«Las voces aéreas»
3 de abril de 19…
Hay momentos en los que me siento tentada de creer en la influencia de los malos astros o en la existencia de los días aciagos. De lo contrario, ¿cómo puede ser que sucedan cosas tan diabólicas como las que les acontecen a las personas bien intencionadas? La tía Ruth ya estaba cansándose de recordar la noche en que encontró a Perry besándome en el comedor y ahora… otra situación ridícula.
Seré honesta. No fue porque se me cayera el paraguas, ni por el hecho de que el sábado pasado se me cayó el espejo de la cocina en la Luna Nueva y se me rompió. Fue mi propia negligencia.
La iglesia presbiteriana St. John’s de aquí, de Shrewsbury, quedó vacante para Año Nuevo y han estado probando candidatos. El señor Towers, del Times, me pidió que hiciera un informe de los sermones para su diario los domingos que yo no estuviera en Blair Water. El primer sermón fue bueno y redacte el informe con ganas. El segundo fue inofensivo, muy inofensivo, e hice el informe sin dificultades. Pero el tercero, que escuché el domingo pasado, fue ridículo. Se lo dije a la tía Ruth camino a casa desde la iglesia y la tía Ruth me dijo: «¿Consideras que tú eres competente para juzgar un sermón?».
«¡Sí, claro que sí!», contesté.
El sermón era absolutamente inconsistente. El señor Wickham se contradijo media docena de veces. Mezcló las metáforas, le atribuyó a San Pablo algo que le pertenece a Shakespeare, cometió casi todos los pecados literarios concebibles, incluyendo el pecado imperdonable de ser aburrido. Sin embargo, yo tenía que hacer un informe, y lo hice. Después tenía que hacer algo para quitarme la indignación, así que, para mi propia satisfacción, escribí un análisis. Fue una locura, pero deliciosa. Demostré todas las inconsistencias, las citas erróneas, las debilidades y los titubeos. Disfruté mucho escribiéndolo, lo hice tan agudo, satírico y diabólico como pude, ay, y admito que salió un documento de lo más venenoso.
¡Entonces, por error, lo entregué al Times!
El señor Towers se lo pasó al linotipista sin leerlo. Tenía una confianza conmovedora en mi trabajo, que ya no volverá a tener. Salió al día siguiente.
Al despertar me encontré cubierta de vergüenza.
Esperaba que el señor Towers estuviera furioso, pero sólo estaba molesto, y a decir la verdad, un poquito divertido. No habría sido lo mismo si el señor Wickham hubiera sido un ministro instalado aquí, por supuesto. A nadie le importaba mucho él ni su sermón, y el señor Towers es presbiteriano, de modo que los de St. John’s no pueden acusarlo de querer insultarlos. Es sobre la pobre Emily B. sobre quien recae todo el peso de la condena. Al parecer todos creen que lo hice «para darme aires». La tía Ruth está furiosa; la tía Elizabeth, indignada; la tía Laura, apenada; el primo Jimmy, alarmado. Es muy poco común criticar el sermón de un ministro. Es una de las tradiciones de los Murray que los sermones de los ministros (en especial de los ministros presbiterianos) son sacrosantos. Mi presunción y mi vanidad serán mi ruina, según me informa fríamente mi tía Elizabeth. La única persona que parece satisfecha es el señor Carpenter. (Dean está en Nueva York. Sé que a él también le habría gustado). El señor Carpenter le está diciendo a todo el mundo que mi «informe» es lo mejor de esa clase que ha leído. Pero el señor Carpenter es sospechoso de herejía, de modo que su alabanza no hará mucho por rehabilitarme.
Con ese asunto me siento desdichada. A veces, mis errores me preocupan más que mis pecados. Y, sin embargo, hay algo impío, en lo más profundo de mí, que se muere de risa. Cada palabra de ese informe era verdadera. Y, más que verdadera, era la apropiada. Yo no mezclé metáforas.
¡Ahora, a sufrir las consecuencias!
20 de abril de 19…
«Despierta, oh tú, viento del norte, y ven, oh tú, viento del sur. Sopla sobre mi jardín para que fluyan sus aromas».
Así iba cantando mientras recorría la Tierra de la Rectitud, esta tarde, sólo que decía «bosques» en lugar de jardín. Porque la primavera está a la vuelta de la esquina y he olvidado todo lo que no sea felicidad.
