CAPÍTULO VEINTIDÓS

«Quiéreme a mí y quiere a mi perro»

Cuando los habitantes de Shrewsbury descubrieron que la señora Dutton apoyaba a su sobrina, la llama de chismes que había azotado al pueblo se apagó en un lapso increíblemente corto. La señora Dutton daba más dinero a las diversas fundaciones de la iglesia St. John’s que cualquier otro miembro: era una tradición de los Murray ayudar a la iglesia generosamente. La señora Dutton había prestado dinero a la mitad de los hombres de negocios del pueblo; tenía un pagaré de Nat Tolliver por una suma que lo mantenía desvelado por las noches. La señora Dutton tenía un conocimiento desconcertante de los secretos familiares, y ninguna delicadeza para referirse a ellos. Por lo tanto, la señora Dutton era una persona a la que se debía mantener de buen humor y si alguien había cometido el error de suponer que, como ella era estricta con la sobrina se podía humillar a ésta sin consecuencias, cuanto antes se corrigiera ese error, mejor para todos los involucrados.

Emily vendió batitas, mantas, zapatitos y sombreros en el puesto de la señora Tolliver y convenció a ancianos caballeros de que le compraran, con su ya famosa sonrisa. Todos fueron agradables con ella y ella volvió a ser feliz, aunque la experiencia había dejado su cicatriz. Muchos años después, la gente de Shrewsbury decía que Emily Starr en realidad nunca los había perdonado por haber hablado mal de ella, y agregaban que los Murray nunca perdonaban, ¿sabe? Pero el perdón no tenía nada que ver. Emily había sufrido tanto, que de allí en adelante sólo ver a cualquiera que hubiera estado relacionado con su sufrimiento le resultaba insoportable. Cuando la señora Tolliver le pidió, una semana después, que sirviera el té en la recepción que le daba a su prima, Emily declinó con amabilidad, sin molestarse en darle la menor excusa. Y algo en el ángulo de la barbilla o en la mirada directa de sus ojos le hizo sentir a la señora Tolliver hasta los tuétanos que seguía siendo Polly Riordan, de Riordan Alley, y que nunca sería otra cosa a los ojos de una Murray de la Luna Nueva.

Pero Andrew fue recibido muy dulcemente cuando, algo avergonzado, fue a visitarla la noche del viernes siguiente. Puede que se sintiera inseguro de cómo sería recibido, a pesar de tener la garantía de la tribu. Pero Emily fue especialmente gentil con él. Tal vez ella tuviera sus razones. Vuelvo a llamar la atención sobre el hecho de que yo soy sólo la biógrafa de Emily, no su apologista. Si ella eligió un camino para vengarse de Andrew que a mí no me gusta, ¿qué puedo hacer, sino lamentarlo? Sin embargo, para mi propia satisfacción debo mencionar que creo que Emily fue muy lejos cuando le dijo a Andrew (después de que él le habló de algunos elogios que le había hecho su gerente) que era sin duda una maravilla. Ni siquiera puedo excusarla diciendo que habló con sarcasmo. No fue así; lo dijo con suma dulzura y una mirada hacia arriba seguida por otra hacia abajo que hizo que hasta el corazón bien regulado de Andrew pegara un bote. ¡Ay, Emily, Emily!

Las cosas le fueron bien aquella primavera. Recibió varias aceptaciones y varios cheques, y comenzaba a solazarse en que era una literata. El clan comenzó a tomar su manía de escribir con bastante seriedad. Los cheques eran argumentos inobjetables.

—Emily ha ganado cincuenta dólares escribiendo desde Año Nuevo —le dijo la tía Ruth a la señora Drury—. Empiezo a creer que esa chica tiene el don de ganarse fácilmente la vida.

¡Fácilmente! Emily, que la oyó mientras cruzaba la sala, sonrió y suspiró. ¿Qué sabía la tía Ruth, qué sabía nadie de las desilusiones y los fracasos de los que trepan el Sendero Alpino? ¿Qué sabía ella de la desolación y el sufrimiento de quien ve pero no puede alcanzar? ¿Qué sabía de la amargura de quien concibe un cuento maravilloso y cuando lo escribe descubre que ha escrito algo soso e insulso como recompensa a su empeño? ¿Qué sabía de las puertas cerradas y los inaccesibles santuarios editoriales? ¿De las brutales notas de rechazo y del espanto de una tibia alabanza? ¿De las esperanzas diferidas y las horas de angustiosa duda y falta de fe en sí misma?

