CAPÍTULO DIECISIETE

«Cuando alguien besa a alguien»

Eran las diez y media, y Emily se dio cuenta con un suspiro de que debía irse a la cama. Cuando llegó, a las nueve y media, de una reunión en casa de Alice Kennedy, le pidió a la tía Ruth quedarse levantada una hora más para estudiar algo especial. La tía Ruth accedió de mal grado y con recelo y se fue a la cama, con diversos consejos relativos a las velas y los fósforos. Emily había estudiado con diligencia durante cuarenta y cinco minutos y escrito poesía durante quince. El poema ardía pidiendo que lo terminara, pero Emily, muy decidida, lo hizo a un lado.

En ese momento, recordó que había dejado el cuaderno en la cartera del colegio en el comedor. Imposible. La tía Ruth bajaría antes que ella por la mañana e inevitablemente revisaría la cartera, encontraría el cuaderno y lo leería. Había cosas en ese cuaderno que era mejor que la tía Ruth no viera. Debía bajar a buscarlo.

Muy despacio, abrió la puerta y bajó de puntillas, aterrada ante cada escalón crujiente. La tía Ruth, que dormía en el gran dormitorio del frente, al otro extremo del salón, seguramente oiría los crujidos. Eran tan fuertes que despertarían a un muerto. Pero no despertaron a la tía Ruth y Emily llegó al comedor, encontró la cartera, y estaba a punto de volver cuando por casualidad miró hacia la repisa del hogar. Allí, apoyada contra el reloj, había una carta para ella que había llegado, evidentemente, en el correo de la tarde, una linda cartita delgada con la dirección de una revista en un extremo. Emily dejó la lámpara sobre la mesa, abrió la carta, encontró la aceptación de un poema y un cheque por tres dólares. Las aceptaciones (y en especial las aceptaciones con cheques) seguían siendo acontecimientos tan poco comunes para nuestra Emily que siempre la alteraban bastante. Se olvidó de la tía Ruth, se olvidó de que eran casi las once de la noche: se quedó allí fascinada, leyendo una y otra vez la breve nota, breve pero ¡ay, qué dulce! «Su encantador poema»… «quisiéramos seguir recibiendo más trabajos suyos»… sí, claro que iban a recibir más trabajos suyos.

Emily se volvió, sobresaltada. ¿Habían llamado a la puerta? No, a la ventana. ¿Quién era? ¿Qué pasaba? En seguida, vio a Perry de pie, en la galería lateral, sonriéndole a través de la ventana.

Ella llegó en un instante y, sin detenerse a pensar, todavía inmersa en la dicha de la aceptación, descorrió el cerrojo y levantó la ventana. Sabía dónde había estado Perry y se moría por saber cómo le había ido. Lo habían invitado a cenar en la casa del doctor Hardy, la hermosa casa de la calle Queen. Esto se consideraba un gran honor y muy pocos estudiantes se hacían merecedores de él. Perry debía la invitación a su brillante discurso en el debate interescolar. El doctor Hardy se había enterado y había decidido que allí había un hombre prometedor.

Perry había estado inmensamente orgulloso por la invitación y había alardeado ante Teddy y Emily, no ante Ilse, que aún no lo había perdonado por su falta de tacto la noche del debate. Emily estaba contenta, pero le advirtió a Perry que tuviera cuidado en la casa del doctor Hardy. Ella tenía reparos en relación con su conocimiento de la etiqueta, pero Perry no los tenía. Él no tendría problemas, declaró con arrogancia. Perry se encaramó en el alféizar de la ventana y Emily se sentó en un extremo del sofá, recordándose a sí misma que sería sólo por un minuto.

—Vi la luz en la ventana cuando pasaba —dijo Perry—. Así que pensé en asomarme para ver si eras tú. Quería contártelo todo cuando aún recuerdo todas las cosas. ¿Sabes, Emily? Tenías razón. ¡Tenías razón! Tendría que sonreír. No volvería a pasar por lo que he pasado esta noche ni por cien dólares.

