CAPÍTULO TRECE

Refugio

Cuando uno se ha quedado dormido, escuchando el himno de los dioses es una sorpresa desagradable despertarse por una ignominiosa caída de un pajar. Pero, al menos, se despertaron a tiempo para ver el amanecer por encima de Indian Head, lo cual valía el sacrificio de varias horas de quietud sin gloria.

—Además, jamás habría sabido lo exquisita que puede ser una telaraña salpicada de rocío —dijo Emily—. Mírala cómo cuelga entre esas dos briznas de hierba.

—Escribe un poema —se burló Ilse, a quien el susto había puesto de mal humor.

—¿Cómo está tu pie?

—Ah, estoy bien. Pero tengo los cabellos empapados de rocío.

—Yo también. Andaremos un rato sin sombrero y el sol nos secará pronto. Es mejor salir temprano. Podemos volver a la civilización a una hora en que sea prudente dejarnos ver. Sólo que el único desayuno que tenemos son las galletas que traje en la bolsa. No podemos salir a buscar algo para desayunar sin tener que explicar dónde hemos pasado la noche. Ilse, júrame que jamás mencionarás esta aventura a ningún ser viviente. Ha sido hermosa, pero seguirá siendo hermosa sólo mientras lo sepamos nosotras dos. Recuerda el resultado de haber contado nuestro baño a la luz de la luna.

—La gente es tan mal pensada… —gruñó Ilse, deslizándose por el pajar.

—Ay, mira, Indian Head. En este preciso momento podría convertirme en adoradora del sol.

Indian Head era un monte llameante de esplendor. Las colinas lejanas se volvieron de un delicioso color púrpura contra el radiante cielo. Incluso la carretera Hardscrabble, que era un camino desnudo, estaba transfigurada, luminosa con destellos de plata. Los campos y los bosques se veían preciosos bajo el pálido brillo perlado.

—El mundo vuelve a ser joven durante algunos minutos cuando amanece —murmuró Emily.

Entonces sacó su cuaderno y anotó la frase.

Aquel día tuvieron las experiencias usuales de cualquier vendedor ambulante del mundo. Algunas personas se negaban a suscribirse de malos modos, otras se suscribían de buena manera, otras se negaban con tanta amabilidad que dejaban una impresión agradable y otras accedían tan groseramente que Emily deseaba que se hubieran negado. Pero, en términos generales, disfrutaron de la mañana, en especial cuando una excelente comida temprana en una hospitalaria granja en la carretera del Oeste llenó un doloroso vacío dejado por algunas galletitas y una noche en un pajar.

—¿No os habréis tropezado con un niño perdido? —preguntó la dueña de casa.

—No. ¿Se ha perdido un niño?

—El pequeño Allan Bradshaw, hijo de Will Bradshaw. Viven en Malvern Point, río abajo, falta desde la mañana del martes. Aquella mañana salió de la casa cantando y desde entonces no se sabe nada de él.

Emily e Ilse intercambiaron miradas impresionadas.

—¿Cuántos años tenía?

—Siete recién cumplidos, y es hijo único. Dicen que la pobre madre está medio loca. Todos los hombres de Malvern Point lo buscan desde hace dos días, pero no han podido encontrar ni rastro de la criatura.

—¿Qué pudo haberle pasado? —preguntó Emily, pálida de horror.

—Es un misterio. Algunos piensan que se cayó del muelle del Point, que queda a sólo cuatrocientos metros de la casa y a él le gustaba sentarse allí a ver los botes. Pero aquella mañana nadie lo vio cerca del muelle ni del puente. Hay muchas tierras pantanosas al oeste de la granja de los Bradshaw, llenas de charcos y estanques. Algunos piensan que caminó en esa dirección, se perdió y que está muerto, recordad que la noche del martes hizo muchísimo frío. Allí es donde la madre cree que está y, si me pedís mi opinión, yo creo lo mismo. Si estuviera en otro lugar, las partidas de búsqueda lo habrían encontrado ya. Han rastreado todo el distrito.

La historia persiguió a Emily el resto del día y caminaba bajo su peso. Ese tipo de cosas siempre le causaban un efecto malsano. La idea de la pobre madre de Malvern Point se le hacía insoportable. Y el niño, ¿dónde estaba? ¿Dónde había estado la noche anterior, mientras ella se deleitaba en el éxtasis de las horas libres y felices? La noche anterior no había hecho frío, pero el miércoles sí. Y se estremeció al recordar la noche del martes, con una cruel tormenta otoñal que sopló hasta el amanecer, con lluvia de granizo. ¿Había estado ese pobre niño a la intemperie con semejante noche?

