CAPÍTULO DIECISÉIS

Restos de naufragio

Shrewsbury

3 de octubre de 19…

He terminado de recorrer la parte que me correspondía de nuestra hermosa provincia haciendo suscripciones, tengo la mejor lista de suscripciones y he ganado casi suficiente con las comisiones para comprarme los libros de todo el segundo año. Cuando se lo dije a la tía Ruth, no resopló. Considero que ése es un hecho que merece quedar registrado.

Hoy la Merton’s Magazine me ha devuelto mi cuento Las arenas del tiempo. Pero la carta de devolución estaba escrita a máquina, no impresa. Siento que lo que está escrito a máquina no es tan ofensivo como lo impreso.

Hemos leído su artículo con interés, pero lamentamos decirle que en estos momentos no podemos publicarlo.

Si eso de «con interés» es verdad, es un aliento. Pero ¿no estarían tratando de amortiguar el golpe?

Hace poco a Ilse y a mí nos notificaron que hay nueve vacantes en La calavera y el búho y que nos habían puesto en la lista de los que pueden solicitar admisión como miembros. Eso hicimos. En el colegio se considera muy importante ser Calavera y Búho.

El segundo año está en pleno apogeo, y el trabajo me parece muy interesante. El señor Hardy da varias de nuestras clases, y como maestro me gusta más que ningún otro, después del señor Carpenter. Se interesó mucho en mi ensayo La mujer que le dio una azotaina al rey. Le dio el primer lugar e hizo comentarios especiales sobre él durante la crítica en clase. Evelyn Blake está segura, naturalmente, de que lo copié de algún lado, y está segura de que lo ha leído antes en algún lado. Evelyn se peina con el nuevo peinado pompadour que se ha puesto de moda este año y a mí me parece que le queda espantoso. Pero claro, la única parte de la anatomía de Evelyn que a mí me gusta es su espalda.

Tengo entendido que todos los del clan Martin están furiosos conmigo. La semana pasada Sally Martin se casó en la iglesia anglicana de aquí y el director del Times me pidió que redactara la nota de sociedad. Fui, por supuesto, aunque detesto cubrir bodas. A veces hay demasiadas cosas que quisiera decir que no se pueden decir. Pero la boda de Sally estuvo bien y ella muy guapa, así que envié una nota bastante bonita, según creía, mencionando en especial el hermoso ramo de «rosas y orquídeas» de la novia: el primer ramo de orquídeas que se ha visto en Shrewsbury. Escribí con letra muy clara, por eso no hay excusa para que el desgraciado del linotipista del Times convirtiera «orquídeas» en ortigas. Por supuesto que cualquiera con dos dedos de frente tendría que haberse dado cuenta de que era un error de imprenta. Pero a los del clan Martin se les ha metido en la cabeza que escribí ortigas a propósito para hacer una broma tonta porque, al parecer, les contaron que yo una vez dije que estaba cansada de las notas convencionales sobre las bodas y que me gustaría escribir una diferente. Es cierto que lo dije, ¡pero mi ansia de originalidad nunca me llevaría a decir que una novia llevaba un ramo de ortigas! De todas maneras, eso creen los del clan Martin, y la tía Ruth dice que nada le extraña, y la tía Elizabeth dice que yo no tendría que haber sido tan descuidada. ¡Yo! ¡Que el cielo me dé paciencia!

5 de octubre de 19…

Esta tarde ha venido a verme la esposa de Will Bradshaw. Por suerte, la tía Ruth había salido. Digo por suerte, porque no quiero que la tía Ruth se entere de mi sueño y la parte que jugó en el hallazgo del pequeño Allan Bradshaw. Tal vez soy «reservada», como diría la tía Ruth, pero la verdad es que, reservada o no, no soportaría que la tía Ruth resople y se ponga a cavilar y a comentar el incidente.

La señora Bradshaw ha venido a darme las gracias. Me he sentido incómoda porque, después de todo, ¿yo qué tuve que ver? No quiero pensar ni hablar del tema. La señora Bradshaw me ha contado que el pequeño Allan está bien, aunque pasó una semana sin poder incorporarse en la cama. Ella estaba muy pálida y seria.

«Habría muerto si usted no hubiera venido, señorita Starr, y yo también me habría muerto. No podría haber seguido viviendo, sin saber, ay, jamás olvidaré el horror de esos días. Tenía que venir a expresarle mi gratitud, aquella mañana, cuando regresé, usted ya se había ido, y yo sentí que no estuve muy hospitalaria…».

