Amor de abril
10 de junio de 19…
Ayer por la tarde Andrew Oliver Murray le pidió a Emily Byrd Starr que se casara con él.
La susodicha Emily Byrd Starr le dijo que no.
Me alegro de que haya pasado. Hace tiempo que me lo veía venir. Todas las noches que ha venido Andrew, yo sentía que trataba de llevar la conversación hacia un tema serio, pero nunca me parecía estar preparada para la confrontación, y siempre conseguía cambiar de tema con frivolidades.
Anoche fui a la Tierra de la Rectitud, a uno de los últimos paseos que podré dar allí. Subí la colina de los abetos blancos y miré hacia los campos de niebla y plata a la luz de la luna. Las sombras de los helechos y de los pastos silvestres al borde de los bosques eran como danzas de duendes. Más allá del puerto, debajo de la luz de la luna, había un cielo de púrpura y ámbar donde había caído el crepúsculo. Pero detrás de mí había oscuridad, una oscuridad que, con su aroma a bálsamo de abetos, era como un recinto perfumado donde uno podía soñar sueños y ver visiones. Siempre que voy a la Tierra de la Rectitud, dejo atrás el reino de la luz diurna y de las cosas conocidas y entro en el reino de las sombras, el misterio y la magia donde puede suceder cualquier cosa, donde cualquier cosa puede convertirse en realidad. Puedo creer en cualquier cosa allí, en viejos mitos, en leyendas, en dríadas, en faunos, en gnomos. Me vino uno de esos momentos de maravilla en el que me pareció que me salía del cuerpo y era libre —estoy segura de haber oído el eco de esa «palabra al azar» de los dioses—, y me faltó una lengua no usada para expresar lo que vi y sentí.
Aparece Andrew, de punta en blanco, pulcro y todo un caballero.
Faunos, hadas, momentos de maravilla, palabras al azar, todo huyó en tropel. Ya no se necesitaba ninguna lengua desconocida.
«Qué pena que la última generación haya sido la última en usar patillas, le quedarían tan bien», me dije en prosaico inglés.
Sabía que Andrew venía a decirme algo especial. De lo contrario, no me habría seguido a la Tierra de la Rectitud, sino que habría esperado con todo decoro en la sala de la tía Ruth. Supe que el momento tenía que llegar y me decidí a tomar el toro por los cuernos y terminar de una vez por todas. La actitud expectante de la tía Ruth y de los de la Luna Nueva ha sido opresiva últimamente. ¡Creo que todos están seguros de que la verdadera razón por la cual no quise ir a Nueva York era que no soportaba separarme de Andrew!
Pero no iba a tolerar que Andrew se me declarara bajo la luz de la luna en la Tierra de la Rectitud. Podría haberme dejado embrujar y aceptarlo. De modo que cuando él dijo:
—Esto está precioso, quedémonos un ratito, después de todo, creo que no hay nada más bonito que la naturaleza.
Le dije suave pero firmemente que, aunque la naturaleza debería sentirse muy halagada, estaba demasiado húmedo para una persona con tendencia a la tuberculosis y que tenía que entrar.
Entramos. Me senté frente a Andrew y me puse a mirar un pedacito del ganchillo de la alfombra de la tía Ruth. Recordaré el color y la forma de ese tejido hasta el día que me muera. Andrew habló sin ton ni son sobre diferentes tópicos y luego comenzó a intercalar alusiones: dentro de dos años sería gerente, creía que hay que casarse joven, y así. Iba dando tumbos. Supongo que yo podía haberle hecho las cosas más fáciles, pero endurecí mi corazón, recordando que se mantuvo apartado en aquellas espantosas semanas del escándalo sobre la casa de John. Al final, me espetó:
«Emily, casémonos cuando… cuando… en cuanto yo pueda».
Parecía convencido de que tenía que decir algo más, pero no sabía qué, de modo que repitió «en cuanto yo pueda» y se calló. Creo que ni siquiera me molesté en ruborizarme.
«¿Y por qué tenemos que casarnos?», pregunté.
Andrew me miró atónito. Evidentemente, según la tradición de los Murray, no era la forma de recibir una propuesta de matrimonio.
