CAPÍTULO DIECIOCHO

Prueba circunstancial

Durante el desayuno del sábado por la mañana, la tía Ruth mantuvo un pétreo silencio, pero sonreía cruelmente para sus adentros mientras untaba con manteca la tostada y se la comía. Cualquiera habría visto con claridad que la tía Ruth estaba contenta y, con la misma claridad, que Emily no lo estaba. La tía Ruth le pasó a Emily la tostada y la mermelada con una amabilidad asesina, como diciendo:

«No retiro ni un punto ni una coma del tema en cuestión. Puedo echarte de mi casa, pero será responsabilidad tuya si te vas sin desayunar».

Después del desayuno, la tía Ruth se fue al centro. Emily sospechaba que había ido a llamar por teléfono al doctor Burnley para enviar un mensaje a la Luna Nueva. Esperaba que, cuando regresara, la tía Ruth le diría que preparara su maleta. Pero la tía Ruth seguía sin hablar. A media tarde llegó el primo Jimmy con el trineo de asiento doble. La tía Ruth salió a hablar con él. Luego entró y por fin rompió el silencio.

—Abrígate —dijo—. Vamos a la Luna Nueva.

Emily obedeció sin pronunciar una sola palabra. Se acomodó en el asiento trasero del trineo y la tía Ruth se sentó delante, con el primo Jimmy. El primo Jimmy miró a Emily por encima del cuello de piel de su abrigo y le dijo:

—Hola, gatita —con un tono alentador algo excesivamente jovial. Evidentemente, el primo Jimmy creía que había sucedido algo muy serio, aunque no sabía qué.

El camino a través de los hermosos humos, grises y perlados de la tarde de invierno no fue nada placentero. La llegada a la Luna Nueva tampoco fue agradable. La tía Elizabeth tenía un aire severo; la tía Laura parecía atemorizada.

—He traído a Emily aquí —dijo la tía Ruth—, porque no creo poder manejarla sola. Elizabeth, tú y Laura debéis juzgar por vosotras mismas su comportamiento.

De modo que se trataría de un tribunal doméstico de justicia y ella, Emily, estaría en el banquillo de los acusados. Justicia, ¿se le haría justicia? Bien, tendría que pelear por ella. Levantó la cabeza, y le volvieron los colores a la cara.

Estaban todos en la sala de estar cuando bajó de su dormitorio. La tía Elizabeth estaba sentada junto a la mesa. La tía Laura estaba en el sofá a punto de llorar. La tía Ruth estaba de pie sobre la alfombra, junto al fuego, mirando malhumorada al primo Jimmy que, en lugar de estar en el granero, donde se suponía que debía estar, había atado el caballo al cerco del huerto y se había sentado en una esquina, decidido, como Perry, a ver qué iban a hacerle a Emily. Ruth estaba enfadada. Deseaba que Elizabeth no insistiera siempre en admitir a Jimmy en las reuniones familiares cuando éste quería estar presente. Era absurdo pretender que un niño grande como Jimmy tuviera derecho a estar allí.

Emily no se sentó. Fue a colocarse, de pie, junto a la ventana, donde sus cabellos negros resaltaban contra la cortina roja con una nitidez tan suave y clara como un pino en un atardecer de primavera. Fuera, el mundo blanco y muerto yacía en el crepúsculo frío de principios de marzo. Más allá del jardín y de los álamos de Lombardía, los campos de la Luna Nueva se veían muy solitarios y abandonados, con la intensa franja roja del atardecer más lejos. Emily se estremeció.

—Bien —dijo el primo Jimmy—, comencemos de una vez. Emily necesita comer.

—Cuando sepas lo que yo sé de ella, vas a darte cuenta de que necesita algo más, además de comer —dijo la señora Dutton, cáustica.

—Yo sé todo lo que hay que saber de Emily —replicó el primo Jimmy.

—Jimmy Murray, eres un tonto —dijo la tía Ruth, furiosa.

—Bueno, somos primos —dijo el primo Jimmy, con suavidad.

—Jimmy, silencio —ordenó Elizabeth, majestuosamente—. Ruth oigamos lo que tienes que decirnos.

La tía Ruth contó toda la historia. Se limitó a los hechos, pero su manera de contarlos los hizo más oscuros de lo que eran. Consiguió que la historia fuera horrible y Emily volvió a estremecerse al escucharla. A medida que avanzaba la historia, la cara de la tía Elizabeth se ponía más rígida y más fría, la tía Laura se echó a llorar y el primo Jimmy se puso a silbar.

