La señal del pajar
—¿Por qué quieres hacer semejante cosa? —preguntó la tía Ruth, resoplando, por supuesto. Siempre puede darse por descontado un resoplido con cada uno de los comentarios de la tía Ruth, aun cuando esta biógrafa omita mencionarlo.
—Para juntar algunos dólares para mi exiguo monedero —dijo Emily.
Habían terminado las vacaciones y el Libro del jardín estaba terminado también. Se lo había leído en pequeñas entregas al primo Jimmy, en los atardeceres de julio y agosto para deleite suyo. Pero había llegado septiembre, y con el regreso a las clases y el estudio, a la Tierra de la Rectitud, y a la tía Ruth. Emily, con faldas bastante más largas y los cabellos recogidos en una trenza que le rodeaba la cabeza, había regresado a Shrewsbury para su segundo año, y acababa de contarle a la tía Ruth lo que pensaba hacer durante el otoño, los sábados que se quedara en Shrewsbury.
El director del Times de Shrewsbury planeaba lanzar una edición especial para Shrewsbury y Emily iba a recorrer la comarca, hasta donde pudiera, para vender suscripciones. Le había arrancado un consentimiento difícil a la tía Elizabeth, consentimiento que nunca hubiera dado si ella hubiera pagado todos los gastos de Emily en el colegio. Pero Wallace pagaba los libros y la enseñanza y de vez en cuando daba a entender a Elizabeth que era un caballero muy noble y generoso por hacerlo. En lo más profundo de su corazón, Elizabeth no quería demasiado a su hermano Wallace y le disgustaban los aires que se daba por la pequeña ayuda que le daba a Emily. Por eso, cuando Emily señaló que, durante el otoño, fácilmente podía ganar al menos la mitad de lo que necesitaría para libros durante todo el año, Elizabeth se rindió. Wallace se habría ofendido si ella, Elizabeth, hubiera insistido en pagar los gastos de Emily cuando a él se le había ocurrido hacerlo, pero no era razonable que se opusiese a que Emily misma ganara parte de éstos. Siempre pregonaba que las muchachas deben bastarse por sí mismas y deben ser capaces de ganarse la vida.
La tía Ruth no podía negarse a algo a lo que la tía Elizabeth había accedido, pero no lo aprobaba.
—¡A quién se le ocurre, sola por ahí!
—Ay, no iré sola. Ilse viene conmigo —dijo Emily.
A la tía Ruth ése no le parecía un panorama mucho mejor.
—Empezamos el jueves —informó Emily—. El viernes no hay clases por la muerte del padre del director Hardy, y el jueves terminaremos a las tres de la tarde. Ese día vamos a recorrer la carretera Occidental.
—¿Puedo preguntarte si pensáis acampar al lado del camino?
—Oh, no. Pasaremos la noche en casa de la tía de Ilse, en Wiltney. Luego, el viernes, volveremos a la carretera Occidental, la terminaremos y pasaremos la noche del viernes con la familia de Mary Carswell en St. Clair. Y el sábado vendremos en dirección a casa, trabajando por la carretera del río.
—Es totalmente absurdo —objetó la tía Ruth—. Ninguna Murray ha hecho jamás nada semejante. Me sorprende, Elizabeth. No es decente que dos muchachas jóvenes como Ilse y tú vayáis solas de acá para allá durante tres días.
—¿Qué crees que puede pasarnos? —preguntó Emily.
—Muchísimas cosas —contestó la tía Ruth, con severidad.
Tenía razón. Podían pasarles muchísimas cosas en aquella excursión, y les pasaron, pero el jueves de tarde Emily e Ilse, dos criaturas desvergonzadas con inclinación al lado divertido de las cosas y la resolución de pasarlo bien, salieron de muy buen humor. Emily, en especial, estaba felicísima. Aquel día había llegado otra fina carta en el correo, con la dirección de una revista de segunda fila, que le ofrecía tres suscripciones a la mencionada revista por su poema Noche en el jardín, que había sido la conclusión de su Libro del jardín y que tanto ella como el primo Jimmy consideraban la joya de la obra. Emily había dejado el Libro del jardín bajo llave, en el armario de su cuarto de la Luna Nueva, pero durante el otoño enviaría copias de todos aquellos poemas a diversas publicaciones. Era buen augurio el que el primero que había enviado hubiera sido aceptado tan pronto.