«¿Por qué? ¿Por qué? Porque… porque me gustaría», tartamudeó.
«A mí no», repliqué.
Andrew me miró un momento tratando de entender la insólita idea de que lo estaba rechazando.
«Pero ¿por qué?», preguntó, exactamente en el tono y el estilo de la tía Ruth.
«Porque no te amo», respondí.
Andrew sí se ruborizó. Sé que le parecí indecente.
«Creo… creo que a todos les gusta la idea», tartamudeó.
«A mí no», repetí. Lo dije en un tono que ni siquiera Andrew podía no comprender.
Se sorprendió tanto, que creo que no sintió otra cosa que sorpresa, ni siquiera decepción. No supo qué hacer ni qué decir (un Murray no insiste) de manera que se levantó y se fue sin abrir la boca. Me pareció que le daba un portazo, pero después me di cuenta de que era el viento. Me habría gustado que hubiera dado un portazo. Me habría salvado la autoestima. Es mortificante rechazar a un hombre y descubrir que el sentimiento de ese hombre es el asombro.
A la mañana siguiente, evidentemente sospechando algo fuera de lo común por la brevedad de la visita de Andrew, la tía Ruth me preguntó directamente qué había sucedido. La tía Ruth no tiene nada de sutil. Yo se lo dije con la misma franqueza.
«¿Qué defecto le encuentras a Andrew?», me preguntó, fríamente.
«Ninguno, pero es muy soso. Tiene todas las virtudes, pero le falta un toque de pimienta», contesté, con la nariz en el aire.
«Espero que no vayas más lejos y te resulte peor», dijo la tía Ruth ominosamente, refiriéndose, seguro, a Stovepipe Town. De haber querido, sobre ese punto, podría haberla tranquilizado. La semana pasada vino Perry a contarme que va a ir a la oficina del señor Abel en Charlottetown a estudiar derecho. Es una oportunidad espléndida para él. El señor Abel oyó su discurso la noche del debate interescolar y creo que desde entonces le echó el ojo. Lo felicité de todo corazón. De verdad me hizo muy feliz la noticia.
«Me pagará lo suficiente para que yo me pague el alojamiento —dijo Perry—, y creo que para la ropa me arreglaré consiguiendo alguna otra cosa. Tengo que arreglármelas solo. La tía Tom se niega a ayudarme. Tú sabes por qué».
«Lo siento, Perry», dije, riendo.
«¿No quieres, Emily? —dijo—. Me gustaría que esto quedara terminado».
«Está terminado», dije.
«Supongo que me estoy portando como un burro contigo», murmuró Perry.
«Así es», respondí, consolándolo, pero sin dejar de reír. Por alguna razón, nunca he podido tomarme en serio a Perry, como tampoco lo he podido con Andrew. Siempre tengo la sensación de que quiere convencerse de que está enamorado de mí.
«No vas a conseguir un hombre más inteligente que yo así como así —me advirtió Perry—. Voy a llegar lejos».
«No me cabe la menor duda —dije, cariñosamente—, y nadie se va a alegrar más que tu amiga Emily B.».
«Ah, mi amiga —dijo Perry, enfurruñado—. No te quiero como amiga. Pero siempre oí decir que es inútil tratar de convencer a una Murray. ¿Quieres decirme una cosa? No tengo vela en este entierro pero ¿vas a casarte con Andrew Murray?».
«No es tu entierro pero… no», dije.
«Bien —dijo Perry, mientras salía—, si alguna vez cambias de idea, avísame. Si yo no he cambiado de idea, podría estar bien».
He escrito lo que sucedió exactamente. Pero en mi cuaderno escribí otra cosa: cómo tendría que haber sucedido. Creo que he comenzado a superar mi antigua dificultad de hacer que mis personajes imaginados hablen de temas amorosos con fluidez. En mi descripción imaginaria Perry y yo hablábamos elegantemente.
Creo que Perry se sintió algo peor que Andrew, y lo lamento. Quiero tanto a Perry, como amigo y compañero. No me gusta desilusionarlo, pero sé que pronto se recuperará.
