Un valle de ensueño
¿Iría a Nueva York con la señorita Royal? Ésa era la pregunta que ahora Emily debía responder. Mejor dicho, la pregunta que la tía Elizabeth debía responder. Pues Emily estaba convencida de que todo dependía de la tía Elizabeth. Y ella no tenía muchas esperanzas de que la tía Elizabeth le permitiera ir. Emily podía mirar con anhelo las agradables praderas verdes, pintadas por la señorita Royal, pero estaba segura de que nunca podría pastar en ellas. El orgullo (y los prejuicios) de los Murray sería una barrera infranqueable.
Emily no dijo nada a la tía Ruth sobre el ofrecimiento de la señorita Royal. Primero debía enterarse la tía Elizabeth. Mantuvo su deslumbrante secreto hasta el fin de semana siguiente, cuando la señorita Royal fue a la Luna Nueva, muy gentil y agradable, y una pizca suficiente, a pedirle a la tía Elizabeth que dejara a Emily ir con ella.
La tía Elizabeth escuchó en silencio, un silencio desaprobador, según sentía Emily.
—Las Murray nunca han tenido que trabajar fuera para ganarse la vida —afirmó, con frialdad.
—Esto no es exactamente lo que uno llamaría «trabajar fuera», querida señorita Murray —dijo la señorita Royal, con la cortés paciencia que uno debe utilizar con una dama cuyo punto de vista era el de una generación pasada—. En todos lados hay miles de mujeres que se dedican a negocios y a profesiones diversas.
—Supongo que es lo conveniente en su situación, si no se casan —puntualizó la tía Elizabeth.
La señorita Royal se ruborizó. Sabía que en Blair Water y en Shrewsbury la consideraban una vieja solterona y, por consiguiente, una fracasada, fueran cuales fuesen sus ingresos o su posición en Nueva York. Sin embargo no perdió el buen humor e intentó otra línea de ataque.
—Emily tiene un don especial para escribir —explicó—. Creo que puede hacer que de verdad valga la pena, si tiene una oportunidad. Tiene que tener esa oportunidad, señorita Murray. Usted sabe que aquí no la tiene.
—Este año Emily ha ganado noventa dólares con su pluma —subrayó la tía Elizabeth.
«¡Santo cielo, la paciencia que hay que tener!», pensó la señorita Royal. Pero dijo:
—Sí, y dentro de diez años puede llegar a ganar algunos cientos de dólares mientras que, si viene conmigo, dentro de diez años sus ingresos probablemente lleguen a muchos miles.
—Tengo que pensarlo —dijo la tía Elizabeth.
Emily se sorprendió de que la tía Elizabeth hubiera consentido siquiera en pensarlo. Había esperado una negativa drástica.
—Va a aceptar —susurró la señorita Royal mientras se iba—. Voy a conseguirte, querida Emily B. Yo conozco a los Murray desde hace mucho. Siempre ponen el ojo en la mejor oportunidad. Tu tía te va a dejar venir.
—Tengo miedo de que no —dijo Emily, con pesar.
Cuando la señorita Royal se hubo ido, la tía Elizabeth miró a Emily.
—¿Tú quieres ir, Emily?
—Sí, creo que sí, si tú me dejas —balbuceó Emily. Estaba muy pálida, no rogó ni insistió. Pero no tenía esperanzas, ninguna.
La tía Elizabeth se tomó una semana para pensarlo. Llamó a Ruth, a Wallace y a Oliver para que la ayudaran. Ruth dijo, dubitativa:
—Supongo que tenemos que dejarla ir. Para ella es una oportunidad espléndida. No se va sola, yo nunca estaría de acuerdo con que se fuera sola. Pero Janet la cuidará.
—Es demasiado joven, demasiado joven —dijo el tío Oliver.
—Parece una buena oportunidad para ella, a Janet Royal le ha ido bien, dicen —precisó el tío Wallace.
La tía Elizabeth llegó a escribirle a la tía abuela Nancy. La respuesta llegó en la letra temblorosa de la tía Nancy:
«¿Qué tal si dejas que Emily lo decida por sí misma?», sugería la tía Nancy.
La tía Elizabeth dobló la carta de la tía Nancy y llamó a Emily a la sala.