—¡Ay, no puedo soportarlo! —gimió.

—Es espantoso —dijo Ilse, algo descompuesta—, pero nosotras no podemos hacer nada. No tiene sentido pensar en eso. ¡Ja! —Ilse dio una patada en el suelo—. Creo que papá tenía razón cuando decía que no creía en Dios. Habiendo Dios, ¿cómo puede suceder algo tan espantoso?

—Dios no tuvo nada que ver con esto —replicó Emily—. Tú bien sabes que el Poder que hizo la noche de ayer no pudo haber creado algo tan monstruoso.

—Bueno, pero no lo impidió —soltó Ilse, que sufría tanto que hubiera querido emplazar al universo entero ante el tribunal de su dolor.

—Puede que todavía puedan encontrar al pequeño Allan Bradshaw; tienen que encontrarlo —exclamó Emily.

—Pero no lo van a encontrar vivo —rugió Ilse—. No, no me hables de Dios. Y no me hables más de este tema. Tengo que olvidarlo. Me volveré loca si no me lo saco de la cabeza.

Ilse apartó el pensamiento de su mente con otra patada en el suelo. Emily también intentó dejar de pensar. No tuvo demasiado éxito, pero se obligó a concentrarse superficialmente en la tarea del día, aunque sabía que el espanto la acosaba desde lo más profundo de su ser. Sólo una vez lo olvidó de verdad: cuando torcieron por un recodo en la carretera de Malvern River y vieron una casita construida en el hueco de una pequeña bahía, con una empinada colina de hierba verde detrás. Por toda la colina había abetos blancos y solitarios, de hermosas formas, como pequeñas pirámides verdes y alargadas. No había otra casa a la vista. Alrededor había una hermosa soledad de río gris, veloz, serpenteante, y de promontorios bordeados de abetos rojos.

—Esa casa es mía —dijo Emily.

Ilse la miró.

—¿Tuya?

—Sí. Claro que no es mía. Pero ¿no te ha ocurrido ver casas y saber que te pertenecen, sin que importe quiénes sean los dueños?

No, a Ilse no le había ocurrido nunca. No tenía idea de qué estaba diciendo Emily.

—Yo sé quién es el dueño de esa casa —dijo—. Es el señor Scobie, de Kingsport. La construyó como casa de veraneo. Oí contar la historia a la tía Net la última vez que estuve en Wiltney. La terminaron hace unas cuantas semanas. Es una casa muy bonita, pero, para mí, demasiado pequeña. A mí me gustan las casas grandes, no quiero sentirme oprimida ni acalorada, en especial, en verano.

—Es difícil que una casa grande tenga personalidad —dijo Emily, pensativa—. Pero las casas pequeñas casi siempre la tienen. Esa casa la tiene. No hay una línea ni un rincón que no sea elocuente, y esas ventanas son preciosas, en especial aquella pequeña, la alta, en la buhardilla delantera. Me está sonriendo. Mira cómo reluce como una joya bajo la luz del sol y sobresale de la oscuridad de la madera. Esa casita nos está saludando. Casita amiga, te quiero, te comprendo. Como diría el viejo Kelly: «Que jamás se derrame una lágrima bajo tu techo». Las personas que van a vivir en ti han de ser buenas personas, de lo contrario no te habrían pensado. Si yo viviera en ti, querida, estaría todos los atardeceres junto a esa ventana que da al poniente, esperando a alguien que llegara a casa. Para eso exactamente es para lo que hicieron esa ventana: un marco para el amor y la bienvenida.

—Cuando termines de hablarle a tu casa, sería bueno que nos diéramos prisa —le advirtió Ilse—. Viene una tormenta. Mira esas nubes y esas gaviotas. Las gaviotas nunca llegan hasta aquí, a menos que se avecine una tormenta. Va a llover en cualquier momento. Esta noche no dormiremos en un pajar, amiga Emily.

Emily aminoró el paso al pasar por la casa y la miró con amor todo el rato que pudo. Era un lugar tan bonito, con sus ventanas pulidas, el tinte marrón oscuro de las maderas y ese aire general e íntimo de compartir bromas y secretos mutuos… Se volvió media docena de veces para mirarla, mientras trepaban la empinada colina y, cuando al fin la casita desapareció de la vista, Emily suspiró.

