencia de un pequeño campamento en un cañón no lejos del punto cero.

Carter quedó inmóvil.

—¿A qué distancia?

—Menos de medio kilómetro.

Ésas no eran buenas noticias. Aunque a veces era inevitable, el daño colateral —la muerte de seres humanos— que ocurría en sus pruebas tendía a distraer a su personal y a aumentar el riesgo de ser descubiertos.

—¿Por qué no los han detectado antes? —preguntó, con voz tranquila y científica.

—La cámara de vídeo nocturna y el detector de infrarrojos ya se habían apagado. Procedimiento estándar. Tendríamos que haber pasado directamente sobre ellos para verlos en una imagen. Es un desfiladero angosto.

Solo en su despacho, Carter asintió, conocedor de cada paso de los procedimientos para el experimento. Como precaución de rutina, el instrumental electrónico no esencial en el avión especialmente equipado era desconectado antes de que el gran láser se hubiera puesto en funcionamiento.

Respiró profundamente. Iniciar un rescate no sólo revelaría demasiado, sino que además sería, con toda probabilidad, inútil. Incapaz de absorber una cantidad apreciable de agua con rapidez, el reseco suelo del desierto encauzaría las abundantes precipitaciones por el lugar que opusiera menor resistencia. Las paredes del cañón actuarían como embudo, empujando el agua, volviéndola más profunda y mortal. Aunque los despertara el rugido del agua, los excursionistas estarían muertos antes de que pudieran identificar el sonido.

«Que así sea».

—Procedan de acuerdo con las órdenes, Tierra-Cuatro. Vuelvan a contactar conmigo cuando terminen el plan de vuelo.

El silencio fue casi imperceptible, pero Carter lo detectó y frunció el entrecejo cuando volvió a escuchar la voz del piloto.

—Entendido. Tierra-Cuatro fuera.

El científico volvió a reclinarse en su silla, profundamente irritado e incapaz de disfrutar de las verdes ondulaciones que aparecían en la pantalla frente a él. No le gustaban los errores. Tampoco le gustaba que nada empañara sus momentos de gloria. Eran momentos íntimos, una especie de comunión con su destino. Se sentó en la oscuridad intentando volver a capturar el maravilloso y fugaz sentimiento, hasta que un leve golpe en la puerta lo distrajo.

—¿Papá?

Abrió los ojos al oír la suave voz, y vio el rostro de su hija más joven, Meg, de pie, junto a la puerta.

—¿Estás bien?

Sonrió y se puso de pie, ajustándose el cinturón de la bata de algodón que llevaba sobre su pijama.

—Peggy, no creo que nunca me haya sentido mejor. ¿Adónde vas? —le preguntó, mientras pinchaba con el ratón en el ordenador para minimizar las ventanas antes de cruzar el despacho.

—Jane y yo vamos a salir a correr antes de que empiece el jaleo. Los chicos todavía están dormidos, o al menos eso creemos. —Dejó de hablar el tiempo suficiente para darle un beso en la mejilla, y luego dio media vuelta y se encaminó con él hacia la cocina—. Por lo menos no se oye ningún ruido ahí arriba. Mamá todavía está dormida.

La segunda de sus hijas más jóvenes, Jane, estaba sentada ante la mesa de desayuno, atándose las zapatillas.

—Hola, papá. ¿Por qué estás levantado? ¿Demasiado excitado para dormir? —le preguntó sonriente—. Va a ser un largo día.

—No hace mucho que he despertado —dijo, ignorando su pregunta con una sonrisa—. Es magnífico que todos estemos reunidos. Ya no sucede muy a menudo, ¿por qué habría de perder el tiempo durmiendo?

Las dos mujeres se rieron.

—Cuando los habitantes de la casa aumentan de dos personas de la tercera edad a catorce más de entre veinte y treinta y tantos y diez niños de menos de siete años, es para estar agotado —observó Meg.

—Jamás. Siempre dije que vosotros y vuestra madre erais la fuente de mi energía. Eso no ha cambiado. Excepto que ahora hay siete maridos y unos cuantos nietos que añadir a la mezcla. Todos están sanos, felices, y aquí, y eso es más importante para mí que los motivos por los que habéis venido.

Jane se puso de pie y lo besó con ternura en la mejilla.

—No podíamos perdérnoslo, papá. Esta empresa ha formado parte de nuestras vidas desde siempre. Hemos visto cómo la levantabas de la nada. Te merecías la fiesta. Te mereces más que una fiesta.

—Estamos tan orgullosas de ti —agregó Meg con un suspiro—. Les has demostrado a todos que nadie puede detener a Carter Thompson.

Las miradas de sus hermosos rostros le provocaron una versión leve, pasajera, de la sensación de opresión en su pecho, pero se obligó a sonreír. Eran buenas chicas. Inteligentes. Todas sus hijas lo eran. Y eran sinceras, honestas y merecedoras de su confianza. Por eso todas habían querido trabajar con él cuando terminaron sus estudios, y por eso él las había contratado para que trabajaran en sus empresas, las empresas que habían hecho que todo lo demás fuera posible. Había sido bendecido, verdaderamente bendecido en todos los sentidos.

—ID a correr antes de que os pongáis sentimentales —dijo gruñón, señalándoles la puerta—. Quedaos cerca de la laguna.

Creo que la pista de aterrizaje está siendo protegida a la espera del presidente, y no quiero que los brutos del servicio secreto disparen contra vosotras.

Haciendo un gesto de amable exasperación con los ojos, abandonaron la casa. Él las observó partir con paso firme y seguro mientras se dirigían a lo largo del sendero hacia el pequeño lago a un kilómetro de distancia, y luego se dirigió hacia la silenciosa cocina de la vieja granja, y de allí al piso superior. Su esposa, las otras cinco hijas y sus familias, todos dormidos, no tenían ni idea de que él, Carter Thomson, acababa de asegurar la salud y la prosperidad del mundo y sus habitantes.

Por supuesto, unos pocos tendrían que pagar un inevitable y terrible precio, pero se vería compensado por los indiscutibles beneficios para muchos.

Era cuestión de devolver al mundo su equilibrio. La idea lo hizo sonreír.