Viernes, 13 de julio, 19:20 h, Distrito Financiero, Nueva York.
Como muchos de los días de ese verano, aquél había estado deliciosamente despejado. El cielo de Nueva York había desplegado su mejor azul para mantener contentos a los turistas, y las únicas nubes que se vislumbraban habían comenzado como estelas de vapor. Vientos lentos en las altas capas de la atmósfera las habían desplumado lentamente a lo largo del día, transformando los cielos en un lienzo de elevadas nubes cirrus castellanas, que algún antiguo, con espíritu poético, había bautizado como «cola de yegua». Se extendían frente al sol del ocaso, listas para ser pintadas con colores del extremo más cálido del espectro. Sería una noche fantástica. Se formarían largas colas para esperar los carruajes de Central Park, y de Harlem a TriBeCa las calles rebosarían de vida mientras la ciudad se recuperaba del calor diurno y dejaba que la noche la refrescara.
Kate se apartó de la ventana, treinta pisos sobre Wall Street y del enorme agujero cerca de ella, y volvió a mirar los documentos en la pantalla de su ordenador. Le quedaban por lo menos unas horas de lectura delante de ella y cálculos que realizar, pero todo eso podría esperar hasta el día siguiente. Tenía que reunirse con unos amigos y escuchar algo de música.
Al estar tan cerca del agua, haría calor en Battery Park pero soplaría una agradable brisa, y ella iba a disfrutar de la noche.
Si la música no resultaba ser buena, al menos la conversación sí lo sería. E incluso iba a realizar una buena acción al presentarle a Elle a alguna gente nueva. Sintiéndose satisfecha de sí misma, Kate comenzó a cerrar los archivos y a apagar su ordenador.
Desde la breve conversación con Davis Lee en la fiesta de Iowa, en la que él le había dado permiso para presentar su ponencia, ella había estado tomando notas y haciendo cálculos para su exposición en todos los momentos que le quedaban libres. Las tres tormentas que habían dado origen a su artículo parecerían vulgares al común de la gente, y tal vez, a primera vista, a la mayoría de los meteorólogos. Después de todo, una granizada en Montana, una inundación en Minnesota y una tormenta de viento en Oklahoma no eran nada fuera de lo común dada la época del año y la ubicación geográfica. Por ello, probablemente nadie se había ocupado de ellas, pensó con irritación. Pero le habían costado a sus analistas financieros varias llamadas, y eso nunca era un asunto trivial. Coriolis no había alcanzado su buena reputación por hacer malos cálculos, sino por sus actuaciones. De calidad, fiables y consistentes, dependía de la habilidad de su grupo para dar a los operadores de bolsa el consejo adecuado dentro del lapso de tiempo adecuado.
Los primeros ensayos para su exposición habían resultado cinco minutos más breves del tiempo estipulado. Ella siempre hablaba demasiado rápido cuando estaba nerviosa, y tener que hablar delante de un numeroso grupo de gente siempre la ponía nerviosa. Y si se había quedado cinco minutos escasa mientras hablaba frente al espejo del lavabo, eso podía traducirse en unos quince minutos delante de una multitud. Por eso, había decidido incluir los datos sobre la tormenta del Caribe que casi había derribado a Richard del tejado y, debido a las coincidencias, aunque fueran trágicas, también mencionaba la extraña tormenta que había tenido lugar en el Valle de la Muerte. Y ahora podía añadir la intensificación de Simone. Confiaba en que lo que dijera sirviera para dejar intrigada a alguna otra mente. Alguien con alguna respuesta.
—Querida, necesitas un hombre.
Kate sonrió al oír la voz de profundo acento sureño de Davis Lee y se dio la vuelta para quedar frente a él. Por lo que se refería a jefes, ella no podía pedir uno mejor. Era de trato sencillo, pagaba mucho dinero por lo que a ella le encantaba hacer y se mantenía apartado de su camino.