Se desmoronó, se deshizo en llanto y yo también, y lloramos juntas un buen llanto. Me siento muy contenta y agradecida de que hayan encontrado al pequeño Allan, pero no quiero volver a recordar cómo sucedió todo.

La Luna Nueva

7 de octubre de 19…

Esta tarde he dado un hermoso paseo por el cementerio del estanque. Se diría que no es un lugar exactamente alegre para caminar, pero a mí me gusta vagabundear por esa pequeña pendiente de tumbas en medio de la suave melancolía de un bonito atardecer de otoño. Me gusta leer los nombres en las lápidas y ver las fechas y pensar en todos los amores, los odios, las esperanzas y los temores que yacen allí enterrados. Ha sido hermoso y en absoluto triste. Los sembrados rojos y los helechos escarchados del bosque y las viejas cosas familiares que he amado, y que amo más y más a medida que crezco, me rodeaban. Todos los fines de semana que vuelvo a la Luna Nueva, me parecen más queridas, más parte de mí. Amo las cosas tanto como a las personas. Creo que la tía Elizabeth es igual. Por eso no quiere que cambie nada en la Luna Nueva. Empiezo a entenderla mejor. Creo que ahora ella también me quiere. Al principio fui un deber para ella, pero ahora soy algo más.

Me he quedado en el cementerio hasta que ha caído el crepúsculo dorado y lo ha convertido en un lugar fantasmal. Entonces Teddy ha venido a buscarme y hemos caminado juntos por el campo y hemos recorrido el Camino del Mañana. En realidad, ahora es el Camino del Hoy, porque los árboles ya han crecido por encima de nuestras cabezas, pero aún lo llamamos el Camino del Mañana, en parte por costumbre y en parte porque siempre hablamos, en él, de nuestros mañanas, y de lo que esperamos poder hacer en ellos. Por alguna razón, Teddy es la única persona con quien me gusta hablar de mis mañanas y de mis ambiciones. No hay nadie más. Perry se burla de mis aspiraciones literarias. Cuando hablo de escribir libros, dice: «¿Para qué sirven esas cosas?». Y es obvio que si una persona no puede ver por sí misma «para qué sirve» algo, no se le puede explicar. Ni siquiera con Dean puedo hablar de mis mañanas desde una tarde en la que me dijo, con mucha amargura: «Detesto oírte hablar de tus mañanas; no pueden ser mis mañanas». Creo que en cierto sentido a Dean no le gusta pensar en que estoy madurando, creo que tiene algo de esos celos de los Priest de compartir cualquier cosa, en especial la amistad, con otras personas o con el mundo. Me siento retraída. Últimamente me ha parecido que Dean ya no se interesa por mis ambiciones literarias. Me parece que incluso las ridiculiza un poco. Por ejemplo, el señor Carpenter quedó encantado con La mujer que le dio una azotaina al rey y me dijo que era excelente y sin embargo, cuando Dean lo leyó, sonrió y me dijo: «Es muy buena como redacción escolar, pero…», y entonces volvió a sonreír. No era una sonrisa de las que me gustan. Tenía «demasiado de los Priest», como diría la tía Elizabeth. Me sentí (y me siento) terriblemente abatida. Parecía decir: «Puedes garabatear cosas divertidas, querida, y tus frases tienen gracia, pero estaría muy mal por mi parte permitirte creer que esa gracia significa algo». Si es cierto (lo cual es muy probable, porque Dean es muy inteligente y sabe mucho) nunca lograré nada que valga la pena. No intentaré conseguir nada; me niego a ser alguien que «garabatea cosas divertidas».

Pero con Teddy es diferente.

Esta noche Teddy estaba loco de alegría, y así me puse yo cuando me enteré de las novedades. Expuso dos de sus pinturas en la exposición de Charlottetown, en septiembre, y el señor Lewes, de Montreal, le ofreció cincuenta dólares por cada una. Con eso pagará su alojamiento en Shrewsbury durante todo el invierno y eso hará las cosas más fáciles para la señora Kent. Aunque ella no se alegró, cuando él se lo contó. Dijo: «Ah, claro, ahora te crees independiente de mí»; y se echó a llorar. Teddy se sintió herido, porque nunca se le había ocurrido pensar semejante cosa. Pobre señora Kent. Ha de sentirse muy sola. Hay una extraña barrera entre ella y el resto del mundo. No he ido a Tansy Patch desde hace mucho tiempo. En el verano, fui una vez con la tía Laura, que se había enterado de que la señora Kent estaba enferma. La señora Kent estaba levantada y habló con la tía Laura, pero a mí no me dirigió la palabra, simplemente me miraba de vez en cuando y con un fuego extraño, intenso, en los ojos. Pero cuando nos levantamos para irnos, me habló. Dijo:

«Estás muy alta. Pronto serás una mujer, y vas a robarle el hijo a otra mujer».

