CAPÍTULO VEINTE

En la vieja casa de John

Cuando La mujer que le dio una azotaina al rey fue aceptado y publicado por una revista de Nueva York de cierta reputación, se produjo una gran sensación en Blair Water y en Shrewsbury, en especial, cuando pasó de boca en boca la increíble noticia de que a Emily le habían pagado cuarenta dólares. Por primera vez, su clan comenzó a ver su manía de escritora con cierto grado de seriedad y por fin la tía Ruth abandonó para siempre toda alusión al tiempo perdido. La aceptación llegó en un momento psicológico en que las arenas de la fe de Emily estaban muy bajas. Durante todo el otoño y todo el invierno habían estado devolviéndole material, excepto dos revistas cuyos directores evidentemente creían que la literatura tenía su recompensa en sí misma y estaba más allá de degradantes consideraciones monetarias. Al principio, ella siempre se molestaba mucho cuando un poema o un cuento con los que había sufrido volvía con unas de esas notas de rechazo o algunas palabras de débil elogio, los rechazos con un «pero», los llamaba Emily, y los odiaba más que los impresos. Las lágrimas de la decepción eran inevitables. Pero, pasado un cierto tiempo, se endureció y no le importaba… demasiado. Sólo le dirigía una mirada Murray a la nota de rechazo y decía «triunfaré». Y nunca, en ningún momento, tuvo realmente dudas de que así sería. En lo profundo, en lo más profundo de sí, algo le decía que ya le llegaría la hora. De modo que, aunque por el momento se encogía ante cada rechazo, como ante un latigazo, se sentaba y se ponía a escribir otro cuento.

No obstante, su voz interior se había debilitado un poco frente a tantas desilusiones. La aceptación de La mujer que le dio una azotaina al rey de pronto volvió a elevarla a un gozoso pedestal de certeza. El cheque significaba mucho, pero haber tomado por asalto esa editorial significaba mucho más. Sintió que, sin duda, había puesto el pie en un estribo. El señor Carpenter le dijo, riendo, que en realidad era «absolutamente bueno».

—Lo mejor del cuento le pertenece a la señora McIntyre —dijo Emily, con pesar—. No puedo llamarlo mío.

—El marco es tuyo y lo que añadiste armoniza a la perfección con tu base. Y no lo puliste demasiado, eso deja ver al artista. ¿No te sentiste tentada de hacerlo?

—Sí. En muchas partes pensé que podía mejorarlo.

—Pero no lo intentaste, por eso es tuyo —insistió el señor Carpenter, y la dejó que dilucidara sola el significado de sus palabras.

Emily gastó treinta y cinco de sus dólares con tanta prudencia que ni siquiera la tía Ruth pudo poner objeciones. Pero con los cinco restantes se compró una colección de Parkman. Era una colección mucho mejor que la del premio (que el donante en realidad había elegido de una lista de pedidos por correo) y Emily se sintió mucho más orgullosa de ella que sí hubiera sido la del premio. Después de todo, era mejor ganarse uno mismo las cosas. Emily todavía tiene esos Parkman, algo desvaídos ya, pero más preciosos para ella que cualquier otro libro de su biblioteca. Durante algunas semanas, estuvo muy feliz y de buen humor. Los Murray estaban orgullosos de ella, el director Hardy la había felicitado y una recitadora local de cierto renombre había leído su cuento en un concierto en Charlottetown. Y, lo más maravilloso de todo, un lector desconocido de México le había escrito una carta en la que le contaba del placer que le había proporcionado La mujer que le dio una azotaina al rey. Emily leyó y releyó la carta hasta sabérsela de memoria y dormía con ella debajo de la almohada. No ha habido carta de amor tratada con tanta ternura.

Pero entonces vino el asunto de la vieja casa de John como vienen las nubes de una tormenta para oscurecer su cielo despejado.