Hemos tenido un amanecer gris y lluvioso, pero por la tarde ha salido el sol y esta noche ha habido un poquito de las heladas de abril, sólo lo suficiente como para afirmar la tierra. Me ha parecido una de esas noches en que uno puede encontrarse con los dioses antiguos en los lugares solitarios. Pero no he visto nada más que unas cosas escurridizas entre los bosquecitos de abetos que pueden haber sido compañías de elfos, si no eran simplemente sombras.
(Me pregunto por qué la palabra elfo es tan hermosa y la palabra belfo es tan fea. Y por qué sombras sugiere tanta la belleza y umbría es tan fea).
Pero he oído todo tipo de sonidos encantadores y todos me han provocado una exquisita dicha evanescente mientras subía la colina. Siempre hay algo satisfactorio en el hecho de subir a la cima de una colina. Y ésta es una cima que adoro. Cuando he llegado, me he quedado quieta y he dejado que la belleza fluyera por mí como música. ¡Cómo cantaba la Señora Viento entre los abedules que me rodeaban, cómo silbaba en las copas de los árboles recortadas contra el cielo! Una de las trece plateadas lunas nuevas del año pendía sobre el puerto. He permanecido en pie allí, pensando en cosas hermosas: los arroyos silvestres y libres que corren a través de los campos de abril iluminados por las estrellas, los encrespados mares de satén, la gracia de un olmo bajo la luna, las raíces que se estremecen y palpitan en la tierra, los búhos que ríen en la oscuridad, el rizo de una ola en una larga playa, una luna joven que se pone sobre una colina oscura, el gris de las tormentas en el golfo…
Tenía sólo setenta y cinco centavos en el mundo, pero el Paraíso no se compra con dinero.
Entonces me he sentado en una vieja roca y he tratado de poner esos momentos de delicada felicidad en un poema. He captado bastante bien la forma, creo, pero no el alma. El alma se me ha escapado.
Cuando he regresado estaba oscuro y el carácter de mi Tierra de la Rectitud parecía cambiado. Era fantasmagórico, casi siniestro. Si me hubiera atrevido, habría echado a correr. Los árboles, mis viejos amigos, eran extraños, ajenos. Los sonidos que oía no eran los alegres sonidos que me acompañan durante el día ni los amistosos sonidos del atardecer, sino ruidos que reptaban, extraños, como si de pronto la vida de los bosques se hubiera convertido en algo casi hostil hacia mí, algo furtivo y ajeno. Me parecía oír pasos a mi alrededor, sentir ojos que me vigilaban entre las ramas. Cuando he llegado a terreno abierto y he saltado el cerco hacia el patio de atrás de la tía Ruth he sentido que escapaba de un lugar fascinante, pero no demasiado sagrado, un lugar dedicado al paganismo y a las fiestas de los sátiros. No creo que los bosques sean del todo santos en la oscuridad. Siempre hay en ellos una vida latente que no osa mostrarse al sol, pero que recupera su lugar durante la noche.
«No tendrías que exponerte a la humedad con esa tos tuya», dijo la tía Ruth.
Pero no ha sido la humedad lo que me ha lastimado (porque me sentía lastimada). Ha sido ese susurro fascinante de algo no sagrado. Lo temía, pero al mismo tiempo lo amaba. La belleza que he amado en la cima de la colina ha parecido, de pronto, insulsa comparada con esto. Me he sentado en mi habitación y he escrito otro poema. Después de escribirlo he sentido que había exorcizado algo de mi alma y Emily la del espejo ya no me pareció una extraña.
La tía Ruth acaba de traerme una dosis de leche caliente con cayena para la tos. Está sobre la mesa ante mí (tengo que bebérmela) ¡y ha hecho que tanto el Paraíso como la Tierra del Paganismo parezcan absurdos e irreales!
25 de mayo de 19…
Dean volvió de Nueva York el viernes pasado y aquella tarde caminamos y charlamos en el jardín de la Luna Nueva, en medio de un crepúsculo extraño, desusado, que siguió a un día lluvioso. Yo llevaba puesto un vestido ligero y al venir por el sendero, Dean dijo:
«Cuando te he visto he pensado que eras un cerezo blanco silvestre, como aquél». Y señaló uno que se inclinaba y parecía llamarnos, hermoso como una aparición a la luz del crepúsculo, desde el bosque de John el Altivo.