—Detesto dejarla. Tengo una sensación muy rara, Ilse, como si me llamara, como si me pidiera que regresara.

—No seas tonta —soltó Ilse, impaciente—. ¡Mira, ya está lloviznando! Si no te hubieras quedado tanto tiempo mirando esa bendita choza ya estaríamos en la carretera principal y cerca de algún amparo. ¡Ay, qué frío!

—Va a ser una noche terrible —dijo Emily en voz baja—. Ay, Ilse, ¿dónde estará ese pobrecito niño perdido? Me gustaría saber si lo han encontrado.

—¡No! —dijo Ilse, con violencia—. No digas una sola palabra más sobre él. Es espantoso, es horrible, pero ¿qué podemos hacer nosotras?

—Nada. Eso es lo más horrible. Parece inmoral seguir con nuestros asuntos, vendiendo suscripciones, cuando todavía no han encontrado a ese niño.

Entonces, habían llegado a la carretera principal. El resto de la tarde no fue agradable. A intervalos caían pesados chaparrones y, entre uno y otro, el mundo era algo húmedo, cruel y frío, con un viento quejumbroso que soplaba en ominosas ráfagas susurrantes bajo un cielo de plomo. En todas las casas que visitaron recordaron al niño perdido, pues sólo había mujeres que compraban o rechazaban las suscripciones. Todos los hombres estaban buscándolo.

—Aunque ahora no sirve de nada —dijo con lobreguez una mujer— al menos que encuentren el cuerpecito. No puede haber sobrevivido tanto tiempo. Yo no puedo comer ni cocinar pensando en la pobre madre. Cuentan que está medio loca, y no es para menos.

—Dicen que la vieja Margaret McIntyre se lo toma con bastante calma —afirmó una mujer mayor que cosía una colcha de retazos junto a la ventana—. Yo creía que ella también iba a volverse loca. Parecía querer mucho al pequeño Allan.

—Ah, Margaret McIntyre hace cinco años que no se inmuta por nada, desde que su propio hijo, Neil, murió congelado en el Klondyke. Al parecer, a ella también se le congelaron los sentimientos y desde entonces ha estado un poco chiflada. No va a preocuparse por este asunto, sonreirá y te dirá que ella le dio una tunda al rey.

Ambas mujeres rieron. Emily, con el olfato de la cuentista, al instante vio una historia pero, aunque habría deseado quedarse para averiguarla, no pudo, porque Ilse la arrastró a seguir.

—Tenemos que continuar, Emily, o no llegaremos a St. Clair antes de la noche.

Pronto se dieron cuenta de que, de todas maneras, no llegarían. A la caída del sol, St. Clair quedaba todavía a casi cinco kilómetros de distancia y todo indicaba que el tiempo empeoraría.

—No podemos llegar a St. Clair, eso es seguro —dijo Ilse—. Va a empezar a llover sin parar y dentro de un cuarto de hora estará negro como la boca del lobo. Será mejor que vayamos a esa casa y pidamos que nos dejen pasar la noche. Parece una casa decente y respetable, aunque es el rincón más remoto de la tierra.

La casa que señalaba Ilse (una vieja casa pintada con cal y el techo gris) se levantaba en la ladera de una colina, entre brillantes campos verdes de la segunda siega de trébol. Un camino rojo y húmedo subía hasta ella por la colina. Un espeso bosquecito de abetos rojos la separaba de la costa del golfo y, más allá del bosquecito, una pequeña depresión en el terreno revelaba una imagen triangular del mar gris, neblinoso y coronado de blanco. El valle del arroyo cercano estaba cubierto de jóvenes abetos rojos, de un verde oscuro bajo la lluvia. Las nubes negras amenazaban pesadamente sobre ella. De pronto el sol, durante un instante mágico, atravesó las nubes desde el oeste. La colina de prados de trébol resplandeció un momento con un verde increíblemente intenso. El triángulo de verde se volvió violeta. La vieja casa relució como mármol blanco entre el esmeralda de su entorno y el cielo negro que la cubría y rodeaba.

—Ah —exclamó Emily—. ¡Nunca había visto nada tan hermoso!

