Capítulo 29

Viernes, 20 de julio, 8:26 h, Washington, D.C.

Kate examinó su reloj. Sólo había transcurrido un minuto desde la última vez que lo hiciera.

«Maldición».

Ella no había calculado que tendría que esperar diez minutos por un ascensor. Era uno de los motivos por los que siempre se alojaba en un piso inferior al décimo en los hoteles. Sabía que podía lidiar con diez pisos de escaleras. Pero ¿con traje y tacones altos? Ya se iba a poner suficientemente nerviosa de pie delante de los conferenciantes cuando expusiera su trabajo. No quería llegar sin aliento y sudorosa antes de empezar.

Volvió a mirar su reloj. Había transcurrido otro minuto, lo que significaba que ahora sólo faltaban cinco minutos para que empezara su ponencia. Ella quería estar ya en la sala, sonriendo serena a las pobres almas que no tenían nada mejor que hacer que prestarle atención a las ocho y media de la mañana. Con algo de suerte, estarían medio dormidos y se concentrarían más en el café que en ella, y no se percatarían del temblor de su voz.

«Bueno. Mejor llegar sudorosa y sin aliento que demasiado tarde».

Aferrando el maletín con su ordenador portátil en la otra mano, Kate se dirigió hacia las escaleras. No había dado tres pasos cuando oyó una campanilla y se abrieron las puertas del ascensor. Sin perder tiempo, se lanzó al ascensor vacío y apretó el botón del vestíbulo y el de cerrar la puerta simultáneamente.

Kate entró en la pequeña sala de conferencias e intentó mantener un paso digno mientras avanzaba por el pasillo central. La moderadora la observó desde detrás del estrado, frunciendo el entrecejo por detrás de sus gafas de color rojo. Por supuesto, todos los ocupantes de la sala habían girado sus cabezas al oír el ruido de la puerta y ahora la estaban observando.

«¿Por qué hago esto?».

Se obligó a sonreír mientras se dirigía hacia el frente de la sala. La mujer detrás del micrófono no le devolvió la sonrisa. De hecho, parecía estar aún más irritada.

—Perdón por llegar tarde. El ascensor ha tardado una eternidad —susurró Kate, depositando el maletín con su ordenador en una pequeña mesa junto al estrado.

—¿Está lista? —respondió la mujer con una voz que no se parecía en nada a un susurro. Pareció resonar en el empapelado con dibujos de pájaros, y Kate tuvo que resistir la tentación de mirar hacia arriba para ver si los cristales falsos de los candelabros estaban tintineando.

A punto de disculparse de nuevo con la Gorgona de vestido de lino verde limón, Kate recordó que ella no sólo era la conferenciante, sino que era oriunda de Brooklyn. Dejó de hacer lo que estaba haciendo durante un minuto, y luego lanzó una mirada intencionada a la mujer.

—No del todo —le respondió casi al mismo volumen.

La mirada que le devolvió la mujer congeló al instante el sudor que había comenzado a humedecerle el cabello. Kate se enderezó y volvió a ocuparse de preparar su ordenador. Un momento después se volvió hacia la mujer y enarcó una ceja mientras esbozaba una sonrisa dolorosamente artificial.

—Entonces, ¿va usted a presentarme o tendré que hacerlo yo misma?

Viernes, 20 de julio, 8:36 h, Washington, D.C.

Las tormentas que Simone había dejado caer a su paso habían comenzado, finalmente, a afectar a toda la zona y el tráfico se había convertido en un completo infierno mientras Jake regresaba de Reston por las mismas carreteras con el resto de la población de Virgina del Norte. Unos cuantos árboles habían caído en cruces estratégicos del lado de Maryland en Beltway, la autopista de circunvalación, y eso había causado una cadena de atascos inmediata. Después de diez años en la zona de Washington, ya estaba familiarizado con la situación. Incluso uno o dos problemas menores en alguna de las carreteras de acceso y las entradas o salidas de Beltway causó más de un atasco. Los conductores irritados se veían obligados a interrumpir sus costumbres habituales y concentrarse en la conducción, tomando decisiones, en vez de afeitarse, maquillarse o hacer llamadas telefónicas mientras conducían entre el denso tráfico por seis carriles a cien kilómetros por hora…

Tomó otro trago del amargo café del hotel y frunció los labios. Después de todo, el viaje no lo había dejado de muy buen humor. Sin mencionar el hecho de que el conferenciante, que seguramente sólo había tenido que lidiar con algunos pasillos y un ascensor, aún no había aparecido.