Cuando regresábamos a casa, la tía Laura me dijo que la señora Kent siempre había sido muy rara, pero que cada vez estaba peor.

«Hay quien piensa que tiene problemas mentales», dijo.

«Yo no creo que sus problemas tengan que ver con su mente. Para mí tiene el alma enferma», repliqué.

«Emily, eso que dices es espantoso», objetó la tía Laura.

No sé por qué. Si los cuerpos y las mentes pueden enfermar, ¿por qué no las almas? A veces estoy tan segura como si la señora Kent me lo hubiera contado que en algún momento su alma fue muy malherida, y que no ha sanado nunca. Me gustaría que no me odiara. Me duele que la madre de Teddy me odie. No sé por qué. Dean es un amigo tan querido como Teddy y, sin embargo, no me molestaría que el resto de los Priest me odiara.

19 de octubre de 19…

Ilse y los otros siete aspirantes fueron aceptados como Calaveras y Búhos. A mí me rechazaron. Recibimos la notificación el lunes.

Yo sé, naturalmente, que la culpable es Evelyn Blake. No pudo haber sido nadie más. Ilse se puso furiosa. Rompió en pedazos la notificación de su elección y le envió los pedacitos al secretario con un acerbo repudio de La calavera y el búho y todas sus obras.

Hoy he visto a Evelyn en el vestuario y me ha asegurado que ella había votado por Ilse y por mí.

«¿Alguien ha dicho que no lo hayas hecho?», le pregunté, en mi mejor estilo tía Elizabeth.

«Sí, Ilse —respondió Evelyn, de mal humor—. Estuvo muy insolente conmigo. ¿Quieres saber quién creo que te rechazó?».

Miré a Evelyn a los ojos.

«No, no es necesario. Yo quién fue», y me di vuelta y me fui.

Casi todos los Calaveras y Búhos están muy enfadados con este tema, en especial los Calaveras. Un par de los Búhos, según me contaron, han rebuznado diciendo que es bueno para el orgullo de los Murray. Y varios de los de segundo y tercer año que no estuvieron entre los nueve favorecidos están regodeándose de satisfacción o asquerosamente solidarios.

La tía Ruth se ha enterado y quiso saber por qué me habían rechazado.

La Luna Nueva

5 de noviembre de 19…

La tía Laura y yo pasamos la tarde una enseñando y la otra aprendiendo cierta tradición de la Luna Nueva, a saber, cómo poner conservas en frascos formando figuras. Guardamos todos los frascos que hicimos y, cuando la tía Elizabeth fue a verlos, admitió que no podía decir cuáles había hecho la tía Laura y cuáles había hecho yo.

Esta tarde ha sido hermosa. He pasado un buen rato conmigo misma, en el jardín. Esta noche estaba precioso, con ese encanto extraño de los atardeceres de noviembre. Al caer la tarde había caído un poco de nieve, pero ha aclarado y el mundo ha quedado levemente cubierto y el aire claro y fresco. Casi todas las flores, incluso mi maravilloso aster, que fue un sueño durante todo el otoño, se congelaron hace dos semanas, pero los lechos seguían teniendo pequeñas matas de alhelíes blancos en los bordes. Una inmensa luna de un rojo brumoso se levantaba por encima de las copas de los árboles. Por poniente, detrás de las colinas blancas sobre las cuales crecen algunos árboles oscuros, había un resplandor rojo amarillento. La nieve había hecho desaparecer toda la extraña tristeza profunda de un paisaje muerto en la última hora de tarde de otoño, y las pendientes y los prados de la vieja Luna Nueva se han transformado en un país de las hadas a la suave luz de la luna temprana. La vieja casa tenía una capa de nieve reluciente en el techo. Las ventanas iluminadas brillaban como joyas. Parecía exactamente una postal de Navidad. La sombra del humo gris azulado de la chimenea pendía encima de la cocina. Un agradable aroma a humo de hojas otoñales venía de la fogata que el primo Jimmy estaba haciendo en el camino. Mis gatos también estaban allí, sigilosos, con ojos de duendes, armonizando con la hora y el lugar. El crepúsculo, llamado también oportunamente la luz de los gatos, es el único momento en el que un gato de verdad se revela a sí mismo. Saucy Sal era delgada y resplandeciente, como el fantasma plateado de un gatito. Flor era como un tigre furtivo, gris oscuro. Por cierto que Flor le da al mundo la certeza de lo que es un gato: no condesciende ante nadie y nunca habla demasiado. Saltaban junto a mis pies, salían corriendo, volvían saltando, rodaban por el suelo, y encajaban tan bien con la noche y del lugar fantasmal, que no interrumpían en absoluto mis pensamientos. Llena de felicidad, he recorrido los senderos en uno y otro sentido, recorrí el reloj de sol y la casa de verano. El aire que respiro en esos momentos me deja un poco borracha, estoy segura. Me he reído de mí misma por sentirme mal por no haber sido elegida Búho. ¡Un Búho! ¡Si me sentía como un águila joven, volando hacia el sol! Todo el mundo estaba frente a mis ojos, para que lo mirara y aprendiera, y era feliz en él. El futuro era mío; también el pasado. He sentido que siempre había estado viva aquí; sentí que compartía todos los amores y las vidas de la vieja casa. He sentido que siempre viviría aquí, siempre, siempre, estuve entonces segura de la inmortalidad. No creía en ella, la sentía.