De modo que seré la única que se quedará en Blair Water el año que viene. No sé cómo voy a sentirme al respecto. Supongo que a ratos me aburriré un poco, tal vez a las tres de la mañana desee haberme ido con la señorita Royal. Pero voy a dedicarme a trabajar dura y seriamente. Es larga la ascensión hasta la cima del Sendero Alpino.
Pero yo creo en mí misma, y siempre estará el mundo detrás de la cortina.
La Luna Nueva
21 de junio de 19…
Esta noche, nada más llegar a casa, he sentido una clara atmósfera de desaprobación y me he dado cuenta de que la tía Elizabeth estaba al tanto de lo de Andrew. Ella estaba enfadada y la tía Laura estaba triste. A la hora del crepúsculo, lo he comentado en el jardín con el primo Jimmy. Al parecer, Andrew sí se sintió muy mal después de que se le pasara el adormecimiento de la impresión. Perdió el apetito y la tía Addie quiere saber, indignada, si yo espero casarme con un príncipe o un millonario, ya que su hijo no es lo suficientemente bueno para mí.
El primo Jimmy piensa que hice bien. El primo Jimmy pensaría que yo hice bien aunque hubiera asesinado a Andrew y lo hubiera enterrado en la Tierra de la Rectitud. Es muy bonito tener un amigo así, aunque tener demasiados no sería bueno para mí.
22 de junio de 19…
No sé qué es peor, si que alguien a quien no quieres te proponga casamiento o que alguien a quien quieres no te lo proponga. Las dos cosas son muy desagradables.
Decidí que ciertas cosas en la vieja casa de John fueron sólo producto de mi imaginación. Me temo que la tía Ruth tenía razón cuando decía que mi imaginación necesitaba un freno. Esta noche he estado paseando por el jardín. A pesar de que es junio, hacía frío y estaba desapacible, y me sentí sola, desalentada y abúlica, tal vez porque hoy me devolvieron dos cuentos en los que tenía muchas esperanzas. De pronto, oí el silbido de Teddy en el huerto viejo. Claro que fui. Es siempre «Oh, silba, que yo iré a tu encuentro, doncel mío», para mí, aunque me moriría antes de admitirlo a nadie que no sea mi diario. Apenas le he visto la cara me di cuenta de que había grandes noticias.
Las había. Me ha enseñado una carta dirigida al «Señor Frederick Kent». Nunca me acuerdo de que el nombre de Teddy es Frederick, para mí no puede ser otro que Teddy. Ha ganado una beca en la Escuela de Diseño de Montreal: quinientos dólares por dos años. En seguida me he dado cuenta de lo entusiasmado que estaba, con una sensación extraña detrás del entusiasmo hecha de una mezcla tal de miedos, expectativas y esperanzas que no sé qué predominaba.
«¡Qué espléndido para ti, Teddy! —he exclamado, algo temblorosa—. ¡Ay, me alegro muchísimo! ¿Y tu madre? ¿Qué dice?».
«Me dejará ir, pero dice que se sentirá muy sola y muy desdichada —ha contestado Teddy, poniéndose muy serio de pronto—. Quiero que venga conmigo, pero no quiere irse de Tansy Patch. No me gusta pensar que se queda aquí, sola. Cómo me gustaría que no sintiera eso que siente por ti, Emily. De lo contrario, tú podrías ser un gran consuelo grande para ella».
Me pregunto por qué a Teddy no se le ha ocurrido que yo también podía necesitar un poco de consuelo. Se hizo un extraño silencio entre los dos. Hemos caminado por el Camino del Mañana; está tan hermoso que me pregunto si cualquier mañana puede hacerlo más hermoso, hasta que hemos llegado al cerco de la pradera del estanque y nos hemos quedado allí, bajo la penumbra gris verdosa de los abetos. De pronto, me he sentido muy feliz y en esos pocos minutos parte de mí ha plantado un jardín, ha forrado hermosos armarios, ha comprado una docena de cucharitas de té de plata, ha arreglado la buhardilla, ha cosido un mantel de damasco doble… y la otra parte esperaba. Ha habido un momento en que he dicho que era una noche preciosa, pero no lo era, y pocos minutos después he dicho que parecía que iba a llover, y no era así.
Pero había que decir algo.