La tía Ruth no sabía ninguna de estas cosas, pero le dio por los ataques de indignación cuando le devolvían manuscritos a Emily.

—¡Es una impertinencia! —exclamaba—. No le mandes ni una línea más a ese editor. ¡Recuerda que eres una Murray!

—Me temo que él no lo sabe —respondía Emily, seria.

—Entonces, ¿por qué no se lo dices? —preguntaba la tía Ruth.

En mayo Shrewsbury experimentó una sacudida, cuando Janet Royal llegó a casa desde Nueva York con sus hermosos vestidos, su brillante reputación y su perro chow. Janet era una chica de Shrewsbury, pero no había vuelto a casa desde que «se había ido a los Estados Unidos» hacía veinte años. Era inteligente y ambiciosa y había triunfado. Era directora literaria de una gran revista metropolitana para mujeres y correctora de una conocida editorial. Emily contuvo el aliento cuando se enteró de la llegada de la señorita Royal. ¡Ay, si pudiera verla, hablar con ella, preguntarle mil cosas que quería saber! Cuando el señor Towers le dijo, como de pasada, que fuera a entrevistar a la señorita Royal para escribir una nota para el Times, Emily tembló entre el terror y la fascinación. Aquí tenía una excusa. Pero ¿podría? ¿Tendría el suficiente aplomo? ¿La señorita Royal no la creería insoportablemente presuntuosa? ¿Cómo podía ella hacerle a la señorita Royal preguntas sobre su carrera, su opinión sobre la política exterior y la reciprocidad con los Estados Unidos? Jamás tendría bastante valor.

«Ambas adoramos el mismo altar, pero ella es una suma sacerdotisa y yo la más humilde de los acólitos», escribió Emily en su diario.

Entonces redactó una carta llena de adoración dirigida a la señorita Royal (y la reescribió una docena de veces) en la cual le pedía permiso para entrevistarla. Después de enviarla, no pudo dormir en toda la noche porque se le ocurrió que tendría que haber firmado con un «cordialmente» y no con un «afectuosamente».

«Afectuosamente» sugería una amistad que no existía. La señorita Royal la creería una presumida, sin duda.

Pero la señorita Royal le envió una carta encantadora; Emily la guarda aún.

Ashbum, lunes.

Querida señorita Starr:

Claro que puede venir a verme, le contaré todo lo que quiere saber para Jimmy Towers (¡bendito sea: fue mi primer enamorado!) y todo lo que quiera saber para usted misma. Creo que un cincuenta por ciento de mis razones para venir a la Isla Príncipe Eduardo esta primavera es que quería ver a la escritora de La mujer que le dio una azotaina al rey. Lo leí el invierno pasado cuando salió en Roche y me pareció encantador. Venga a hablarme de usted, de sus ambiciones. Porque es ambiciosa, ¿no? Y yo creo que conseguirá sus ambiciones, y quisiera ayudarla, si puedo. Usted tiene algo que yo nunca tuve: verdadera habilidad creadora, pero yo tengo montones de experiencia y lo que haya aprendido se lo cederé con mucho gusto. Puedo ayudarla a evitar algunas trampas y algunos precipicios, y no me falta influencia en ciertos ambientes. Venga a Ashburn el viernes que viene por la tarde, que no tendrá clase, y tendremos una charla de corazón a corazón.

Fraternalmente,

Janet Royal

Al leer la carta Emily se estremeció. «Fraternalmente»… ¡Ay, cielos! Se arrodilló junto a la ventana y miró hacia afuera con los ojos perdidos hacia los esbeltos abetos de la Tierra de la Rectitud y los jóvenes campos de trébol llenos de rocío más allá. Ay, ¿era posible que algún día fuera una mujer brillante y exitosa como la señorita Royal? Aquella carta parecía hacerlo posible, hacía que todos sus sueños parecieran posibles. Y el viernes, cuatro días más tarde, iría a ver y a hablar íntimamente con su suma sacerdotisa.