Era tan hermoso que me compararan con él que me hizo sentir muy bien conmigo misma, y fue hermoso tener al querido Dean otra vez en casa. De manera que pasamos una tarde preciosa, recogimos un gran ramo de los pensamientos del primo Jimmy y miramos las nubes grises, pesadas de lluvia, que se juntaban en el este en grandes masas púrpura, dejando el cielo del poniente claro y salpicado de estrellas.
«Hay algo en tu compañía —dijo Dean—, que hace que las estrellas parezcan más estrellas y los pensamientos más púrpura».
¿No fue bellísimo lo que dijo? ¿Cómo puede ser que las opiniones que él y la tía Ruth tienen de mí sean tan diferentes?
Traía un paquete plano bajo el brazo y antes de irse me lo dio.
«Te lo he traído para compensar a lord Byron», dijo.
Era una copia enmarcada del Retrato de Giovanna Degli Albizzi, esposa de Lorenzo Tornabuoni Ghirlanjo, una señora del siglo quince. Me lo traje a Shrewsbury y lo colgué en mi cuarto. Me encanta mirar a doña Giovanna, esa mujer joven, hermosa, delgada, con los rizados cabellos de oro pálido, el delicado perfil aristocrático (¿la habrá mejorado el pintor?), el cuello tan blanco, la frente amplia y sin sombras, con un aire indefinible de santidad, de lejanía y de su propio destino, porque doña Giovanna murió joven.
Y las mangas de terciopelo bordado, abullonadas, muy hermosas y perfectamente ajustadas al brazo. Doña Giovanna seguramente tenía una muy buena modista y, a pesar de su santidad, a uno le da la sensación de que era muy consciente de ese hecho. Siempre pienso que me gustaría que volviera la cabeza para poder verle la cara de frente.
A la tía Ruth le parece rara y evidentemente duda de si es decente tenerla en la misma habitación en que está el retrato enjoyado de la reina Alejandra.
«Yo también lo dudo».
10 de junio de 19…
Ahora siempre estudio junto al estanque en la Tierra de la Rectitud, entre los maravillosos árboles altos y esbeltos. Soy una sacerdotisa druida de la adoración (siento algo más que amor por los árboles) de los bosques.
Y, además, los árboles, a diferencia de los seres humanos, siempre mejoran cuando se los conoce. No importa cuánto los quiera uno al principio, seguro se los querrá mucho más después, y más que nunca cuando uno los conoce desde hace años y ha disfrutado con ellos una relación en todas las estaciones. Yo sé un centenar de cosas sobre los árboles de la Tierra de la Rectitud que no sabía cuando llegué aquí hace dos años.
Los árboles tienen tanta individualidad como los seres humanos. Ni siquiera dos abetos son iguales. Siempre hay una curva, la combadura de una rama, que lo diferencian de uno de sus pares. A algunos árboles les gusta crecer sociablemente, juntos, entrelazando las ramas (como Ilse y yo que nos abrazamos) susurrando sus secretos de manera interminable. Después están los grupos más exclusivos de cuatro o de cinco, árboles tipo clan Murray, y están los ermitaños, árboles que prefieren mantenerse aparte, en estado de aislamiento, y que entran en comunión sólo con los vientos de los cielos. Sin embargo, a menudo esos árboles son los que más vale la pena conocer. Uno siente que el triunfo es mayor cuando se gana la confianza de éstos que la de los árboles más fáciles. Esta noche de pronto he visto un gran estrella palpitante apoyada en la copa del gran abeto blanco que se yergue solo en el rincón oriental y he tenido la impresión de que eran dos majestades que se encontraban y que quedará en mí durante días y que lo encantará todo, hasta la rutina de las aulas y el lavado de los platos y la limpieza sabatina de la tía Ruth.
25 de junio de 19…
Hoy tuvimos examen de historia: período Tudor. A mí me ha parecido fascinante, pero más por lo que no aparece en la historia que por lo que aparece. No dicen, no pueden decir lo que de verdad quisiera saber. ¿En qué pensaba Jane Seymour cuando estaba despierta, en la oscuridad? ¿En la asesinada Anne, o en la pálida, olvidada Katherine? ¿O sólo en la moda de su nueva gorguera? ¿Pensó alguna vez que había pagado muy cara la corona o estaba contenta con el resultado? ¿Y fue feliz en esas pocas últimas horas, tras del nacimiento de su hijo, o vio una procesión fantasmal que la llamaba para que fuera con ella? ¿La llamarían sus amigos «Janie» a Lady Jane Gray, y tendría alguna vez un ataque de mal humor? ¿Qué pensaba en realidad de él la esposa de Shakespeare? ¿Estuvo algún hombre alguna vez enamorado en serio de la reina Elizabeth? Cuando estudio ese desfile de reyes, reinas, genios y títeres incluidos en el programa escolar como «El período Tudor» siempre me hago preguntas como éstas.