Allí me ha encontrado Dean: ha estado muy cerca de mí antes de que me diera cuenta de su presencia.

«Estás sonriendo —dijo Dean—. Me encanta ver a una mujer sonriendo consigo misma. Sus pensamientos han de ser inocentes y agradables. ¿El día ha sido bondadoso contigo, querida dama?».

«Muy bondadoso, y este atardecer es su mejor regalo. Soy tan feliz esta noche, Dean…, el mero hecho de estar viva me hace feliz. Me siento como si condujera una yunta de estrellas. Me gustaría que este estado de ánimo pudiera durar. Me siento muy segura de mí misma esta noche, segura de mi futuro. No le tengo miedo a nada. En el banquete de éxitos de la vida, puede que no sea una invitada de honor, pero estaré entre los presentes».

«Cuando venía por el camino, parecías una profetisa mirando hacia el futuro —dijo Dean—, de pie a la luz de la luna, blanca y extasiada. Tu piel es como los pétalos de los narcisos. Puedes sostener una rosa blanca ante la cara; son pocas las mujeres que se atreverían a hacerlo. No eres en realidad muy bonita, lo sabes, Estrella, pero tu rostro hace que las personas piensen en cosas hermosas, y ése es un don mucho más preciado que la mera belleza».

Me encantan los cumplidos de Dean. Siempre son diferentes de todos los demás. Y me gusta que me llamen mujer.

«Me vas a convertir en una vanidosa», le he dicho.

«No, si conservas tu sentido del humor —ha replicado Dean—. Una mujer con sentido del humor nunca es vanidosa. Ni el hada más malévola del mundo podría conferirle dos desventajas semejantes a la misma criatura bautizada».

«¿Para ti el sentido del humor es una desventaja?», he preguntado.

«Por supuesto. Una mujer con sentido del humor no tiene refugio ante la despiadada verdad sobre sí misma. No puede considerarse incomprendida. No puede regodearse en la pena por sí misma. No puede maldecir cómodamente a cualquiera que difiera de ella. No, Emily, la mujer con sentido del humor no es envidiable».

A mí no se me había ocurrido ese punto de vista. Nos hemos sentado en el banco de piedra y lo hemos discutido. Este invierno, Dean no se irá de viaje. Me alegro: lo echaría mucho de menos. Si no puedo mantener una buena charla con Dean al menos una vez cada quince días, la vida parece desteñida. Hay tanto color en nuestras charlas…, y también es capaz de mantener silencios muy elocuentes. Esta noche, parte del tiempo, ha estado así. Hemos permanecido sentados en el ensueño, la paz y el crepúsculo del viejo jardín oyendo los pensamientos del otro. Parte del tiempo me ha contado historias de viejas tierras y de los maravillosos bazares del oriente. Parte del tiempo me ha preguntado por mí, mis estudios y mis cosas. Me gusta un hombre que me dé, de vez en cuando, la oportunidad de hablar de mí misma.

«¿Qué has leído últimamente?», me ha preguntado.

«Esta tarde, después de terminar con las conservas, he leído varios poemas de la señora Browning. Este año la leeremos en el colegio, ¿sabes? Mi poema preferido es La balada del rosario castaño, y yo comprendo mucho más a Onora que la señora Browning».

«Claro —dijo Dean—. Es porque tú misma eres una criatura de la emoción. cambiarías el cielo por el amor, igual que Onora».

«Yo no voy a amar: amar es convertirse en un esclavo», he replicado.

Y apenas lo he dicho me ha dado vergüenza, porque sabía que lo había dicho para parecer inteligente. En realidad yo no creo que amar sea convertirse en un esclavo, al menos, no en el caso de los Murray. Pero Dean me ha tomado en serio.