«Menos mal que he llegado temprano».

Estaba a punto de asomar a su rostro una expresión de profunda insatisfacción cuando vio a una mujer deslizarse a toda velocidad por el pasillo central de la sala, con los cabellos flotando a su paso, como si se tratara de sus corrientes de aire personales. Su ceño fruncido fue reemplazado por una risa sofocada cuando escuchó el breve intercambio con la moderadora.

Con una expresión bastante irritada, la moderadora se acercó al micrófono.

—Buenos días, señoras y señores. Bienvenidos a la ponencia titulada Anomalías extremas en fenómenos climáticos locales. La ponente es la señorita Katharine Sherman, meteoróloga jefe de Administraciones Coriolis. Cuando ustedes han tomado asiento, se han encontrado con un pequeño cuestionario en sus sillas. Si fueran tan amables de emplear unos instantes después de la exposición para…

Jake dejó de prestar atención a la mujer que se comportaba como una bruja malvada blandiendo un hacha de guerra con tono académico y examinó a la conferenciante. Tenía el cabello rubio y los ojos oscuros, una buena figura y un tic nervioso que consistía en juguetear con su reloj. No estaba mal para ser una meteoróloga, especialmente una que no aparecía en televisión. Echó un vistazo al programa. Administraciones Coriolis, la compañía del campechano millonario. Volvió a mirar a Katharine Sherman, que sonreía nerviosa ante el educado aplauso que siguió a su presentación al acercarse al estrado. Apartando un mechón de cabellos rubios de su rostro, se lanzó de lleno a su exposición. Sus palabras, en un tono algo tembloroso y a una velocidad un tanto excesiva, alejaron de inmediato todas las ideas de Jake sobre el horrible tráfico y el pésimo café.

Ella estaba haciendo referencia a sus tormentas.

Viernes, 20 de julio, 9:23 h, Washington, D.C.

«Gracias a Dios que había terminado».

Kate pasó una mano temblorosa por sus cabellos, un gesto que era consciente de haber realizado innumerables veces durante el transcurso de su ponencia y el periodo de preguntas y respuestas que siguió. El leve aplauso se extinguió rápidamente y un murmullo se extendió por la sala mientras la gente se ponía de pie, tomando sus pertenencias y conversaban entre ellos.

Ella mantuvo la cabeza baja, adrede, mientras guardaba su ordenador, porque tenía la extraña sensación de que el tipo del fondo de la sala iba a acercarse para hablar con ella, y no quería parecer demasiado ansiosa. Él parecía haber prestado atención. Mucha atención. Kate evitó establecer contacto visual directo, e intentó, casi con el mismo empeño, no mirarlo en absoluto. No había sido, sin embargo, sencillo. Era verdaderamente guapo, aunque parecía algo nervioso y tenía una expresión irritada. A decir verdad, ella no sabía quién conformaba la audiencia, y dado el tema, podía tratarse de un loco conspirador. Por supuesto, las probabilidades indicaban que simplemente sería otro meteorólogo, pero, aun así…

—¿Señorita Sherman?

Tenía una voz agradable. Alzó la mirada, lo miró a los ojos —eran de un verde oscuro con destellos castaños que siempre le había resultado atractivo— y esperó un momento antes de responder.

—¿Sí?

Él le sonrió. Tenía una bonita sonrisa. Era más agradable que su ceño fruncido.

Kate le devolvió la sonrisa y continuó mirándolo. Aquél era un congreso de especialistas y no había motivos para que ella juzgara lo bien que le sentaban sus gastados vaqueros y su polo.

—La exposición ha sido excelente.