La señora Ángela Royal, que fue a visitar a la tía Ruth esa tarde, no parecía considerarla precisamente una suma sacerdotisa ni una maravilla. Pero, claro, nadie es profeta en su tierra, y la señora Royal había criado a Janet.

—No voy a decir que no le va bien —le confió a la tía Ruth—. Tiene un sueldo excelente. Pero, a pesar de eso, es una solterona. Y en algunas cosas rara como no se qué.

Emily, que estudiaba latín junto a la ventana, se puso roja de indignación. Esto no era más que lèse-majesté.

—Todavía es bonita —dijo la tía Ruth—. Janet siempre fue una muchacha muy agradable.

—Ah, sí, agradable es. Pero yo siempre tuve miedo porque era demasiado inteligente para casarse, y no me equivoqué. Está llena de ideas raras. Nunca es puntual con las comidas, y a mí me enferma todo el escándalo que arma con ese perro que tiene, Chu-Chin se llama. Él es el dueño de casa. Hace exactamente lo que se le antoja y nadie osa decir esta boca es mía. Mi pobre gata no sabe ni cómo se llama. Janet es muy quisquillosa con él. Cuando me quejé porque duerme en el diván de terciopelo, se ofendió tanto que no me dirigió la palabra en todo un día. Eso es lo que no me gusta de Janet. Se pone muy altiva y todopoderosa cuando está ofendida. Y se ofende por cosas que a nadie le importarían en lo más mínimo. Y cuando se ofende con una persona se ofende con el mundo. Espero que no se moleste por nada antes de que vengas el viernes, Emily. Si está de mal humor, te lo hará sentir. Pero lo que tiene de bueno es que no se ofende a menudo y no es nada mezquina ni rencorosa. Es capaz de dar la vida por un amigo.

Cuando la tía Ruth se fue a ver al recadero del almacén, la señora Royal agregó, deprisa:

—Está muy interesada en ti, Emily. Le encanta rodearse de muchachas bonitas y jóvenes, dice que la hace sentirse joven. Piensa que tu obra demuestra un verdadero talento. Si le caes bien, para ti sería bueno. Pero, por lo que más quieras, ¡llévate bien con ese perro! Si lo ofendes a él, Janet no querrá tener nada que ver contigo, aunque seas el mismo Shakespeare.

La mañana del viernes, Emily se despertó con la convicción de que aquél sería uno de los días cruciales de su vida, un día de posibilidades asombrosas. Había tenido una pesadilla en la que estaba sentada, muda ante la señorita Royal, sin poder decir una palabra aparte de «Chu-Chin», que repetía como un loro cada vez que la señorita Royal le hacía una pregunta.

Llovió a cántaros toda la mañana, con gran desasosiego para ella, pero al mediodía salió un sol brillante y las colinas del otro lado del puerto se envolvieron en un azul sobrenatural. Emily volvió a casa desde la escuela, corriendo, pálida por la solemnidad de la ocasión. Arreglarse era un rito importante. Debía ponerse su nuevo vestido de seda azul marino, por supuesto. Era largo de verdad y hacía que pareciera una verdadera adulta. Pero ¿cómo se peinaría? El peinado griego era más distinguido, le hacía un buen perfil y la favorecía debajo del sombrero. Además, tal vez una frente despejada la hiciera parecer más intelectual. Pero la señora Royal había dicho que a la señorita Royal le gustaban las muchachas bonitas. Por lo tanto, bonita debía estar, a cualquier precio. Se peinó los espesos cabellos negros sobre la frente y los coronó con el nuevo sombrero de primavera que Emily se había atrevido a comprar con su último cheque, a pesar de la desaprobación de la tía Elizabeth y de la franca declaración de la tía Ruth de que un tonto pronto se separa de su dinero. Pero en ese momento Emily se alegraba de haberse comprado el sombrero. No podía ir a la entrevista con la señorita Royal con su sencillo sombrero marinero negro. Ese sombrero le quedaba muy bien, con esa cascada de violetas púrpuras que caían sobre las hermosas ondas de su cabello y le tocaban apenas la blancura lechosa del cuello. Todo en ella era exquisitamente limpio y delicado; parecía (me gusta esta frase antigua) como si acabara de salir de una sombrerería. La tía Ruth, que merodeaba por la sala, la vio bajar y se dio cuenta, con una especie de conmoción, de que Emily era una mujer.

