Jueves 12 de julio 12:00 h McLean Virginia.
Jake estaba a punto de apagar su ordenador cuando escuchó el tenue tintineo que le anunciaba la llegada de nuevos correos electrónicos. Sabía que podía ignorarlos con tranquilidad. No estaba esperando nada urgente, y además, ya estaba de pie, preparado para dirigirse hacia la gran cafetería a comer y darse un respiro del brillo electrónico de las pantallas de los ordenadores. Pero, como todos en ese lugar, era un adicto, así que pinchó en el icono de su barra de control. Su programa de correo electrónico apareció en pantalla desplegando once mensajes nuevos, clasificados por color, según el remitente. Sólo uno le llamó la atención.
Se volvió a sentar y pinchó para abrir el mensaje del informe del Servicio Nacional de Meteorología de los Estados Unidos. Hacía casi una hora, un rápido e imprevisto aumento de intensidad había convertido una depresión tropical sin nombre en la tormenta tropical Simone del Atlántico Central.
Se olvidó de la comida.
Jueves, 12 de julio, 12:10 h, Distrito Financiero, Nueva York.
—¿No recibiste mi correo electrónico o estás intentando decirme algo?
Kate giró en su silla y vio a Lisa Baynes, la adquisición más reciente del personal meteorológico, de pie junto a la puerta, con las manos en las caderas. Dos años antes de obtener su licenciatura, Lisa ya había sido tentada por la mayoría de las sociedades de Wall Street. Kate le había hecho una oferta que ella no pudo rechazar —más dinero, una oficina con puerta, más un generoso plus para el taxi— y ella dejó, feliz, una de las grandes compañías financieras en la calle próxima, para trabajar para Coriolis.
Kate enarcó una ceja, mirándola con fingido enfado.
—¿Qué te parece un «estás despedida» porque te negaste a ayudarme cuando me viste en la carpa conversando con Ted Burse?
Lisa levantó las manos en señal de rendición.
—Eh, no me digas nada. No me quedó más remedio que sentarme a su lado durante el vuelo de vuelta y estaba dispuesta a suicidarme antes de que subieran el tren de aterrizaje. Además, en ese tipo de fiestas, cada mujer tiene que arreglárselas por sí misma.
—Ése es el espíritu de equipo.
—El martirio no estaba incluido en mis competencias cuando me contrataste.
Kate se rió.
—¿Cuándo enviaste el correo electrónico?
—Hace diez minutos.
—Entonces aún no lo he recibido. Lo tengo regulado para actualizar mis correos cada veinte minutos.
La joven abrió los ojos con asombro.
—¿Lo dices en serio? ¿Y si sucede algo? Algo que sea importante.
—Sí, lo digo en serio. En caso contrario, nunca podría terminar nada. De los aproximadamente trescientos correos que recibo a diario, la mayoría son innecesarios o meros ejercicios para cubrirse las espaldas. Si algo importante sucede, aquel que necesite que yo me entere de inmediato me puede llamar —respondió Kate, encogiéndose de hombros—. ¿Qué querías que supiera?
—Me preguntaba si tenías algo previsto para el almuerzo.
—No tengo planes. ¿Adónde vas?
—Vamos a ir al puesto del vendedor de perritos en Pine y luego nos sentaremos en las escaleras del Chase Plaza para que nos dé un poco el sol.
—Me parece bien. Cualquier cosa con tal de escaparme de los blogs. Se están volviendo locos con las audiencias en el Senado. Los mercados también se están preocupando —dijo, mientras tecleaba la contraseña para bloquear su ordenador.
—Kate, hablando de forma oficial, no tengo ni idea de qué audiencias me estás hablando —respondió Lisa—. Pero creo que quiero cambiar de trabajo. He pasado la mañana haciendo dos cosas: mirando esos dos frentes de baja presión que se agitan sobre la llanura, intentando adivinar qué van a destruir, y colgando el teléfono cuando los agentes bursátiles quieren saber exactamente eso. Prefiero leer blogs.
Kate se puso de pie y agarró sus gafas de sol. Cerró la puerta de su oficina al salir, sonriendo.
—Tienes que esforzarte para llegar a ello. Además, no he dicho que sea lo único que he estado haciendo. También me he dedicado a despachar a los agentes de bolsa. Estoy tratando de averiguar si alguna de esas depresiones tropicales va a hacer algo.