7 de julio de 19…
Han terminado dos años de instituto. El resultado de mis exámenes ha sido tal que hasta la tía Ruth quedó complacida y tuvo la condescendencia de decir que siempre había sabido que yo podía estudiar si me dedicaba en serio. En suma, he sido la primera de la clase. Y estoy contenta. Pero empiezo a entender lo que quiso decir Dean cuando dijo que la educación real es lo que le arrancamos a la vida. Después de todo, las cosas que me han enseñado más durante estos dos años han sido mis paseos por la Tierra de la Rectitud, mi noche en el pajar, doña Giovanna, la anciana que le dio una azotaina al rey, tratar de no escribir nada que no fueran hechos y cosas por el estilo. Hasta las notas de rechazo y odiar a Evelyn Blake me han enseñado algo. Hablando de Evelyn: ha suspendido los exámenes y tendrá que repetir tercer año. Lo lamento profundamente.
Ha sonado como si yo fuera una persona muy amable y comprensiva. Quiero ser absolutamente franca. Lamento que no haya pasado porque, si hubiera pasado, no estaría en el instituto el año que viene.
20 de julio de 19…
Ilse y yo vamos todos los días a bañarnos. La tía Laura se preocupa siempre de que llevemos los trajes de baño. Me pregunto si habrá oído alguna vez algún lejano rumor de nuestro baño en enaguas a la luz de la luna.
Pero, hasta el momento, nuestros baños han sido durante la tarde. Y después nos regalamos un momento de gloria sobre las arenas doradas y calientes por el sol, con las diáfanas dudas a nuestras espaldas extendiéndose hasta el puerto, y el perezoso mar azul ante nosotras, salpicado de velas que aparecen plateadas a la magia de la luz del sol. Ay, la vida es tan, pero tan hermosa. A pesar de tres notas de rechazo que llegaron hoy. ¡Algún día esos mismos directores me pedirán trabajos! Mientras tanto, la tía Laura me está enseñando a preparar un suculento pastel de chocolate, muy complicado, con una receta que le envió hace treinta años una amiga suya de Virginia. Nadie en Blair Water ha podido conseguirla y la tía Laura me ha hecho prometer solemnemente que no la revelaré jamás.
El nombre verdadero del pastel es «Tarta del Diablo» pero la tía Elizabeth no quiere que la llamemos así.
2 de agosto de 19…
Esta tarde fui a ver al señor Carpenter. Ha estado en cama, con reuma, y se ve que está envejeciendo. Estuvo muy irritable con sus alumnos el año pasado, y hubo quien protestó para que lo apartaran de su puesto, pero no ocurrió nada. Casi todos los de Blair Water tienen suficiente sentido común como para darse cuenta de que, a pesar de su irritabilidad, el señor Carpenter es uno de esos maestros que destacan entre mil.
«No se puede enseñar a los tontos con buenos modales», gruñó, cuando los miembros de la Comisión le dijeron que había quejas por su rudeza.
Tal vez fuera el reuma lo que hizo que el señor Carpenter fuera tan áspero con los poemas que le llevé para que me diera su opinión. Cuando leyó el que compuse aquella noche de abril en la cima de la colina, me lo tiró:
«Es una telaraña», dijo.
Y a mí me parecía que el poema expresaba en cierta medida el encantamiento de aquella noche. ¡Cómo puedo haber fallado! Después le di el poema que escribí cuando volví a casa, aquella misma noche. Lo leyó dos veces y después, deliberadamente, lo rompió en pedacitos.
«Ay, ¿por qué? —pregunté, algo molesta—. Ese poema no estaba tan mal, señor Carpenter».
«No en cuanto al cuerpo —replicó—. Cualquiera de esos versos, tomado individualmente, podía leerse en la Escuela Dominical. Pero el alma, ¿qué espíritu te embargaba cuando lo escribiste, por todos los cielos?».
«El espíritu de la Edad de Oro», respondí.