—La estaba besando en el cuello —terminó la tía Ruth. Su tono implicaba que, si bien era malo besar en los lugares asignados a los besos, era mil veces más escandaloso y vergonzoso besar en el cuello.

—En realidad, en la oreja —murmuró Emily, con una repentina sonrisa traviesa que no pudo contener a tiempo. Por debajo de su incomodidad y su temor, había algo que miraba desde fuera y que disfrutaba de la escena, con su tensión y su dramatismo. Pero el exabrupto fue muy desafortunado. La hizo parecer superficial e impertinente.

—Ahora, os pregunto —dijo la tía Ruth, extendiendo las manos regordetas— si podéis esperar que siga teniendo en mi casa a una muchacha como ésta.

—No, creo que no —dijo Elizabeth, despacio.

La tía Laura comenzó a sollozar ruidosamente. El primo Jimmy apoyó las patas delanteras de la silla con un estruendo.

Emily se volvió de la ventana y los miró a todos.

—Quiero explicar lo que sucedió, tía Elizabeth.

—Creo que ya hemos escuchado bastante —objetó la tía Elizabeth, con un tono helado, más todavía por la amarga decepción que le estaba llenando el alma. Poco a poco se había encariñado mucho con Emily y estaba orgullosa de ella, en su estilo Murray, reservado y poco demostrativo. Hallarla capaz de una conducta como ésa era para la tía Elizabeth un golpe terrible. Su propio dolor la hacía más despiadada.

—No, eso no puede ser, tía Elizabeth —dijo Emily, en voz queda—. Soy demasiado mayor para que me tratéis así. Tienes que escuchar mi versión de la historia.

La mirada Murray estaba en su rostro, la mirada que Elizabeth conocía y recordaba tan bien de los tiempos de antaño. Vaciló.

—Anoche tuviste la oportunidad de explicarte —exclamó la tía Ruth— y la desaprovechaste.

—Estaba dolida y enfadada porque habías pensado lo peor de mí —dijo Emily—. Además, sabía que tú no ibas a creerme.

—Te habría creído si me hubieras dicho la verdad —respondió la tía Ruth—. La razón por la que no quisiste explicar nada anoche era que no se te ocurrió ninguna excusa en aquel momento para tu comportamiento. Supongo que desde anoche ya tuviste tiempo de inventar algo.

—¿Recuerdas que alguna vez Emily haya dicho una mentira? —preguntó el primo Jimmy.

La señora Dutton abrió la boca para decir «Sí», pero volvió a cerrarla. ¿Y si Jimmy le pedía un ejemplo específico? Ella estaba segura de que Emily le había contado mentiras, millones de veces, pero ¿qué prueba tenía?

—¿Lo recuerdas? —insistió el odioso de Jimmy.

—No voy a permitir que me interrogues. —La tía Ruth le dio la espalda—. Elizabeth, siempre te he dicho que esta niña es reservada e insondable, ¿no?

—Sí —admitió la pobre Elizabeth, casi agradecida de que sobre ese punto no había lugar para la indecisión. Ruth se lo había dicho millones de veces.

—¿No demuestra esto que yo tenía razón?

—Me… me temo que sí. —Elizabeth Murray sintió que ése era un momento muy amargo para ella.

—Entonces tú tienes que decidir qué se hará al respecto —dijo Ruth, triunfadora.

—Todavía no —interpuso el primo Jimmy, resuelto—. No le habéis dado a Emily ni la menor oportunidad de explicarse. Éste no es un juicio justo. Dejadla hablar diez minutos, sin interrumpirla ni una vez.

—Es justo —dijo Elizabeth con súbita determinación. Tenía la loca, la irracional esperanza de que, después de todo, Emily pudiera aclarar su situación.

—Ah… bien. —La señora Dutton cedió de mal grado y se dejó caer en la silla de Archibald Murray.

—Bueno, Emily, cuéntanos lo que sucedió en realidad —dijo el primo Jimmy.

—¡Por lo que más quieras! —explotó la tía Ruth—. ¿Quieres decir que yo no conté la verdad?

El primo Jimmy levantó la mano.

—Bueno, bueno, tú ya has hablado. Vamos, gatita.