—¿Cómo te ha ido? —preguntó Emily, ansiosa. En cierto sentido, se sentía responsable por los modales de Perry. Eran los que había adquirido en la Luna Nueva.

Perry sonrió.

—Es una historia conmovedora. Me quitaron todo el engreimiento. Supongo que vas a decir que está bien.

—Te sobraba un poco —dijo Emily, con frialdad.

Perry se encogió de hombros.

—Bien, te lo contaré todo si no se lo cuentas a Ilse ni a Teddy. No voy a permitir que ellos se rían de mí. He ido a la calle Queen a la hora precisa; he recordado todo lo que me dijiste de las botas, la corbata, las uñas y el pañuelo y por fuera estaba perfecto. Cuando he llegado a la casa fue cuando han empezado mis problemas. Era tan grande y espléndida que me he sentido raro, no con miedo, no tenía miedo todavía, pero como si estuviera listo para saltar, como un gato desconocido cuando uno quiere acariciarlo. He tocado el timbre. Obviamente se ha atascado y ha seguido sonando como enloquecido. Yo podía oírlo sonar en la sala y pensé: «Van a pensar que no tengo modales y que sigo tocando el timbre hasta que aparezca alguien» y eso me ha desconcertado. La criada me ha desconcertado todavía más. No sabía si tenía que estrecharle la mano o no.

—¡Ay, Perry!

—Bueno, no lo sabía. Nunca había ido a una casa donde hubiera una criada como ésa, vestida con una toca y un delantal muy delicado. Me ha hecho sentir como si valiera treinta centavos.

—¿Le estrechaste la mano?

—No.

Emily exhaló un suspiro de alivio.

—Ella ha abierto la puerta y yo he entrado. No sabía qué hacer. Supongo que me habría quedado ahí hasta echar raíces, pero viene… ha venido… el doctor Hardy en persona. Él sí me ha dado la mano y me ha indicado dónde dejar el sombrero y el abrigo y después me ha llevado a la sala a conocer a su esposa. El piso estaba resbaladizo como hielo y justo cuando he pisado una alfombra que había junto a la puerta, dentro de la sala, se me ha ido de debajo de los pies, y yo me he ido con ella, y he avanzado resbalando por el suelo, los pies primero, justo hasta donde estaba la señora Hardy. Yo estaba de espaldas, no boca abajo, de lo contrario habría sido la típica acrobacia oriental, ¿no?

Emily no le encontró la gracia.

—¡Ay, Perry!

—Por todos los cielos, Emily, no ha sido culpa mía. Todo la etiqueta del mundo no podría haberlo evitado. Claro que me he sentido como un idiota, pero me he levantado y me he reído. Nadie más se ha reído. Todos han sido muy bien educados. La señora Hardy ha estado muy amable, esperaba que no me hubiera hecho daño, y el doctor Hardy ha dicho que él se había resbalado igual que yo más de una vez después de que cambiaran las buenas alfombras viejas para colocar madera y alfombras pequeñas. Yo tenía miedo de moverme, así que me he sentado en la silla más cercana, pero en ella había un perro, el pequinés de la señora Hardy. No, no lo he matado, he sido yo el que se ha llevado el susto más grande. Para cuando he aterrizado en otra silla el su… la transpiración me corría por la cara. Justo entonces han llegado otras personas, y eso me ha sacado un poco del candelero, porque me ha dado tiempo para recuperarme. Me he dado cuenta de que tenía alrededor de diez pares de manos y de pies. Y mis botas eran demasiado grandes y ordinarias. Hasta que he caído en la cuenta de que estaba con las manos en los bolsillos, silbando.

Emily iba a decir «¡ay, Perry!» pero se mordió la lengua y se lo tragó. ¿Qué sentido tenía decir nada?