—Si deseas irte con la señorita Royal, puedes hacerlo —dijo—. Siento que no me corresponde interponerme en tu camino. Te echaremos de menos, preferiríamos tenerte con nosotros unos años más. Yo no sé nada de Nueva York. He oído decir que es una ciudad llena de vicios. Pero has sido criada con cuidado. Dejo la decisión en tus manos. Laura, ¿por qué lloras?
Emily también tenía ganas de llorar. Para su sorpresa, sintió algo que no era alegría ni placer. Una cosa era anhelar las praderas prohibidas y otra muy diferente que se levantaran las barreras y a uno le digan que puede entrar si quiere.
Emily no salió corriendo a su cuarto a escribirle una carta llena de gozo a la señorita Royal, que estaba de visita en Charlottetown. Salió al jardín y pensó mucho, toda la tarde y todo el domingo. Durante la semana en Shrewsbury estuvo callada y pensativa, consciente de que la tía Ruth la observaba de cerca. Por alguna razón, la tía Ruth no habló del tema con ella. Tal vez pensaba en Andrew. O tal vez estaba sobreentendido entre los Murray que no se debía ejercer la menor influencia sobre la decisión de Emily.
Emily no comprendía por qué no le escribía de inmediato a la señorita Royal. Claro que iría. ¿No sería una tontería absurda no ir? No volvería a tener una oportunidad así. Era una oportunidad tan espléndida, todo se hacía fácil, el Sendero Alpino no era más que una ladera suave y el éxito era seguro, brillante e inmediato. ¿Por qué, entonces, tenía que repetírselo una y otra vez? ¿Por qué se sintió compelida a ir a pedirle consejo al señor Carpenter el fin de semana siguiente? Y el señor Carpenter no podía ayudarla mucho. Estaba reumático y chiflado.
—No me digas que los gatos han estado cazando otra vez —dijo.
—No. Esta vez no tengo manuscritos —replicó Emily, con una débil sonrisa—. He venido para pedirle otro tipo de consejo.
Le contó sus dudas.
—Es una oportunidad tan magnífica… —concluyó.
—Claro que es una oportunidad magnífica… de ir a dejarte yanquificar —gruñó el señor Carpenter.
—Yo no me yanquificaría —contestó Emily, resintiéndose—. La señorita Royal hace veinte años que está en Nueva York y no está yanquificada.
—¿Ah, no? Por yanquificada yo no me refiero a lo que tú crees —replicó el señor Carpenter—. No me refiero a las muchachas tontas que se van «a los Estados Unidos» a trabajar y a los seis meses vuelven con un acento capaz de levantar ampollas. Janet Royal está yanquificada, su aspecto, su modo de ser, su estilo son yanquis. Y no los condeno, está bien. Pero, ella ya no es canadiense, y eso es lo que yo quería que tú fueses, canadiense pura, al cien por cien, que hicieras algo, en lo que a ti concierna, por la literatura de tu país, manteniendo tu sabor y tu impronta canadiense. Claro que todavía no pagan muchos dólares por eso.
—Aquí no hay posibilidades de hacer nada —argumentó Emily.
—No, no más de las que había en la Rectoría Haworth —gruñó el señor Carpenter.
—Yo no soy Charlotte Brontë —protestó Emily—. Ella tenía genio, no necesitaba nada. Yo sólo tengo talento… y por eso necesito ayuda y… y guía.
—En resumen, influencias —soltó el señor Carpenter.
—Así que usted piensa que no debo ir —dijo Emily, ansiosa.
—Ve si quieres. Para ser famosos rápidamente todos tenemos que agacharnos un poco. Ah, ve, ve, te digo. Estoy demasiado viejo para discutir. Vete en paz. Serías una tonta si no fueras, sólo que… que a veces los tontos llegan lejos. Hay un Destino especial para ellos, sin duda.
Emily se fue de la pequeña casa de la hondonada con los ojos muy sombríos. En el camino colina arriba se encontró con el viejo Kelly, que frenó la yegua regordeta y el carro rojo y la llamó.
—Querida niña, aquí hay unas mentas para ti. Y ahora, bueno, ya es hora de que… bueno, tú entiendes… —El viejo Kelly le guiño un ojo.
—No, yo voy a ser una solterona, señor Kelly —dijo Emily, sonriendo.
El viejo Kelly sacudió la cabeza mientras recogía las riendas.