—No necesito un hombre; necesito una esposa. Los hombres sólo traen problemas. Necesito a June Cleaver.
Él se rió, entró en el despacho y se acomodó en la misma silla en la que Elle se había sentado horas antes. Era la única que no estaba cubierta con un montón de carpetas manila, informes y copias de mapas.
—¿Qué es lo que la está entreteniendo hasta tan tarde, señorita Kate?
—Notas sobre las tormentas misteriosas.
Él sacudió lentamente la cabeza.
—Espero que presentar este trabajo signifique que te resignas, Kate. Casi puedo garantizarte que habrá otras más adelante que te resultarán igual de extrañas —dijo, estirando sus largas piernas hacia delante.
El comentario hizo que ella frunciera el ceño por un instante, pero se contuvo y lo miró de arriba abajo.
—¿Dónde has estado? ¿Reuniones con clientes?
Él asintió, con expresión aburrida o cansada, dejando escapar un suspiro. Todo lo que tenía, desde su traje a sus zapatos era conservador y posiblemente hecho a medida. Rezumaba confianza y buen gusto y era, centímetro a centímetro un hombre de Wall Street.
Ella señaló hacia la bolsa de deporte de cuero que bloqueaba la entrada de su oficina.
—¿Has llegado directamente desde el Kennedy una noche de viernes y tú crees que no necesito vida social?
—Acabo de llegar de Westchester. Un aeropuerto más pequeño, para vuelos más cortos. Y sí, yo creo que necesitas un poco de vida social. Voy a salir más tarde. Apuesto a que tú no.
Cruzando los brazos sobre el pecho, Kate se reclinó en su silla.
—Pues resulta que sí voy a salir.
—Me alegra saberlo, porque mucho trabajo y nada de diversión hacen de Kate…
—No soy aburrida, estoy decidida, Davis Lee. Hay algo muy extraño en esas tres tormentas, más allá del hecho de que no supe predecirlas —dijo, alzando una mano para silenciar su argumento antes de que pudiera formularlo—. Pero ese hecho, ya de por sí, es un tema serio, porque, ante todo, no me gusta cometer errores. Segundo, si puedo averiguar por qué no conseguí detectarlas, seré capaz de atinar mejor la próxima vez que se repitan esas condiciones. Tercero, me gusta mantener mi credibilidad en este barrio. Y cuarto, la compañía perdió dinero por mi incapacidad para predecirlas.
—¿La compañía ocupa el cuarto lugar en la lista? Pensé que eras mujer de la compañía.
—¿Davis Lee?
Suspiró, se restregó los ojos, y luego se rió en silencio.
—De pequeña debes haber sido un infierno sobre ruedas.
—Ni te lo imaginas. Por eso yo creo que esto de ahora es lo típico. —Buscó en el último cajón de su mesa y sacó una botella tres cuartos de Macallan y observó cómo Davis Lee enarcaba las cejas.
—Bueno, caray. Justo cuando creía que ya no podrías volver a sorprenderme.
—¿Te apetece?
—En general, soy hombre de bourbon, cariño, pero haré una excepción. No estoy seguro de cuál es la primera pregunta que debo hacer, ¿por qué la tienes aquí o qué pasa con lo que falta de la botella?
Ella se rió.
—¿Por qué no vas a la cocina y traes unas tazas de café y un poco de hielo y luego te contesto?
Él hizo lo que le habían pedido y volvió a sentarse.
—Fue un regalo de Navidad —admitió, sirviendo dos generosos chorros en las tazas—. Y el que me lo regaló se bebió lo que falta. Yo no soy muy bebedora.
—Eso es una vergüenza. —Aceptó la taza que le ofrecía con una inclinación de cabeza—. ¿Cómo podré entonces aprovecharme de ti?