—Yo sabía que eso no se hace, así que he dejado de silbar y he sacado las manos de los bolsillos… y me he puesto a morderme las uñas. Al final, me he sentado sobre de las manos. He doblado los pies por detrás de la silla y me he quedado sentado así hasta que hemos ido a cenar… me he quedado sentado así cuando una vieja gorda ha avanzado contoneándose y todos los otros varones se han levantado. Yo no, no he considerado que hiciera la menor falta, había sillas vacías. Pero más tarde se me ha ocurrido que era un truco de etiqueta y que tendría que haberme levantado, ¿no?

—Por supuesto —dijo Emily, agotada—. ¿No te acuerdas todas las veces que Ilse te ha recriminado justamente eso?

—Ah, lo había olvidado. Ilse siempre me recrimina por algo. Pero hay que vivir para aprender. Ahora ya no lo olvidare nunca, te lo aseguro. Había otros tres o cuatro muchachos en la casa (el nuevo profesor de francés y un par de banqueros) y algunas damas. He llegado al comedor sin caerme y me han dado una silla entre la señorita Hardy y la dama mencionada antes. He echado un vistazo a la mesa y entonces, Emily, ahí por fin he sabido lo que significa tener miedo. Te juro que antes no lo conocía, nunca le había tenido miedo a nada. Es un sentimiento espantoso. Me ha dado pánico. Yo antes pensaba que teníais mucho protocolo en la Luna Nueva cuando había visitas, pero nunca había visto una cosa como esa mesa, todo era brillante y resplandeciente. En un lugar había tenedores, cucharas y cosas para equipar a todo un pueblo. Había un pedazo de pan envuelto en mi servilleta, se me ha caído y ha salido rodando por el suelo. Me he dado cuenta de que la cara y el cuello se me ponían rojos. Supongo que eso es ruborizarse. Que yo recuerde, nunca me había ruborizado. No sabía si levantarme a recogerlo o no. Entonces la criada me ha traído otro. He utilizado la cuchara que no correspondía para la sopa pero he tratado de recordar lo que decía tu tía Laura sobre cómo tomar la sopa. Lo he hecho bien las primeras cucharadas pero después me he interesado mucho en algo que estaba diciendo no sé quién y he hecho ruido.

—¿Has inclinado el plato para tomarte la última cucharada? —preguntó Emily, desolada.

—No, iba a hacerlo cuando me he acordado de que no se hace. Aunque me ha dado lástima dejarla. La sopa estaba deliciosa y yo tenía hambre. La vieja viuda que había a mi lado sí lo ha hecho. Me ha ido muy bien con la carne y las verduras, excepto una vez. Había pinchado un poco de carne y patatas en el tenedor y en el momento en que me lo llevaba a la boca, he visto a la señora Hardy que me miraba y he recordado que no tendría que haber llenado tanto el tenedor, y me he sobresaltado, y se me ha caído todo sobre la servilleta. No sabía si podía volver a ponerlo sobre el plato, así que lo he dejado allí. Con el budín no ha habido problemas, sólo que lo he comido con una cuchara (la cuchara de la sopa) y todos los demás lo han comido con tenedor. Pero de gusto estaba igual de delicioso y yo ya estaba sintiéndome temerario. En la Luna Nueva siempre se ha comido el budín con cuchara.

—¿Por qué no mirabas lo que hacían los otros para imitarlos?

—Estaba demasiado asustado. Pero te voy a decir una cosa: mucha etiqueta, pero la comida no tenía nada que envidiarle a la de la Luna Nueva, es más, se quedaba corta. La comida de tu tía Elizabeth le gana a la de los Hardy con diferencia y, además, tampoco te daban demasiado de ningún plato. Después de la cena hemos vuelto a la sala (ellos lo llamaban «sala de estar») y las cosas no han ido tan mal. No he hecho nada malo, salvo tirar una biblioteca al suelo.

—¡Perry!