—Gracias. Me alegro de que haya disfrutado. —Bajó la mirada tras un momento y continuó organizando sus notas en la carpeta manila. Enseguida volvió a alzar la vista y volvió a mirarlo con un atisbo de sonrisa y esperó a que él le dijera por qué estaba allí.

Se aclaró la garganta.

—Mi nombre es Jake Baxter y he estado investigando algunas de las mismas cuestiones sobre otras tormentas. Me preguntaba si tendría tiempo para hablar de ellas. Quiero decir, sobre las que usted ha mencionado. Ya sabe, darme un poco más de información sobre ellas. Quizás podamos ayudarnos mutuamente a encontrar algunas respuestas.

Ella deslizó su ordenador en el maletín.

—Me encantaría. ¿Quiere charlar ahora?

Él volvió a sonreír.

—Si tiene tiempo ahora, sería fantástico. ¿Se queda todo el fin de semana?

«Anda que no somos listos». Sintió una pequeña oleada de placer ante la posibilidad de que él quisiera que la respuesta fuera afirmativa, luego se enderezó y pasó la correa del maletín sobre su hombro. El público que había asistido a su charla había desaparecido. La gente se estaba dirigiendo hacia la próxima sesión y la moderadora la estaba mirando fijamente una vez más. Kate sonrió y la saludó con un gesto de su mano antes de volver a prestarle atención a Jake.

—La verdad es que sólo he venido para presentar mi ponencia. Regreso a la ciudad esta tarde.

—¿La ciudad?

—Nueva York.

—Entonces ahora será perfecto.

El tono de su voz era más decidido que una simple sugerencia, y para dejar las cosas claras, Kate volvió a mirar su reloj.

—Tendría que reunirme con alguien para tomar un café a las diez —mintió. Podía estar una media hora con él. Luego ya se las arreglaría.

—No hay problema.

Dejó que ella saliera primero de la sala y conversaron de banalidades mientras trataban de abrirse paso entre los grupos de gente reunidos en el exterior de la sala a la espera de la nueva conferencia.

—¿La cafetería está bien? —preguntó ella.

—¿Qué tal en el vestíbulo? Justo allí. Hay dos sillas y una mesa al otro lado de aquella columna. Yo le llevaré el café. ¿Cómo lo quiere?

«Humm. Un rincón. Alejado de ojos y oídos indiscretos».

—Solo, gracias.

—¿Quiere decir negro?

—Exactamente.

—Vuelvo ahora mismo. Nos vemos allí.

Kate se encaminó hacia el pequeño espacio frente al vestíbulo. Lejos de toda la gente que deambulaba por el hotel, aquella zona estaba tres escalones por encima del resto del vestíbulo, como si fuera un trono, y contaba con una amplia perspectiva de toda la entrada. Al sentarse se preguntó cuántos acuerdos políticos se habrían concretado en esa misma silla.

Jake volvió minutos después con dos cafés.

—Aquí estoy. Bueno, ¿qué tal el viaje hasta aquí?

Kate tomó el vaso que le ofrecía y lo dejó sobre la mesa.

—Gracias. No ha estado mal. He venido en tren, así que no tuve que pelearme ni con la lluvia ni con el tráfico. Entonces, ¿en qué está trabajando usted que involucra a pequeñas y extrañas tormentas?

Hizo una pausa, medio sentado en la silla, y se rió.

—Va directa al grano.

Ella le devolvió la sonrisa y se encogió de hombros.

—Siempre ando mal de tiempo. Típico de un neoyorquino.

El se acomodó y le dio un sorbo a su café.

—¿Le importaría que la llame Katharine?

—La verdad que sí —respondió y observó como enarcaba las cejas—. Preferiría que me llames Kate.

Él rió educadamente.

—Hecho. Me gustaría que me concedieras algo de tu tiempo, Kate. En lo que estoy trabajando es… estoy analizando algunos sistemas a pequeña escala para ver por qué y cómo suceden las anomalías.