Un viernes por la noche había un concierto y una «reunión social» en Derry Pond y le habían pedido a Ilse que recitara. El doctor Burnley llevó a Ilse, Emily, Perry y Teddy en su gran trineo doble y disfrutaron mucho los trece kilómetros a través de la nieve blanda que comenzaba a caer. Cuando terminó el concierto, llamaron al doctor Burnley. Había un caso de una enfermedad muy seria en una casa de Derry Pond. El doctor fue y le dijo a Teddy que se ocupara de llevar al grupo de regreso a casa. El doctor Burnley no se anduvo con rodeos. En Shrewsbury y en Charlottetown tenían reglas muy estúpidas sobre el acompañamiento que deben tener las señoritas, pero éstas no funcionaban en Blair Water. Teddy y Perry eran chicos decentes, Emily era una Murray, Ilse no era ninguna tonta. El doctor lo habría resumido de esa manera si se hubiera tomado la molestia de pensarlo.

Cuando terminó el concierto, se fueron a casa. Nevaba mucho y se estaba levantando viento, pero los primeros cinco kilómetros se hicieron entre la protección de los árboles y no resultaron desagradables. Había una belleza salvaje y extraña en las hileras de árboles cubiertos por la nieve, erguidos a la pálida luz de la luna, detrás de las nubes de tormenta. Los cascabeles del trineo se reían del alarido del viento. Teddy manejaba sin dificultad los caballos del médico. Una o dos veces Emily tuvo la sospecha de que usaba sólo un brazo para guiarlos. Se preguntó si él se habría dado cuenta de que por primera vez ella llevaba los cabellos de verdad recogidos, en un suave «peinado griego» debajo del sombrero rojo. Emily volvió a pensar que había algo encantador en una tormenta.

Pero, cuando dejaron atrás los bosques, comenzaron los problemas. La tormenta se abatió sobre ellos con toda su furia. El camino de invierno atravesaba los campos, doblando, curvándose, bordeando bosquecitos de abetos, un camino «capaz de romperle la columna vertebral a una víbora», como dijo Perry. El sendero estaba casi borrado por la nevada y los caballos se enterraban hasta la rodilla. Habían recorrido menos de dos kilómetros cuando Perry silbó, desolado.

—No podremos llegar a Blair Water esta noche, Ted.

—Tenemos que llegar a algún lado —gritó Ted—. No podemos acampar aquí. Y no hay ninguna casa hasta que retomemos el camino de verano, pasando la colina de Shaw. Cubríos con las capas, chicas. Emily, mejor ve atrás con Ilse, y que Perry venga conmigo.

Se hizo el cambio. Emily ya no pensaba que las tormentas fueran tan encantadoras. Perry y Teddy estaban, los dos, muy alarmados. Sabían que los caballos no podían seguir mucho más lejos con esa profundidad de nieve (el camino de verano pasando la colina de Shaw estaría bloqueado) y hacía muchísimo frío en las altas colinas desiertas que había entre los valles de Derry Pond y Blair Water.

—Si al menos pudiéramos llegar a casa de Malcolm Shaw… —murmuró Perry.

—Nunca llegaremos tan lejos. La colina de Shaw, en esta época, está llena de nieve hasta el tope de los cercos —dijo Teddy—. Ahí está la vieja casa de John. Podríamos quedarnos aquí.

—Fría como un granero —dijo Perry—. Las chicas se van a congelar. Tenemos que tratar de llegar a casa de Malcolm.

Cuando los caballos llegaron al camino de verano, los muchachos advirtieron que la colina de Shaw estaba imposible. Todo rastro del sendero estaba borrado por la nieve que cubría los topes de los cercos. Había postes de teléfonos caídos, atravesados en el camino, y un inmenso árbol caído había cerrado el paso.

—No podemos hacer otra cosa que volver a la vieja casa de John —dijo Perry—. No podemos seguir vagando por el campo, en medio de esta tormenta, buscando la manera de llegar a casa de Malcolm. Nos atascaremos y moriremos congelados.