—Bueno, estaba floja. Yo estaba apoyado en ella, hablando con el señor Hardy, y supongo que me he apoyado muy fuerte, porque se ha caído al suelo. Pero enderezarla y volver a colocar los libros parece que me ha permitido serenarme y ya no me he sentido tan mudo. Después no me ha ido muy mal, aunque de vez en cuando se me escapaba una palabra de jerga antes de que me diera cuenta. Te digo una cosa, ojalá te hubiera hecho caso con eso de no hablar en jerga. Ha habido un momento en que la anciana gorda ha estado de acuerdo con algo que yo he dicho (tenía buen criterio aunque le sobraban dos papadas) y yo me he puesto tan contento de tenerla de mi lado que le he dicho: «Yo me juego hasta la camiseta», sin pensarlo. Y creo que he alardeado un poco. ¿Es cierto que alardeo mucho, Emily?

A Perry nunca se le había ocurrido hacerse esta pregunta.

—Sí —respondió Emily, con franqueza— y queda muy feo.

—Bueno, después de hacerlo me he sentido como avergonzado. Supongo que todavía me falta mucho por aprender, Emily. Voy a comprarme un libro de etiqueta y aprendérmelo de memoria. No quiero pasar por otra noche como la de hoy. Pero al final todo ha mejorado. Jim Hardy me ha llevado al cuarto de juegos a jugar a las damas y le he ganado. Mi etiqueta con el juego de damas no falla, eso te lo aseguro. Y la señora Hardy ha dicho que mi discurso en el debate había sido el mejor que había oído en un muchacho de mi edad y quiso saber a qué pensaba dedicarme. Es una gran dama y sabe bien todo lo social. Por eso es que quiero que te cases conmigo cuando llegue el momento. Emily, yo necesito una esposa con seso.

—No digas tonterías, Perry —dijo Emily, altiva.

—No son tonterías —insistió Perry con obstinación—. Y es hora de que dejemos algo en claro. No tienes por qué mirarme por encima del hombro porque eres una Murray. Algún día seré un buen partido, incluso para una Murray. Vamos, sácame de la ignorancia.

Emily se levantó, desdeñosa. Tenía sus sueños, como todas las chicas, y el rosado sueño del amor estaba entre ellos, pero Perry Miller no formaba parte de él.

—Yo no soy una Murray, y me voy a mi cuarto. Buenas noches.

—Espera un momento —dijo Perry, con una sonrisa—. Cuando el reloj dé las once te daré un beso.

Ni por un momento a Emily se le ocurrió que Perry fuera a cumplir su promesa, lo cual fue una tontería de su parte, porque Perry hacía siempre lo que decía que iba a hacer. Pero, claro, nunca se había puesto sentimental. Ella ignoró su comentario y se quedó para hacerle otra pregunta sobre la cena en casa de los Hardy. Perry no respondió a la pregunta: el reloj comenzó a dar las once mientras ella la formulaba; él pasó las piernas por el alféizar de la ventana y entró en la habitación. Emily se dio cuenta demasiado tarde de que él pensaba hacer lo que había dicho. Apenas tuvo tiempo de apartar la cara y el beso sonoro, entusiasta y franco de Perry (no había nada de sutil en los besos de Perry) fue recibido por su oreja en lugar de su mejilla.

En el preciso instante en que Perry la besaba y antes de que una indignada protesta pudiera llegar a sus labios, sucedieron dos cosas. Una ráfaga de viento entró de la galería y apagó la vela y se abrió la puerta del comedor y la tía Ruth apareció en la puerta, ataviada con un camisón de franela rosa y trayendo otra vela, cuya luz iluminando hacia arriba provocaba un extraño efecto sobre su rostro tenso con su halo de rizadores.

Ésta es una de las situaciones en las que un biógrafo consciente siente que, utilizando la manida frase, su pluma no puede hacerle honores a la escena.

Emily y Perry se quedaron como convertidos en piedra. Lo mismo le sucedió, por un instante, a la tía Ruth. La tía Ruth esperaba encontrar a Emily escribiendo, como había sucedido una noche, hacía un mes, en que Emily estaba inspirada a la hora de dormir y bajó al comedor calentito para escribir en su cuaderno. Pero… ¡aquello! Debo admitir que la apariencia de las cosas no era nada buena. En realidad, creo que no debemos culpar a la tía Ruth por su justa indignación.

