CAPÍTULO VEINTIUNO

Más espesa que el agua

Emily no durmió hasta que fue casi de mañana. La tormenta había cesado y el paisaje que envolvía la vieja casa de John tenía un aspecto espectral a la luz de la luna cuando por fin cayó en un sopor, con un delicioso sentimiento de realización, porque había terminado de pensar su historia. Ahora no quedaba más que anotar un boceto en el cuaderno. No se sentiría segura hasta que no lo tuviera por escrito. No intentaría escribirla todavía, al menos no hasta dentro de unos años. Debía esperar a que el tiempo y la experiencia hicieran de su pluma un instrumento capaz de hacerle justicia a su idea, porque una cosa es atrapar una idea en una noche de éxtasis y otra muy diferente es ponerla por escrito de manera tal que reproduzca una décima parte de su encanto y significación originales.

A Emily la despertó Ilse, sentada en la esquina de la cama, pálida y enclenque, pero con los ojos color ámbar llenos de su inconquistable risa.

—Bien, he dormido hasta que se me ha pasado el efecto de mi orgía, Emily Starr. Y esta mañana mi estómago ha amanecido bien. El whisky de Malcolm me lo curó, aunque creo que el remedio es peor que la enfermedad. Supongo que te preguntarás por qué no quería hablar anoche.

—Pensé que estabas demasiado borracha para hablar —dijo Emily, con inocencia.

Ilse rió.

—Estaba demasiado borracha para no hablar. Cuando llegué al sofá, Emily, se me había pasado el mareo y quería hablar, ¡ay, por Dios, cómo quería hablar! Y quería decir las cosas más tontas y contar todo lo que he sabido o pensado en mi vida. Tuve el suficiente buen juicio para saber que no debía decir esas cosas o quedaría como una tonta el resto de mis días, y supe que si decía una sola palabra sería como sacarle el corcho a una botella: lo diría todo. Así que cerré la boca y no dije ni esa primera palabra. Me da un escalofrío pensar en las cosas que pude haber dicho, y delante de Perry. Nunca vas a pescar a tu querida Ilse volviendo a emborracharse, a partir de este día me he reformado.

—Lo que no entiendo —dijo Emily— es cómo una dosis tan pequeña de cualquier cosa pudo haberte dado vuelta la cabeza.

—Ah, bien, tú sabes que mamá era una Mitchell. Es un hecho conocido que los Mitchell no pueden tomar una cucharadita de alcohol sin emborracharse. Es un rasgo de familia. Bien, arriba, amor mío, dulce criatura. Los chicos están haciendo fuego y Perry dice que podemos preparar una buena comida con el cerdo, las judías y las galletas. Tengo tanta hambre que me comería las latas.

Mientras buscaba sal en la despensa, Emily hizo un gran descubrimiento. En la parte más alejada del estante más alto había un montón de libros polvorientos, probablemente de los tiempos de John y Almira Shaw, diarios, almanaques, libros contables, todos viejos y llenos de moho. A Emily se le cayó todo el montón al suelo y, mientras los recogía, vio que uno de los libros era un viejo álbum de recortes. Se le había salido una hoja. Mientras la colocaba en su lugar, sus ojos se posaron sobre un poema pegado. Lo cogió y se le agitó la respiración. ¡Una leyenda de Abegweit, el poema con el que Evelyn había ganado el premio! Allí estaba, en el viejo álbum de recortes amarillento, de hacía veinte años, palabra por palabra, excepto que Evelyn le había cortado dos versos para que tuviera el largo obligatorio.

«Y quitó los dos mejores —pensó Emily, despectiva—. ¡Típico de Evelyn! No tiene el menor criterio literario».

Emily volvió a dejar los libros en el estante, pero se guardó la hoja suelta en el bolsillo y comió su desayuno con aire abstraído. Entonces ya había hombres en los caminos, abriendo sendas. Perry y Teddy encontraron una pala en el granero y pronto tuvieron una senda abierta para abandonar el refugio. Por fin llegaron a casa, después de un recorrido lento pero sin inconvenientes, donde encontraron a los habitantes de la Luna Nueva bastante preocupados por lo que pudiera haberles ocurrido y bastante horrorizados cuando se enteraron de que habían tenido que pasar la noche en la vieja casa de John.

—Podríais haber muerto de frío —dijo Elizabeth, con severidad.