«Tiene el porte de una Murray», pensó la tía Ruth.

La fuerza del elogio no podía ser mayor, aunque en realidad Emily había heredado su esbelta elegancia de los Starr. Los Murray eran majestuosos y dignos, sí, pero rígidos.

La caminata hasta Ashburn era considerable. Ashburn era una casita vieja y blanca, lejos de la calle y entre grandes árboles. Emily tomó el sendero de entrada, bordeado por las sombras de la primavera, como un adorador que se acerca a un templo sagrado. Un perro bastante grande, peludo y blanco, estaba sentado a medio camino, en el sendero. Emily lo miró con curiosidad. Ella nunca había visto un perro chow. Pensó que Chu-Chin era bonito, pero no limpio. Evidentemente había estado pasándolo en grande en un charco, porque tenía las patas y el pecho llenos de barro. Emily esperó caerle bien, pero mantuvo las distancias.

Evidentemente le cayó bien, porque el perro se dio la vuelta y se puso a trotar junto a ella, moviendo cariñosamente la cola esponjosa, o, mejor dicho, una cola que podría haber sido esponjosa, de no estar mojada y llena de barro. Se quedó expectante a su lado mientras tocaba el timbre y, en cuanto se abrió la puerta, saltó con alegría sobre la dama que la había abierto, y estuvo a punto de tirarla al suelo.

La mujer que había abierto la puerta era la señorita Royal en persona. Como Emily advirtió de inmediato, no tenía belleza, pero sí distinción, desde la punta de sus cabellos de un dorado broncíneo hasta la punta de las zapatillas de raso. Iba vestida con un hermosísimo traje de terciopelo malva y llevaba quevedos con montura de carey, los primeros que se veían en Shrewsbury.

Chu-Chin le dio un lengüetazo lleno de amor y baba en la cara y salió corriendo hacia la sala de la señorita Royal. El hermoso vestido malva quedó manchado desde el cuello al borde de la falda con la marca de sus patas. Emily pensó que Chu-Chin bien se merecía el mal concepto que de él tenía la señora Royal y que, si fuera su perro, se portaría mejor. Pero la señorita Royal no lo reprendió y, tal vez, la crítica secreta de Emily surgió inconscientemente por su inmediata percepción de que el saludo de la señorita Royal, si bien perfectamente cortés, era muy frío. A juzgar por la carta, Emily había esperado una recepción más cálida.

—¿Quiere pasar y tomar asiento, por favor? —dijo la señorita Royal. Hizo entrar a Emily, le indicó una silla cómoda y ella se sentó en una silla Chippendale recta y rígida. Emily, siempre perceptiva y en ese momento más aún, sintió que la elección de aquella silla por parte de la señorita Royal era un mal augurio. ¿Por qué no se había dejado caer en las profundidades de la gran poltrona de terciopelo? No, se había sentado allí, una figura majestuosa y distante que, al parecer, no había prestado la menor atención a las horribles manchas de barro de su hermoso vestido. Chu-Chin había saltado sobre el gran diván de terciopelo, donde se quedó sentado, mirando ora a una ora a la otra, con aire insolente, como si disfrutara de la situación. Era demasiado evidente que, como había presagiado la señora Royal, algo había «molestado» a la señorita Royal, y a Emily de pronto el corazón le empezó a pesar como plomo.

—Qué… qué día tan bonito, ¿no? —balbuceó. Sabía que era increíblemente estúpido decirlo, pero tenía que decir algo, ya que la señorita Royal no abría la boca. El silencio era insoportable.