Emily contó su historia del principio al fin. Algo en ella resultaba convincente. Tres de sus jurados al menos la creyeron y sintieron que les quitaba un enorme peso de encima. Hasta la tía Ruth, en lo más hondo de su corazón, supo que Emily estaba diciendo la verdad, pero no quiso admitirlo.

—Una historia muy ingeniosa, lo reconozco —dijo, despectiva.

El primo Jimmy se levantó y atravesó la habitación. Se inclinó ante la señora Dutton y puso su rostro sonrosado con la barba bifurcada y los aniñados ojos castaños bajo los rizos grises, muy cerca de la cara de ella.

—Ruth Murray —dijo—, ¿recuerdas el rumor que corrió hace cuarenta años sobre ti y Fred Blair? ¿Lo recuerdas?

La tía Ruth retiró la silla. El primo Jimmy la siguió.

—¿Recuerdas que te encontraron en una situación que parecía mucho peor que ésta? ¿Sí o no?

La pobre tía Ruth volvió a retirar la silla. El primo Jimmy volvió a seguirla.

—¿Recuerdas cómo te enfadaste porque la gente no quería creerte? Pero tu padre te creyó, él tenía confianza en su carne y su sangre. ¿No es así?

Entonces, la tía Ruth había llegado a la pared y tuvo que rendirse a discreción.

—Sí… sí, lo recuerdo bien —respondió.

Tenía las mejillas moradas. Emily la miró interesada. ¿Estaba la tía Ruth a punto de ruborizarse? En realidad, Ruth Dutton estaba rememorando unos meses muy desgraciados de su juventud, pasada hacía ya tanto. Cuando era una chica de dieciocho años se vio envuelta en una situación muy desagradable. Y había sido inocente, absolutamente inocente. Fue la víctima indefensa de una nefasta combinación de circunstancias. Su padre creyó en su historia y su familia la apoyó. Pero durante años sus contemporáneos siguieron creyendo en la evidencia de los hechos, tal vez todavía lo creyeran, si es que en algún momento recordaban el asunto. Ruth Dutton se estremeció ante el recuerdo de su sufrimiento bajo el azote del escándalo. Ya no osó negarle credibilidad a la historia de Emily, pero no podía ceder con gracia.

—Jimmy —dijo, cortante—, ¿tendrías la bondad de ir a sentarte? Supongo que Emily está contando la verdad. Es una lástima que haya tardado tanto tiempo en contarla. Pero si de algo estoy segura es de que ese muchacho trataba de seducirla.

—No, sólo me pidió que me casara con él —replicó Emily, con frialdad.

Se oyeron tres resoplidos en la habitación. Sólo la tía Ruth pudo hablar.

—¿Puedo preguntarte si tienes intención de aceptarlo?

—No. Se lo he dicho media docena de veces.

—Bueno, me alegro de tu buen criterio. ¡Stovepipe Town, caramba!

—Stovepipe Town no tiene nada que ver en el asunto. Dentro de diez años Perry Miller será un hombre al que incluso una Murray se complacería en honrar. Pero resulta que no es el tipo de hombre que me interesa, eso es todo.

¿Podía ser Emily, aquella muchacha alta que exponía con toda frialdad sus razones para haber rechazado una petición de mano y que hablaba de los «tipos de hombre» que le interesaban? Elizabeth… Laura… hasta Ruth la miraron como si no la hubieran visto nunca. Y había un nuevo respeto en sus ojos. Claro que sabían que Andrew era… era… bueno, en resumen, que Andrew era. Pero sin duda tendrían que pasar muchos años antes de que Andrew pudiera… pudiera… bueno, ¡pudiera! Y ahora ya la había pedido en matrimonio otro enamorado, ¡«media docena de veces», atención! En ese momento, aunque no tuvieron plena conciencia del hecho, dejaron de considerarla una niña. De un salto, había entrado en su mundo y desde entonces, habría que tratarla de igual a igual. Ya no habría más tribunales familiares. Esto lo pensaron, aunque no lo percibieron. El siguiente comentario de la tía Ruth fue la prueba. Habló casi como le habría hablado a Laura o a Elizabeth, de haber considerado que era su deber llamarles la atención.

—Supón, Emily, que alguien que pasara hubiera visto a Perry Miller sentado en la ventana a esa hora de la noche.