—Bueno, nos vamos —dijo—, «por encima de las colinas y hacia lo lejos», ¡qué frase tan seductora! Detrás de esas colinas que vemos puede haber cualquier cosa.
El director Hardy le había informado a la clase de lengua de segundo año que durante el período de otoño pediría varias redacciones, y Emily e Ilse habían decidido que al menos una contaría sus experiencias vendiendo suscripciones, desde el punto de vista de ambas. Así matarían dos pájaros de un tiro.
—Sugiero que esta noche trabajemos por la carretera Occidental y sus ramales hasta Hunter’s Creek —dijo Emily—. Al atardecer ya habremos llegado. Entonces podemos coger el sendero que cruza los bosques Malvern a campo a través, y saldremos al otro lado, muy cerca de Wiltney. No es más de media hora a pie, mientras que por la carretera Malvern es una hora. ¡Qué tarde tan preciosa!
Era una tarde preciosa, de esas tardes que septiembre sólo puede producir cuando el verano remolonea robando un día más de ensueño y deleite. Los campos sembrados, empapados de la luz del sol, se extendían alrededor de ellas: el encanto austero de los abetos blancos del norte hacían hermosos los caminos que recorrían, las varas de San José festoneaban los setos y las adelfas se encendían sobre tierras quemadas, a lo largo de los caminos escondidos entre las colinas. Pero pronto descubrieron que vender suscripciones no era todo diversión, aunque, sin duda, como dijo Ilse, hallaron mucho material sobre la naturaleza humana para sus trabajos.
Hubo un viejo que decía «ajá» al final de cada frase de Emily. Cuando por fin le pidieron la suscripción dijo, ásperamente, «No».
—Me alegro de que esta vez no haya dicho «ajá» —soltó Emily—. Se estaba volviendo monótono.
El viejo la miró y luego rió.
—¿Eres parienta de los orgullosos Murray? Yo trabajé en un lugar llamado la Luna Nueva cuando era joven y una de las muchachas Murray, Elizabeth se llamaba, tenía una manera de mirar tan altanera como la tuya.
—Mi madre era una Murray.
—Me lo parecía. Tienes la marca de la raza. Bueno, aquí tienes dos dólares, apúntame. Habría preferido ver la edición especial antes de suscribirme. No me gusta comprar pieles de oso antes de que los hayan cazado. Pero vale dos dólares ver que una orgullosa Murray viene a pedirle una suscripción al viejo Billy Scott.
—¿Por qué no lo fulminaste con la mirada? —preguntó Ilse a Emily cuando se iban.
Emily caminaba furiosa, con la cabeza erguida y los ojos hechos dos relámpagos.
—Porque salí a vender suscripciones, no a hacer viudas. No esperaba que todo fuera fácil.
Hubo otro hombre que no dejó de gruñir durante las explicaciones de Emily y luego, cuando ella estaba dispuesta a escuchar la negativa, le pidió cinco suscripciones.
—Adora desilusionar a la gente —le dijo a Ilse cuando bajaban por el camino—. Prefiere desilusionar agradablemente que no desilusionar para nada.
Un hombre insultó todo el tiempo «no a nadie en particular, sino en general», según Ilse, y otro viejo estaba a punto de suscribirse cuando intervino su esposa.
—Yo en tu lugar no me suscribiría, padre. El director de ese diario es un infiel.
—Muy impertinente, seguro —dijo «padre», y volvió a guardar el dinero en la cartera.
—¡Delicioso! —murmuró Emily cuando ya no podían oírlas—. Tengo que anotarlo en mi cuaderno.
Por lo general, las mujeres las recibían con más amabilidad que los hombres, pero los hombres les compraban más suscripciones. En realidad, la única mujer que se suscribió fue una señora entrada en años a quien Emily conquistó escuchando solidariamente un largo informe sobre la belleza y las virtudes de la fallecida mascota de la dicha señora, un gato llamado Thomas, aunque debe admitirse que al terminar le susurró a Ilse:
—Ejemplares de los diarios de Charlottetown, por favor.
Su peor experiencia fue con un hombre que las sometió a un discurso de injurias porque sus ideas políticas diferían de las del Times y él parecía hacerlas responsables del hecho. Cuando se interrumpió para tomar aliento, Emily se puso de pie.