Buscó a tientas en la cartera y sacó su cuaderno. El poste de un portón le sirvió de escritorio. Emily le pasaba la lengua a la punta de un lápiz romo y escribía frenética. Ilse se sentó sobre una piedra y esperó con ostentosa paciencia. Sabía que cuando a Emily le aparecía una determinada expresión en el rostro no se la podía arrastrar a ningún lado hasta que no estuviera dispuesta a irse. El sol se había desvanecido y la lluvia comenzaba a caer otra vez cuando Emily guardó el cuaderno en la cartera, con un suspiro de satisfacción.

—Tenía que escribirlo, Ilse.

—¿No podías esperar a llegar a terreno seco y escribirlo de memoria? —gruñó Ilse, levantándose de la piedra.

—No, habría perdido algo del sabor. Tengo que escribirlo en el momento, y con las palabras exactas. Vamos, te echo una carrera hasta la casa. Ah, siente el aroma del viento, no hay nada en el mundo entero como el viento con olor a sal que viene del mar, un salvaje viento del mar. Después de todo, las tormentas tienen algo delicioso. Siempre hay algo, en lo más profundo de mí, que parece levantarse y saltar al encuentro de una tormenta, a luchar con ella.

—Yo a veces me siento igual… pero esta noche, no —dijo Ilse—. Estoy cansada y… ese pobre niño…

—¡Ay! —El gozo y la exaltación de Emily la abandonaron en un grito de pena—. Ay, Ilse, por un momento lo había olvidado, ¿cómo he podido? ¿Dónde puede estar?

—Muerto —contestó Ilse con dureza—. Es mejor pensar eso que imaginárselo vivo en una noche como ésta. La tormenta se ha desatado del todo, ya no es una lluvia común y corriente.

Una mujer angulosa, ataviada con un delantal blanco tan almidonado que podría haberse sostenido solo, abrió la puerta de la casa de la colina y les indicó que entraran.

—Sí, sí, podéis quedaros, creo que sí —dijo, hospitalaria—, si no os fijáis en el desorden. Está todo revuelto.

—Ay, perdón —tartamudeó Emily—. No queremos molestar, iremos a otro lado.

—No nos molestáis, si no os sentís incomodas con nosotros. Hay un cuarto de huéspedes. Sois bienvenidas. No podéis quedar fuera con una tormenta así, y no hay ninguna otra casa cerca. Os sugiero que os quedéis. Os traeré algo de comer. Yo no vivo aquí, soy una vecina que he venido a ayudar un poco. Me llamo Hollinger, señora Julia Hollinger. La señora Bradshaw no puede dedicarse a nada. Ya os habréis enterado de lo de su hijo.

—¿Es aquí donde… y… no lo han encontrado?

—No, ni lo encontrarán. A ella no se lo digo —añadió echando un vistazo por encima del hombro hacia el vestíbulo—, pero yo creo que se cayó en el pantano, junto a la bahía. Eso es lo que pienso yo. Venid y dejad vuestras cosas. Espero que no os moleste comer en la cocina. Hace frío; todavía no hemos encendido la estufa. Si va a haber un velatorio, tendremos que hacerlo pronto. Aunque supongo que no habrá velatorio si está en el pantano. No se puede hacer un velatorio sin el cuerpo, ¿no?

Todo eso era demasiado macabro. Emily e Ilse habrían preferido ir a otro lado, pero la tormenta se había desatado con furia y la oscuridad parecía avanzar desde el mar sobre un mundo diferente. Se quitaron los sombreros y los abrigos empapados y siguieron a su anfitriona a la cocina, un lugar limpio y anticuado que se veía muy acogedor a la luz de la lámpara y del fuego.

—Sentaos junto al fuego. Voy a atizarlo un poco. No le hagáis caso al abuelo Bradshaw. Abuelo, aquí hay dos señoritas que quieren quedarse a pasar la noche.

El abuelo las miró con expresión dura desde un par de ojos azules y empañados y no dijo una palabra.

—No le hagáis caso —susurró—, tiene más de noventa años y nunca fue muy conversador. Clara (la señora Bradshaw) está ahí. —Señaló la puerta de lo que parecía un pequeño dormitorio aledaño a la cocina—. Su hermano está con ella. Es el doctor McIntyre, de Charlottetown. Lo mandamos a buscar ayer. Es el único que puede con ella. No dejaba de pasear de un lado a otro durante todo el día, pero al final la convencimos de que se recostara un rato. El esposo salió a buscar al pequeño Allan.