«Así que verdaderamente sólo quieres hablar del tiempo». Sin estar segura de sentirse aliviada o decepcionada, Kate intentó tomar un sorbo y de algún modo consiguió evitar lanzar una maldición cuando el dolor mordió su labio superior. Dejó el vaso sobre la mesa y le quitó la tapa para que se enfriara.

—Me has dicho que habías examinado otras tormentas, aparte de las que yo he mencionado. ¿Hay muchas más? Es decir, ¿tormentas que se inician de modo extraño o con parámetros de intensificación fuera de lo normal? Eso fue lo que me llamó la atención en estos casos.

Él asintió, ingeniándoselas para tomar su café. Kate estaba impresionada, hasta que vio dos cubos de hielo flotando en el vaso. Cobarde.

—Encontré treinta y seis.

Ella lo miró fijamente.

—¿Treinta y seis? ¿En qué lapso de tiempo?

—Nueve años, pero busqué en todo el planeta.

—¿Saliste en su busca? —le preguntó, con aire de incredulidad—. ¿Cómo? ¿Qué empezaste a buscar? Es decir, no hay ninguna cosa en común excepto el hecho de que todas se encuentran fuera de las desviaciones estándar.

Él volvió a sonreírle y ella se dio cuenta de que su reacción había sido, tal vez, un tanto entusiasta. Pero, después de todo, para él era una simple pregunta sobre su investigación, mientras que para ella esas tormentas representaban contar con un puesto de trabajo seguro.

—Bueno, ¿cómo encontraste las tuyas? —preguntó él.

—Las tres primeras casi me aterrizaron en el regazo. Las estaba siguiendo por… bueno, es con lo que me gano la vida. —Restó importancia a su propia interrupción con un gesto de su mano—. Estaba examinando las tres primeras a medida que evolucionaban, y cuando se escaparon de los gráficos, arruinaron mis predicciones, causándome problemas. Las otras tres, Barbados, la del Valle de la Muerte y Simone, eran obvias. Las incluí en el último momento en caso de que no tuviera material suficiente para hablar durante una hora. —Hizo una pausa, sin querer sonar demasiado atrevida—. Entonces, ¿para quién trabajas que te permiten investigar estos oscuros fenómenos atmosféricos? Parece un trabajo fascinante, si no te molesta que te lo diga.

—En absoluto. Trabajo para el gobierno —dijo, tomando otro trago de café. Ya había bebido casi un tercio, lo que quería decir que o bien ella estaba hablando demasiado o él necesitaba mucha cafeína.

«La ambigüedad no está permitida. Ya sabes para quién trabajo, así que probaremos una vez más, Jakester».

—¿Para qué agencia? ¿Qué es lo que haces?

Él hizo una pausa breve y significativa, que ella decidió ignorar.

—En su mayoría, análisis forenses. Algunos análisis de predicciones.

Ella se reclinó en la silla y se cruzó de piernas con más gracia de lo que lo haría normalmente, y observó que su movimiento no le había pasado inadvertido a Jake. Después se preguntó qué demonios estaba haciendo al flirtear con él.

—Entonces, ¿cuál de las tormentas que yo he mencionado has estado observando?

—Las de Minnesota, Barbados, el Valle de la Muerte y Simone.

Ella asintió.

—La tormenta del Valle de la Muerte me ha impresionado. Apareció literalmente de la nada. Cuando la vi por primera vez en el radar, hubiera apostado que era una falsa alarma. —Dudó, queriendo continuar pero sin pretender que él imaginara que ella se inclinaba hacia el extremo más delirante de la investigación. La discusión con Richard la habían vuelto una poco paranoica al respecto.

«Pero, maldita sea, los hechos son lo que son y no pueden ser ignorados».

Kate se inclinó ligeramente hacia delante y bajando la voz, lo miró directamente a los ojos.

—Jake, no saques conclusiones erróneas de esto, pero aunque no hubiera estado examinando con tanta atención las otras tormentas, ésta hubieran puesto mis detectores al rojo vivo.

Él permaneció en silencio durante unos segundos.

—¿Por qué?

