CAPÍTULO VEINTITRÉS

Una puerta abierta

La señorita Royal miró a Emily un segundo. Luego la tomó de la muñeca, cerró la puerta, la llevó de vuelta a la sala y la hizo sentar con firmeza en la poltrona. Una vez hecho esto, la señorita Royal se dejó caer en el diván embarrado y se echó a reír, largo y tendido. Una o dos veces se inclinó hacia adelante, le dio dos golpecitos en la rodilla a Emily, volvió a echarse hacia atrás y continuó riendo. Emily permaneció sentada, sonriendo ligeramente. Sus sentimientos habían estado demasiado turbados para permitirse las convulsiones de alegría de la señorita Royal, pero ya le brillaba en la cabeza un bosquejo para su cuaderno. Mientras tanto, el perro blanco, que había deshecho el tapete, vio otra vez a la gata y salió corriendo en su persecución.

Por fin la señorita Royal se sentó derecha y se secó los ojos.

—¡Ay, esto no tiene desperdicio, Emily Byrd Starr, no tiene desperdicio! ¡Ah! Cuando tenga ochenta años recordaré esto y me moriré de risa. ¿Quién va a escribirlo, tú o yo? Pero ¿de quién es esa bestia?

—No tengo la menor idea —respondió Emily, tímida—. Yo no lo había visto nunca.

—Bueno, cerremos la puerta antes de que vuelva. Y ahora, querida mía, siéntate junto a mí, acá hay un pedacito limpio, debajo del almohadón. Ahora sí vamos a charlar. Ay, he estado tan grosera contigo cuando tratabas de hacerme preguntas. Me he esforzado por ser grosera. ¿Por qué no me has tirado algo, pobrecita, tan agraviada?

—He querido hacerlo. Pero ahora pienso que se ha portado muy bien conmigo, considerando el comportamiento de mi supuesto perro.

La señorita Royal cayó en otra convulsión.

—No sé si puedo perdonarte por creer que ese animal espantoso, blanco y enmarañado era mi glorioso chow, que es de un rojo dorado. Te llevaré a mi cuarto antes de que te vayas para que le pidas disculpas. Está durmiendo en mi cama. Lo he encerrado para tranquilizar a la pobre tía Ángela por su gata. Chu-Chin sería incapaz de hacerle nada, sólo quiere jugar con ella, y la vieja tonta sale corriendo. Y ya sabes que cuando un gato sale corriendo, a un perro no le queda más remedio que perseguirlo. Como nos dice Kipling, no sería un perro como corresponde si no lo hiciera. ¡Pero si nuestro enemigo blanco se hubiera limitado a perseguir a la gata!

—Qué lástima lo de la begonia de la señora Royal —dijo Emily, apenada.

—Sí, es una pena. La tía Ángela la tenía desde hace años. Pero le voy a comprar una nueva. Cuando te vi venir por el sendero con el perro saltando a tu alrededor, he dado por sentado que era tuyo. Me había puesto mi vestido preferido porque me hace parecer casi hermosa, y quería causarte buena impresión, y cuando ese animal me lo ha llenado de barro y tú no has dicho ni una palabra para reprenderlo o para disculparte, me ha invadido una de mis rabias heladas. Me ocurre siempre, no puedo evitarlo. Es uno de mis defectos. Pero en seguida se me pasa, si no hay nuevos agravios. En este caso los nuevos agravios ocurrían cada minuto. Me he jurado que si no intentabas siquiera que tu perro se comportara, yo no iba a sugerirlo. Y supongo que tú estabas indignada porque yo dejaba, con toda tranquilidad, que mi perro te estropeara las violetas y se comiera tus manuscritos.

—Así es.

—Qué pena lo de los manuscritos. Tal vez podamos encontrarlos, no puede habérselos tragado, pero supongo que los habrá masticado un poco.

—No importa. Tengo copias en casa.

—¡Y tus preguntas! Emily, has estado deliciosa. ¿De verdad anotaste mis respuestas?

—Palabra por palabra. Iba a publicarlas exactamente así. El señor Towers me había dado una lista de preguntas para que le hiciera, pero yo no pensaba dispararlas así. Pensaba mezclarlas inteligentemente en nuestra conversación, a medida que avanzara. Pero ahí viene la señora Royal.

La señora Royal venía sonriendo. La expresión se le demudó cuando vio la begonia. Pero la señorita Royal se apresuró a hablar.