«No, en una edad anterior. Ese poema era puro paganismo, criatura, aunque no creo que te des cuenta. Claro que, desde el punto de vista de la literatura, vale más que mil de tus pequeñas cancioncitas. De todas maneras, por ahí es por donde aparece el peligro. Mejor concéntrate en tu propia época. Eres parte de ella y puedes poseerla sin que ella te posea a ti. Emily, había algo diabólico en ese poema. Es suficiente para hacerme creer que los poetas están inspirados… por espíritus ajenos a ellos. ¿No te sentiste poseída cuando lo escribiste?».
«Sí», contesté, recordando. Me alegré en parte porque el señor Carpenter lo hubiera roto. Yo no podría haberlo hecho nunca. He destruido muchos de mis poemas, que me parecían malos con las sucesivas lecturas, pero aquél nunca me había disgustado y siempre volvía a traerme el extraño encantamiento y el terror de aquel paseo. Pero el señor Carpenter tenía razón, estoy segura.
También me regañó porque comenté de pasada que había leído los poemas de la señora Hemans. La tía Laura tiene un libro de cuida mucho, encuadernado en azul desleído y dorado, con una dedicatoria de un admirador. En la juventud de la tía Laura era muy apropiado regalarle a la mujer amada un libro de poesía el día de su cumpleaños. Las cosas que dijo el señor Carpenter sobre la señora Hemans no son aptas para el diario de una joven. Supongo que en términos generales tiene razón, sin embargo, algunos de sus poemas me gustan. Siempre encuentro una frase o un verso que me persiguen, deliciosamente, durante días.
La marcha de las huestes cuando pasaba Alarico.
Es uno, aunque no puedo dar ninguna razón por la que me gusta (no pueden darse razones de un encantamiento) y otro es:
Los sonidos del mar y los sonidos de la noche
rodeaban a Clotilde cuando se arrodilló a rezar
en una capilla donde yacían los poderosos,
en la vieja costa provenzal.
No es muy buena poesía, pero no obstante, tiene algo de magia, concentrada en el último verso, creo. Nunca lo leo sin sentir que yo soy Clotilde, arrodillada ahí, «en la vieja costa provenzal», con las banderas de guerras olvidadas ondeando sobre mí.
El señor Carpenter se burló de «mi gusto por lo empalagoso» y me dijo que me pusiera a leer los libros de Elsie. Pero, cuando me iba, me hizo el primer cumplido personal que he recibido jamás de él.
Me gusta ese vestido azul que llevas. Y sabes cómo llevarlo. Eso está bien. No soporto ver a una mujer mal vestida. Me duele, y ha de dolerle a Dios Todopoderoso. No me gustan las mujeres desaliñadas y estoy seguro de que a Él tampoco. Después de todo, si sabes cómo vestirte, no importa que te guste la señora Hemans.
En el camino a casa me encontré con el vejo Kelly que se detuvo, me dio una bolsa de caramelos y me envió «saludos para él».
15 de agosto de 19…
Éste es un año maravilloso para las aguileñas. El huerto viejo está lleno, todas son de un hermoso blanco y púrpura, azules y de un color rosa de ensueño. Son medio silvestres y por eso tienen un encanto que una flor plantada no puede tener jamás. Y qué nombre: aguileñas es poesía pura. Cuánto más lindos son los nombres comunes de las flores que esos espantosos nombres en latín que les ponen los floristas en los catálogos. Alegrías del hogar, violetas de los Alpes, narcisos, flores del viento, margaritas, flores de azúcar… ay, las amo a todas.
1 de septiembre de 19…
Hoy pasaron dos cosas. Una ha sido una carta de la tía abuela Nancy a la tía Elizabeth. La tía Nancy no se ha acordado de mi existencia desde mi visita a Priest Pond hace cuatro años. Pero sigue viva, a los noventa y cuatro años, y, por lo que se dice, muy activa. En la carta escribió algunas cosas muy mordaces, sobre mí y sobre la tía Elizabeth, pero la concluyó ofreciéndose a pagar todos mis gastos en Shrewsbury el año que viene, incluyendo la pensión en casa de la tía Ruth.