Teddy hizo girar los caballos. La nieve estaba más espesa que nunca. Cada minuto que pasaba aumentaba la ventisca. El sendero había desaparecido por completo y, de haber estado muy lejos, nunca habrían encontrado la vieja casa de John. Por suerte, estaba cerca, y después de un último esfuerzo a través de la nieve durante el cual los muchachos tuvieron que bajarse y avanzar a pie, llegaron a la relativa calma del claro, en medio de los bosques de abetos jóvenes donde estaba la vieja casa de John.

La «vieja casa de John» ya era vieja cuando, cuarenta años antes, John Shaw se había mudado a ella con su joven esposa. Ya entonces era un lugar solitario, alejado del camino, y rodeado casi por completo de bosques de abetos. John Shaw había vivido cinco años allí, hasta que su esposa murió, y entonces le vendió la granja a su hermano Malcolm y se fue al oeste. Malcolm trabajó la tierra y mantuvo el pequeño granero en buen estado, pero la casa no se había ocupado desde entonces, salvo durante algunas semanas en invierno, cuando los hijos de Malcolm acampaban allí para recoger leña. Ni siquiera se cerraba. No se conocían vagabundos y ladrones en Derry Pond. Nuestros náufragos entraron con toda facilidad por la puerta del porche desvencijado y exhalaron un suspiro de alivio al encontrarse a salvo del viento ululante y de la nieve.

—Al menos, no nos vamos a congelar —dijo Perry—. Teddy y yo vamos a ver si metemos los caballos en el granero y volveremos a ver si nos ponemos cómodos. Tengo fósforos y todavía nada ni nadie ha podido conmigo.

A Perry no le fue difícil cumplir sus alardes. La luz de su fósforo dejó ver un par de velas a medio consumir, en unos candeleros chatos, una vieja cocina Waterloo rota y oxidada pero que aún funcionaba, tres sillas, un banco, un sofá y una mesa.

—¿Qué hay de malo en esto? —preguntó Perry.

—Que en casa van a estar muy preocupados, eso es todo —respondió Emily, sacudiéndose la nieve de la ropa.

—La preocupación no los va a matar por una noche —replicó Perry—. Mañana, de alguna manera, llegaremos a casa.

—Mientras tanto, esto es una aventura —dijo Emily—. Tratemos de divertirnos todo lo posible.

Ilse no dijo nada, lo cual era muy raro en ella. Al mirarla, Emily vio que estaba muy pálida y se acordó de que desde que salieron de la sala de conciertos había estado muy callada.

—¿No te sientes bien, Ilse? —preguntó, preocupada.

—Me siento muy mal —contestó Ilse, con una conmovedora sonrisa—. Estoy… estoy descompuesta como un perro —añadió, con más fuerza que elegancia.

—Ay, Ilse…

—No pongas el grito en el cielo —dijo Ilse, impaciente—. No tengo principio de neumonía ni apendicitis. Estoy descompuesta, nada más. Ese pastel que he comido en la sala de conciertos era demasiado pesado. Supongo que me ha revuelto el estómago. Ayyyy…

—Recuéstate en el sofá —le exhortó Emily—. A lo mejor te sientes bien luego.

Ilse, temblando y sintiéndose muy desgraciada, se recostó. Un «estómago revuelto» no es una dolencia ni romántica ni mortal, pero mientras dura basta para dejar sin valor a su víctima.

Los chicos encontraron una caja llena de leña detrás de la cocina y pronto tuvieron un buen fuego encendido. Perry cogió una de las velas y exploró la casita. En un pequeño cuarto que daba a la cocina había una antigua cama de madera con un colchón de soga. La otra habitación, que había sido la sala de Almira Shaw en los viejos tiempos, estaba medio llena de paja. Arriba no había más que vacío y polvo. Pero en la pequeña despensa Perry encontró algunas cosas.

