Los elevados túneles de aire salado y húmedo se alzaron sin pausa atravesando el cielo nocturno, trazando hélices de agua, calor y viento en un gran remolino de ruido, velocidad y furia. Alimentado por el calor atrapado en el océano, semejante mecanismo giraba incesante, con sus torres de convección contrayéndose al pasar por zonas más frías, expandiéndose mientras absorbían de las profundidades, aguas que debían haber estado más frías. Las delgadas paredes exteriores de color blanco en el perímetro distante de la tormenta daban lugar a las paredes grises cada vez más densas que giraban rápidas y compactas en torno a la creación más espectacular de la naturaleza, el ojo del huracán, del que se podía decir que era el ojo de los dioses.
La luz de la luna cubría de calma su interior. Las aves marinas planeaban por las corrientes del ligero aire, atrapadas dentro, hasta que eran lanzadas fuera por una corriente ascendente errática, o demasiado cansadas para seguir volando en círculos, descendían a las tranquilas y oscuras aguas a probar su suerte. Debajo de la tormenta, el mar se elevaba, empujando hacia arriba y hacia fuera mientras buscaba compensar la caída en la presión de aire, para alejarse de la enorme energía que la tormenta impulsaba con las revueltas olas. Esas pequeñas cortinas de agua se abrían paso por delante de la tormenta, anunciando a cualquier criatura capaz de reconocer el peligro que la fuerza sin la cual la vida era imposible, era también la fuerza de la muerte.
Cientos de kilómetros hacia el oeste de la tormenta, a lo largo de la exuberante costa del sureste americano, el cielo nocturno estaba claro y brillante de estrellas. Los paseantes, en la playa, bajo la luz de la luna, en las verdes islas coralinas disfrutaban de la fresca brisa, un bienvenido respiro del opresivo calor del día. Por la mañana, esos paseantes sabían que las mismas arenas dejarían al descubierto las pequeñas maravillas del mar, empujadas hacia la costa por las plateadas olas que golpeaban contra la orilla, con un poco más de fuerza, quizás, de lo que lo habían hecho durante el día.
Cualquier consideración de peligro por la creciente tormenta lejana en el océano era pasajera; en ese momento, la tormenta no representaba nada en sus vidas, y por lo tanto, generaba poca curiosidad más allá de las especulaciones de los veraneantes que disfrutaban del tedio subtropical que habían planificado y pagado.