—Sí, ¿qué sucede con eso? Están alineadas a lo largo del Pacífico como las Rockettes esperando salir al escenario.
Kate se encogió de hombros y se rió mientras atravesaban el salón de compraventa de acciones, que estaba funcionando con su habitual y constante barullo.
—No tengo ni idea. Las dos que hay sobre el Atlántico no me preocupan, pero deseo que los sistemas del Pacífico se despejen. Aunque sólo uno de ellos alcance el rango de tormenta tropical, nos veríamos con malas noticias. Todavía es la estación de los monzones al otro lado del charco. Dijiste que «nosotras» íbamos a almorzar. ¿Quiénes somos «nosotras»?
—Elle Baker. Está trabajando para Davis Lee en un proyecto especial y todavía no conoce a mucha gente. ¿Sabías que antes trabajaba para la Casa Blanca?
—Algo he oído. La he visto por ahí, pero no nos han presentado.
—Me senté a su lado en el vuelo de vuelta. Es agradable. Un poco callada pero lo suficientemente interesante como para conversar con ella, si consigues hacerla hablar. Es del interior. —Lisa se encogió de hombros—. Minnesota, Montana. No sé; creo que empieza con M. Buena chica, me ha dado la impresión.
—Si tú lo dices… Tienes veinticuatro años.
Lisa se encogió expresivamente de hombros.
—Eh, te recuerdo que soy de Trenton. Allí dejas de ser niño cuando cumples los diez.
Reprimiendo una sonrisa mientras daban vuelta a la esquina, Kate se detuvo frente al ascensor del banco en donde Elle estaba esperándolas. Había visto a Elle de pasada unas cuantas veces y todas había pensado lo mismo: aquella joven existía en la encrucijada en donde la elegancia se cruza con la falta de estilo. Elle era delgada y alta pero solía vestir ropa que parecía diseñada para una adolescente en una escuela privada; hoy llevaba unos pantalones caqui de pierna estrecha, zapatos negros de tacón bajo y una amplia camisa de botones. Su melena rubia, de corte sencillo, estaba atada en una cola de caballo demasiado apretada, y unos pequeños pendientes hacían que sus orejas parecieran más grandes y prominentes de lo que eran. Tenía dientes muy blancos y una sonrisa agradable y perfecta, lo que, de algún modo, le daba a su apariencia un tono todavía más extraño.
Lisa hizo las presentaciones mientras el ascensor comenzaba a bajar.
—¿Así que Davis Lee te tiene ocupada? —le preguntó Kate a falta de algo más brillante que decir.
Elle asintió con una sonrisa.
—Todo el tiempo.
—Eso suena a Davis Lee, es verdad. ¿En qué cuestiones estás trabajando?
—Están relacionadas con el aniversario.
Kate parpadeó al escuchar la evasiva respuesta. «No vas a morder el anzuelo tan fácilmente, señorita pantalones ajustados».
—¿Como qué?
Elle la miró, como si estuviera sopesando el cargo y la posición de Kate en relación con la suya, y un segundo después se encogió levemente de hombros, lo que daba a entender su estatus protegido con la sutil precisión de un corte con papel.
—Cosas de Recursos Humanos, en su mayor parte. Estoy trabajando en una historia de las compañías y recopilando información sobre el señor Thompson para una breve biografía. Trabajo con Marketing en las listas de invitados para algunos de los eventos que se están preparando para más adelante este verano. —Hizo una pausa y sonrió—. Ese tipo de cosas.
—¿Una biografía del viejo? ¿Hizo algo interesante además de muchísimo dinero?
Kate se sintió incomoda ante la brusca pregunta de Lisa, pero tenía curiosidad por la respuesta.
—Bueno, comenzó como meteorólogo —respondió Elle—. Sabíais eso, ¿verdad? Y trabajó un tiempo para el gobierno antes de comenzar con su empresa. Creo que cambiar la pura investigación para montar una sociedad constructora es poco habitual. Casi extremos opuestos, si se piensa bien. De puro cerebro a pura fuerza, al menos en los comienzos.
—Sí, claro, eso es lo que quise decir. ¿Qué fue lo que lo hizo cambiar? ¿Lo elevó un tornado y vio a Dios antes de aterrizar en un campo de maíz o algo así?
—Probablemente fue cuestión de dinero, Lisa. Nadie se hace rico trabajando para el gobierno —respondió Kate.