—Como lo haría cualquier otro tío. Encandílame con regalos caros y emborráchame de lujos —replicó secamente—. Ahora, ¿quieres escuchar algo más sobre las misteriosas tormentas? ¿O hay alguna otra cosa de la que querrías hablar?
—Un poco de ambas.
—No seas críptico.
Tomó un trago de su taza, luego la dejó sobre un montón de papeles junto a su silla.
—Desde que te empeñaste en esa especie de camino confesional, no he de mentirte, Kate. No a todos se les escaparon esas tormentas.
El hombre cuyos ojos la miraban era el verdadero Davis Lee, el genio de las finanzas y el avezado político con el pedigrí de un aristócrata de Georgia y los instintos de supervivencia de una rata de alcantarilla. Ése era el Davis Lee en quien ella confiaba.
Habitualmente.
En ese momento, algo en su tono la puso en alerta, y como una brisa fresca en un día caluroso, fue inesperado y desagradable.
—¿Qué quieres decir con no todos? —preguntó.
—Hubo uno o dos negocios hechos en contra de tus consejos. Negocios exitosos.
Ese escalofrío, esa brisa desconcertante volvió a rozarla. Esta vez tiritó.
—¿Negocios de quién?
Dejó caer una mirada sobre ella.
—Míos.
Esa palabra bien podía haber sido una bofetada en plena cara. Ella se enderezó de golpe en la silla.
—¿Tú realizaste operaciones en contra de mis consejos? ¿Tú?
—No te sorprendas tanto. Me crié en una granja. Sé algunas cosas sobre el clima.
—Disculpa mi franqueza, Davis Lee, pero no sabes una mierda sobre clima —protestó, sin importarle que su expresión pasara de cansada a irritada ante su brusca declaración—. ¿Qué fue lo que te hizo desoír mis consejos?
—Kate…
—No seas condescendiente, Davis Lee. Éstas no son buenas noticias. Quiero respuestas.
—Las únicas respuestas que importan son los resultados.
Se miraron durante un largo instante. Su advertencia poco sutil en nada cambió sus ideas. Ella sabía —sabía— que había algo muy extraño en esas tormentas, pero buscar ese algo no era razón suficiente para amenazarla. O no debería serlo.
Pensó en la advertencia de Richard, y resistiendo un escalofrío, apartó la mirada y observó el cielo que se oscurecía a través de la ventana.
Kate parecía como si hubiera acabado una carrera, como si hubiera demasiada adrenalina y no suficiente oxígeno en su sangre. Eso estaba bien. Él la dejaría cocerse en su propio jugo durante tanto tiempo como fuera necesario.
Davis Lee se reclinó en su silla en el despacho de Kate y tomó otro trago de whisky. Le resultaba incomprensible que alguien pudiera beber aquel brebaje. Olía peor que un establo y sabía a queroseno. Un bourbon bueno y suave, con el Elijah Craig de dieciocho años, que lo esperaba en su propia oficina, era lo que hubiera preferido, pero iba en contra de la naturaleza de un sureño rechazar una invitación hospitalaria. Además, tenía asuntos que discutir, y este tipo de asuntos se resolvían mejor con un vaso en la mano y sin testigos.
—¿Cuáles fueron los resultados? —preguntó ella finalmente, volviéndose hacia él.
—No conseguimos mucho en los avisos. Del otro lado hicieron algo de dinero.
El «otro lado» era Ingeniería Coriolis S.A., la empresa principal de la firma de inversiones para la que Kate trabajaba, Administraciones Coriolis. Ingeniería Coriolis se especializaba en limpiar y reconstruir áreas afectadas por desastres, por lo que sus informes llegaban a las mesas de sus planificadores.
Su sorpresa se fue evaporando. Se dejó caer en su silla y tomó un lápiz para juguetear con él.
—¿Les dijiste qué estabas haciendo?
—No, pero se revolvieron cuando se enteraron.
Ella permaneció inmóvil durante casi un minuto.