—Patéalo y te sentirás mejor —dijo, con calma, mientras salía. Ilse estaba blanca de rabia.
—¿Puede creerse que la gente sea tan odiosa? —explotó—. ¡Tratarnos como si fuéramos responsables de las ideas políticas del Times! Bueno, el tema de mi ensayo será La naturaleza humana desde el punto de vista de una vendedora de suscripciones. ¡Describiré a ese hombre y me presentaré diciéndole todas las cosas que quise decirle y no le dije!
Emily estalló en una carcajada y sintió que le mejoraba el humor.
—Tú puedes. Yo ni siquiera esa venganza puedo tomarme, me lo impide la promesa que le hice a la tía Elizabeth. Tendré que remitirme a los hechos. Vamos, no pensemos más en ese animal. Después de todo, ya tenemos muchas suscripciones, y hay un bosquecito de abedules blancos en el que es razonable creer que vive una dríada, y esa nube por encima de los abetos blancos parece un débil fantasma dorado.
—Es igual, a mí me habría gustado hacer polvo a ese viejo desgraciado —espetó Ilse.
Pero en el siguiente lugar que visitaron, su experiencia fue muy agradable y las invitaron a quedarse a comer. Al caer de la tarde les había ido bastante bien en el tema de las suscripciones y habían acumulado suficientes bromas y códigos privados como para divertirse durante muchas lunas recordando el pasado. Decidieron no trabajar más aquel día. No habían llegado a Hunter’s Creek pero Emily pensó que sería más seguro acortar camino desde donde estaban. Los bosques Malvern no eran tan grandes y salieran dónde salieran, por el lado norte, desde allí verían Wiltney.
Saltaron un cerco, subieron la ladera de una colina cubierta de aster y fueron tragadas por los bosques Malvern, cruzados y vueltos a cruzar por docenas de senderos internos. El mundo desapareció detrás de ellas y quedaron solas en un reino de belleza silvestre. A Emily el paseo a través del bosque le pareció demasiado corto aunque a Ilse, que estaba cansada y que se había hecho daño en un pie con una piedra, le pareció desagradablemente largo. A Emily le gustaba todo: le gustaba ver la cabeza de oro de Ilse, resplandeciente, contra los troncos verdes grisáceos y bajo las largas ramas que se mecían; le gustaban las suaves notas soñadoras de los pájaros; le gustaba el vientecito vagabundo, susurrante, travieso, del atardecer entre las copas de los árboles; le gustaba la fragancia increíblemente delicada de las flores y las plantas del bosque; le gustaban los pequeños helechos que rozaban los tobillos de seda de Ilse; le gustaba aquello blanco, esbelto, atormentador que brillaba un momento al final de un sendero serpenteante, ¿era un abedul o una ninfa del bosque? No importaba, le había dado esa puñalada de absoluto éxtasis que ella llamaba «el destello», ese algo de valor incalculable cuyas imprevistas y fugaces apariciones equivalían a ciclos de mera existencia. Emily seguía avanzando, pensando en lo maravilloso del camino y no en el camino mismo, siguiendo abstraída a Ilse, que cojeaba, hasta que al fin los árboles desaparecieron ante ellas y se encontraron en campo abierto, con una especie de pradera al frente y, más allá, en el crepúsculo claro, un valle largo y ondulado, bastante desnudo y desolado, donde las granjas no parecían muy lucrativas ni muy cómodas.
—Pero ¿dónde estamos? —preguntó Ilse, alerta—. No veo nada que se parezca a Wiltney.
Emily salió bruscamente de sus sueños y trató de orientarse. El único punto visible era una aguja alta, en una colina que había a unos quince kilómetros de distancia.
—Pero si es la aguja de la iglesia católica de Indian Head —exclamó, atónita—. Y ésa tiene que ser la carretera Hardscrabble. Debemos de haber doblado mal en algún punto, Ilse, hemos salido al lado este del bosque, no al norte.
—Entonces estamos a ocho kilómetros de Wiltney —dijo Ilse, desalentada—. No puedo caminar tanto y no podemos volver a atravesar el bosque, dentro de un cuarto de hora será noche cerrada. ¿Qué hacemos?
—Admitir que estamos perdidas y convertir la situación en algo hermoso —respondió Emily, con compostura.