—Ves, ésa es la cuestión —arguyó Lisa—. Él se hizo rico trabajando para el gobierno. ¿Quién crees que le paga por reconstruir todas esas carreteras y puentes? Nuestro rico Tío Sam. Pero a pesar del dinero, pienso que el paso de la investigación a la reconstrucción es extraño. —Miró a Elle—. Entonces, bueno, esto es lo que se me ocurre. ¿Cuántas fiestas más de la compañía habremos de tener este verano para celebrar la extrañeza de su decisión? En la ciudad. No estoy interesada en volver a ver ninguna granja en un futuro cercano, a menos que el presidente vuelva a aparecer.
Elle se rió brevemente ante la pregunta de Lisa.
—¿El presidente o ese George Clooney del servicio secreto de quien no podías dejar de hablar en el viaje de vuelta de Iowa?
—Es curioso que lo preguntes —respondió Lisa algo tímidamente, y miró a Kate—. Hasta que vi a uno de cerca, nunca pensé que yo enloquecería tanto por los hombres que les hablan a sus gemelos.
—¿En vez de hablar sobre ellos? —replicó Elle por lo bajo, provocando una inesperada carcajada en Kate.
«Bueno, la muchacha merece una segunda oportunidad. Tiene sentido del humor, aunque carezca de estilo para vestir».
—¿Has oído las historias de los gemelos confederados, entonces? —le preguntó.
Lisa miró a Kate y a Elle.
—¿De qué estás hablando?
—Davis Lee tiene un par de gemelos hechos con los botones del uniforme de la Confederación de algún pariente suyo. Supuestamente, uno de ellos tiene una marca en donde rebotó una bala salvando así la vida del hombre —explicó Kate, moviendo los ojos—. Habla de ello a todas horas.
—Seguro que no más de una vez por semana —murmuró Elle.
—Son esas cosas que hacen que me jure que nunca saldré con alguien de Wall Street. Su nivel de narcisismo interferiría demasiado con el mío —dijo Kate con una sonrisa irónica—. Tiene que haber muchos tíos parecidos en Washington. Especialmente en los círculos políticos.
—Muchos —asintió Elle—. Aunque conocer a otros hombres en el trabajo es un desafío si uno no cuenta con una red de conocidos.
—O aunque la tengas —apostilló Kate.
—¿Y qué? ¿No has dejado ningún novio allá en el pueblo? —dijo Lisa, con obvio sarcasmo.
—Rompimos antes de trasladarme aquí —contestó Elle tensa.
Kate se sintió incómoda y cambió de tema.
—Y además de las conversaciones permanentes e inmortales, ¿cómo va todo? Quiero decir, la transición de la Casa Blanca a Wall Street?
Elle se acomodó un mechón de su cabello que se había soltado detrás de su oreja con un delicado gesto e inclinó la cabeza, pensando en la respuesta. Aquel movimiento reavivó la sutil incomodidad que había en el fondo de la mente de Kate. Había algo en Elle que parecía fuera de lugar. No parecía segura ni se vestía lo suficientemente bien para encajar con el estereotipo de la Ivy League/Wall Street, pero tampoco era una muchacha pueblerina de ojos asombrados. Tal vez se tratara de la reina de belleza del pueblecito, teniendo en cuenta su actitud. Y esa leve tendencia al sarcasmo. Sin embargo, la muchacha no era estúpida, y tenía que darse cuenta de que si se maquillaba y se vestía mejor, atraería mucha más atención. Eso hizo que Kate descartara la idea de que Elle estaba simplemente en busca de un marido, algo que había oído decir a uno de los administrativos, chismorreando unas semanas antes. Pero había algo en ella, sarcasmos aparte… No parecía lo suficientemente resistente para Wall Street. Tal vez fuera eso.
Cuando cruzaron las puertas giratorias y salieron a la calle, Elle comenzó a hablar y Kate volvió a prestar atención a la conversación.
—Creo que me he adaptado sin problemas. En cierto sentido, supongo, una oficina es una oficina, y un trabajo es un trabajo. Cambian los detalles, como los compañeros y el tipo de actividad, pero, aun así, tienes que llegar a las siete de la mañana, hacer tus cosas, y después ir a casa y prepararte para volver a hacerlo de nuevo al día siguiente. —Volvió a sonreír—. Creo que el cambio más grande es la diferencia entre vivir en Washington y vivir aquí. Viví allí durante dos años y, aunque llevo aquí poco más de un mes, puedo asegurar que las ciudades son muy diferentes.