—Un niño no puede perderse en el siglo diecinueve —dijo el abuelo Bradshaw, con sorprendente énfasis.

—Tranquilo, tranquilo, abuelo, le aconsejo que no se preocupe. Y estamos en el siglo veinte. Él sigue viviendo en el siglo pasado. Su memoria se detuvo hace unos años. ¿Cómo eran sus nombres? ¿Burnley? ¿Starr? ¿De Blair Water? Ah, entonces conocen a los Murray. ¿Sobrina? ¡Ah!

El «¡ah!» de la señora Julia Hollinger fue de una sutil elocuencia. Había estado depositando platos y comida a toda velocidad sobre el limpio mantel de hule de la mesa. En aquel momento los hizo a un lado, sacó un mantel de tela de un cajón del armario, tenedores y cucharas de plata de otro cajón y un hermoso juego de salero y pimentero de los estantes.

—No se moleste por nosotras —rogó Emily.

—No es ninguna molestia. Si todo estuviera bien, encontraríais a la señora Bradshaw muy contenta de teneros en su casa. Es una mujer muy buena, pobrecita. Es muy difícil verla pasar por esto. Allan era hijo único, ¿os dais cuenta?

—Un niño no puede perderse en el siglo diecinueve, insisto —repitió el abuelo Bradshaw, con mayor énfasis e irritación.

—No, no —tranquilizadora—, claro que no, abuelo. El pequeño Allan va a aparecer. Aquí tiene: una taza de té calentito. Hágame caso, tómeselo. Nunca molesta, pero anda alterado, como todo el mundo salvo la anciana señora McIntyre. A ella no hay nada que la altere. Está bien, pero a mí me parece que es no tener sentimientos. Claro que no está bien de la cabeza. Venid, sentaos y comed algo, niñas. Escuchad esa lluvia, por favor. Los hombres se van a empapar. No podrán seguir buscando esta noche. Will pronto llegará a casa. A mí me da hasta miedo. Clara volverá a enloquecer cuando él regrese sin el pequeño Allan. Anoche nos las vimos y nos las deseamos para contenerla, pobrecita.

—Un niño no puede perderse en el siglo diecinueve —dijo el abuelo Bradshaw y se atragantó con el té caliente y la indignación.

—No, y en el veinte tampoco —replicó la señora Hollinger, palmeándolo en la espalda—. Hágame caso, vaya a acostarse, abuelo. Está cansado.

—No estoy cansado y voy a ir a acostarme cuando me dé la gana, Julia Hollinger.

—Sí, está bien, abuelo. Pero hágame caso, no se ponga nervioso. Le voy a llevar una taza de té a Clara. Tal vez ahora quiera. Desde el jueves por la noche que no come ni toma nada. ¿Cómo puede una mujer soportarlo?, decidme.

Emily e Ilse comieron la cena con todo el apetito que pudieron mientras que el abuelo Bradshaw las observaba con recelo y les llegaban exclamaciones de dolor desde el cuartito aledaño.

—Llueve y hace frío… ¿dónde está mi hijito? —gemía una voz de mujer, con tanto sufrimiento que Emily se estremeció como si le sucediera a ella.

—Pronto lo encontrarán, Clara —decía la señora Hollinger con un tono ligero de falso consuelo—. Ten paciencia, duerme un poco, hazme caso, tienen que encontrarlo pronto.

—No lo van a encontrar nunca. —La voz era casi un alarido—. Está muerto… muerto… muerto. Murió el martes, esa espantosa noche de tanto frío. ¡Dios, ten piedad de mí! ¡Era un niño tan hermoso! Yo siempre le decía que no debía hablar hasta que no le hablaran. ¡Y ahora no va a volver a hablarme más! No le permitía que dejara una luz encendida cuando se iba a acostar… ¡y murió en la oscuridad, solo y congelado! No le dejé tener un perro, que él deseaba tanto. Pero ahora no desea nada, sólo una tumba y una mortaja.

—No puedo soportar esto —murmuró Emily—. No puedo, Ilse. Siento que me voy a volver loca de horror. Prefiero estar fuera, bajo la tormenta.

La flaca señora Hollinger, con un aire a la vez comprensivo e importante, salió del dormitorio y cerró la puerta.