«Voy a trabajar mucho, voy a sacarle el máximo provecho posible a estos dos años —dijo Teddy al fin, mirando Blair Water y el cielo y las dunas y los verdes campos tranquilos y a cualquier cosa, excepto a mí—. Después, tal vez pueda ir a París. Ir al extranjero, ver las obras maestras de los grandes artistas, vivir en su ambiente, ver las escenas que su genio inmortalizó, lo que he ansiado durante toda mi vida. Y cuando regrese…».
Teddy se interrumpió bruscamente y se volvió hacia mí. Por la expresión de sus ojos pensé que iba a besarme, de verdad. No sé qué habría hecho si no hubiera podido hacer lo que hice: cerrar los ojos.
«Y cuando regrese…», repitió, y volvió a interrumpirse.
«¿Sí?», pregunté. No le niego a éste, mi diario, que lo dije con bastante expectativa.
«¡Haré que el nombre de Frederick Kent signifique algo en el Canadá!», exclamó Teddy.
Abrí los ojos.
Teddy miraba el oro pálido de Blair Water, con el entrecejo fruncido. Volví a tener la sensación de que el aire de la noche no me sentaba bien. Me estremecí, solté muy amablemente algunos tópicos y lo dejé que siguiera con el entrecejo fruncido. Me pregunto si le dio timidez besarme o si sencillamente no quiso hacerlo.
Yo querría muchísimo a Teddy Kent, si él me lo permitiera, si él lo quisiera. Es evidente que no me quiere. No piensa más que en el éxito, en su ambición y en su carrera. Ha olvidado las miradas que intercambiamos en la vieja casa de John, ha olvidado lo que me dijo hace tres años en la tumba de George Horton, que yo era la muchacha más maravillosa del mundo. Va a conocer a cientos de muchachas hermosas en el mundo; jamás volverá a pensar en mí.
Amén.
Si Teddy no quiere, yo no lo querré a él. Ésa es una tradición de los Murray. Pero yo sólo soy medio Murray. Hay que considerar la parte Starr. Por suerte, yo también tengo una carrera y una ambición en las que pensar, y una diosa celosa a quien servir, como me dijo una vez el señor Carpenter. Creo que ella no toleraría una dedicación dividida.
Soy consciente de tres sensaciones.
En lo exterior soy tradicional y serenamente austera.
Por debajo hay algo que me dolería muchísimo, si yo no estuviera sofocándolo.
Y más abajo aún yace la extraña sensación de alivio de tener todavía mi libertad.
26 de junio de 19…
Todo Shrewsbury está riéndose de la última hazaña de Ilse y la mitad de Shrewsbury la critica. Hay un alumno muy engreído de tercer año que actúa de recepcionista en la iglesia de St. John los domingos y a quien Ilse detesta. El domingo pasado ella se disfrazó de vieja. Pidió prestado su atuendo a una parienta pobre de la señora Adamson que vive con ella: una falda larga hasta el suelo, negra, con borde de crespón; un mantón negro con borde de crespón; sombrero de viuda y un pesado velo de crespón, también de viuda. Así ataviada recorrió con paso temblequeante la calle y se detuvo ante los escalones de la iglesia, como si no pudiera subirlos. El Joven Engreído la vio y, como tiene algún instinto decente detrás de su engreimiento fue, como todo un caballero, a ayudarla. Cogió su mano temblorosa, envuelta en un guante, (sí le temblaba, porque por detrás del velo Ilse tenía espasmos de risa) y ayudó sus pasos frágiles y temblorosos a subir los escalones, a atravesar el atrio, a recorrer el pasillo y a sentarse en un banco. Ilse murmuró una bendición entrecortada; le dio un himno, permaneció sentada durante todo el servicio y luego regresó tambaleante a su casa. Al día siguiente la historia recorrió, por supuesto, toda la escuela y el pobre muchacho fue tan ridiculizado por los otros chicos que todo su engreimiento se diluyó (temporalmente, al menos) bajo la tortura. Tal vez el incidente le venga bien.