—Seguro que eso no te pasará a ti. Tú eres uno de esos seres a los que Dios ama, pero eso sí, no te cases con ninguno de los Priest, niña, ni se te ocurra casarte con ninguno de los Priest.
—Señor Kelly —dijo Emily, de pronto—, me han ofrecido una oportunidad espléndida: ir a Nueva York y trabajar en una revista. No puedo tomar una decisión. ¿A usted qué le parece que debo hacer?
Mientras hablaba, pensó en el horror que sentiría la tía Elizabeth ante la idea de que una Murray le pidiera consejo al viejo Jock Kelly. A ella le daba un poquito de vergüenza.
El viejo Kelly volvió a sacudir la cabeza.
—¿Qué dicen los muchachos de por aquí? ¿Y qué dice la anciana señora?
—La tía Elizabeth dice que haga lo que desee.
—Entonces supongo que mejor lo dejamos ahí —replicó el viejo Kelly y se fue sin soltar una palabra más. Evidentemente, el viejo Kelly no le brindaría ninguna ayuda.
«¿Y para qué necesito ayuda? —pensó Emily, desesperada—. ¿Desde cuándo no puedo tomar una decisión sola? ¿Por qué no puedo decir que iré? Ahora no me parece tan claro que quiera ir, sólo siento que debo ir». Ojalá Dean estuviera en casa. Pero Dean no había regresado de pasar el invierno en Los Ángeles. Y, por alguna razón, no podía hablar del tema con Teddy. No había ocurrido nada a raíz de aquel maravilloso momento en la vieja casa de John, nada excepto una cierta reticencia que casi había estropeado su antigua camaradería. Por fuera eran tan buenos amigos como siempre, pero algo se había ido, y parecía que nada había ocupado el lugar vacío. Ella no quería admitir que tenía miedo de preguntarle a Teddy. ¿Y si él le decía que fuera? Eso le provocaría un dolor insoportable, porque demostraría que a él no le importaba si ella se iba o se quedaba. Pero Emily no quería ni considerarlo.
—Claro que iré —afirmó en voz alta. Tal vez la palabra hablada sentara las cosas—. ¿Qué voy a hacer el año que viene si no voy? La tía Elizabeth no me dejará ir sola a ningún lado, seguro. Ilse no se quedará, Perry no se quedará y Teddy probablemente tampoco. Dice que tiene que irse a hacer algo para ganar dinero y seguir estudiando arte. Tengo que irme.
Lo dijo con furia, como discutiendo con un oponente invisible. Cuando llegó a casa al atardecer, no había nadie, y se puso a recorrer la casa, inquieta. ¡Qué encanto, qué dignidad, que refinamiento tenían las viejas habitaciones, con sus velas, sus sillas con respaldo de madera y sus alfombras tejidas a mano! ¡Qué querido y cálido era su cuartito con el empapelado con diseño de diamantes y su ángel guardián, el gordo florero negro y el gracioso vidrio defectuoso de la ventana! ¿El apartamento de la señorita Royal sería tan hermoso?
—Por supuesto que iré —volvió a decir, sintiendo que si sólo hubiera podido omitir el «por supuesto», la cosa habría estado decidida.
Salió al jardín, que descansaba bajo la remota belleza desapasionada de la luz de luna de principios de la primavera, y recorrió sus senderos. Desde lejos llegaba el silbido del tren de Shrewsbury, como la llamada de un atractivo mundo lejano, un mundo lleno de interés, encanto, acción. Se detuvo junto al reloj de sol cubierto de líquenes y leyó la inscripción del borde: «Así pasa el tiempo». Y el tiempo pasaba, rápido, despiadado, incluso en la Luna Nueva, inmaculada como estaba por la ausencia de la prisa, de la carrera de la modernidad. ¿No debería tomar la corriente que se le ofrecía? Las blancas lilas de junio se mecían bajo la débil brisa, Emily casi alcanzaba a ver a su vieja amiga, la Señora Viento, inclinada sobre ellas para levantarles los mentones brillantes. ¿Iría la Señora Viento hacia ella en las multitudinarias calles de la ciudad? ¿Podría ser allí como el gato de Kipling?
«Y me pregunto si en Nueva York me vendrá "el destello"», pensó, con pena.