—Entonces todos los meteorólogos del personal no vieron venir estas tormentas y tú…
Había una delgada línea entre la tozudez y la estupidez, y Kate estaba más cerca de cruzarla de lo que nunca había imaginado. Él negó con la cabeza y se llevó la taza de whisky a sus labios.
—Kate, no le busques tres pies al gato. No te ayudará en nada, tampoco en tu carrera —respondió antes de beber, y observó cómo ella volvía a sentarse erguida.
«Bueno, eso le había dado de lleno».
—¿Mi carrera? Davis Lee…
—Fue Carter el que observó tus errores, Kate —mintió sin preámbulo alguno y la observó retroceder como si la hubiera azuzado con un látigo. Abrió sorprendida sus ojos castaños y comenzó a prepararse de inmediato para otra pelea.
—¿Qué quieres decir con que él los «observó»? —exigió.
«Esa personalidad explosiva le sentaría mejor a una pelirroja que a una rubia», pensó con pereza. Dejó la taza sobre el desordenado escritorio, cruzó las manos detrás de su cabeza como si se estuviera acomodando para una charla y sostuvo su mirada, con los párpados entrecerrados, en la de ella.
—Él revisa todas las cosas. Investiga algunas. Siempre lo ha hecho. —Se encogió de hombros—. Hizo un seguimiento de esas tormentas y no estuvo de acuerdo con tu opinión.
Como había anticipado, ella permaneció inmóvil. Sin duda estaba calculando las posibilidades de conservar su trabajo.
—Es muy conveniente que la parte de construcción de la empresa compense a veces la parte de inversiones —continuó—. Pero cuando ese tipo de cosas suceden, especialmente en un grupo, como fue el caso, brilla como una gran señal roja anunciando «dame una patada» frente a sus ojos. —Dejó escapar un pesado suspiro—. Ya sabes que no me gusta tener que «controlarte», Kate, y por ello te dejo sola. Pero tengo que advertirte, cariño. Estás en su punto de mira, y ése no es un buen sitio.
—¿Pero tú no quieres que yo intente resolver el problema?
Ella no acababa de creérselo, y él hubiera preferido que no fuera así. Que fuera tan condenadamente obstinada era sólo una parte de su problema. No saber mantener la boca cerrada era la otra.
—Así es. No quiero —dijo.
—¿Por qué no?
«Por el amor de Dios, mujer, basta ya».
—Es una cuestión de perspectiva, Kate. Una perspectiva es que existió una variable ambiental en cada una de esas tormentas que no fue detectada. —Hizo una pausa—. Otra es que la única constante en esas tres tormentas fue la meteoróloga. —Tomó otro trago de aquel endemoniado licor e intentó parecer comprensivo.
Ella agitó su larga cabellera por encima de sus hombros y mantuvo la vista firme, pero la mano que aferraba el lápiz tenía los nudillos blancos.
Era un buen comienzo.
—Termina con los preámbulos, Davis Lee. ¿Estoy ya en la lista de salida? —exigió saber tras un instante.
—Todavía no. No ha sucedido con la suficiente frecuencia. Pero la próxima vez podría ser suficiente.
—¿Qué debo hacer?
—Presta atención a lo importante, Kate, y eso es el futuro. Sigue adelante. La palabra es «concentración».
Ella dejó escapar un sonoro suspiro, tomó la taza y se la llevó a los labios.
—Si me concentro más, mis ojos se fusionarán en uno solo —murmuró.
«Misión cumplida».
Davis Lee se puso de pie, luego se agachó a recoger su bolsa con una mano y el whisky con la otra.
—Agáchate y ocúltate, Kate. No tengo ni idea de qué mierda es lo que haces, así que no puedo decirte cómo hacerlo mejor. Compra algún software nuevo. O algún hardware. Contrata a otro licenciado universitario. Pero permanece oculta entre la maleza e intenta asegurarte de que no vuelva a suceder. Sería una lástima perderte.