—Lo mires como lo mires, estamos perdidas —gimió Ilse y se subió sin entusiasmo al cerco, para sentarse—, y no veo cómo hacer algo hermoso con eso. No podemos quedarnos toda la noche aquí. Lo único que podemos hacer es bajar a ver si nos permiten alojarnos en alguna de esas casas. Aunque no me gusta nada la idea. Si es la carretera Hardscrabble, la gente es pobre, y sucia. La tía Net cuenta historias espantosas sobre la carretera Hardscrabble.
—¿Por qué no podemos quedarnos aquí toda la noche? —preguntó Emily.
Ilse miró a Emily para ver si hablaba en serio, y comprobó que sí.
—¿Dónde dormimos? ¿Nos colgamos del cerco?
—En aquel pajar —contestó Emily—. Está a medio terminar, al estilo Hardscrabble. La cima es plana y tiene una escalera apoyada a un lado, el heno está seco y limpio, es una cálida noche de verano, no hay mosquitos en esta época del año, nos podemos tapar con los abrigos para protegernos del rocío. ¿Por qué no?
Ilse miró el pajar en un extremo de la pradera, y se echó a reír, asintiendo.
—¿Qué dirá la tía Ruth?
—La tía Ruth no tiene por qué enterarse nunca. Seré reservada por todas las veces que no lo he sido. Además, siempre he querido dormir al aire libre. Ha sido uno de mis deseos secretos que pensé que no podría satisfacer jamás, cercada como estoy por las tías. Y ahora me ha caído en el regazo, como un regalo del cielo. Tanta buena suerte me da miedo.
—¿Y si llueve? —preguntó Ilse, que, sin embargo, hallaba muy atractiva la idea.
—No lloverá, no hay ni una nube en el cielo que no sean esas preciosidades de algodón rosadas y blancas que se están arracimando sobre Indian Head. Nubes como ésas siempre me hacen sentir que adoraría salir volando con un par de alas como un águila, para hundirme de cabeza en ellas.
Fue fácil subir al pajar. En la cima se dejaron caer con suspiros de satisfacción y se dieron cuenta de que estaban más cansadas de lo que creían. El pajar estaba hecho con la hierba de la pequeña pradera y exhalaba un delicioso aroma que no puede dar la hierba cultivada. No veían nada más que un gran cielo de un rosado pálido sobre ellas, salpicado por las primeras estrellas, y el desdibujado borde de las copas de los árboles que se observaban sobre la pradera. Los murciélagos y las golondrinas pasaban raudos y oscuros por encima de ellas, recortándose sobre el oro del poniente que palidecía; había delicadas fragancias que emanaban los musgos y los helechos del otro lado del cerco, al pie de los árboles, y un par de álamos hablaban en plateados murmullos, contándose las historias de los bosques. Las muchachas rieron, encantadas con tanto placer ilícito. De pronto, un antiguo encantamiento las había embargado y la magia blanca del cielo y la magia negra de los bosques tejieron el hechizo final de un potente conjuro.
—Tanta belleza no parece real —murmuró Emily—. Es tan hermoso que duele. Me da miedo hablar alto y que todo se desvanezca. Hoy nos sentimos ofendidas por aquel hombre espantoso y su charla de política, ¿verdad, Ilse? Bien, pues él no existe, no en este mundo, al menos. Oigo a la Señora Viento que corre con sus pisadas tan suaves por la colina. Siempre pensaré en el viento como en una personalidad. Es bravía cuando sopla desde el norte, solitaria cuando sopla desde el este, una muchacha sonriente cuando viene desde el oeste y esta noche, desde el sur, es un hada gris.
—¿Cómo se te ocurre pensar en esas cosas? —preguntó Ilse.
He aquí una pregunta que, por alguna razón misteriosa, siempre irritaba a Emily.
—No las pienso, vienen solas —respondió, concisa.
A Ilse no le gustó nada el tono.
—¡Por Dios, Emily, no seas tan extravagante! —exclamó.
Durante un segundo, el mundo maravilloso en el que Emily vivía en aquel momento tembló y se sacudió como una imagen en el agua. Y entonces…
—No discutamos en este lugar —imploró—. Una de las dos podría tirar a la otra desde aquí arriba.