—Bueno, no había alternativa. Era eso o morirse por congelamiento en el camino —replicó Emily, y no se habló más al respecto. Ya que habían regresado a casa sanos y salvos y nadie se había resfriado siquiera, ¿qué más había que decir? Ésa fue la manera de verlo de la Luna Nueva.

La manera de Shrewsbury fue algo diferente. Pero la manera de Shrewsbury no fue patente de inmediato. Ya el lunes de noche, la historia se conocía en todo Shrewsbury: Ilse la contó en el colegio y describió su orgiástica borrachera con gran espíritu y vivacidad, entre las carcajadas de sus compañeras de clase. Emily, que por primera vez había ido esa tarde a visitar a Evelyn Blake, encontró a Evelyn muy contenta con algo.

—Querida, ¿no puedes impedir que Ilse siga contando esa historia?

—¿Qué historia?

—Bueno, ésa de la borrachera del viernes, la noche que pasasteis con Teddy Kent y Perry Miller en esa vieja casa de Derry Pond —soltó Evelyn, con mucha suavidad.

Emily se ruborizó. Había algo en el tono de Evelyn… el hecho inocente parecía haber adquirido, de pronto, tonalidades de un significado siniestro. ¿Estaba siendo Evelyn deliberadamente insolente?

—No sé por qué no iba a contarla —dijo Emily, con frialdad—. Para ella fue una buena broma.

—Pero ya sabes que la gente habla —insistió Evelyn, amable—. Fue todo algo… desafortunado. Claro que no pudisteis evitar quedar atrapados en la tormenta, supongo, pero Ilse va a empeorar las cosas. Es tan indiscreta… ¿Tú no tienes ninguna influencia sobre ella, Emily?

—No he venido a hablar de eso —dijo Emily, cortante—. He venido a enseñarte algo que encontré en la vieja casa de John.

Le enseño la hoja del álbum de recortes. Durante un instante, Evelyn la miró sin entender. La cara se le manchó de púrpura en el acto. Hizo un gesto involuntario como para coger el papel, pero Emily lo apartó rápidamente. Sus ojos se encontraron. En aquel momento Emily sintió que por fin estaban empatadas.

Esperó a que hablara Evelyn. Después de unos momentos, Evelyn habló… con gesto sombrío.

—¿Y? ¿Qué vas a hacer al respecto?

—Todavía no lo tengo decidido —contestó Emily.

Los ojos rasgados, castaños y traicioneros de Evelyn se elevaron hasta el rostro de Emily con una expresión ladina, sondeándola.

—Supongo que se la llevarás al doctor Hardy y me avergonzarás delante de todo el colegio.

—Bueno, te lo mereces, ¿no? —dijo Emily, juiciosa.

—Yo… yo quería ganar ese premio porque papá me prometió un viaje a Vancouver el verano próximo si lo ganaba —murmuró Evelyn, desmoronándose de pronto—. Estaba… loca por ir. Ay, por favor no me traiciones, Emily, papá se va a poner furioso. Te… te doy la colección de Parkman… soy capaz de hacer cualquier cosa, pero no…

Evelyn se echó a llorar. A Emily no le gustó el espectáculo.

—No quiero tu colección —dijo, desdeñosa—. Pero hay una cosa que tienes que hacer. Vas a confesar delante de la tía Ruth que fuiste tú y no Ilse la que me pintó el bigote el día del examen de lengua.

Evelyn se secó las lágrimas y tragó saliva.

—Eso fue solamente una broma —dijo, sollozando.

—No era una broma porque mentiste —dijo Emily, con firmeza.

—Eres tan… tan brusca. —Evelyn buscó un pedacito seco en el pañuelo y lo encontró—. Era una broma. Volví corriendo del Shoppe para hacerlo. Pensé que te mirarías en el espejo cuando te levantaras, por supuesto. Nunca se me ocurrió que ibas a irte así a clase. Y no sabía que tu tía se lo había tomado tan a pecho. Por supuesto… se lo diré… pero tú… tú…

—Escríbelo y fírmalo —dijo Emily, sin piedad.

Evelyn lo escribió y lo firmó.

—Ahora me vas a dar… eso —rogó, con un gesto de súplica hacia la hoja del álbum de recortes.

—Ah, no, esto me lo quedo yo —dijo Emily.

—¿Y qué seguridad tengo yo de que algún día, después de todo, no lo cuentes? —preguntó Evelyn.