La tía Ruth miró a la desdichada pareja.

—¿Qué estás haciendo tú aquí? —preguntó a Perry.

Stovepipe Town cometió un error.

—Ah, buscando un cuadrado redondo —dijo Perry con desparpajo, y los ojos se le pusieron de pronto luminosos con el brillo de la travesura y de la picardía transgresora.

La «impertinencia» de Perry (así la denominó la tía Ruth y yo en realidad creo que fue una impertinencia) naturalmente empeoró las cosas. La tía Ruth se volvió a Emily.

—Tal vez tú puedas explicarme que haces aquí, a estas horas, besando a este individuo en la oscuridad.

Emily se encogió ante la crudeza y la vulgaridad de la pregunta, como si la tía Ruth la hubiera golpeado. Olvidó que las apariencias justificaban a la tía Ruth y permitió que un espíritu perverso se apoderara de ella y la poseyera. Levantó la cabeza, arrogante.

—No tengo ninguna explicación que dar a semejante pregunta, tía Ruth.

—No creí que la tuvieras.

La tía Ruth se rió con una risa muy desagradable en la cual resonó una nota discordante de triunfo. Era de creer que, por debajo de toda su ira, algo agradaba a la tía Ruth. Es agradable confirmar la opinión que uno siempre ha tenido de alguien.

—Bien, tal vez tengas la bondad de responder algunas preguntas. ¿Cómo ha llegado aquí este individuo?

—Por la ventana —dijo Perry, lacónico, al ver que Emily no iba a responder.

—No le preguntaba a usted, señor. Váyase —ordenó la tía Ruth, señalando la ventana con gesto pomposo.

—No voy a moverme de aquí hasta no saber qué le va a hacer a Emily —afirmó Perry, terco.

—Yo —dijo la tía Ruth, con un terrible aire de indiferencia— no voy a hacerle nada a Emily.

—Señora Dutton, sea comprensiva —rogó Perry, seductor—. Todo es culpa mía, ¡se lo juro! Emily no tiene nada que ver. Mire, fue así…

Pero Perry llegaba demasiado tarde.

—Le he pedido a mi sobrina que me diera una explicación y ella se ha negado a hacerlo. Prefiero no escuchar la suya.

—Pero… —insistió Perry.

—Es mejor que te vayas, Perry —dijo Emily, cuyo rostro comenzaba a lanzar señales de peligro. Habló en voz baja, pero el más Murray de todos los Murray no habría expresado una orden más categórica. Tenía un tono que Perry no osó ignorar. Con mansedumbre saltó por la ventana y desapareció en la noche. La tía Ruth se acercó y cerró la ventana. Luego, ignorando a Emily por completo, retiró su pequeña figura envuelta en franela rosa rumbo a sus aposentos.

Emily no durmió mucho esa noche… ni lo merecía, permítaseme admitirlo. Cuando se le pasó el súbito enfado, la vergüenza la azotó como un látigo. Se dio cuenta de que se había portado como una tonta al negarse a darle una explicación a la tía Ruth. La tía Ruth tenía derecho a una explicación, cuando semejante situación se había producido en su casa, por odiosa y desagradable que hubiera sido su forma de pedirla. Claro que no le habría creído una palabra, pero, si la hubiera dado, Emily no habría complicado aún más su falsa posición.

Emily estaba segura de que la enviarían de vuelta a la Luna Nueva envuelta en la ignominia. La tía Ruth se negaría férreamente a seguir teniendo a una muchacha así en su casa, la tía Elizabeth estaría de acuerdo con ella y la tía Laura estaría desolada. ¿La lealtad del primo Jimmy también cedería a la presión? Era un panorama muy aciago. Por eso Emily pasó la noche en vela. Se sentía tan desgraciada que le dolía hasta el latir de su propio corazón. Y vuelvo a decir, con convicción, que se lo merecía. No tengo una palabra de lástima ni de excusa para ella.