¡Qué hermoso ese viejo jardín que el primo Jimmy quería tanto! ¡Qué hermosa la granja de la Luna Nueva! Su belleza tenía una sutil calidad romántica que le era propia. Había magia en la curva del camino rojo oscuro, empapado de rocío; había una atracción remota, espiritual, en las Tres Princesas; magia en el huerto; un aroma de intriga y misterio en el bosque de abetos. ¿Cómo podía dejar aquella vieja casa que la había amparado y amado (¡no digáis jamás que las casas no aman!), las tumbas de sus antepasados junto al estanque de Blair Water, los amplios campos y los bosques encantados donde había tejido sus sueños infantiles? De pronto, supo que no podía dejarlos, supo que en ningún momento había querido dejarlos. Por eso había buscado con desesperación el consejo de extraños imposibles. En realidad, esperaba que le dijeran que no se fuera. Por eso había deseado con tanto fervor que Dean estuviera en casa, él seguramente le habría dicho que no se fuera.
—Yo pertenezco a la Luna Nueva, y me quedo con mi gente —dijo.
No había dudas con respecto a la decisión, no quería que nadie la ayudara a decidir. Una satisfacción profunda e íntima se apoderó de ella mientras desandaba el camino y entraba en la vieja casa que ya no la miraba con reproche. Encontró a la tía Elizabeth, la tía Laura y el primo Jimmy en la cocina, llena de su magia de velas.
—No me voy a Nueva York, tía Elizabeth —dijo—. Me quedo en la Luna Nueva con vosotros.
La tía Laura dio un gritito de alegría. El primo Jimmy dijo «¡hurra!». La tía Elizabeth terminó de tejer una vuelta de la media que estaba tejiendo antes de decir nada.
—Eso pensé que haría una Murray —dijo.
El lunes por la tarde, Emily fue directamente a Ashburn. La señorita Royal había regresado y la recibió con mucho cariño.
—Espero que hayas venido a decirme que la señorita Murray ha decidido ser razonable y dejarte venir conmigo, cariño.
—Me dijo que podía decidir yo.
La señorita Royal entrelazó las manos.
—¡Ah, qué bien, qué bien! Entonces está todo resuelto.
Emily estaba pálida, pero tenía los ojos negros sombríos de la intensidad de sus sentimientos.
—Sí, está resuelto: no voy —dijo—. Se lo agradezco con todo el corazón, señorita Royal, pero no puedo ir.
La señorita Royal la miró, se dio cuenta al instante de que de nada serviría insistir o discutir, pero, de todas maneras, comenzó a insistir y discutir.
—Emily, no hablas en serio. ¿Por qué no puedes venir?
—No puedo dejar la Luna Nueva, la quiero mucho, significa demasiado para mí.
—Pensé que querías venir conmigo, Emily —soltó la señorita Royal, con un tono de reproche.
—Y quería. Y parte de mí todavía quiere. Pero en lo más profundo de mí hay otra parte que no quiere irse. No me considere tonta ni desagradecida, señorita Royal.
—Claro que no pienso que seas desagradecida —replicó la señorita Royal, impotente—, pero pienso, sí, que eres terriblemente tonta. Estás echando por la borda tu oportunidad de hacer una carrera. ¿Qué puedes hacer aquí que valga la pena, niña? No tienes idea de las dificultades que encontrarás en tu camino. Aquí no puedes conseguir material, no hay ambiente, no…
—Yo crearé mi propio ambiente —dijo Emily, con entusiasmo. Después de todo, pensó, el punto de vista de la señorita Royal era el mismo de la señora de Alec Sawyer, y su actitud era suficiente—. En cuanto a material, aquí la gente vive como en cualquier otro lugar, sufre y goza y peca y aspira a cosas igual que en Nueva York.
—No sabes lo que dices —espetó la señorita Royal, algo irritada—. Aquí nunca escribirás nada que valga la pena, nada grande. No hay inspiración, tendrás todo tipo de obstáculos, los grandes editores no mirarán más allá de la dirección de la Isla Príncipe Eduardo en tu manuscrito. Emily, estás cometiendo un suicidio literario. Te darás cuenta a las tres de la mañana de alguna noche en vela, Emily B. Ay, supongo que, dentro de algunos años, tendrás una clientela de diarios de Escuelas Dominicales y suplementos agrarios. Pero ¿te satisfará eso? Tú sabes que no. Y luego están los celos mezquinos de estos pequeños lugares perdidos. Si haces algo que no pueden hacer los que fueron a la escuela contigo, algunos no te lo perdonarán jamás. Y todos pensarán que eres la heroína de tus cuentos, en especial si la pintas hermosa y encantadora. Si escribes una historia de amor estarán seguros de que es la tuya. Te hartarás de Blair Water, tú conoces a todos, sabes cómo son y lo que pueden ser, será como leer un libro veinte veces. Ah, yo sé de qué te hablo. «Yo vivía antes de que tú hubieras nacido», como dije cuando tenía ocho años a una compañera de escuela de seis. Te vas a desalentar, las tres de la mañana será una hora que llegarás a temer; todas las noches llegan las tres de la mañana, recuérdalo, lo abandonarás todo, te casarás con ese primo tuyo…
—Nunca.