—Tienes la palabra de una Starr —afirmó Emily, altiva.

Salió con una sonrisa. Por fin había ganado aquel largo duelo. Y llevaba en la mano lo que por fin limpiaría a Ilse ante los ojos de la tía Ruth.

La tía Ruth resopló bastante leyendo la nota de Evelyn y se sintió inclinada a hacer preguntas sobre cómo la había conseguido Emily. Pero dado que no obtuvo satisfacciones de su parte al respecto y sabiendo que Allan Burnley había estado enfadado con ella desde que desterró a su hija, se alegró en secreto de tener una excusa para levantar la prohibición.

—Muy bien. Te dije que Ilse podía venir cuando pudieras probar a mi entera satisfacción que ella no te había hecho aquella broma. Lo has probado, y yo mantengo mi promesa. Soy una mujer justa —concluyó la tía Ruth, que era, tal vez, la mujer más injusta de la tierra en esos tiempos.

Hasta allí, todo bien. Pero si Evelyn quería venganza, la disfrutó al máximo en las tres semanas siguientes, sin mover un dedo ni abrir la boca para conseguirla. Todo Shrewsbury ardía con el chisme de la noche de la tormenta: insinuaciones, distorsiones, mentiras absolutas. Emily fue tan humillada en el té de Janet Thompson que se fue a su casa, blanca de abatimiento. Ilse estaba furiosa.

—No me importaría si me hubiera emborrachado y me hubiera divertido como una loca —dijo, dando una patada en el suelo—. Pero no me emborraché lo suficiente para disfrutarlo, sino lo suficiente para sentirme una tonta. Hay momentos, Emily, en los que siento que me encantaría ser gato y que todas estas viejas damas de Shrewsbury fueran ratones. Pero mantengamos la sonrisa. En realidad, no me importan un rábano. Esto va a pasar pronto. Pelearemos.

—No se puede pelear contra las insinuaciones —dijo Emily, amargamente.

A Ilse no le importaba, pero a Emily le importaba muchísimo. El orgullo de los Murray sufría insoportablemente. Y sufría más, a medida que pasaba el tiempo. Apareció una nota burlesca sobre la noche de la tormenta en un diario de mala muerte que se publicaba en un pueblo del interior y que se proveía de notas «jugosas» enviadas desde todas las provincias marítimas. Nadie confesaba haberlo leído, pero casi todo el mundo sabía lo que decía, excepto la tía Ruth, que no habría tocado ese diario ni con pinzas. No se daban nombres, pero todo el mundo sabía a quién se hacía referencia y no había lugar a error sobre el matiz venenoso del asunto. Emily creyó morir de vergüenza. Y lo peor es que era todo tan vulgar, tan espantoso, que había hecho de aquella hermosa noche de risas, revelaciones y creación entusiasta en la vieja casa de John algo vulgar y espantoso. Pensó que sería para siempre un recuerdo hermoso. ¡Y ahora eso!

Teddy y Perry querían matar a alguien, pero ¿a quién podían matar? Como les advirtió Emily, cualquier cosa que dijeran o hicieran sólo empeoraría las cosas. Ya estaban bastante mal después de la publicación de la nota. Emily no fue invitada al baile de Florence Black de la semana siguiente: el gran acontecimiento social del invierno. Fue excluida de la fiesta de esquí de Hattie Denoon. Varias de las matronas de Shrewsbury no la miraban cuando la encontraban por la calle. Otras la colocaban a kilómetros de distancia a fuerza de una cortesía helada. Algunos muchachos se volvieron extrañamente atrevidos con sus miradas y sus modales. Uno de ellos, a quien ella no conocía, le habló una tarde en el Correo. Emily se volvió y lo miró. Aplastada, humillada como estaba, seguía siendo la nieta de Archibald Murray. El desdichado joven no se recuperó ni supo donde se encontraba hasta que estuvo a tres manzanas más allá de correos. Hasta el día de la fecha no ha olvidado cómo miraban los ojos de Emily Byrd Starr cuando se enfadaba.