«Bien, uno debe ser esclavo de algo en este mundo —dijo—. Nadie es libre. Tal vez, después de todo, oh, hija de las Estrellas, el amor sea el amo más benigno, más benigno que el odio, que el temor, que la necesidad, que la ambición, que el orgullo. A propósito, ¿cómo te llevas con las partes amorosas de tus cuentos?».

«Olvidas que no puedo escribir cuentos por el momento. Cuando pueda, bueno…, sabes que hace mucho me prometiste que me enseñarías a hacer el amor artísticamente».

Lo he dicho como una travesura, para hacerle una broma. Pero Dean de pronto ha parecido ponerse muy serio.

«¿Estás preparada para que te enseñe?», me preguntó, inclinándose hacia delante.

Por una fracción de segundo he creído que iba a besarme. Me he apartado, he sentido que me ponía roja, y de inmediato he pensado en Teddy. No sabía qué decir; he cogido a Flor, he ocultado la cara en su hermosa piel y he escuchado su ronroneo. En aquel oportuno momento, la tía Elizabeth ha aparecido en la puerta delantera, preguntando si llevaba los zapatos de goma; no era así, de modo que me he ido dentro y Dean se ha marchado a su casa. Lo he observado por la ventana mientras se iba cojeando por el sendero. Me ha parecido una imagen muy solitaria y de inmediato he sentido una inmensa pena por él. Cuando estoy con Dean es tan buena compañía y lo pasamos tan bien juntos, que me olvido de que ha de haber otra parte de su vida. Yo sólo lleno un rinconcito en ella. El resto ha de estar muy vacío.

14 de noviembre de 19…

Hay un escándalo nuevo con respecto a Emily, la de la Luna Nueva, e Ilse, la de Blair Water. Acabo de mantener una desagradable entrevista con la tía Ruth y tengo que escribirlo todo para sacarme la amargura del alma. ¡Semejante tormenta en un vaso de agua! Pero hay que reconocer que Ilse y yo tenemos muy mala suerte.

La tarde del jueves pasado la pasé con Ilse, estudiando juntas literatura inglesa. Estudiamos mucho y salí hacia casa a las nueve. Ilse salió conmigo hasta el portón. Era una noche plácida, oscura, estrellada. La nueva casa donde vive Ilse es la última en la calle Cardigan, y más allá de ella el camino sube por el puentecito de la caleta hacia el parque. Vimos el parque, penumbroso y atractivo, a la luz de las estrellas.

«Vamos a dar un paseo antes de que te vayas a tu casa», me propuso Ilse.

Fuimos. Es obvio que no tendría que haber ido, tendría que haber regresado a casa, a meterme en la cama, como corresponde a una buena tuberculosa. Pero había terminado mi dosis otoñal de emulsión de aceite de hígado de bacalao (¡aj!) y pensé que, por una vez, podía desafiar el aire de la noche. De modo que allí nos fuimos. Y fue maravilloso. Por encima del puerto oíamos la música del viento en las colinas de noviembre, pero entre los árboles del parque el aire estaba calmo y quieto. Dejamos el camino y vagabundeamos por un sendero lateral que discurría a través de la fragancia de los árboles perennes de la colina. Los abetos y los pinos son siempre buenos amigos, pero no cuentan secretos como los arces y los álamos: nunca revelan sus misterios, nunca traicionan sus historias, largo tiempo atesoradas. Por eso son mucho más interesantes que los otros árboles.

Toda la ladera de la colina estaba llena de hermosos sonidos mágicos y de los frescos aromas elusivos de la noche: balsamina y helecho escarchado. Parecíamos estar en el corazón mismo de un pacífico silencio. La noche puso sus brazos alrededor de nosotras como una madre y nos acercó la una a la otra. Nos lo contamos todo. Claro que al día siguiente yo me arrepentí, si bien Ilse es una confidente de fiar y nunca traiciona, ni siquiera en medio de una rabieta. Pero no es una tradición de los Murray mostrar el alma por dentro, ni siquiera a la mejor amiga. Sin embargo, la oscuridad y el bálsamo de los abetos hacen que las personas hagan esas cosas. Y también nos divertimos mucho: Ilse es una compañía extraordinaria. Nunca me aburro con ella. La cuestión es que dimos un paseo precioso y salimos del parque sintiendo que nos queríamos más que nunca y que teníamos otro hermoso recuerdo para compartir. Justo en el puente nos encontramos con Teddy y Perry que venían de la carretera del Oeste. Habían salido a hacer un poco de ejercicio. Resultó ser uno de esos días en que Ilse y Perry se hablaban, de manera que los cuatro cruzamos el puente y entonces ellos se fueron por su lado y nosotras por el nuestro. A las diez yo estaba dormida en mi cama.