Claro que yo reprendí a Ilse. Es una persona alegre, osada, que no escatima esfuerzos. Siempre hará lo que se le meta en la cabeza, aunque sea dar una voltereta en el pasillo de la iglesia. Yo la quiero, la quiero, la quiero, y no sé qué voy a hacer sin ella el año que viene. Nuestros mañanas siempre estarán separados a partir de ahora, y seguirán separándose, y cuando nos encontremos por casualidad seremos como desconocidas. Ay, lo sé, lo sé.
Ilse se puso furiosa con lo que ella llamó «presunción» de Perry al pensar que yo podía casarme con él.
«No, no fue presunción, fue condescendencia —dije, riendo—. Perry pertenece a la gran casa ducal de Carabas».
«Ah, va a tener éxito, claro. Pero siempre tendrá un aire de Stovepipe Town», replicó Ilse.
«¿Por qué siempre eres tan dura con Perry, Ilse?», le pregunté.
«Porque cacarea como una gallina», dijo Ilse, de mal talante.
«Bueno, está en esa edad en que los muchachos lo saben todo —puntualicé, sintiéndome sabia y mayor—. Cuando pase un tiempo, se volverá más ignorante y soportable —continué, sintiéndome muy aguda—. Y ha mejorado durante estos años en Shrewsbury», concluí, sintiéndome pagada de mí misma.
«Hablas como si fuera un repollo —rezongó Ilse—. ¡Por Dios, Emily, no seas tan superior y suficiente!».
A veces Ilse me hace mucho bien. Sé que me lo merecía.
27 de junio de 19…
Anoche soñé que estaba en el viejo cenador de la Luna Nueva y veía el Diamante Perdido que relucía en el suelo, a mis pies. Lo levantaba, encantada. Lo tenía un momento en la mano, pero enseguida parecía escapárseme, y salía volando por el aire, dejaba una larga estela de brillo tras de sí y se convertía en una estrella en el cielo de occidente, justo encima del borde del mundo. «Es mi estrella, tengo que alcanzarla antes de que se ponga», pensé, y salí a buscarla. De pronto, aparecía Dean junto a mí, y él también seguía a la estrella. Pensé que tenía que ir despacio, porque él es cojo y no puede ir rápido, y siempre la estrella se alejaba más y más. Sin embargo, yo sentía que no podía dejar a Dean. Y entonces, súbitamente, como ocurren las cosas en los sueños, sin problemas, Teddy también estaba a mi lado, tendiéndome las manos, con esa mirada en los ojos que ya le he visto dos veces. Yo puse mis manos en las suyas y él me acercó, yo miraba hacia arriba, hacia él, y entonces Dean exclamó, angustiado: «Mi estrella se ha puesto». Volví la cabeza para mirar; la estrella se había ido, y me desperté a un amanecer horrible, nublado, lluvioso, sin estrella, sin Teddy, sin beso.
Me pregunto qué significará el sueño, si es que significa algo. No debo pensar que sí. Es una tradición de los Murray no ser supersticioso.
28 de junio de 19…
Ésta es mi última noche en Shrewsbury. «Adiós, mundo cruel, me voy a casa», mañana, cuando el primo Jimmy venga a buscarnos, a mí y a mi baúl en el viejo carro y yo vuelva en esa suntuosa carroza a la Luna Nueva.
Estos tres años en Shrewsbury me parecían tan largos cuando los tenía por delante. Y ahora, mirando hacia atrás, me parecen como el ayer cuando ha pasado. Creo que he ganado algo en ellos. No utilizo tanto la cursiva, he adquirido algo de compostura y autocontrol, he aprendido algo de la amarga sabiduría del mundo, y he aprendido a sonreír al recibir una nota de rechazo. Creo que ésta ha sido la lección más difícil de aprender, y sin duda la más necesaria.