Pero incluso la mirada Murray, si bien podía demoler a un ofensor concreto, no podía suprimir historias escandalosas. Ella sentía, de forma malsana, que todo el mundo las creía. Le contaron que la señorita Percy, de la biblioteca, dijo que siempre había desconfiado de la sonrisa de Emily Starr, que siempre había estado segura de que era deliberadamente provocativa y seductora. Emily sintió que ella, como el pobre rey Enrique, no volvería a sonreír. La gente recordaba que la anciana Nancy Priest había sido bastante coqueta hacía setenta años y… ¿no había habido un escándalo que involucraba a la misma señora Dutton cuando era casi una niña? Lo que se hereda… no sé si soy clara. La madre se había fugado con el novio, ¿no? ¿Y la madre de Ilse? Claro que se había matado al caerse en el viejo pozo de Lee pero ¿quién sabía qué habría sido capaz de hacer de no haberse matado? También estaba la vieja historia de cuando se bañaron au naturel en la playa de Blair Water. Para resumir, las niñas decentes no tienen tobillos como los de Emily. Sencillamente, no.

Hasta el inofensivo e innecesario Andrew había dejado de ir de visita los viernes. Aquello dolía. Emily consideraba a Andrew un aburrido y odiaba sus visitas los viernes. Siempre había pensado mandarlo a pasear apenas él le diera la oportunidad. Pero, atención, que Andrew se fuera a paseo por decisión propia tenía un sabor muy diferente. Emily apretaba los puños cuando se acordaba.

Un amargo informe llegó a sus oídos, en el sentido de que el director Hardy había dicho que Emily tendría que renunciar a la presidencia de tercer año. Emily levantó la cabeza.

—¿Renunciar? ¿Confesar la derrota y admitir la culpa? ¡Jamás!

—Me encantaría cortarle la cabeza a ese hombre —dijo Ilse—. Emily Starr, no te dejes amilanar por esto. ¿Qué importa lo que piensen toda esa cantidad de burros enclenques? Por este acto los ofrezco a los dioses del infierno. Dentro de un mes van a tener las bocas llenas de alguna otra cosa y se olvidarán de esto.

—Yo no voy a olvidarlo jamás —replicó Emily, con apasionamiento—. Hasta el día de mi muerte recordaré la humillación de estas semanas. Y ahora, Ilse, la señora Tolliver me escribió para pedirme que deje mi puesto en el mercadillo de St. John’s.

—¡Emily, no!

—Emily, sí. Claro que lo disimula con una excusa, aduciendo que quiere el puesto para una prima de Nueva York que va a venir a visitarla, pero yo entiendo. Y me llama «querida señorita Starr», cuando hace unas semanas era «queridísima Emily». Todo el mundo en St. John’s sabrá por qué me han pedido que me retire. Y pensar que casi se puso de rodillas para que la tía Ruth me permitiera atender el puesto. La tía Ruth no quería.

—¿Qué dice la tía Ruth de esto?

—Ay, eso es lo peor, Ilse. Ahora tendrá que enterarse. No ha oído ni una palabra, porque ha estado en cama con ciática. He vivido aterrorizada por si se entera, porque sé que va a ser espantoso. Ahora ha empezado a salir, así que pronto se enterará, seguro. Y yo no tengo el estado de ánimo de enfrentarme a ella, Ilse. Ay, todo esto parece una pesadilla.

—En esta ciudad tienen unas mentes mezquinas, estrechas, maliciosas y burras —soltó Ilse, y de inmediato se sintió consolada. Sin embargo, Emily no podía aliviar su espíritu torturado con una serie selecta de adjetivos. Tampoco podía escribir su dolor y así liberarse de él. No hubo más notas en su cuaderno, ni más comentarios en su diario, ni más cuentos ni poemas nuevos. «El destello» ya no venía, no volvería nunca. Jamás volvería a haber maravillosos momentos secretos de percepción y creación que nadie podía compartir. La vida se había vuelto enjuta y pobre, manchada y desagradable. No había belleza en nada, ni siquiera en las soledades de un blanco dorado en la Luna Nueva, cuando iba a casa a pasar el fin de semana. Ansiaba irse a casa, donde nadie pensaba mal de ella. Nadie en la Luna Nueva había oído una palabra de lo que se comentaba en Shrewsbury. Pero aquella misma ignorancia torturaba a Emily. Pronto lo sabrían, se sentirían heridos y agraviados por el hecho de que una Murray, aunque fuera inocente, se hubiera convertido en blanco del escándalo. ¿Y quién sabía cómo tomarían el incidente de Ilse con el whisky de Malcolm? Para Emily era casi un alivio volver a Shrewsbury.