Pero alguien nos vio cruzar el puente juntos. Al día siguiente lo sabía todo el colegio; al otro día, toda la ciudad: Ilse y yo habíamos andado por el parque con Teddy Kent y Perry Miller hasta las doce de la noche. La tía Ruth se enteró y esta noche me llamó al tribunal de justicia. Le he contado toda la verdad, pero, por supuesto, no me ha creído.

«Tú sabes que el jueves pasado estuve en casa a las diez menos cuarto, tía Ruth», dije.

«Supongo que han exagerado la hora —admitió la tía Ruth—. Pero tiene que haber habido algo para dar pie a ese rumor. No hay humo sin algo de fuego. Emily, estás siguiendo los pasos de tu madre».

«Preferiría que dejásemos a mi madre fuera de esta cuestión, está muerta —repliqué—. El asunto, tía Ruth, es: ¿me crees o no?».

«No creo que haya sido algo tan malo como dice el rumor —contestó de mala gana la tía Ruth—. Pero has hecho que hablaran de ti. Claro que no puedes esperar otra cosa, andando con Ilse Burnley y una escoria salida de lo más bajo de la sociedad como Perry Miller. Andrew quiso que fueras con él a pasear por el parque el viernes pasado y te negaste, te oí. Eso habría sido demasiado "respetable", claro».

«Exactamente —respondí—. Ésa exactamente es la razón. Nada que sea demasiado respetable puede ser divertido».

«La impertinencia, señorita, no tiene nada que ver con el ingenio», soltó la tía Ruth.

No quise ser impertinente, pero me irrita que me pongan a Andrew así delante de los ojos. Andrew va a ser uno de mis problemas. A Dean le parece muy divertido, él sabe, como lo sé yo, lo que se está tramando. Siempre me hace bromas con mi enamorado de cabellos rojos, mi e. de. ca. r., abreviado.

«Es casi un edecán», dijo Dean.

«Pero jamás será un decano», repliqué yo.

Por cierto que el pobre y querido Andrew es lo más prosaico del mundo. Sin embargo, me caería bastante bien si no fuera porque todo el clan Murray literalmente me lo tira encima. Quieren tenerme comprometida y a salvo antes de que tenga edad suficiente para escaparme con alguien y, ¿quién más seguro que Andrew Murray?

Ay, como dice Dean, nadie es libre, nunca, salvo por algunos breves instantes, cuando viene el «destello» o cuando, como aquella noche en el pajar, el alma se interna en la eternidad por unos momentos. El resto de nuestros años somos esclavos de algo: las tradiciones, las convenciones, las ambiciones, los parientes. Y a veces, como esta noche, creo que los últimos son la servidumbre más difícil de todas.

La Luna Nueva

3 de diciembre de 19…

Estoy aquí, en mi querido cuarto, con el fuego encendido en mi pequeño hogar por gracia de la tía Elizabeth. Un fuego en el hogar es siempre precioso, pero lo es diez veces más en una noche de tormenta. He mirado la tormenta desde la ventana hasta que ha caído la noche. Hay un encanto singular en la nieve que cae suavemente en líneas oblicuas sobre los árboles oscuros. Mientras miraba he escrito una descripción en mi cuaderno. Ahora se ha levantado viento y mi cuarto está lleno del suave suspiro desolado de la nieve que cae sobre el bosque de abetos rojos de John el Altivo. Es uno de los sonidos más deliciosos del mundo. Algunos sonidos son tan exquisitos…, mucho más exquisitos que cualquier cosa que uno pueda ver. El ronroneo de Flor sobre la alfombra, por ejemplo, y el crepitar del fuego; y los crujidos de los ratones que están de fiesta detrás de las maderas. Me encanta estar así, sola en mi cuarto. Incluso me gusta pensar que los ratones se están divirtiendo. Y me dan placer todas mis cosas. Tienen un significado para mí que no tienen para nadie más. Ni por un momento me he sentido cómoda en mi cuarto de la tía Ruth, pero en cuanto llego aquí, entro en mi reino. Me encanta leer aquí, soñar aquí, sentarme junto a la ventana y convertir en verso alguna fantasía etérea.