Al mirar hacia atrás, algunas cosas de estos tres años resaltan más claras y significativas que otras, como si tuvieran un significado especial en sí mismas. Y no siempre las cosas que son de esperar. Por ejemplo, la enemistad de Evelyn y hasta el horrible incidente del bigote parecen sin la menor importancia. Pero el momento en que vi mi primer poema en Jardines y bosques, ah, ése sí que fue un momento importante. Y mi caminata hasta la Luna Nueva la noche de la obra, cuando escribí aquel poema que el señor Carpenter rompió, la noche en el pajar bajo la luna de septiembre, aquella espléndida mujer que le dio una azotaina al rey, el momento de clase en que descubrí los versos de Keats sobre las «voces aéreas», aquel otro momento en la vieja casa de John cuando Teddy me miró a los ojos, ay, me parece que ésas son las cosas que recordaré en el Portal de la Eternidad cuando las burlas de Evelyn Blake, el escándalo de la vieja casa de John, los rezongos de la tía Ruth y la rutina de las lecciones y los exámenes hayan quedado olvidados para siempre. Y mi promesa a la tía Elizabeth me ha ayudado, como predijo el señor Carpenter. No en mi diario, tal vez (en él me dejo ir, necesito una válvula de escape), pero sí en mis cuentos y mi cuaderno.
Esta tarde ha tenido lugar la graduación. Me he puesto mi vestido nuevo de organdí color crema con violetas y he llevado un gran ramo de peonías rosadas. Dean, que está en Montreal y de regreso a casa, ha mandado un cable a un florista local para que me mandara un ramo de rosas, diecisiete, una por cada año de mi vida, y me las ha entregado cuando he ido a recibir mi diploma. Ha sido un gesto delicioso por parte de Dean.
Perry ha sido el orador de la clase y ha hecho un bonito discurso. Y ha obtenido la medalla por aprovechamiento general. Ha sido una lucha encarnizada entre él y Will Morris, pero ha ganado Perry.
Yo he escrito y he leído la profecía del día. Ha sido muy divertida, y al público ha parecido encantarle. Tenía otra en casa, en el cuaderno. Era mucho más divertida, pero no se podía leer en público.
Esta noche he escrito mi última nota de sociedad para el señor Towers. Siempre he detestado ese trabajo, pero me venían bien los pocos peniques que me daba y una no debe desperdiciar los niveles bajos cuando sube la escalera de la joven ambición.
También he estado preparando mi equipaje. La tía Ruth ha estado viniendo de vez en cuando a mirarme, pero, extrañamente, no decía nada. Al final, ha suspirado:
«Te voy a echar mucho de menos, Emily».
Nunca pensé que iba a decir ni a sentir nada por el estilo. Me ha hecho sentir incómoda. Desde que la tía Ruth se portó tan bien con el escándalo de la casa de John, mis sentimientos por ella han cambiado. Pero no podía decirle que iba a echarla de menos.
Pero algo tenía que decir.
«Siempre te estaré agradecida, tía Ruth, por lo que has hecho por mí en estos tres años».
«He tratado de cumplir con mi deber», dijo la tía Ruth, virtuosísima.
Es raro, pero me da un poco de pena dejar este cuartito que nunca me gustó y al que nunca le gusté, y esa larga colina salpicada de luces. Después de todo, he pasado algunos momentos maravillosos aquí. ¡Hasta me da pena dejar al pobre Byron moribundo! Pero, por más que me esfuerce, no puedo lamentar separarme del cromo de la reina Alejandra, ni del florero con flores de papel. Claro que Doña Giovanna se viene conmigo. Tiene un lugar en mi cuarto de la Luna Nueva. Aquí siempre pareció una exiliada. Me duele pensar que no volveré a sentir el viento de la noche en la Tierra de la Rectitud. Pero tendré mi viento de la noche en el bosque de John el Altivo. Creo que la tía Elizabeth me permitirá tener una lámpara de queroseno para escribir, la puerta de mi cuarto en la Luna Nueva cierra bien, y no tendré que tomar leche con té. Hoy, a la caída del sol, he ido al estanque perlado que ha sido siempre un lugar embrujado donde descansar en las noches de primavera. A través de los árboles que lo bordean, sus delicados matices de rosa y azafrán se inmiscuían desde el poniente. No había brisa que lo agitara y todas las hojas, ramas, helechos y briznas de hierba se reflejaban en él. He mirado y he visto mi rostro y, por un extraño truco del reflejo de una rama doblada, parecía que tuviera puesta una guirnalda de hojas sobre la cabeza, como una corona de laurel.
Lo he tomado como un buen augurio.
¡Tal vez Teddy sólo sintió timidez!