—Porque sucedió. Sin motivo alguno. Desafía la mayor parte de lo que sé sobre climas regionales, sobre la atmósfera, sobre el tiempo. —Hizo una pausa—. Me concentré en ella, sacando las más minuciosas lecturas que pude conseguir. Una pequeña nube surge sin motivo aparente y, poco después, se convierte en una tormenta. No existen datos de ningún avión en la zona; no hay datos de ninguna compañía realizando sembrado de nubes. Quiero decir, me convertí en Nancy Drew, la mujer detective. Examiné todo lo que me pareció que podía estar relacionado.

Él le devolvió la mirada, sin señal de ironía en ella. Si algo había cambiado, es que su expresión podía haberse vuelto algo más cauta.

—¿Qué te hizo pensar en el sembrado de nubes?

Un escalofrío recorrió su espalda, haciéndole soltar una breve risa que no sentía, y luego tomó su café.

—Bueno, sucedió en California. Siempre hacen cosas así en el Oeste. Quiero decir, la gente cultiva verduras en Arizona, en invernaderos en el desierto. ¿Por qué no habría algún loco decidido a intentar hacer llover por encargo en el desierto? No puede ser más caro que cubrir con cristal cientos de hectáreas.

—Es el Valle de la Muerte, Kate. Es un parque nacional, no un campo sin explotar.

—Sí, lo sé, pero no todo el desierto es un parque. Alguien es dueño del resto. Y está ahí, yermo, sin nada. ¿Por qué no darle una utilidad?

Ahora sí había aparecido un brillo irónico en su mirada.

—Eso es un tanto exagerado, ¿no te parece?

Ella se reclinó en la silla, volvió a cruzar las piernas, esta vez sin flirtear, y enarcó ambas cejas.

—No, no lo creo —dijo simplemente—. Trabajo en Wall Street, Jake. Las apuestas que allí corren las llamamos especulación o inversiones, pero entre nosotros, son palabras grandilocuentes para denominar lo que es una gran apuesta. Lo que allí tiene lugar te haría dudar de tu propia cordura. Jugadores adictos, todos ellos, pero tienen dinero, y por eso nadie habla del asunto.

—¿Eso te capacita para todo?

Ella sonrió y desabrochó su chaqueta. El sol entraba por las ventanas a su espalda, haciéndole sentir calor. Al menos esperaba que fuese eso lo que la acaloraba.

—Claro que lo estoy, por eso me pagan, así que no voy a detenerme en un futuro inmediato. Pero hay algunas empresas que comercian con derivados meteorológicos. —Como si fuera su turno, enarcó las cejas—. Sí. Me has oído correctamente. Derivados meteorológicos. Como si el mercado de valores no fuera lo suficientemente impredecible. Apostar por el clima debe de ser lo más excitante. El no va más del mundo de las finanzas.

Él dejó su vaso sobre la mesa y se inclinó hacia delante.

—Espera un minuto. Tienes que explicarme eso. ¿Qué demonios es un derivado meteorológico y qué es lo que puedes hacer con él?

Ella dudó, sonriendo.

—La explicación es un poco rara, como si uno describiera la sensación de nadar. No tiene demasiado sentido. Pero, para exponerlo de modo sencillo, un operador bursátil apuesta por el clima, como si fuera una opción. ¿Sabes lo que es una opción de compra? ¿Una opción de compra de acciones?

—¿Como las que todos compraron a principios de los noventa cuando empezó Internet? Yo tuve alguna de ésas.

—¿Acaso no las tuvimos todos? Excepto que éstas tú no las usarías para empapelar el baño. Tienen algo de valor. Las compañías que pueden ganar o perder dinero dependiendo del clima apuestan por lo que sucederá durante el transcurso de una temporada u otro periodo de tiempo en un lugar concreto, y eso puede ser cualquier sitio, una ciudad o una región del país. Las compañías energéticas comenzaron a hacerlo hace unos diez años. Creo que Enron fue la primera, aunque eso no signifique nada. —Se encogió de hombros—. Pensadores creativos, supongo. Tengo que concederles eso.

—Estoy seguro de que te lo agradecerán desde la cárcel.