Me alegro mucho. A pesar del sarcasmo de la tía Nancy no me importa deberle algo. Ella nunca me reprendió ni me trató con paternalismo, ni hizo nada por mí porque fuera su «deber». «Al demonio con el deber —dice en la carta—. Hago esto porque va a poner furiosos a algunos de los Priest y porque Wallace se está dando demasiados aires con eso de que está ayudando a educar a Emily. Y supongo que tú también sientes que has obrado muy virtuosamente. Dile a Emily que vuelva a Shrewsbury y aprenda todo lo que pueda, pero que lo disimule y enseñe los tobillos». La tía Elizabeth se horrorizó con esto último y no quería enseñarme la carta. Pero el primo Jimmy me contó lo que decía.
Lo segundo es que la tía Elizabeth me informó que, dado que la tía Nancy pagaba mis gastos, ella, la tía Elizabeth, estaba segura de que ya no debía seguir obligándome a cumplir mi promesa de no escribir ficción. Yo era, me dijo, libre de elegir.
«Aunque nunca aprobaré el hecho de que escribas ficción —dijo, con mucha seriedad—. Al menos espero que no descuides tus estudios».
Ay, no, querida tía Elizabeth, no los descuidaré. Pero me siento una prisionera liberada. Me escuecen los dedos de las ganas de coger una pluma y mi cerebro bulle de argumentos. Tengo cantidad de fascinantes personajes soñados de los que quiero escribir. ¡Ay, si no hubiera tal abismo entre ver una cosa y ponerla por escrito!
«Desde cuando recibiste aquel cheque por un cuento, el invierno pasado, Elizabeth ha estado preguntándose si no tendría que permitirte escribir —me dijo el primo Jimmy—. Pero no pudo retirar sus palabras hasta que la carta de la tía Nancy le dio la excusa. El dinero hace andar a las hembras Murray, Emily. ¿Quieres algunos sellos yankis?».
La señora Kent le ha dicho a Teddy que puede ir otro año más. Después, él no sabe qué ocurrirá. De manera que volvemos y estoy tan contenta que quisiera escribirlo en letras de imprenta.
10 de septiembre de 19…
Me eligieron presidenta de la clase de tercero este año. Y los Calaveras y Búhos me enviaron una nota diciendo que me habían elegido miembro de su fraternidad de agosto sin la formalidad de una solicitud.
¡Casualmente, Evelyn Blake está en cama con amigdalitis!
Acepté la presidencia, pero escribí una nota a los Calaveras y Búhos declinando, con impresionante amabilidad, el otro ofrecimiento.
¡Después de que el año pasado me rechazaron… qué se han pensado!
7 de octubre de 19…
Hoy ha habido una gran conmoción en la clase cuando el señor Hardy hizo cierto anuncio. El tío de Kathleen Darcy, que es profesor en McGill, viene de visita y se le ha metido en la cabeza ofrecer un premio al mejor poema escrito por el instituto de Shrewsbury, y dicho premio consiste en la colección completa de Parkman. Los poemas deben entregarse antes del primero de noviembre, «no deben tener menos de veinte versos ni más de sesenta». Es como si el primer requisito para ponerse a escribir fuera una cinta métrica. Esta noche he estado revisando como loca mis cuadernos y he decidido mandar Uvas silvestres. Es el segundo de mis mejores poemas. Una canción de seis peniques es el mejor, pero tiene sólo quince versos y añadirle más sería estropearlo. Creo que puedo mejorar un poco Uvas silvestres. Hay dos o tres palabras sobre las que siempre he tenido dudas. No expresan con exactitud lo que quiero decir, pero no encuentro otras que lo expresen mejor. Me gustaría poder inventar mis propias palabras, como hacía antes cuando le escribía cartas a papá y cuando necesitaba una palabra que no existía: la inventaba. Pero, claro, papá habría entendido las palabras si hubiera visto las cartas y dudo de que los jueces del concurso pudieran.
Uvas silvestres tiene que ganar el premio. No hablo por vanidad, presunción u orgullo. Es que lo sé. Si el premio fuera por matemáticas, lo ganaría Kath Darcy. Si fuera por belleza, lo ganaría Hazel Ellis. Si fuera por habilidad, Perry Miller; por oratoria, Ilse; por dibujo, Teddy. ¡Pero, dado que es un premio de poesía, E. B. Starr es la persona indicada!
Este año en literatura estamos estudiando Tennyson y Keats. Tennyson me gusta, pero a veces me pone furiosa. Es hermoso (no tan hermoso como Keats), es el Artista Perfecto. Pero nunca nos permite olvidar al artista, siempre somos conscientes de él, nunca se deja llevar por un espléndido torrente montañoso de sentimiento. No, él no, él fluye serenamente entre orillas bien ordenadas y jardines cuidados. Y no importa cuánto te guste un jardín, nadie querría estar siempre encerrado en él, se necesita, de vez en cuando, una incursión en la selva. Al menos eso hace Emily Byrd Starr, con gran preocupación de sus parientes.
