La locura del momento
El concierto del instituto para recaudar fondos para la biblioteca era un acontecimiento anual en Shrewsbury y se realizaba a principios de abril, antes de que fuera necesario meterse de lleno en el estudio de los exámenes de primavera. Aquel año se pensó al principio en el programa usual de música y lecturas con un breve diálogo. Le pidieron a Emily que tomara parte en este último y ella accedió, después de obtener el consentimiento, dado de no muy buena gana, de la tía Ruth, que nunca lo habría otorgado si la señorita Aylmer no hubiese ido en persona a solicitarlo. La señorita Aylmer era nieta del senador Aylmer y la tía Ruth se rendía al renombre de una familia cuando no se habría rendido a ninguna otra cosa. La señorita Aylmer sugirió suprimir casi toda la música y todas las lecturas y, en su lugar, representar una pequeña obra. La idea encontró el apoyo de los estudiantes y se hizo el cambio. Emily fue elegida para un papel que le encajaba, de modo que se interesó muchísimo por el asunto y disfrutó de los ensayos, que se realizaban en el edificio de la escuela, dos noches a la semana, bajo la coordinación de la señorita Aylmer.
La obra causó sensación en Shrewsbury. Los estudiantes del instituto nunca se habían embarcado en algo tan ambicioso: se supo que varios de los estudiantes de la Queen’s Academy irían para ver la obra, desde Charlottetown, en el tren de la tarde. Aquello volvió medio locos a los actores. Los estudiantes de Queen’s eran veteranos en la escenificación teatral. Era evidente que venían a criticar. Para cada miembro del elenco, se convirtió en una obsesión que la obra fuera tan buena como había sido cualquiera de las obras de la Queen’s Academy, y todos los nervios se tensaron, fijos en ese objetivo. La hermana de Kate Errol, que se había graduado en una escuela de oratoria, los entrenó y, cuando llegó la noche de la representación, había un ardiente entusiasmo en los diversos hogares y pensiones de Shrewsbury.
En su cuartito iluminado con velas, Emily miraba a Emily del espejo con considerable satisfacción, satisfacción, por otra parte, justificada. El rubor escarlata de sus mejillas y la profunda oscuridad de sus ojos grises resaltaban sobre el vestido color ceniza de rosas, y la coronita de hojas plateadas entretejida alrededor de sus cabellos negros la hacían parecer una joven dríada. Pero no se sentía una dríada. La tía Ruth la había obligado a quitarse las medias de encaje y ponerse las de cachemira; en realidad, había intentado obligarla a ponerse las de lana, pero había desistido, derrotada en ese punto, aunque recuperó su posición insistiendo en una enagua de franela.
«Es espantosa, hace bultos», pensó Emily, resentida, hablando, por supuesto, de la enagua. Pero se usaban las faldas amplias y la esbeltez de Emily permitía hasta una gruesa enagua de franela.
Acababa de colocarse al cuello la cadena egipcia cuando entró la tía Ruth.
Una mirada bastó para darse cuenta de que la tía Ruth estaba furiosa.
—Emilia, acaba de llegar la señora Ball. Me ha dicho algo que me ha asombrado. ¿Lo que vas a hacer esta noche es participar en una obra de teatro?
Emily se quedó mirándola.
—Por supuesto que es una obra de teatro, tía Ruth. Tú lo sabías.
—Cuando me pediste permiso para tomar parte en el concierto me dijiste que era un diálogo —dijo la tía Ruth, con tono helado.
—Ah, pero la señorita Aylmer decidió representar una obra en lugar del diálogo. Pensé que sabías, tía Ruth, en serio. Pensé que te lo había mencionado.
—Nada de eso, Emilia, deliberadamente me mantuviste en la ignorancia porque sabías que no iba a permitirte tomar parte en una obra.
—No, tía Ruth, no —rogó Emily, seria—. Nunca se me ocurrió ocultarlo. Aunque no tenía muchas ganas de hablarlo contigo, porque sabía que ni siquiera te gustaba el concierto.
Cuando Emily hablaba con seriedad, la tía Ruth siempre creía que era impertinencia.
—Esto es el colmo, Emilia. Aunque siempre supe que eras reservada, nunca creí que lo fueras tanto.