—Creía que Washington era bastante cosmopolita —dijo Lisa, mientras esperaban que parara el tráfico en la esquina—. Al menos eso parece por televisión.
—Ah, sí, lo es. Es una ciudad muy sofisticada, pero de una manera diferente a Nueva York. Washington es más pequeña, para empezar. Y yo creo que allí el desafío parece ser del tipo de acumular poder y encajar con el resto, mientras que aquí se trata de acumular dinero y distinguirse de los demás. Incluso la ropa que la gente usa es muy distinta. Allá, reina Brooks Brothers. Aquí, Donna Karan.
—Depende del barrio —señaló Lisa—. En el mío se lleva la lycra brillante de un par de tallas menos y zapatos de tacón de aguja. Por supuesto, sobre todo en las mujeres.
Elle la miró espantada.
—¿En dónde vives?
—En los límites de la ciudad. Bastante en los límites. Digamos que si consigo aguantar sin que me maten hasta la época en que mi barrio se ponga de moda, venderé mi piso y me haré inmensamente rica. —Se encogió de hombros—. Entretanto, es una estupenda forma de acabar con alguna cita indeseada. Invito al tío a mi piso, y tan pronto como le digo la dirección al taxista, mi acompañante decide que está más interesado en conservar su vida que en mí.
Elle guardó silencio unos instantes, y Kate las miró a ambas.
—¿Lo dices en serio? —dijo por fin Elle—. ¿No tienes miedo?
Lisa le lanzó una mirada muy elocuente que reflejaba la diferencia entre las muchachas del interior y las del sur de Jersey.
—¿De qué? ¿De las prostitutas? Me presenté a ellas el día que compré el piso, sólo para que no pensaran que estaba interesada en competir con ellas. Y debo decir que son interesantes una vez que uno las conoce.
—¿Tú las conoces?
Lisa frunció el ceño.
—Bueno… sí. Son mis vecinas. Algunas de ellas. Saben todo lo que sucede en el vecindario. Por otro lado, también pude conocer a unos cuantos policías. Algunos muy guapos.
—¿Agentes del servicio secreto y policías? Creo que tienes un fetiche con la autoridad. Pero si no dejas de hablar de tu vecindario, a Elle le van a dar calambres en las cejas —intervino Kate con una sonrisa—. Entonces, ¿tuviste algún problema para encontrar apartamento, Elle? La ciudad puede ser abrumadora si no sabes desenvolverte en ella. Y el buscar piso requiere que decidas si quieres lidiar con cucarachas o con extorsionistas.
—No. Encontré un sitio de inmediato.
Kate la miró sorprendida.
—Fantástico. ¿Dónde? —le preguntó.
En el mismo momento, Lisa dijo:
—Nadie encuentra un sitio inmediatamente.
—Oh, hummm. —Elle se detuvo y miró a su alrededor, intentando ubicarse, dejando que Kate se preguntara qué es lo que tenía en mente—. Siempre me confundo un poco. Creo que vivo por allí. —E indicó vagamente con la mano hacia las afueras de la ciudad.
—Bueno, espero que sea esa dirección, querida; en caso contrario estarás viviendo en un barco —dijo Lisa cuando se detuvieron frente al puesto de perritos calientes—. Hola, Yuri, ¿qué tal? Un perrito polaco con todos sus condimentos, amigo, con mostaza y kraut extra. Dos pepinillos. Ah, y un zumo light de naranja y zanahoria.
Kate hizo un gesto de rechazo.
—Por Dios, Lisa. Eso suena asqueroso.
—Lo que significa que nunca has probado el paraíso —respondió Lisa, inmutable—. Bueno, lo es si uno acaba con un helado de root beer.
Elle cruzó una mirada con Kate y se estremeció, y luego pidió un perrito y una botella de agua.
Cuando Kate regresó con ella a la oficina, se sentó, se quitó los zapatos, pinchó para mirar su correo electrónico y examinó los mensajes que había llegado. Treinta y cinco. Los ordenó según su prioridad, respondiendo primero a los más urgentes, y tras veinte minutos abrió el correo general distribuido por el Servicio Nacional de Meteorología.
Inmediatamente abrió el programa que le permitía ver los datos y bajar las imágenes de satélite, y se quedó estupefacta, mirando la pantalla.
«Había vuelto a suceder».