Esta noche he estado leyendo uno de los libros de papá. Siempre me siento tan maravillosamente cerca de papá cuando leo sus libros, como si de pronto pudiera volver la cabeza y verlo. Y a menudo me encuentro con sus notas hechas a lápiz al margen y me parecen un mensaje suyo. El libro que estoy leyendo esta noche es maravilloso, maravilloso en argumento y en concepción, maravilloso en su comprensión de los motivos y de las pasiones. Mientras lo leo me siento humilde e insignificante, lo que me viene bien. Me digo a mí misma: «Pobre criaturita miserable, ¿tú te crees capaz de escribir? En ese caso, ahora tu ilusión te abandonará para siempre y te contemplarás en tu desnuda mezquindad». Pero me recuperaré de este estado de ánimo, y volveré a creerme capaz de escribir un poco, y seguiré garabateando alegremente y escribiendo poemas hasta que pueda mejorar. Dentro de un año y medio se termina la promesa que le hice a la tía Elizabeth y podré volver a escribir cuentos. Mientras tanto… ¡paciencia! Claro que a veces me aburro un poco de decir «paciencia y perseverancia». Es difícil no ver de inmediato los resultados de esas estimables virtudes. A veces siento que quiero desatarme y ser todo lo impaciente que se me antoje. Esta noche me siento tan satisfecha como un gato sobre una alfombra. Ronronearía si supiera.

9 de diciembre de 19…

Hoy ha sido la noche-Andrew. Ha venido como siempre acicalado de maravilla. Claro que a mí me gustan los muchachos que se arreglan, pero Andrew lleva las cosas demasiado lejos. Siempre parece que acaban de almidonarlo y plancharlo y a mí me daba miedo moverme o reírme por temor a que se derrumbara. Nunca he oído a Andrew soltar una buena carcajada. Y que de pequeño nunca buscó tesoros de piratas. Pero es bueno, sensato y ordenado, y siempre tiene las uñas limpias, y el gerente del banco tiene muy buen concepto de él. Y le gustan los gatos… ¡en su sitio! ¡Ay, no me merezco un primo así!

5 de enero de 19…

Han terminado las vacaciones. He pasado dos hermosas semanas en la vieja Luna Nueva, cubierta de blanco. El día de Nochebuena recibí cinco aceptaciones. No sé cómo no me volví loca. Tres eran de revistas que no pagan más que suscripciones a sus colaboradores. Pero las otras vinieron acompañadas por cheques, uno de dos dólares por un poema y otro de diez dólares por mi Arenas del tiempo, que por fin fue aceptado, ¡el primer cuento que me aceptan! La tía Elizabeth miró los cheques y dijo, intrigada:

«¿Piensas que el banco te va a pagar dinero de verdad por esos papeles?».

Casi no podía creerlo, ni siquiera después que el primo Jimmy los llevó a Shrewsbury y los cobrará.

Claro que el dinero es para cubrir mis gastos en Shrewsbury. Pero me divertí muchísimo planeando cómo lo habría gastado de haber tenido libertad para gastarlo.

Perry está en el equipo del instituto que debatirá con los muchachos de la Queen’s Academy en febrero. Bien por Perry, es un gran honor ser elegido para ese equipo. El debate es un acontecimiento anual y hace tres años que ganan los de Queen’s. Ilse se ofreció a enseñarle a Perry la parte de oratoria de su discurso y se está tomando todo el trabajo del mundo, en especial para evitar que él diga dejarrollo cuando quiere decir desarrollo. Es un detalle de su parte, porque de verdad no lo quiere nada. Espero que gane Shrewsbury.

Este año tenemos Los idilios del rey en la clase de inglés. Algunas cosas me gustan, pero detesto el Arturo de Tennyson. Si yo hubiera sido Ginebra le habría tirado de las orejas, pero no le habría sido desleal con Lanzarote, que era igualmente odioso, aunque por otras cosas. En cuanto a Geraint, si yo hubiera sido Enid, le habría mordido. Estas «pacientes Griselda» tienen lo que se merecen. Lady Enid, si hubieras sido una Murray de la Luna Nueva, habrías atado corto a tu esposo y él te habría querido más.

Esta noche he leído un cuento. Terminaba mal. Me he sentido muy desdichada hasta que le he inventado un final feliz. Yo siempre les voy a dar un final feliz a mis cuentos. No me importa que sean «calcos de la vida». La vida debería ser así, y ésa es una verdad mucho mejor que la otra.

Hablando de libros. El otro día leí un viejo libro de la tía Ruth, Los hijos de la abadía. La heroína se desmayaba en todos los capítulos y lloraba litros de lágrimas si alguien la miraba. Pero, en cuanto a las pruebas y persecuciones a las que se vio sometida, a pesar de su delicada contextura, no hay dulce doncella de estos días degenerados que pudiera sobrevivir a la mitad de ellas, ni siquiera la más nueva de las nuevas mujeres. Me reí con el libro hasta que asombré a la tía Ruth, que lo consideraba un libro muy triste. Es la única novela en casa de la tía Ruth. Se la regaló uno de sus enamorados cuando ella era joven. Parece imposible imaginarse que la tía Ruth haya tenido enamorados alguna vez. El tío Dutton parece un invento, y ni siquiera su retrato en el atril del salón, rodeado de crespón, puede convencerme de su existencia.

