Después de flotar resecos y ligeros durante tanto tiempo sobre tierras ardientes, los vientos cargados de polvo habían alcanzado el mar y se habían expandido sobre el cielo infinito. Impregnados con sal y pesados por el vapor de agua, vagabundearon sin rumbo sobre las olas, formando espirales perezosamente mientras se elevaban y caían sobre los torbellinos tropicales. Las corrientes más frías les impedían alcanzar los cielos. El calor del agua bajo el sol los mantenía a flote, mientras se dirigían, sin prisa, hacia el oeste.
A más de tres mil metros por debajo de esos torbellinos, a lo largo de la extensa y zigzagueante costura en donde las masas continentales del norte se separan y el mar se ensancha inexorablemente, formas de vida bullían en torno a una serpenteante cadena de escarpadas chimeneas hidrotermales.
Las chimeneas funcionaban de acuerdo a los imperativos de la naturaleza tal como lo habían hecho durante miles de años. Sin agenda, sin conciencia de las consecuencias o propósitos, habían sentado las bases para las civilizaciones y el comercio, para el arte, la codicia y la guerra, mientras sus efluvios tapizaban los ancestrales lechos oceánicos con cobre, oro y otros metales que el hombre finalmente descubriría y querría apoderarse de ellos. Las chimeneas, de pie por si solas, muchas elevándose seiscientos metros sobre el lecho marino, y agrupadas de forma intermitente en una línea que se extendía más o menos paralela al centro, eran el camino para las nubes tóxicas de minerales sobrecalentados que la tierra liberaba desde sus entrañas.
Sin cesar, ese flujo primitivo y elemental emergía de las cámaras verticales a temperaturas que alcanzaban los 400° C y que se combinaban con las densas y heladas aguas que daban nacimiento a una impenetrable y venenosa niebla negra que brotaba con furia infernal. Empujadas hacia lo alto por presiones inimaginables desde la chimenea, las oscuras nubes alteraban su densidad, su composición química, su salinidad, hasta que eran inevitablemente modificadas y se volvían indistinguibles, formando parte del océano. Su espantoso calor también se disipaba durante esa transformación.
Al alcanzar las corrientes superficiales, las columnas de agua caliente representaban apenas poco más que la eterna contribución de la tierra a la constante e intemporal corriente que cruza las cálidas aguas africanas hacia las templadas costas de las islas del Caribe y América del Norte antes de regresar hacia el este para llevar su calor a Europa.
Ese día, sin embargo, la superficie de la tierra se deslizó imperceptiblemente, acelerando infinitesimalmente el movimiento del magma a través de sus cavernas. Con el ritmo alterado, una sola onda de calor ardiente se movió por el mar de roca fundida con una intensidad diferente hasta que encontró una cámara de ventilación y la repentina reducción de presión sobre la misma provocó que la onda liberara el exceso de energía y así volviera a la entropía.
Al salir hacia fuera con más fuerza de la habitual, los líquidos expulsados y sobrecalentados se elevaron más, más cálidos y rápidos a causa de la columna de agua. Y al hacerlo, cuando se abría paso hacia la distante superficie, su contenido era, en gran parte dispersado, su furia prácticamente mitigada, reteniendo apenas una fracción del calor de su nacimiento.
Aun así, la temperatura era mayor que la del agua circundante.
Los antiguos vapores geotérmicos almacenaban suficiente calor como para ampliar la superficie de la onda que se rompió al liberarse, y para extender de forma mínima el errático golpe de la ola contra el viento. El aire, ligeramente más tibio, que se elevaba de la superficie chocó contra las partículas viajeras que descansaban sobre la lánguida brisa que atravesaba suavemente el medio del océano.
Animadas por el golpe de calor húmedo que se elevaba de las aguas, los itinerantes remolinos lo abrazaron. A medida que los remolinos se elevaban en un círculo cada vez más intenso, su velocidad, calor y humedad resultaron una atracción irresistible para otros bancos de aire tórrido. Los vientos en espirales se dirigieron hacia los pintorescos cirroestratos en lo alto, como un derviche novicio practicando su arte.
Veinte minutos más tarde, una flecha de calor intenso, resultado de la mano del hombre, cayó desde lo alto, sellando el horno de los vientos circulares. Los fotones se esparcieron, evaporando moléculas de vapor de agua y transformando la energía latente en la célula de una tormenta embrionaria. Recuperándose apenas de la instantánea agitación y furia, el aire, sobrecalentado, se dirigió a lo alto, trepando cientos de metros a la vez que su apetito por el aire denso y tibio por debajo se volvía voraz, absorbiéndolo y devorándolo.
Ahora, como parte del emergente vórtice, las partículas volverían a reunirse en un distante aterrizaje.