—¡Qué espantoso! Va a seguir así toda la noche. ¿Os queréis ir a la cama? Es temprano, pero a lo mejor estáis cansadas y preferís estar donde no podáis oírla, pobrecita. No ha querido tomar el té, tiene miedo de que el médico le haya puesto una pastilla para dormir. No quiere dormir hasta que lo encuentren, vivo o muerto. Aunque si está en el pantano, no lo encontrarán nunca.

—Julia Hollinger, eres tan tonta como tu madre, que era otra tonta, pero hasta tú tendrías que darte cuenta de que un niño no puede perderse en el siglo diecinueve —dijo el abuelo Bradshaw.

—Bueno, cualquier otra persona que me llamara tonta tendría que oírme, abuelo —dijo la señora Hollinger, algo cortante. Encendió una lámpara y acompañó a las niñas arriba.

—Espero que podáis dormir. Hacedme caso, meteos entre las mantas, aunque hay sábanas en la cama. Hoy hemos aireado tanto las mantas como las sábanas. Se me ocurrió que sería conveniente airearlas por si teníamos un velatorio. Recuerdo que los Murray de la Luna Nueva siempre fueron muy exigentes con airear las camas, por eso os lo digo. Escuchad ese viento. Mañana nos enteraremos de que esta tormenta ha causado mucho daño. No me llamaría la atención que esta noche volara el techo de esta casa. Los problemas nunca vienen solos. Hacedme caso: no os alteréis si oís algún ruido durante la noche. Si los hombres traen el cuerpo, Clara se pondrá como una poseída, pobrecita. Tal vez fuera conveniente que cerrarais con llave. La anciana señora McIntyre a veces sale a vagabundear. Es inofensiva y en algunas cosas está muy cuerda, pero la gente se asusta.

Las niñas sintieron un gran alivio cuando la puerta se cerró detrás de la señora Hollinger. Era una buena persona, que cumplía con su deber de buena vecina como ella lo concebía, con toda lealtad, pero no era exactamente una compañera para levantar el ánimo. Se encontraron en un «cuarto de huéspedes» diminuto, meticulosamente limpio, bajo los techos inclinados. Casi todo el espacio lo ocupaba una cama grande y cómoda, de esas camas hechas para dormir y no para decorar una habitación. Una ventanita de cuatro paneles, con un impecable visillo de muselina blanca, las aislaba de la noche fría y tormentosa que estaba en el mar.

—Ay —exclamó Ilse, estremeciéndose, y se metió en la cama lo antes posible. Emily la siguió más despacio y se olvidó de la llave. Ilse, agotada, se quedó dormida casi de inmediato, pero Emily no podía dormir. Sufría, aguzando los oídos para oír pisadas. La lluvia golpeaba la ventana, no en gotas sino en ráfagas; el viento rugía y bramaba. Allí, colina abajo, Emily oía las olas blancas que se estrellaban contra la costa oscura. ¿Podía ser que sólo hubieran pasado veinticuatro horas desde el claro de luna, el olor a verano en el pajar y la pradera de helechos? Parecía como si fuera otro mundo.

¿Dónde estaría aquel pobre niño perdido? En una de las pausas de la tormenta, creyó oír una especie de quejido encima su cabeza, en la oscuridad, como si un alma pequeñita y solitaria, recién liberada de su cuerpo, intentara hallar el camino hacia los suyos. Emily no veía salida a su dolor; las puertas del sueño se habían cerrado para ella; no podía apartar esos sentimientos de su mente y dramatizarlos. Los nervios se le tensaron. Dolorosamente, envió sus pensamientos hacia la tormenta, buscando, tratando de atravesar el misterio del paradero del niño. Tenían que encontrarlo… apretó los puños… tenían que encontrarlo. ¡Esa pobre madre!

—¡Ay, Dios mío! Que lo encuentren… sano y salvo… que lo encuentren… ¡sano y salvo! —rezaba Emily, desesperada e intensamente, una y otra vez, con mayor desesperación e intensidad, porque parecía una plegaria imposible de conceder. Pero la reiteraba, para apartar de la mente las terribles imágenes del pantano, de las arenas movedizas, del río, hasta que al fin estuvo tan exhausta que la tortura mental ya no pudo mantenerla despierta y cayó en un sueño agitado mientras que la tormenta rugía y los hombres que habían salido finalmente abandonaron, frustrados, su vana búsqueda.