21 de enero de 19…

El viernes por la noche fue el debate entre el instituto de Shrewsbury y el Queen’s. Los muchachos de Queen’s vinieron creyendo que era cuestión de ver y vencer, y se fueron a sus casas con el rabo entre las patas. En realidad, fue el discurso de Perry el que ganó el debate. Estuvo maravilloso. Hasta la tía Ruth admitió por primera vez que él tiene algo. Cuando todo hubo terminado, vino corriendo hacia donde estábamos Ilse y yo, en el corredor.

«¿No he estado espléndido, Emily? —me preguntó—. Yo sabía que podía, pero no sabía si podía sacarlo a la superficie. Al principio, cuando me puse de pie, sentí que no podía articular palabra, pero entonces te vi, mirándome como si me dijeras "eres capaz: tienes que hacerlo", y arranqué. has ganado este debate, Emily».

¿Fue bonito que dijera semejante cosa delante de Ilse, que había trabajado durante horas con él, enseñándole, esforzándose? Ni una palabra de agradecimiento para ella, todo para mí, que no había hecho absolutamente nada, más que mostrarme interesada.

«Perry, eres un bárbaro desagradecido», dije, y lo dejé allí, con la boca abierta. Ilse estaba tan furiosa que se puso a llorar. No ha vuelto a dirigirle la palabra y el burro de Perry no entiende por qué.

«¿Y ahora qué bicho le ha picado? La última vez que practicamos le di las gracias por la molestia que se tomaba», me dijo.

Es cierto que Stovepipe Town tiene sus limitaciones.

2 de febrero de 19…

Anoche la señora Rogers nos invitó a la tía Ruth y a mí a conocer a su hermana y a su cuñado, el señor y la señora Herbert. La tía Ruth se puso en el pelo el tocado de los domingos, su vestido de terciopelo castaño que apestaba a naftalina y el gran broche ovalado con el pelo del tío Dutton; y yo me puse el vestido color ceniza de rosas y el collar de la princesa Mena y fuimos, estremecidas de entusiasmo, porque el señor Herbert es miembro del Gabinete y hombre que se mantiene de pie en presencia de reyes. Tiene una espesa cabellera gris y ojos que han mirado tanto dentro de los pensamientos de otras personas que uno tiene la incómoda sensación de que pueden verle el alma y adivinar motivos que no te confiesas ni a ti mismo. El rostro es bastante interesante. Las variadas experiencias de toda esa vida maravillosa están escritas en él. A primera vista se percibe que es un dirigente nato. La señora Rogers me sentó junto a él durante la cena. Yo tenía miedo de hablar, miedo de decir alguna tontería, miedo de cometer algún ridículo error. De manera que me quedé quietecita como un ratón, escuchándolo con devoción. Hoy la señora Rogers me ha dicho que, después que nos fuéramos, el señor Herbert dijo: «Esa niña Starr de la Luna Nueva es la mejor conversadora de su edad que he conocido en mi vida».

De modo que hasta los grandes estadistas… pero bueno, no quiero ser desagradable.

Y él sí me pareció espléndido: sabio, ingenioso y con sentido del humor. Me sentí como si estuviera bebiendo un vino mental estimulante. Hasta me olvidé del antipolilla de la tía Ruth. ¡Qué acontecimiento conocer a semejante hombre y tener un atisbo a través de sus ojos sabios del fascinante juego de la construcción de un imperio!

Hoy Perry ha ido a la estación a ver al señor Herbert. Perry dice que algún día él será igual de importante. Pero…, no. Perry puede, y creo que lo hará, ir lejos, trepar alto. Pero sólo será un político de éxito, nunca un estadista. Ilse se puso furiosa conmigo cuando dije eso.

«Yo detesto a Perry Miller —bufó—, pero hay algo que odio más y es a los engreídos. eres una engreída, Emily Starr. Piensas que como Perry viene de Stovepipe Town no puede llegar a ser un gran hombre. ¡Si fuera uno de los sagrados Murray no verías límite alguno a sus logros!».

Me pareció que Ilse estaba siendo injusta y levanté la cabeza con gesto altivo.

«Después de todo —dije—, hay una diferencia entre la Luna Nueva y Stovepipe Town».