—Mucho —respondió la señorita Royal, sin mirar a Emily sino a Chu-Chin, que golpeaba un precioso almohadón de seda y encaje de la señora Royal con la cola mojada. Emily detestaba a Chu-Chin. Era un alivio detestar al perro, ya que todavía no se atrevía a detestar a la señorita Royal. Pero deseaba estar a mil kilómetros de distancia. ¡Ah, si al menos no tuviera en el regazo aquel paquete de manuscritos! ¡Era tan evidente su contenido! Nunca se atrevería a enseñarle ni uno solo a la señorita Royal. ¿Era aquella indignada emperatriz la que había escrito aquella cariñosa carta? Imposible creerlo. Esto era una pesadilla. Su sueño se había cumplido con creces. Se sentía vulgar, prosaica, ignorante, desaliñada y… ¡joven! ¡Ay, demasiado joven!

Los minutos pasaban, tal vez no fueran tantos, pero a Emily le parecieron horas. Tenía la boca seca y el cerebro paralizado. No se le ocurría absolutamente nada que decir. Le pasó por la cabeza una espantosa sospecha: que, después de escribir la carta, la señorita Royal se había enterado del chisme sobre la noche en la vieja casa de John y que su cambio de actitud era el resultado.

En su angustia, Emily se agitaba en la silla hasta que se le cayó al suelo el paquete con los manuscritos. Se agachó para recuperarlos. En el mismo momento Chu-Chin dio un salto tremendo desde el diván hasta el paquete. Las patas embarradas se engancharon en las violetas del sombrero de Emily y las arrancaron. Emily soltó el paquete y aferró el sombrero. Chu-Chin dejó la violetas y saltó sobre el paquete. Entonces, sosteniéndolo en la boca, salió corriendo por la puerta-ventana que daba al jardín.

«Ay, qué alivio sería poder tirarme del pelo», pensó Emily, con violencia.

Ese diabólico chow se había llevado su último, su mejor cuento y varios poemas selectos. El cielo sabía lo que haría con ellos. Supuso que no volvería a verlos. Pero al menos, por fortuna, no tendría que mostrárselos a la señorita Royal.

A Emily ya no le importaba si la señorita Royal estaba de mal humor o no. Ya no deseaba complacerla: una mujer que permite que su perro se porte así con una visita y no es capaz de reprenderlo… Es más, parecía divertirse con sus travesuras. Emily estaba segura de haber detectado la sombra de una sonrisa en el rostro arrogante de la señorita Royal, cuando miró las violetas destrozadas, esparcidas por el suelo.

De pronto, a Emily recordó al padre de John el Altivo que, según le habían contado, tenía la costumbre de decir a su esposa:

—Cuando la gente trate de humillarte, Bridget, presenta batalla.

Emily presentó batalla.

—Qué perro tan juguetón —dijo con sarcasmo.

—Mucho —admitió la señorita Royal.

—¿No le parece que un poco de disciplina le iría bien? —preguntó Emily.

—No, no lo creo —contestó la señorita Royal, meditabunda.

Chu-Chin volvía en aquel momento, brincó por la habitación, tiró de un coletazo un florero de cristal que había sobre una banqueta, olfateó los fragmentos que quedaron y volvió a subirse al diván, donde se quedó sentado, jadeando, como diciendo: «¡Qué buen perrito soy!».

Emily cogió la libreta y un lápiz.

—El señor Towers me ha enviado a entrevistarla —dijo.

—Eso tengo entendido —replicó la señorita Royal, sin apartar ni por un segundo los ojos de su adorado chow.

Emily: ¿Puedo molestarla con algunas preguntas?

Señorita Royal, con exagerada amabilidad: Encantada.

Chu-Chin, que había recuperado el aliento, saltó del diván y salió corriendo por las puertas plegables entreabiertas que daban al comedor.

Emily, consultando una libreta y preguntando, temeraria, la primera cuestión anotada en ella: ¿Cuál piensa que será el resultado de las elecciones electorales de este otoño?

Señorita Royal: Nunca pienso en ello.

Emily, con los labios apretados, escribe en la libreta: «Nunca piensa sobre ello». Reaparece Chu-Chin, atraviesa corriendo la sala y sale al jardín, llevando en la boca un pollo asado.

Señorita Royal: Ahí va mi cena.