Salió de la oficina, cruzó la silenciosa y en su mayor parte vacía sala de operaciones que la flanqueaba y se dirigió a la cocina, en donde vació el resto del whisky en el fregadero y lavó la taza. Cuando volvió a su despacho, en el otro extremo de la planta, cerró la puerta y se sirvió un trago de verdad en los vasos de Baccarat, bajos, pesados, que él prefería. Acomodándose en su silla, dejó que aquel regalo de Dios a los sureños se deslizara por su garganta y se giró para ver cómo la ciudad oscura despertaba a la vida.
«¿Por qué demonios Kate estaba haciendo nudos en sus medias?». Toda aquella conversación había sido una mierda, diseñada para sacudirla un poco. A Carter le importaba un rábano que se le hubieran pasado esas tormentas, pero ella se había metido en aquella situación al dedicarse a investigarlo. No podía saber si funcionaría. Aquella mujer era una luchadora callejera. Un perro de presa que no abandonaría el campo, aunque no hubiera qué cazar.
Ella detestaba perder, detestaba fracasar. Podía ser impredecible, pero sus resultados eran muy consistentes, lo que hacía que los márgenes de beneficio de la firma fueran también consistentemente altos. Por eso, ella debería concentrarse en su trabajo y no en agitar con los dedos agua que tendría que dejar correr. No podía permitirse el lujo de perderla, pero no estaba dispuesto a dejárselo saber. No había razones para permitir que se volviera engreída.
Davis Lee agitó su vaso, casi sin prestar atención a los dos cubitos de hielo artificiales que chocaban sordamente contra el cristal. El hielo de verdad sonaría mejor, pero él prefería el sabor del oro líquido sin contaminar.
Más tarde o más temprano, Kate se daría cuenta de que a Carter Thompson no le importaba el fracaso ocasional en tanto que se beneficiara a lo largo del camino. Y resultaba extraño que no sucediera así.
La historia de Carter era la de un pobre muchacho granjero de Iowa que se costeó sus estudios trabajando en la construcción hasta que comenzó a recibir suficientes becas y subvenciones para mantenerse. Pero tras diez años en un trabajo sin perspectivas de futuro, de nivel intermedio, como burócrata de la NO A A, dejó el mal pagado trabajo gubernamental para dirigir sus expectativas a actividades más lucrativas, con una pequeña compañía constructora. Una elección extraña para un meteorólogo que había estudiado en la Universidad de Chicago, pero tenía que haber sido la única opción que encontró. ¿Qué persona razonable lo hubiera contratado? Detrás de la fachada del campesino inocente, era un bastardo arrogante. Sin embargo, el duro trabajo lo había convertido en el humilde multimillonario que hoy era.
Carter Thomson era el «hombre normal» que había alcanzado el sueño americano.
Ésa era la historia que el Departamento de Relaciones Públicas escupía a intervalos regulares. Tenía que ser una mentira, aunque, hasta ese momento, Davis Lee no había encontrado agujero alguno en semejante discurso.
Cierta o no, no podía negarse que la historia poseía un cierto elemento de genialidad. Los conocimientos sobre el clima que Carter había adquirido le habían permitido transformar su pequeña empresa constructora en una importante compañía en la escena internacional, en apenas diez años, especializándose en movilizaciones de emergencia para zonas de desastre.
«Halliburton con un buen corazón». Así lo llamaba la prensa liberal, cosa que no molestaba a Carter. Lo cierto es que Carter Thompson se había vuelto asquerosamente rico gracias a las dificultades de mucha gente y, sin embargo, no había una sola queja entre la opinión pública. Nadie protestaba delante de sus oficinas; no había organizaciones de víctimas quejándose cuando el gobierno le concedía a su compañía contratos sin competencia por cientos de millones de dólares. No, el país lo reverenciaba porque él no se escondía entre bambalinas, afectado, un ejecutivo con trajes de Armani que nadie veía nunca. Al igual que Bill Gates, Carter le había dado al país un rostro para representar a la compañía, un rostro que se asemejaba a aquel viejo bonachón de la calle que te ayudaba a cambiar una rueda, que iba a misa los domingos, tomaba Budweiser de lata y hacía de Santa Claus todos los años para los niños del hospital local.