—Hay una lata de cerdo con judías —anunció—, y otra llena de galletas. En ellas veo nuestro desayuno. Supongo que las dejaron los hijos de Shaw. ¿Y qué es esto?

Perry trajo una botellita, la destapó y la olió con gesto solemne.

—Whisky, como pecador que soy. No es mucho, pero alcanza. Aquí tienes tu remedio, Ilse. Tómalo con un poco de agua caliente y en un abrir y cerrar de ojos te dejará el estómago como una seda.

—Del whisky detesto hasta el olor —gimió Ilse—. Papá no bebe nunca, no le gusta.

—Mi tía Tom sí —dijo Perry, como si eso zanjara la cuestión—. Es una cura segura. Prueba y verás.

—Pero no hay agua —objetó Ilse.

—Entonces tendrás que tomarlo solo. Hay apenas dos cucharadas en la botella. Pruébalo. Si no te cura, tampoco te va a matar.

La pobre Ilse de verdad se sentía tan mal que habría tomado cualquier cosa, menos veneno, si creía que había alguna posibilidad de que la aliviara. Arrastrándose, bajo del sofá, se sentó en una silla ante el fuego y tragó su dosis. Era un whisky bueno, fuerte, eso podría haberlo asegurado Malcolm Shaw. Y creo que, en realidad, había más de dos cucharadas en la botella, aunque Perry siempre insistió en que no. Ilse se quedó acurrucada en la silla unos minutos más, luego se levantó y puso una mano insegura sobre el hombro de Emily.

—¿Te sientes peor? —preguntó Emily.

—Estoy… estoy borracha —dijo Ilse—. Ayúdame a volver al sofá, por lo que más quieras. Me tiemblan las rodillas. ¿Quién fue el escocés de Malvern que dijo que él no se emborrachaba, que el whisky se le instalaba en las rodillas? Pero el mío se ha instalado en la cabeza también. Me da vueltas.

Perry y Teddy corrieron a ayudarla y, entre los dos, una Ilse tambaleante llegó a puerto seguro en el sofá.

—¿Podemos hacer algo? —preguntó Emily.

—Ya se ha hecho demasiado —respondió Ilse con solemnidad sobrenatural. Cerró los ojos y no dijo una palabra más en respuesta a ninguna pregunta. Por fin se consideró que lo mejor era dejarla tranquila.

—Va a dormir la borrachera y eso le curará el estómago —explicó Perry.

Emily no podía tomárselo con tanta filosofía. Sólo cuando la respiración rítmica de Ilse, media hora después, probó que estaba de veras dormida, pudo Emily comenzar a saborear el gusto de su «aventura». El viento azotaba la vieja casa y sacudía las ventanas, furioso, porque habían escapado de él. Era muy agradable estar sentado ante el fuego, escuchando la melodía salvaje de una tormenta vencida; muy agradable pensar en la vida desaparecida de la vieja casa muerta en los años en que había estado plena de amor y de risas; muy agradable hablar de reyes y plebeyos con Perry y Teddy, a la luz mortecina de una vela; muy agradable quedarse en silencio mirando el fuego que oscilaba, seductor, sobre la frente nívea de Emily y sobre sus sugestivos ojos sombreados. Una vez, al levantar la mirada de repente, Emily se encontró con que Teddy la miraba de una manera extraña. Durante un momento, sus ojos se encontraron, sólo durante un momento, y sin embargo Emily no pudo seguir siendo dueña de sí misma. Se preguntó, azorada, qué había ocurrido. ¿De dónde venía esa oleada de inimaginable dulzura que parecía apoderarse de ella, en cuerpo y en espíritu? Se estremeció, tuvo miedo. Parecía abrirle tantas vertiginosas posibilidades de cambio… La única idea clara que emergía de su confusión de pensamientos era que quería estar sentada así, con Teddy, junto al fuego, todas las noches de sus vidas ¡y al diablo con las tormentas! No osó volver a mirar a Teddy, pero la conmovía la deliciosa sensación de su cercanía; tenía una aguda conciencia de su estatura alta y erguida, de sus brillantes cabellos negros, de sus luminosos ojos azules oscuros. Siempre había sabido que quería a Teddy más que a ningún otro representante de su sexo, en su entorno conocido, pero esto era algo más que disfrutar de estar juntos, esta sensación de pertenecerle que le llegó en ese significativo cambio de miradas. De pronto pareció saber por qué siempre había rechazado a cualquiera de los muchachos del instituto que había querido ser su novio.