Emily, tildando la primera pregunta: ¿Hay alguna probabilidad de que el Congreso de los Estados Unidos considere favorablemente las recientes propuestas de reciprocidad del Gobierno canadiense?

Señorita Royal: ¿El gobierno canadiense ha hecho alguna propuesta? No me había enterado.

Emily escribe: «No se había enterado». La señorita Royal se ajusta los quevedos.

Emily, pensando: «Con una barbilla y una nariz como las tuyas te vas a parecer mucho a una bruja cuando seas vieja».

Dice: ¿Opina usted que la novela histórica ha pasado de moda?

Señorita Royal, lánguida: Siempre dejo mis opiniones en casa cuando salgo de vacaciones.

Emily escribe: «Siempre deja sus opiniones en su casa cuando sale de vacaciones», y desea salvajemente poder escribir su propia descripción de esta entrevista, pero el señor Towers se negaría a publicarla. Luego se consuela recordando que tiene un cuaderno sin empezar en su casa y obtiene un maligno placer al pensar en lo que va a escribir en él esa noche. Entra Chu-Chin. Emily se pregunta si ha podido comerse el pollo tan rápido. Chu-Chin, sintiendo evidentemente la necesidad de algún postre, se sirve uno de los tapetes de ganchillo de la señora Royal, se mete debajo del piano con él y se dedica a masticarlo concienzudamente.

Señorita Royal, fervientemente: ¡Qué perro tan delicioso!

Emily, inspirada súbitamente: ¿Qué piensa de los perros chow?

Señorita Royal: Que son las criaturas más encantadoras del mundo.

Emily, para sí misma: «Así que se ha traído una opinión». Para la señorita Royal: A mí no me gustan.

Señorita Royal, con una sonrisa helada: Es evidente que su gusto en lo que hace a perros es muy diferente del mío.

Emily, para sí misma: «Cómo me gustaría que estuviera Ilse aquí para insultarla en mi nombre».

Una gran gata grávida pasa por la puerta, del lado de fuera. Chu-Chin sale de un salto de debajo del piano, acelera entre las patas de un alto soporte para plantas y persigue a la gata, que sale volando. El soporte se cae al suelo con gran estruendo y las hermosas begonias de la señora Royal caen deshechas al suelo, entre un montón de tierra y de cerámica rota.

Señorita Royal, con indiferencia: ¡Pobre tía Ángela! Esto le causará un gran dolor.

Emily: Pero no importa, ¿verdad?

Señorita Royal, con amabilidad: No, claro que no.

Emily, consultando la libreta: ¿Ha encontrado muchos cambios en Shrewsbury?

Señorita Royal: Encuentro muchos cambios en las personas. La generación joven no me impresiona favorablemente.

Emily escribe. Chu-Chin vuelve a aparecer, evidentemente ha perseguido a la gata a través de más charcos de barro, y sigue comiéndose el tapete, debajo del piano.

Emily cerró la libreta y se puso de pie. No pensaba prolongar esta entrevista ni por mil señores Tower. Parecía un joven ángel, pero pensaba cosas terribles. Y detestaba a la señorita Royal, ¡ay, cómo la detestaba!

—Gracias, eso es todo —dijo, con una altivez que no tenía nada que envidiar a la de la señorita Royal—. Lamento haberla entretenido tanto tiempo. Buenas tardes.

Hizo una pequeña inclinación de cabeza y salió al vestíbulo. La señorita Royal la siguió hasta la puerta de la sala.

—¿No sería mejor que se llevara a su perro, señorita Starr? —preguntó, con mucha dulzura.

Emily interrumpió el movimiento de cerrar la puerta delantera y miró a la señorita Royal.

—¿Cómo dice?

—He dicho que si no sería mejor que se llevara a su perro.

—¿Mi perro?

—Sí. No ha terminado de comerse el tapete, así que puede llevárselo también. De todas formas, a la tía Ángela ya no le va a servir de mucho.

—No… no es… mi perro —farfulló Emily.

—¿Qué no es su perro? ¿Pero entonces de quién es? —preguntó la señorita Royal.

—Yo… pensé que era suyo, que era su chow —respondió Emily.