América había aceptado a Carter como una especie de héroe popular porque él prefería las camisas de franela por encima de los puños franceses y daba la impresión de ser humilde y estar todavía algo sorprendido por su éxito. Y, como bien sabía Davis Lee, el que contara con la aprobación del pueblo americano podía conducir a las masas, neutralizarlas y transformarlas en un ilógico pero adorable festival de amor, y poseía el tipo de instinto para los negocios que él no podía sino respetar.
Además, aquel hombre también se había convertido en una poderosa fuerza del sector privado en el horizonte de la política: había irritado a los republicanos dándoles mucho dinero y luego quejándose de sus decisiones políticas, y había enojado a los demócratas poniéndose de su lado sin proporcionarles fondos por el privilegio de hacerlo. Sin embargo, los políticos se lo disputaban puesto que el electorado lo quería. En Washington, ésa era la única moneda que tenía valor.
Habiendo contactado con Carter bajo los auspicios de un proyecto de investigación de una universidad, Davis Lee había ascendido paulatinamente en la apreciación de su jefe. Cuando concluyó el proyecto, le habían ofrecido el puesto de jefe de estrategias de Carter, y siguiendo sus emprendedoras ideas, Carter había lanzado su compañía de inversiones.
La impresión generalizada desde fuera era que Davis Lee era un adorno, tal vez el hijo que el empresario nunca había tenido, una joven promesa que podía darle a Carter, hombre de pueblo, las conexiones políticas y sociales y una imagen lustrosa que el propio Carter nunca podría alcanzar. No era particularmente halagador, pero pocos, fuera de Carter y Davis Lee comprendía la realidad: Carter era un hombre con secretos. Y Davis Lee conocía la mayoría de esos secretos y cómo protegerlos.
Estaban los obvios, como la voz tranquila y reposada que ocultaba un odio por el presidente tan profundo y duradero como el barro de Iowa por el que habían tenido que caminar la semana anterior, y el cuidado y aparentemente sencillo vocabulario que Carter usaba para ocultar una vanidad intelectual que se había hinchado más allá de toda proporción. Pero también existían otros secretos, más profundos, más oscuros, y el único modo de descubrirlos era examinar al hombre.
Davis Lee había descubierto que Carter Thompson era tremendamente ambicioso. Altamente disciplinado y con la paciencia mecánica de un científico capacitado, había mantenido esas ambiciones bajo un férreo control hasta que sus empresas alcanzaron una elevada rentabilidad, hasta que entró en el Fortune 500, y después en el 400. Pero no era dinero lo que Carter ambicionaba. Casi no sabía qué hacer con él. Buena parte de su dinero lo repartía.
No. El dinero no motivaba a Carter. Carter quería poder.
Y para ser más exactos, quería la presidencia.
Esto último le había resultado evidente a Davis Lee, sobre todo, después de que Winslon Benson fuera elegido hacía casi tres años. En aquel momento, la vida cambió. Carter se transformó en un hombre con un propósito. Su filantropía se había vuelto ridícula cuando aumentaron las ganancias de sus empresas. Ambas cosas elevaron también su perfil público y ahora quería tomar más decisiones. Todas las decisiones.
Davis Lee tenía intención de hacer todo lo que estuviera en su mano para llevar a Carter a la Casa Blanca y a sí mismo al Ala Oeste. Jefe de gabinete, tal vez. No sonaba mal.
Puso los pies sobre el marco de la ventana y alzó su vaso hacia la estatua de la Libertad. «Sonaba muy bien».