—Sí, claro. Entiendo perfectamente tu punto de vista, tía Ruth. Lo único que quiero es que entiendas el mío. Fue una tontería abrir la ventana y ponerme a hablar con Perry, de eso me doy cuenta ahora. Sencillamente no se me ocurrió, y después me interesó tanto la historia de sus desdichas en la cena del doctor Hardy que no me di cuenta de que pasaba la hora.

—¿Perry Miller fue a cenar a casa del doctor Hardy? —preguntó la tía Elizabeth. Aquello también la hizo tambalear. El mundo, el mundo de los Murray, estaba literalmente patas arriba si alguien de Stovepipe Town había sido invitado a cenar en la calle Queen. En aquel mismo momento la tía Ruth recordó con espanto que Perry Miller la había visto con su camisón de franela rosa. Antes no había importado, no era más que el chico que ayudaba en la Luna Nueva. Ahora era un invitado del doctor Hardy.

—Sí. El doctor Hardy lo considera un orador brillante y dice que tiene un futuro por delante —dijo Emily.

—Bueno —exclamó la tía Ruth—. Desearía que dejaras de deambular por mi casa a todas horas, escribiendo novelas. Si hubieras estado metida en tu cama, como tendrías que haber estado, esto no habría ocurrido jamás.

—No estaba escribiendo novelas —exclamó Emily—. No he escrito una palabra de ficción desde que le prometí a la tía Elizabeth que no iba a hacerlo. Te he dicho que sólo bajé a buscar mi cuaderno.

—¿Y por qué no podías dejarlo donde estaba hasta la mañana? —insistió la tía Ruth.

—Vamos, vamos —dijo el primo Jimmy—, no empecéis otra discusión. Quiero comer. Vamos, muchachas, a preparar el almuerzo.

Elizabeth y Laura salieron de la habitación con tanta mansedumbre como si Archibald Murray en persona lo hubiera ordenado. Al cabo de un rato, la tía Ruth las siguió. Las cosas no habían salido como ella esperaba pero, después de todo, estaba resignada. No habría sido agradable que un escándalo así que involucraba a una Murray saliera a la luz, como habría sido el caso si el veredicto contra Emily hubiera sido de culpable.

—De manera que esto ya está solucionado —le dijo el primo Jimmy a Emily cuando se cerró la puerta.

Emily exhaló un largo suspiro. La digna sala silenciosa pareció de pronto muy hermosa y amigable.

—Sí, gracias a ti —dijo, saltando a través de la habitación para darle un impetuoso abrazo—. Vamos, ahora ríñeme, primo Jimmy, con severidad.

—No, no. Pero habría sido más prudente no abrir esa ventana, ¿no te parece, gatita?

—Por supuesto. Pero la prudencia es una virtud tan falsa a veces, primo Jimmy. Uno le tiene miedo, uno quiere seguir avanzando, y…

—Y al demonio con las consecuencias —concluyó el primo Jimmy.

—Algo así —rió Emily—. Detesto ir por la vida con prudencia, temerosa de dar un paso largo, por miedo a que alguien esté mirando. Quiero «mover mi larga cola y andar por mi salvaje sendero solitario». No tenía nada de malo abrir esa ventana y hablar con Perry. Ni siquiera era malo que él tratara de besarme. Lo hizo para gastarme una broma. Ay, cómo odio las convenciones. Como tú dices, al demonio con las consecuencias.

—Pero no es así, gatita, ése es el problema. Es más probable que los que nos vayamos al demonio seamos nosotros. Voy a plantearte una cosa, gatita. Supón, no tiene nada de malo suponerlo, supón que fueras mayor, casada y tuvieras una hija de tu edad, y bajaras una noche y la encontraras como os encontró la tía Ruth a ti y a Perry. ¿Te gustaría? ¿Estarías contenta? Sé sincera.

—No, no, claro que no —respondió ella por fin—. Pero… es diferente. Yo habría «sabido».

El primo Jimmy rió.

—Ése es la cuestión, gatita. No todas las personas pueden «saber». Por eso tenemos que pisar con cuidado. Ah, yo sólo soy Jimmy Murray, el simple, pero veo que tenemos que mirar dónde caminamos. Gatita, tenemos costillas asadas para almorzar.

En aquel preciso momento un aroma muy sabroso llegó desde la cocina, un olor hogareño, cálido, que no tenía nada que ver con concesiones ni con secretos familiares. Emily le dio otro abrazo al primo Jimmy.

—Mejor un almuerzo de hierbas con el primo Jimmy que costillas asadas si incluyen a la tía Ruth —dijo.