Keats está demasiado lleno de belleza. Cuando leo su poesía me siento sofocada por las rosas y anhelo respirar el aire fresco o la austeridad del pico de una montaña. Ah, pero tiene algunos versos…
Mágicas ventanas que se abren en la espuma
de peligrosos mares, en tierras de hadas perdidos.
Cuando los leo, siempre siento una especie de desaliento. ¿Tiene sentido tratar de hacer lo que ya está hecho, y hecho para siempre?
Pero encuentro otros versos que me inspiran; los anoté en la página del índice de mi nuevo cuaderno:
Nunca es coronado
por la inmortalidad quien teme ir
donde lo llevan las voces aéreas.
Y es cierto. Debemos seguir nuestras «voces aéreas», seguir a través de cualquier desengaño, duda o descreimiento hasta que nos lleven a nuestra Ciudad de la Realización, donde quiera que esté.
Hoy he recibido cuatro rechazos por correo: ronco alarido del fracaso. El clamor de las Voces Aéreas se debilita. Pero volveré a oírlas. Y las seguiré, no me dejaré desalentar. Hace años escribí un «juramento» (el otro día lo encontré en un paquete viejo en el armario): «Treparía el Sendero Alpino y escribiría mi nombre en el papiro de la fama».
¡Seguiré trepando!
29 de octubre de 19…
La otra noche releí mi Crónicas de un viejo jardín. Creo que puedo mejorarlo mucho, ahora que la tía Elizabeth ha levantado la prohibición. Quise que lo leyera el señor Carpenter, pero me dijo:
«Dios santo, niña, no puedo embarcarme en semejante tarea. Mi vista no es buena. ¿Qué es? ¿Un libro? Muchacha, te faltan al menos diez años para que puedas escribir un libro».
«Tengo que practicar», le repliqué, indignada.
«Ah; practica, practica, pero no me uses de conejito de Indias. Estoy demasiado viejo, de verdad, chiquilla. No me molesta un cuento corto, muy corto, de vez en cuando, pero deja a este pobre diablo tranquilo, lejos de los libros».
Puedo preguntarle a Dean qué le parece. Pero ahora Dean se ríe de mis ambiciones, muy cuidadosa y gentilmente, pero se ríe. Y Teddy piensa que todo lo que yo escribo es perfecto, de modo que no me sirve como crítico. Me pregunto… me pregunto si algún editor aceptaría las Crónicas. He visto libros parecidos que no eran mucho mejores.
11 de noviembre de 19…
He pasado la tarde resumiendo una novela para uso y provecho del señor Towers. Cuando el señor Towers estuvo de vacaciones en agosto, el subdirector, el señor Grady, comenzó a publicar en el Times una serie llamada Un corazón sangrante. En lugar de conseguir material de la A.P.A., como hace siempre el señor Towers, el señor Grady simplemente compró en el Shoppe una edición de una novela inglesa sentimental y sensacionalista y comenzó a publicarla. Era muy larga y todavía no salió más que la mitad. El señor Towers vio que, en su forma actual, duraría todo el invierno. Así que me la dio para que le suprima «todo lo innecesario». Seguí sus instrucciones sin piedad, y he «suprimido» casi todos los besos y los abrazos, dos tercios de los diálogos de amor y todas las descripciones, con el feliz resultado de que lo he reducido a un cuarto de su longitud original, y todo lo que puedo decir es que el cielo tenga piedad del alma del linotipista que tiene que publicarlo en su actual condición de mutilación.
El verano y el otoño se han ido. Me parece que se van con más rapidez que antes. La vara de San José en los rincones de la Tierra de la Rectitud se ha vuelto blanca y por las mañanas la escarcha se posa como un pañuelo de plata sobre la tierra. Los vientos de la noche que van «silbando por los valles desiertos» son buscadores desdichados que persiguen cosas que amaron y perdieron, llamando en vano a elfos y duendes. Porque, si no han huido todas a las tierras del sur, las hadas han de estar acurrucadas, dormidas en los corazones de los abetos o entre las raíces de los helechos.