Ilse estalló en una carcajada. Nadie puede reír con ganas y seguir enfadado. De modo que la noche de ambas bajo las estrellas no se vio malograda por una pelea. Hablaron un rato en murmullos, de los secretos, los sueños y los temores de dos colegialas. Hasta hablaron de casarse algún día, en el futuro. Claro que no tendrían que haberlo hecho, pero lo hicieron. Al parecer, Ilse era algo pesimista en lo que a sus posibilidades matrimoniales.
—A los muchachos les gusto como compañera, pero no creo que nunca haya ninguno que de verdad se enamore de mí.
—Tonterías —replicó Emily, con tono tranquilizador—. Nueve de cada diez hombres se enamorarán de ti.
Y además hablaron de casi todo lo que se puede hablar en el mundo. Por fin, prometieron solemnemente que la primera que muriese se le aparecería a la otra, si era posible. ¡Cuántos pactos iguales se han hecho! ¿Se habrá cumplido alguno alguna vez?
Después, a Ilse le entró sueño y se quedó dormida. Pero Emily no durmió, no quería dormir. Era una noche demasiado hermosa para dormir. Quiso quedarse despierta por el placer de estar despierta y para pensar en miles cosas.
Emily siempre recordó aquella noche pasada bajo las estrellas como una especie de hito. Aquella noche todo le procuró algo. La llenó con su belleza, que más adelante ella debía devolver al mundo. Deseó poder acuñar alguna palabra mágica que pudiera expresarla.
Salió una luna redonda. ¿Era una bruja vieja con sombrero puntiagudo lo que pasaba por ella montada en una escoba? No, era sólo un murciélago y la punta de un arbusto que había junto al cerco. De inmediato, compuso un poema en el cual los versos canturreaban surgiéndole sin esfuerzo en la mente. Con una parte de su naturaleza, a Emily le gustaba más escribir prosa y, con la otra parte, le gustaba más escribir poesía. Aquella noche ganaba la segunda y hasta sus pensamientos surgían en rima. Una gran estrella palpitante pendía baja del cielo, por encima de Indian Head. Emily la miró y recordó la vieja fantasía de Teddy sobre una existencia anterior en una estrella. La idea atrapó su imaginación y se puso a imaginar una vida de ensueño vivida en un planeta lejano que giraba alrededor de un lejano sol poderoso. Luego llegaron las luces del norte, brisas de fuego pálido sobre el cielo, lanzas de luz, como de ejércitos celestiales, huestes pálidas que se retiraban y avanzaban. Emily las observó extasiada. Su alma se vio inundada por la pureza de aquel gran baño de esplendor, Se sentía una suma sacerdotisa de la belleza que asistía en los ritos divinos de su adoración, y sabía que su diosa sonreía.
Se alegraba de que Ilse se hubiera quedado dormida. Cualquier compañía humana, aun la más querida y perfecta, sería ajena a ella en aquel momento. Se bastaba a sí misma; no necesitaba amor, camaradería ni ninguna emoción humana para completar su dicha. Estos momentos llegan rara vez en la vida, pero, cuando llegan, son maravillosos hasta lo indecible, como si lo finito fuera por un segundo infinito, como si por un instante la humanidad se elevara a divinidad, como si toda fealdad se hubiera desvanecido, dejando sólo una belleza incólume. Ay, la belleza, pensó Emily, estremeciéndose de éxtasis. Amaba la belleza, que aquella noche colmaba todo su ser. Temía moverse o respirar para no quebrar la corriente de belleza que la recorría. La vida parecía un instrumento maravilloso en donde se podían tocar armonías excelsas.
—¡Ah, Dios, hazme merecedora, hazme merecedora! —rezó. ¿Sería alguna vez merecedora de ese mensaje? ¿Se atrevería a llevar algo de la hermosura de ese «diálogo divino» al mundo cotidiano de sórdido mercantilismo y calles ruidosas? Debía darlo, no podía retenerlo para sí. ¿La escucharía el mundo, entendería, sería capaz de sentir? Sólo si ella era fiel a lo que se le encomendaba y daba lo que debía dar, sin consideraciones de culpa o alabanza. Suma sacerdotisa de la belleza, sí, ¡no serviría ante ningún otro altar!
Se quedó dormida en ese estado de éxtasis, soñó que era Safo surgiendo de la roca de Leocadio y se despertó para encontrarse al pie del pajar frente a los ojos atónitos de Ilse. Por fortuna, había caído tanta paja junto a ella que pudo decir, con cuidado:
—Creo que estoy entera.