Volvió a mirar los breves vídeos, y luego se concentró en los datos que reflejaban los cambios atmosféricos a medida que habían ocurrido. A primera vista, no había nada que hubiera provocado el aumento de intensidad, y aunque los números parecían excesivos, sabía que los satélites recopiladores de datos eran actualmente demasiado buenos como para dudar de los números.
Haciendo girar la silla para cerrar la puerta, marcó el número del móvil de Richard Carlisle con la otra mano.
—Simone —fue todo lo que dijo cuando él respondió.
El silencio duró unos segundos más de lo que había esperado, y eso la puso nerviosa. Se puso de pie y caminó en un estrecho círculo, deteniéndose frente a la ventana. Mirando hacia fuera, sintió, como siempre, que su mirada era atraída hacia el inmenso agujero, ahora un edificio en construcción, en donde un día habían estado ubicadas un par de torres majestuosas. Y, también como siempre, tuvo que apartar la vista antes de que la emoción la embargara.
—Un avión de investigación detectó algunos cambios sísmicos menores cerca de las chimeneas submarinas —respondió Richard con calma—. Las temperaturas del agua lo ratifican. Causas naturales.
—Eso podría explicar el primer aumento, pero no la intensificación que sucedió dieciocho minutos después.
—¿Qué quieres que te diga, Kate?
«Que tengo razón».
—Que no me lo estoy inventando.
—No estás alterando los datos. Eso te lo concedo.
Se pasó la mano por los cabellos, tirando de ellos, con frustración.
—Richard, tienes que admitir que esto es… La velocidad con la que se intensificó hasta ahora y la velocidad del viento están en los límites inferiores de un huracán de categoría 1. Esto no es normal —siseó en el teléfono—. Está sucediendo demasiado rápido.
Él volvió a hacer una pausa.
—¿Vas a venir a cenar?
—Sí.
—Bien. Me dirijo a casa ahora mismo, y parece que ha habido un accidente, así que tengo que prestar atención. ¿Vienes en coche o en tren?
—En tren. El de las seis y veinticuatro. Llega un poco después de las siete.
—Fantástico. Pasaré a recogerte a la estación. Hablaremos entonces.
«Por supuesto que hablaremos».
—Nos vemos luego. —Cortó la comunicación y maldijo por lo bajo mientras aparecía una nueva ventana en la pantalla de su ordenador para recordarle que tenía que coordinar una teleconferencia en cinco minutos.
Jueves, 12 de julio, 18:30 h, Washington, D.C.
Tom levantó el auricular del teléfono de seguridad antes de que terminara de sonar por primera vez. Sólo el equipo de trabajo tenía el número y no era normal que alguien lo usara.
—Taylor.
—Teniente comandante Smithwick, señor.
No se molestó en intentar recordar el rostro que correspondía a ese nombre.
—¿Sí?
—Hace alrededor de dos horas, uno de nuestros navíos rescató a la tripulación de un yate de placer que había zozobrado cuando comenzó a formarse la tormenta tropical Simone. Informaron que habían visto a un avión en el área inmediatamente antes de que la tormenta se intensificara.
Se incorporó en la silla.
—¿Qué tipo de avión, comandante? —exigió.
—Estaba demasiado lejos para que ellos pudieran verlo en detalle. No pudieron apreciar marca alguna.
—¿Quién tiene aviones en la zona?
—No había aviones estadounidenses en el área en ese momento, señor. Y un estudio preliminar del radar no corrobora la historia.
—Gracias, comandante. Envíeme lo que tenga y manténgame al tanto.
—Sí, señor.
Colgó el auricular y miró la pared desnuda frente a él. Sólo había un tipo de avión capaz de eludir los radares. Y no volaba hacia los huracanes.
Sin detenerse a analizar o reprimir el impulso, tomó un pesado pisapapeles de cristal —un premio que le habían dado por completar con éxito una misión particularmente odiosa— y lo lanzó contra la pared con toda la fuerza de su furia. Se enterró en la mampostería y quedó colgado, inmóvil durante unos segundos, antes de caer con gran estruendo al suelo. La fuerza del impacto rompió el cristal en grandes trozos que brillaron mientras rodaban hasta detenerse. Los restos dispersos yacían bajo el sol de la tarde. Uno de ellos lanzó un amplio arco de colores brillantes contra los insípidos muros.
Lo miró durante unos momentos, y luego se reclinó en la silla y cerró los ojos.
«Mierda, hemos vuelto a perder. Otra vez».