—¡No ha habido reserva en esto, tía Ruth! —gritó Emily, impaciente—. Habría sido una estupidez por mi parte tratar de ocultar el hecho de que estábamos ensayando una obra, cuando todo Shrewsbury habla de ella. No sé cómo no te has enterado.
—Tú sabías que yo no podía salir a ningún lado por mi bronquitis. Ah, ya lo entiendo todo, Emilia. A mí no puedes engañarme.
—No he tratado de engañarte. Pensé que lo sabías, eso es todo. Pensé que la razón por la cual nunca lo mencionabas era que te oponías a todo el proyecto. Ésa es la verdad, tía Ruth. ¿Cuál es la diferencia entre un diálogo y una obra?
—Son cosas muy diferentes —replicó la tía Ruth—. Las obras de teatro son algo vil.
—Pero es una obra muy pequeña —imploró Emily, desesperada, pero luego rió porque le sonaba tan ridículo como la excusa de la criada en Midshipman Easy. Su sentido del humor fue inoportuno; su risa enfureció a la tía Ruth.
—Grande o pequeña no vas a tomar parte en ella.
Emily la miró y se puso pálida.
—Tía Ruth, tengo que tomar parte, si no la obra se estropeará.
—Mejor que se estropee una obra y no un alma —dictaminó la tía Ruth.
Emily no osó sonreír. El tema en cuestión era demasiado serio.
—No seas tan… tan estricta, tía Ruth —estuvo a punto de decir «injusta»—. Lamento que no apruebes el teatro, no volveré a tomar parte en ninguna obra, pero entiende que esta noche tengo que hacerlo.
—Ay, mi querida Emilia, no creo que seas tan indispensable.
La tía Ruth era capaz de sacar de quicio a cualquiera. ¡Qué desagradable podía ser la palabra «querida»! Pero Emily no se impacientó.
—Esta noche sí. No podrían conseguir un sustituto en el último momento, ¿te das cuenta? La señorita Aylmer no me lo perdonaría nunca.
—¿Te importa más el perdón de la señorita Aylmer que el de Dios? —preguntó la tía Ruth con el aire de quien afirma una posición decisiva.
—Sí, que el de tu Dios, sí —murmuró Emily, incapaz de no perder la paciencia ante preguntas tan insensatas.
—¿No respetas a tus antepasados? —Fue la siguiente pregunta de la tía Ruth—. ¡Ay, si supieran que una descendiente suya va a actuar en una obra de teatro, se retorcerían en sus tumbas!
Emily le regaló a la tía Ruth una muestra de la mirada de los Murray.
—Sería un excelente ejercicio para ellos. Esta noche voy a hacer mi papel en la obra, tía Ruth.
Emily habló con serenidad, mirando desde su joven estatura con ojos decididos. La tía Ruth sintió una incómoda sensación de impotencia: la puerta del cuarto de Emily no tenía llave y no podía detenerla por la fuerza física.
—Si vas esta noche, no regreses a casa —dijo, pálida de ira—. La puerta de esta casa se cierra a las nueve de la noche.
—Si no vuelvo esta noche, no volveré nunca. —Emily estaba demasiado irritada por la actitud irracional de la tía Ruth para preocuparse de las consecuencias—. Si me cierras la puerta volveré a la Luna Nueva. Ellos están al tanto de la obra, y hasta la tía Elizabeth quería que participara.
Cogió el abrigo y se ajustó el sombrerito con la pluma roja que le había regalado para Navidad la esposa del tío Oliver. En la Luna Nueva no se pensaba gran cosa del buen gusto de la tía Addie, pero el sombrero le sentaba a la perfección y a Emily le encantaba. De pronto, la tía Ruth se dio cuenta de que Emily parecía extrañamente madura y mayor con él. Pero dicho descubrimiento no alcanzó a disminuir su enfado. Emilia se había ido, Emilia había osado desafiarla y desobedecerla, la reservada y socarrona de Emilia. Pues a Emilia había que enseñarle una lección.
A las nueve de la noche una tía Ruth obstinada y ofendida cerró todas las puertas y se fue a la cama.