Y todas las noches tenemos oscuros crepúsculos rojos que llamean en un carmín brumoso a través del puerto, con una estrella allá arriba como un alma salvada que mira, con ojos compasivos, pozos de tormento donde los espíritus pecadores se limpian de las manchas de su peregrinaje terrenal.
¿Me atrevería a enseñarle al señor Carpenter la oración que acabo de escribir? No. Por lo tanto, hay algo desastroso en ella.
Ya sé qué es, ahora que lo pienso con frialdad. Es «buen oficio». Sin embargo, es lo que sentí cuando estuve en la colina, más allá de la Tierra de la Rectitud y miré hacia el puerto. ¿Y a quién le importa lo que piense este viejo diario?
2 de diciembre de 19…
Hoy se han anunciado los resultados del concurso de poesía. La ganadora es Evelyn Blake con un poema llamado Una leyenda de Abegweit.
No hay nada que decir, de modo que lo digo.
¡Además, la tía Ruth ya lo ha dicho todo!
15 de diciembre de 19…
El poema ganador de Evelyn ha sido publicado en el Times esta semana con la fotografía de ella y un bosquejo biográfico. La colección de Parkman está en exposición en los escaparates de la «Booke Shoppe».
Una leyenda de Abegweit es un buen poema. Es estilo balada, y el ritmo y la rima son correctos, lo que no puedo decir de los otros poemas de Evelyn que he leído.
De todo lo mío que ha visto publicado, Evelyn Blake ha dicho que estaba segura de que yo lo había copiado de algún lado. Odio imitarla, pero sé que ella no ha escrito ese poema. No es en absoluto su estilo. Podría haber imitado la letra del doctor Hardy y decir que es la suya. Su letra clara y remilgada se parece tanto a los garabatos en tinta negra del doctor Hardy como ese poema se parece a ella.
Además, aunque Una leyenda de Abegweit es bastante bueno, no es tan bueno como Uvas silvestres.
No se lo voy a decir a nadie, pero lo escribo en mi diario. Porque es verdad.
20 de diciembre de 19…
Le mostré al señor Carpenter Una leyenda de Abegweit y Uvas silvestres. Después de leer los dos, me preguntó quiénes habían sido los jueces.
Se lo dije.
«Dales mis felicitaciones y diles que son unos burros», soltó.
Me sentí consolada. No les voy a decir a los jueces (ni a nadie) que son unos burros. Pero me tranquiliza saber que lo son.
Lo extraño es que la tía Elizabeth me pidió ver Uvas silvestres y, después de leerlo, me dijo:
Yo no soy quién para juzgar poesía, por supuesto, pero a mí me parece que el tuyo es de una calidad superior.
4 de enero de 19…
Pasé la semana de Navidad en casa del tío Oliver. No me gustó. Había demasiado ruido. Hace años me habría encantado, pero entonces nunca me invitaban. Tuve que comer sin tener hambre, jugar a las cartas sin tener ganas, hablar cuando quería quedarme callada. No pasé ni un segundo sola en todo el tiempo que estuve allí. Además, Andrew se está poniendo pesado. Y la tía Addie estuvo odiosamente maternal y amable. Constantemente me sentí como un gato al que por la fuerza tienen en la falda y lo acarician con firmeza aunque él no quiera. Tuve que dormir con Jen, que es prima hermana mía y tiene mi edad, y que cree en lo más profundo de su corazón que yo no me merezco a Andrew, pero que va a intentar, con la bendición de Dios, hacerse a la idea. Jen es una muchacha agradable y sensata y somos amiguchas. Esta palabra es un invento mío. Jen y yo somos más que conocidas pero no tanto como amigas. Siempre seremos amiguchas y nunca más que amiguchas. No hablamos el mismo idioma.
Cuando llegué a casa, a la querida la Luna Nueva, subí a mi habitación, cerré la puerta y me regodeé en la soledad.
Ayer empezaron las clases. Hoy en el «Booke Shoppe» me he divertido para mis adentros. La señora Rodney y la señora Elder estaban mirando unos libros y la señora Rodney ha dicho:
«Esa historia del Times, Un corazón sangrante, es la cosa más extraña que he leído en mi vida. Se desarrollaba lentamente, durante semanas y semanas, capítulo tras capítulo, y nunca parecía llegar a ningún lado y de pronto terminó en ocho capítulos en un abrir y cerrar de ojos. No lo entiendo».
Yo podría haberle resuelto el misterio, pero no lo hice.