—Querida tiíta, no llores ni te desmayes, al menos no antes de decirme quién tiene por aquí un perro diabólico, blanco, enmarañado y muy mal educado.

—Lily Bates —dijo la señora Royal en tono desolado—. Ay, ¿otra vez lo ha dejado suelto? Antes de que vinieras tuve serios problemas con él. Es como un cachorro grandote y no hay manera de que se porte bien. Le dije a Lily que si volvía a encontrarlo en casa, lo envenenaría. Desde entonces lo ha tenido encerrado. Pero ahora… ¡ay, mi preciosa begonia!

—Bueno, el perro ha venido con Emily. Yo he creído que era suyo. La cortesía hacia una visita implica la cortesía hacia su perro, ¿no hay un viejo proverbio que lo dice de manera más concisa? Al entrar, me ha abrazado efusivamente, como atestigua mi vestido más querido. Te ha ensuciado todo el diván, le ha arrancado las violetas al sombrero de Emily, ha corrido detrás de tu gata, ha tirado tu begonia, te ha roto un florero, se ha escapado con nuestro pollo asado, ¡sí, gime, tía Ángela, así ha sido!, y sin embargo yo, decididamente cortés y compuesta, no he dicho ni una palabra de protesta. Juro que mi comportamiento era merecedor de la mismísima Luna Nueva, ¿no, Emily?

—Estabas demasiado enfadada para hablar —dijo la señora Royal, apesadumbrada, acariciando su begonia.

La señorita Royal le dirigió una mirada cómplice a Emily.

—Ya ves, no puedo simular con la tía Ángela. Me conoce demasiado. Admito que no he estado encantadora como de costumbre. Pero, tiíta querida, te voy a comprar un florero nuevo y una begonia nueva, piensa en cómo vas a disfrutar cuidándola. La anticipación es mucho más interesante que la consecución.

—Yo voy a hablar con Lily Bates —soltó la señora Royal, saliendo de la habitación en busca de un paño para limpiar.

—Ahora, querida mía, charlemos —dijo la señorita Royal, acomodándose cerca de Emily.

Ésta era la señorita Royal de la carta. A Emily no le fue nada difícil hablar con ella. Pasaron una hora muy feliz y, al final, la señorita Royal le hizo una proposición que la dejó sin aliento.

—Emily, quiero que te vengas conmigo a Nueva York en julio. Hay una vacante en The Ladies’ Own, si bien no es gran cosa. Serás una especie de chica de los recados, y todos los trabajos que no hace nadie caerán sobre ti, pero tendrás la oportunidad de progresar. Y estarás en medio de todo. Eres capaz de escribir, de eso me di cuenta cuando leí La mujer que le dio una azotaina al rey. Conozco al director de Roche y averigüe quién eras y dónde vivías. Ésa es en realidad la razón por la que he venido esta primavera: quería atraparte. No debes desperdiciar tu vida aquí, sería un crimen. Claro, ya sé que la Luna Nueva es un lugar precioso, adorable, lleno de poesía e imbuido en romanticismo. Era el lugar adecuado para que pasaras tu niñez. Pero tienes que tener la oportunidad de crecer y desarrollarte y ser tú misma. Debes tener el estímulo de relacionarte con las grandes cabezas, el entrenamiento que puede darte una gran ciudad. Ven conmigo. Si vienes, te prometo que dentro de diez años Emily Byrd Starr será un nombre invocado entre las grandes revistas de América.

Emily permaneció sentada, envuelta en un laberinto de asombro, demasiado confundida y azorada para pensar con claridad. Nunca había soñado con aquello. Era como si, de pronto, la señorita Royal le hubiera puesto en la mano una llave para abrir la puerta al mundo de todos sus sueños, sus esperanzas y sus fantasías. Al otro lado de aquella puerta estaba todo lo que alguna vez había soñado: el éxito y la fama. Y sin embargo… sin embargo… ¿qué débil y extraño resentimiento se agitaba en lo más hondo de todas aquellas vertiginosas sensaciones? ¿La molestaba la serena suposición de la señorita Royal de que si Emily no iba con ella su nombre permanecería desconocido para siempre? ¿Los Murray muertos se removerían en sus tumbas al oír que una de sus descendientes podía no triunfar sin la ayuda y las «influencias» de una extraña? ¿O la actitud de la señorita Royal había sido un poquito paternalista? Fuera lo que fuese, impidió que Emily se arrojara, en sentido figurado, a los pies de la señorita Royal.