La maravilla del encantamiento que, de pronto, se había apoderado de ella era tan intolerable que debía quebrarlo. Se levantó de un salto y fue hacia la ventana. El susurro sibilante de la nieve contra los cristales azul blancuzcos por la escarcha parecía burlarse suavemente de su asombro. Los tres grandes pajares coronados de nieve, apenas visibles en un rincón del granero, parecían sacudir los hombros de risa ante su situación. El fuego de la cocina, reflejado en el claro, parecía la fogata de un duende burlón bajo los abetos. Más allá, a través de los árboles, había espacios insondables de tormenta blanca. Por un momento Emily deseó estar fuera, en medio de ellos: allí quedaría libre de aquel cautiverio de inmenso deleite que tan súbita e inexplicablemente la había hecho prisionera, a ella, que odiaba las cadenas.

«¿Me estoy enamorando de Teddy? —se preguntó—. No debo, no debo».

Perry, inconsciente a todo lo que había sucedido en un abrir y cerrar de ojos entre Teddy y Emily, bostezó y se desperezó.

—Creo que me voy a dormir, las velas están casi terminándose. Supongo que la paja será una cama estupenda para nosotros, Ted. Llevaremos bastante, pongámosla sobre la cama y hagamos un nidito bien cómodo para las chicas. Con una de las mantas de piel encima, no estará mal. Vamos a tener sueños muy elevados esta noche, Ilse especialmente. ¿No se le habrá pasado todavía?

—Yo tengo un puñado de sueños para vender —dijo Teddy, con aire travieso, con una nueva alegría que no sabía explicar en la voz y en el gesto—. ¿Qué quieres? Un sueño de éxito, un sueño de aventura, un sueño del mar, un sueño del bosque, cualquier tipo de sueño que quieras a precios razonables, incluyendo una o dos pesadillas únicas. ¿Qué me das por un sueño?

Emily giró en redondo, lo miró un momento y olvidó la emoción y el encantamiento y todo lo demás en su afán imposible por tener un cuaderno a mano. Como si su pregunta «¿qué me das por un sueño?» hubiera sido una fórmula mágica para abrir una cámara sellada en su cerebro, vio desfilar ante ella una idea asombrosa para un cuento, con título incluido, El vendedor de sueños. Durante el resto de la noche, Emily no pensó en otra cosa.

Los chicos se fueron a su lecho de paja y Emily, tras decidir dejar a Ilse, que parecía cómoda en el sofá, mientras siguiera dormida, se acostó en la cama del pequeño cuarto. Pero no para dormir. Nunca había tenido menos ganas de dormir. No quería dormir. Olvidó que se había estado enamorando de Teddy. Olvidó todo lo que no fuera su maravillosa idea; capítulo a capítulo, página a página, se desenrollaba ante ella en la oscuridad. Sus personajes vivían, reían, hablaban, hacían, disfrutaban y sufrían; ella los veía sobre el trasfondo de la tormenta. Le ardían las mejillas, le latía fuerte el corazón, se estremecía de pies a cabeza con el éxtasis de la creación, una alegría que surgía como una fuente de las profundidades del ser y parecía independiente de todas las cosas terrenales. Ilse se había emborrachado con el whisky de Malcolm Shaw, pero Emily se había emborrachado con un vino inmortal.