Imaginaba calumnias en todo lo que decía el director Hardy; insultos encubiertos en cada comentario o mirada de sus compañeros de clase. Sólo Evelyn Blake se colocaba en la posición de su amiga y defensora, y ésta era la herida más dolorosa de todas. Emily no sabía si detrás de la postura de Evelyn había miedo o malicia, pero lo que sí sabía era que la parodia de Evelyn de amistad, lealtad y firme fe frente a una evidencia abrumadora era algo que parecía mancillarla más que todos los chismes. Evelyn le aseguraba a todo el que quería escucharla que ella se negaba a creer una palabra contra «la pobre Emily querida». La pobre Emily querida habría disfrutado alegremente viéndola ahogarse, o eso sentía.

Entretanto, la tía Ruth, que había estado varias semanas confinada en su casa por la ciática y estaba tan malhumorada que ni amigos ni enemigos osaron darle a entender una palabra sobre los chismes referidos a su sobrina, comenzaba a darse cuenta. La ciática se había ido y había dejado libre sus facultades para concentrarse en otras cosas. Recordó que el apetito de Emily hacía días que no era bueno y sospechó que no había estado durmiendo bien. Apenas se le ocurrió esta sospecha, la tía Ruth entró en acción. En su casa no se tolerarían preocupaciones secretas.

—Emily, quiero saber qué te pasa —exigió una tarde de sábado cuando Emily, pálida y apática, con ojeras violeta debajo de los ojos, no había comido casi nada durante el almuerzo.

A Emily le subió un poco de color a la cara. La hora temida había llegado. Debía contárselo todo a la tía Ruth. Y Emily sintió que no tenía ni el valor para soportar las subsiguientes preguntas molestas ni el espíritu para enfrentarse a los porqués y los dónde de la tía Ruth. Sabía a la perfección cómo sería todo: horror por el episodio de la vieja casa de John, como si alguien hubiera podido evitarlo; irritación por los chismes, como si Emily fuera la responsable; comentarios insistentes sobre el hecho de que ella siempre había esperado algo así; y luego intolerables semanas de recordatorios y alusiones. Emily sintió una especie de náusea mental ante la perspectiva. Durante un minuto no pudo hablar.

—¿Qué has hecho? —insistió la tía Ruth.

Emily apretó los dientes. Era insoportable, pero debía soportarlo. Debía contarle la historia, lo único que podía hacer era contarla lo antes posible.

—No he hecho nada malo, tía Ruth. Sólo algo que ha sido malentendido.

La tía Ruth resopló. Pero escuchó la historia de Emily sin interrumpir. Emily la contó lo más brevemente que pudo, sintiéndose un delincuente en el banquillo de los acusados con la tía Ruth de juez, jurado y fiscal, todo en uno. Cuando terminó, permaneció en silencio, esperando algún comentario característico de la tía Ruth.

—¿Y ahora por qué arman tanto lío? —preguntó la tía Ruth.

Emily no supo exactamente qué decir. Se quedó mirando a su tía.

—Piensan… piensan y dicen… todo tipo de cosas horribles —balbuceó—. Es que… aquí, en Shrewsbury, con la protección de la ciudad, no se dieron cuenta de lo seria que fue la tormenta. Y, además, cada uno que repitió la historia le añadió algo. Cuando lo supo todo Shrewsbury habíamos estado todos borrachos.

—Lo que me exaspera —dijo la tía Ruth— es pensar por qué lo contasteis en Shrewsbury. ¿Por qué diablos no mantuvisteis la boca cerrada?

—Eso habría sido ser reservado. —El demonio de Emily la urgió a decirlo. Ahora que había contado la historia sintió un brote de espíritu que fue casi una carcajada.

—¡Reservado! Habría sido sentido común —bramó la tía Ruth—. Claro que Ilse no podía mantener la boca cerrada. Te he dicho mil veces, Emily, que una amiga tonta es diez veces más peligrosa que una enemiga. Pero ¿tú por qué te preocupas? Tú tienes la conciencia limpia. El chisme va a parar algún día.

—El director Hardy dice que tendría que renunciar a la presidencia de la clase —dijo Emily.

—¡Jim Hardy! Caramba, su padre fue empleado de mi padre durante años —soltó la tía Ruth en un tono de inefable desprecio—. ¿Puede Jim Hardy suponer que mi sobrina puede comportarse de manera impropia?