—Ah… señorita Royal, sería maravilloso —balbuceó—. Me encantaría ir, pero me temo que la tía Elizabeth jamás daría su consentimiento. Dirá que soy demasiado joven.

—¿Cuántos años tienes?

—Diecisiete.

—Yo tenía dieciocho cuando me fui. No conocía un alma en Nueva York, y sólo tenía dinero suficiente para mantenerme tres meses. Era una joven ruda, inexperta y, sin embargo, gané. Tú vivirás conmigo. Yo te cuidaré como te cuidaría tu tía Elizabeth. Dile que te cuidaré como a la niña de mis ojos. Tengo un apartamentito precioso donde seremos felices como reinas, con mi querido, mi adorado Chu-Chin. Vas a querer a Chu-Chin, Emily.

—Me gustan más los gatos —replicó Emily, con firmeza.

—¡Gatos! No, no podríamos tener un gato en el apartamento. No se adaptaría a la disciplina. Debes sacrificar los gatos en el altar de tu arte. Estoy segura de que te gustará vivir conmigo. Soy muy buena y dulce, querida, cuando quiero serlo, y por lo general quiero, y nunca pierdo los estribos. A veces se me congelan, pero, como te he dicho, se descongelan con mucha rapidez. Soporto las debilidades de las demás personas con ecuanimidad. Y nunca le digo a nadie que está resfriado o que parece cansado. Ah, sería una compañera estupenda.

—No me cabe duda —dijo Emily, sonriendo.

—Nunca antes había visto a una muchacha con la que quisiera vivir —añadió la señorita Royal—. Tienes una especie de personalidad luminosa, Emily. Arrojarás tu luz en los lugares oscuros y llenarás de púrpura los grises. Vamos, dime que sí vienes conmigo.

—Es la tía Elizabeth la que tiene que tomar la decisión —dijo Emily, sombría—. Si ella dice que puedo ir…

Emily se sorprendió interrumpiéndose.

—Vienes —terminó la señorita Royal, llena de alegría—. La tía Elizabeth accederá. Yo iré a hablar con ella. El viernes próximo volveré contigo a la Luna Nueva. Tienes que tener una oportunidad.

—No sé cómo darle las gracias, señorita Royal, así que no lo intentaré. Pero ahora debo irme. Lo pensaré; en este momento estoy demasiado impresionada para pensar. Usted no sabe lo que esto significa para mí.

—Creo que lo sé —afirmó la señorita Royal, con suavidad—. Yo fui una muchacha de Shrewsbury, que me mordía las uñas porque no tenía una oportunidad.

—Pero usted se buscó la oportunidad y triunfó —dijo Emily, melancólica.

—Sí, pero para conseguirlo tuve que irme. No habría llegado a ningún lado si me hubiera quedado aquí. Y, al principio, subir fue muy difícil. Quiero ahorrarte algunas de las penurias y de los desalientos. Tú irás más lejos que yo, tú eres una creadora, yo sólo construyo con el material de otros. Pero nosotros, los constructores, tenemos nuestro lugar, podemos construir templos para nuestros dioses y nuestras diosas, aunque sólo sea eso. Ven conmigo, querida Emily, y haré todo lo que pueda para ayudarte en lo que sea.

—Gracias, gracias —fue todo lo que Emily fue capaz de decir. Las lágrimas de gratitud por aquel ofrecimiento de ayuda y apoyo tan altruista le brillaban en los ojos. Ella no había recibido demasiado apoyo ni comprensión en su vida. La conmovía profundamente. Se fue sintiendo que debía hacer girar la llave y abrir la puerta mágica que parecía franquearle el paso a toda la belleza y el encanto de la vida… si la tía Elizabeth se lo permitía.

—No puedo irme si ella no está de acuerdo —decidió Emily.

A mitad de camino hacia su casa, se detuvo de pronto y rió. Después de todo, la señorita Royal se había olvidado de enseñarle a su Chu-Chin.

«Pero no importa —pensó—, porque, en primer lugar, no puedo creer que después de esto me lleguen a interesar de veras los perros chow. Y, en segundo lugar, lo veré con bastante frecuencia si me voy a Nueva York con la señorita Royal».