—Lo que quieras. Es una industria de unos diez mil millones de dólares y sigue creciendo. Las compañías energéticas básicamente comenzaron a apostar acerca del número de días de calor o frío que tendrían lugar en alguna ciudad en la que operaban. Entonces lanzaron opciones de compra sobre los resultados y ganaron o perdieron dinero dependiendo de lo que sucediera. Las compañías de seguros se subieron al carro, intentando anticipar huracanes e inundaciones, y ahora incluso los parques temáticos, las estaciones de esquí y las cerveceras están involucradas, y también los complejos agroindustriales… Todos aquellos cuyos negocios puedan verse afectados por el clima local o regional. Entonces…

—¿Eso es a lo que te dedicas? Es decir, tu compañía. ¿Apuestan cuándo habrá tormentas?

Ella se detuvo, lo miró, y una pequeña señal de alarma sonó en su cabeza.

—No. Trabajamos con materias primas. Las más excepcionales.

—¿Quieres decir que hay cosas más excepcionales que negociar que el clima?

Ella tragó un sorbo de café, que ya se había enfriado, y dejó nuevamente el vaso sobre la mesa.

—Comprendo lo que quieres decir. Pero no, no negociamos derivados meteorológicos. —Hizo una pausa enarcando una ceja—. ¿Para quién dijiste que trabajas? ¿La Comisión para la Seguridad y el Intercambio (SEC)?

Se rió.

—Dije que trabajaba para el gobierno, pero no para la SEC. Si lo hiciera, no necesitaría la explicación.

—Tal vez —respondió ella secamente.

Él volvió a reír.

—Bueno. Tal vez no necesitara la explicación. Pero, aun así, no es allí donde trabajo.

Ella dejó que la pausa se extendiera, se cruzó de brazos y lo miró fijamente.

—Bueno, la hora de ser esquivo ha terminado, Jake. Hasta ahora has hecho la mayoría de las preguntas y yo la mayor parte de las respuestas. ¿Estás tratando de pescar algo?

Él se relajó en su silla y se enfrentó a su mirada.

—No. Y no estoy siendo esquivo. Soy curioso. Soy meteorólogo. Y después de quince años en la industria, acabo de enterarme de que el clima es una mercancía.

—Una materia prima.

—Vos, ni siquiera conozco la terminología. Pero sigo siendo curioso. ¿Acaso una de tus compañías no se dedica a la reconstrucción? ¿Aparecen después de las tormentas y se dedican a las reparaciones?

Mientras pensaba en la pregunta, le dio la sensación de que una araña se deslizaba por su columna y se sentó de golpe, deshaciéndose de la repentina conmoción en su mente. Ella no lo estaba imaginando. Él estaba tratando de pescar y estaba siendo esquivo.

Carraspeó para tapar el silencio.

—Bueno, es verdad, Ingeniería Coriolis tiene prestigio gracias a la reconstrucción de zonas afectadas por desastres, pero en mi especialidad, el área de inversiones, actúa Administraciones Coriolis. Nosotros somos una compañía independiente y no trabajamos con derivados meteorológicos —respondió con firmeza.

—¿Por qué no? Si la parte inversora de la compañía está lo suficientemente interesado para contar con una meteoróloga en su plantilla…

—Cuatro.

Jake abrió los ojos.

—¿Has dicho cuatro? ¿Eso es normal?

—Normal para nosotros.

—Entonces, ¿por qué el sector de ventas del área de ingeniería de la compañía no estaría interesado en lo que ha de suceder con el clima?

Ella frunció el ceño.

—Bueno, claro que están interesados. Ellos también reciben mis informes, pero… lo que estás sugiriendo es macabro, Jake.

—¿Qué estoy sugiriendo?

—¿Eres policía o algo por el estilo? —exigió—. Sólo los policías responden a una pregunta con otra pregunta.

—También los abogados. No soy ninguna de las dos cosas. Ya te he dicho que soy meteorólogo.

—Del gobierno —señaló ella.

Él comenzó a reír.

