Capítulo 1

La lluvia azotaba el infernalmente ardiente cielo del Sahara, cayendo al suelo con caótica furia para evaporarse antes de hacer contacto con la tierra moribunda. El aire seco era aspirado nuevamente hacia las capas húmedas, repitiendo este proceso hasta que la tormenta concluyó.

Una hora más tarde, el borde del desierto estaba como había estado días, meses y años antes, sin revelar señal alguna de haber sido transformado por la tormenta. El calor abrasaba las interminables y desoladas dunas cambiantes, enviando torbellinos de delicado polvo hacia un cielo resplandeciente de cegadora luz. El aire mismo parecía brillar cuando la luz del sol se reflejaba en la miríada de finísimas placas de mica y sílice que la tierra sacrificaba a los cielos en obediencia convectiva.

Algunos de los granos de arena y minerales, las esporas y las bacterias habían recorrido ya increíbles distancias. Abandonados por vientos desvanecidos hacía mucho tiempo, habían permanecido allí durante días o décadas, dispuestos a ser levantados una vez más hacia los cielos. Algunas partículas provenían de los lechos de mares antiguos y selvas primitivas; otras eran más recientes, formadas hacía apenas unos miles de años cuando la tierra se convulsionó, lanzando rocas y cenizas a los caóticos cielos al dar a luz a las tierras africanas, las implacables masas y planicies polvorientas que los rodeaban.

Más pequeñas que el polvo e infinitamente más livianas, estas partículas fueron elevadas sobre la tierra, flotando hacia el Oeste sobre el cálido viento, llevando consigo las duras y atemporales lecciones del desierto. Sin voluntad, sin deseo, se deslizaron sobre las dunas mientras la corriente de aire se estabilizaba. Viajeras silenciosas, tocaban tierra y volvían a alzarse, cegadores torbellinos en un río de viento, y barrían llanuras abrasadas que guardaban secretos fabulosos, que escondían los tesoros y las miserias de civilizaciones desaparecidas hacía ya mucho tiempo.

Al introducirse en el aire más denso y espeso de la ciudad, las partículas microscópicas de polvo y minerales, de polen, hongos y bacterias, de plantas y animales muertos hace tiempo, comenzaron a aglomerarse. Inevitablemente, chocaron contra las pesadas partículas carbonosas que la humanidad lanzaba al cielo. Desde que los humanos habían descubierto el fuego, imitaban las acciones de la tierra misma, enviando cenizas y humo hacia el cielo con total abandono, oscureciendo la atmósfera, ensuciándola.

El viento mantenía las partículas a flote, conduciéndolas en un vuelo interminable y nómada, en una misión inexorable, de duración eterna. Habían volado sobre los campos de refugiados de zonas en conflicto, abrazado la muerte y la desesperación que se elevaba sobre el calor infernal y el aire fétido. Pasaron por los campos arrasados y las poblaciones, depositando retazos de tiempos mejores y peores y llevando consigo tanto la esperanza como la destrucción que yacía bajo ellas.

Las montañas se elevaban frente a las partículas, precipitando muchas de ellas a tierra, y enviando a otras a más altura todavía. Los lagos y ríos las llamaban, henchido el aire con humedades desconocidas para las partículas, en infinitas ocasiones.

Algunas caían. Otras permanecían flotando, continuando su viaje transversal por sabanas y desiertos, plantaciones y ciudades.

Finalmente, una parte de ellas llegó al mar. En un sorprendido tumulto se dispersó, abriéndose, extendiéndose, ya sin los límites impuestos por las tierras, debajo de ellas. Como una serpiente adormecida por el calor que se desenrosca bajo una sombra imprevista, el pálido brillo dorado del polvo se convirtió en un encaje brumoso sobre las azules aguas de la costa oeste africana. Su ondulante y elegante borde avanzó hacia las distantes tierras del Caribe y las Américas, la filigrana dorada de polvos antiguos era visible desde el espacio. Miles de ojos invisibles comenzaron a observarla, esperando y preguntándose qué efecto podría tener sobre costas y vidas lejanas.