Emily no entendía nada. Pensó que estaba soñando. ¿Era la tía Ruth aquella mujer increíble? No podía ser la tía Ruth. Emily se enfrentaba a una de las contradicciones de la naturaleza humana. Aprendía que uno puede pelearse con los parientes, juzgarlos, odiarlos incluso, pero que a pesar de todo hay un lazo que los une. De alguna manera, los nervios y los tendones están unidos a los de ellos. La sangre es siempre más espesa que el agua. Que un extraño atacara, bastaba. La tía Ruth tenía, al menos, una de las virtudes de los Murray: lealtad al clan.

—No te preocupes por Jim Hardy —dijo la tía Ruth—. Pronto arreglaré cuentas con él. Le voy a enseñar a la gente a mantener la boca cerrada cuando se trata de los Murray.

—Pero la señora Tolliver me ha pedido que le deje mi puesto en el mercadillo a su prima —dijo Emily—. ¿Sabes lo que quiere decir eso?

—Yo sé que Polly Tolliver es una arribista y una tonta —replicó la tía Ruth—. Desde que Nat Tolliver se casó con su mecanógrafa, la iglesia St. John’s no ha sido el mismo lugar. Hace diez años, era una muchacha que andaba descalza, corriendo por las callejuelas de Charlottetown. Ni los gatos la saludaban. Ahora se da aires de reina y trata de manejar la iglesia. Ya le voy a cortar las garras. Hace unas semanas estaba muy agradecida por tener una Murray en su puesto. Para ella, era elevarse en el mundo. Polly Tolliver… vaya. ¿Adónde va el mundo?

La tía Ruth subió las escaleras dejando a una atónita Emily mirando monstruos que se desvanecían. La tía Ruth volvió a bajar, pronta para la batalla. Se había quitado los rulos, puesto el mejor sombrero, su mejor vestido de seda negra, el abrigo nuevo de cuero de foca. Así ataviada, atravesó el pueblo rumbo a la residencia de los Tolliver, en la colina. Estuvo allí media hora encerrada con la señora de Nat Tolliver. La tía Ruth era una mujer gorda, baja y pequeña, con aspecto poco elegante y anticuado, a pesar del sombrero nuevo y del abrigo de piel de foca. La señora de Tolliver era la última palabra en moda y elegancia, con su vestido de París, sus impertinentes y sus cabellos bellamente rizados (los rizos comenzaban a ponerse de moda y la señora Tolliver era la primera en Shrewsbury). Pero la victoria del encuentro no estuvo del lado de la señora Tolliver. Nadie sabe qué se dijo en esa notable entrevista. Por cierto que la señora Tolliver no lo contó nunca. Pero cuando la tía Ruth salía de la casa, la señora Tolliver aplastaba su traje parisino y sus ondas entre los almohadones del diván, mientras lloraba lágrimas de ira y de humillación, y la tía Ruth llevaba en su manguito una nota dirigida a la «querida Emily», escrita por la señora Tolliver, rogándole que tuviera la gentileza de atender el puesto como se había planeado originalmente. El siguiente entrevistado fue el doctor Hardy y otra vez para la tía Ruth fue llegar, ver y vencer. La criada de la casa de los Hardy oyó y repitió una frase de la entrevista, aunque nadie nunca creyó que la tía Ruth fuera en verdad capaz de decirle al digno doctor Hardy:

—Yo sé que eres un tonto, Jim Hardy, pero, por lo que más quieras, ¡disimula aunque sea por cinco minutos!

No, era posible. Claro, la criada lo inventó.

—No vas a tener muchos problemas más, Emily —dijo la tía Ruth al volver a casa—. Polly y Jim tienen el buche lleno. Cuando la gente te vea en el mercadillo se darán cuenta en seguida de hacia dónde sopla el viento y van a acomodar las velas en la misma dirección. Tengo algunas cositas que decirles a otros personajes, lo que haré cuando se presente la oportunidad. El mundo ha de estar muy chiflado si dos muchachos y dos chicas decentes no pueden escapar de la muerte por congelación sin que se los calumnie. No pienses en este tema ni un segundo más, Emily. Recuerda que tienes el respaldo de tu familia.

Emily fue al espejo cuando la tía Ruth se fue abajo. Lo puso en el ángulo apropiado y sonrió a Emily del espejo, le dirigió una sonrisa lenta, provocativa, seductora.

«¿Dónde habré puesto mi cuaderno? —pensó Emily—. Tengo que agregarle algunos toques a mi boceto sobre la tía Ruth».