—Entonces, volvamos al tema que nos ocupa. No estoy sugiriendo nada macabro. Estoy intentando pensar como un hombre de negocios. Predecir el ciclo económico de una empresa es una práctica común, y si tu empresa se ocupa de limpiar los destrozos después de una tormenta… No puedes ser tan ingenua, Kate. Quiero decir, los ejecutivos de Home Depot seguramente se reúnen en alguna sala de conferencias para felicitarse mutuamente después del primero de junio —dijo, encogiéndose de hombros—. «Hurra, hurra, es otra vez la temporada de los huracanes». Es como si llegara Navidad en julio. Y no los culpo. Su negocio es vender madera, telas alquitranadas y martillos neumáticos, y los huracanes y las inundaciones hacen que aumenten las ventas de esos productos. ¿No estarían acaso interesados en derivados meteorológicos? También lo estaría tu compañía.

—Nuestra compañía hermana. Y bueno, está bien, entiendo lo que dices, pero no somos un negocio de materiales de construcción. —Dejó escapar un suspiro exasperado—. Mira, no trabajo mucho con esa área de la empresa. Ya te he dicho que sólo les envío mis informes. Y no genero nada específico para ellos, ni tampoco lo hace nadie bajo mis órdenes. Además, hasta donde yo sé, lo normal es que nuestros contratos se acuerden por adelantado. Más aún, si algo sucede, estaremos allí para arreglarlo, y en algunos lugares, siempre pasan cosas. Como en la costa del Golfo y en la costa sureste. Eso es un buen negocio.

—Cierto, pero imagina si una compañía como la tuya tuviera contratos para arreglar los daños en las ciudades costeras tras una tormenta y entonces, para maximizar sus ganancias, pusieran opciones de venta de acciones sobre las tormentas que podrían afectarlas. Eso generaría más beneficios, ¿no?

Ella dejó el café sobre la mesa. El amargo líquido no le estaba sentando tan bien a su estómago como solía suceder, y ella ya tenía suficiente con esa conversación.

—Mira, las compañías Coriolis son consideradas habitualmente como las dos mejores empresas para las que trabajar, y Carter Thompson es una buena persona. ÉI administra un negocio próspero y no se dedica a arrancar ojos como sucede en otras compañías, ¿entiendes? Ahora, o dejas de criticar a mi empresa y volvemos a comentar esas tormentas o me largo de aquí.

Él alzó sus manos en gesto de rendición.

—Lo siento. No estaba intentando desprestigiar tu compañía. Olvida lo que he dicho. Además, creo recordar que habías dicho que tenías que reunirte con alguien para tomar un café en unos minutos.

«Maldición». Parpadeó.

—Te he mentido —reconoció—. Era una salida en caso de que fueras un poco raro o un incordio intolerable.

Jake esbozó una sonrisa que fue, poco a poco, haciéndose más amplia.

—¿Entonces no soy ni una cosa ni la otra?

Ella apartó despreocupadamente el cabello de la frente.

—El jurado todavía no se ha pronunciado sobre lo segundo.

—Es justo. Háblame sobre esas tormentas y por qué comenzaste a estudiarlas.

—Porque, como te he dicho, me causaron problemas. Yo las anuncié. Los operadores realizaron sus negocios. Los negocios salieron mal. Bueno, algunos de los negocios fueron ventajosos, pero no precisamente los que confiaron en mis predicciones. Sea como sea, no se me paga por cometer errores, sino por hacer predicciones correctas, y la gente se dio cuenta de que no había alcanzado ese objetivo —explicó, terminando con algo más que un poco de sarcasmo en la voz.

—¿La gente? —repitió él.

Ella frunció el ceño.

—Carter Thompson, el dueño de la compañía, aparentemente me tiene entre ceja y ceja. Este trabajo es el resultado de mi necesidad de comprender qué sucedió para que no vuelva a pasar otra vez.

—¿Y?

Ella se encogió de hombros.

—Todavía no lo he averiguado. Ahora tú debes responder a algunas preguntas. ¿Sabes qué sucedió?

El rostro de Jake volvió a convertirse en impenetrable, y luego le preguntó:

—¿Qué planes tienes para el almuerzo?