—Bueno, alguien como él, te «instalarás»…
—No, nunca me instalaré —replicó Emily, decidida—. Nunca, mientras viva… ¡qué estado más aburrido!
—… y tendrás una sala como esta de la tía Ángela —continuó la señorita Royal, sin tregua—. Una repisa sobre el hogar llena de fotografías, un atril con una fotografía «ampliada» en un marco de veinticinco centímetros, un álbum de terciopelo rojo con una carpetita hecha a ganchillo, una colcha de retazos en el cuarto de huéspedes, un tapiz pintado a mano en el vestíbulo y, como toque final de elegancia, un helecho que adornará el centro de la mesa del comedor.
—No —intervino Emily—, esas cosas no están entre las tradiciones de los Murray.
—Muy bien, sus equivalentes espirituales, entonces. Ah, veo toda tu vida, Emily, aquí, en un lugar como éste donde la gente no ve más allá de sus narices.
—Yo puedo ver más lejos —dijo Emily, irguiendo la barbilla—. Puedo ver hasta las estrellas.
—Hablaba de manera figurada, querida.
—Yo también. Ay, señorita Royal, sé que en cierto sentido la vida aquí es algo restringida, pero el cielo es tan mío como de cualquiera. Tal vez no triunfe aquí pero, si es así, tampoco triunfaría en Nueva York. Alguna fuente de agua vital se me secará en el alma si dejo la tierra que amo. Sé que aquí tendré dificultades y desalientos, pero hay personas que han superado cosas mucho peores. Recuerde la historia que me contó de Parkman, que durante años no podía escribir más de cinco minutos seguidos, que tardó tres años escribir uno de sus libros, seis renglones al día durante tres años. Siempre recordaré eso cuándo me sienta desalentada. Me ayudará a pasar muchas noches en vela.
—Bien —la señorita Royal extendió las manos—, me rindo. Creo que estás cometiendo un terrible error, Emily, pero si en los años venideros descubro que me he equivocado, te escribiré admitiéndolo. Y si eres tú quien cree haberse equivocado, házmelo saber y me hallarás tan dispuesta a ayudarte como siempre. Ni siquiera te diré «ya te avisé». Envíame cualquiera de tus cuentos que puedan servir para mi revista y pídeme cuantos consejos quieras. Mañana regreso a Nueva York. Iba a quedarme hasta julio para llevarte conmigo. Ya que no quieres venir, me voy. Odio vivir en un lugar donde lo único en que piensan es que jugué mal mis cartas y perdí el juego del matrimonio, donde todas las muchachas, a excepción de ti, son tan horriblemente respetuosas conmigo, y donde los viejos no dejan de decirme cuánto me parezco a mi madre. Mamá era espantosa. Digámonos adiós y rápido.
—Señorita Royal —dijo Emily, muy seria—, me cree, ¿verdad? cuando digo que aprecio mucho su bondad. Su comprensión y su aliento han significado más para mí…, siempre significarán más de lo que usted puede imaginarse.
La señorita Royal se pasó rápidamente el pañuelo por los ojos e hizo una elaborada inclinación de cabeza.
—Gracias por vuestras gentiles palabras, mi dama —declaró, solemnemente.
Luego rió, apoyó las manos sobre los hombros de Emily y le dio un beso en la mejilla.
—Que todos los buenos deseos que han sido pensados, expresados o escritos, vayan contigo —dijo—. Y creo que sería… hermoso, si alguna vez un lugar pudiera significar tanto para mí como lo que evidentemente la Luna Nueva significa para ti.
A las tres de la mañana de esa noche una Emily desvelada, pero satisfecha, recordaba que nunca había llegado a conocer a Chu-Chin.