La obra fue un gran éxito. Hasta los estudiantes de Queen’s lo admitieron y aplaudieron con generosidad. Emily se entregó a su papel con el fuego y la energía generados en su discusión con la tía Ruth, que barrió con toda conciencia de enaguas de franela y sorprendió agradablemente a la señorita Errol, cuya única crítica a la actuación de Emily había sido que era algo fría y reservada en un papel que exigía más entrega. Al terminar la función, Emily fue apabullada con felicitaciones. Hasta Evelyn Blake le dijo, con benevolencia:
—En serio, querida, eres maravillosa, gran actriz, poetisa, novelista en ciernes, ¿qué otra sorpresa nos preparas?
Pensó Emily: «¡Qué suficiente e insufrible es!».
Dijo Emily:
—¡Muchas gracias!
Regresó a casa feliz y triunfante con Teddy, se dieron un alegre buenas noches ante el portón y luego… la puerta cerrada.
La ira de Emily, que se había convertido durante toda la velada en energía y ambición, de pronto volvió por sus fueros y barrió con todo lo que se le presentaba por delante. Era insoportable que la trataran así. Había soportado muchas cosas a manos de la tía Ruth, pero ésa era la proverbial gota que colmaba el vaso. Nadie es capaz de soportarlo todo, ni siquiera en aras de una educación. Todos tenemos una obligación con la dignidad y el respeto por nosotros mismos.
Podía hacer tres cosas. Aporrear el viejo llamador de bronce de la puerta hasta que la tía Ruth bajara y la dejara entrar, como había hecho una vez, y soportar a la tía Ruth mascullando durante semanas. Ir a la pensión de Ilse (las chicas todavía no se habrían acostado) como también había hecho una vez y como, sin duda, la tía Ruth esperaba que hiciera ahora, pero entonces Mary Carswell se lo contaría a Evelyn Blake y Evelyn Blake se reiría con malicia y se lo contaría a todo el instituto. Emily no tenía intención de hacer ninguna de las dos cosas; supo desde que encontró la puerta cerrada con llave qué haría. Se iría caminando a la Luna Nueva ¡y allí se quedaría! Meses de irritaciones sofocadas bajo las indirectas perpetuas de la tía Ruth explotaron en un fuego de rebelión. Emily pasó por el portón, lo cerró de golpe a sus espaldas sin nada de la dignidad de los Murray, pero con mucho de la pasión de los Starr e inició los once kilómetros de caminata en medio de la noche. De haber sido cien hubiera emprendido el camino igual. Tan enfadada estaba y tan enfadada siguió que la caminata no le pareció larga ni sintió, aunque no tenía más prenda que una chaqueta de tela, el frío de la noche de abril.
La nieve del invierno se había fundido, pero el camino despejado estaba cubierto de hielo y era áspero, no lo ideal para las delgadas zapatillas de cabritilla, regalo de Navidad del primo Jimmy. Con una risa que le pareció sombría y sarcástica, Emily pensó que, después de todo, era una suerte que la tía Ruth hubiera insistido en que se pusiera medias de cachemir y enaguas de franela.
Aquella noche había luna, pero el cielo estaba cubierto de nubes grises y el paisaje duro y despojado se extendía, hosco, a la luz gris pálida. El viento venía en bocanadas súbitas y gimientes. Emily sintió, con una considerable satisfacción dramática, que la noche armonizaba con su estado de ánimo tormentoso y trágico.
Nunca volvería a casa de la tía Ruth; eso era seguro. A pesar de lo que dijera la tía Elizabeth (y tendría muchas cosas que decir, de esto tampoco cabía duda) y a pesar de lo que dijera nadie. Si la tía Elizabeth no le permitía ir a otra casa, dejaría el colegio. Sabía que en la Luna Nueva provocaría un gran tumulto. No le importaba. En su estado de ánimo intrépido los tumultos eran bienvenidos. No se humillaría otro día más, ¡eso no! La tía, al fin, había ido demasiado lejos. No se podía llevar a una Starr a tal estado de desesperación sin sufrir las consecuencias.
«He terminado para siempre con Ruth Dutton», juró Emily, sintiendo una tremenda satisfacción al omitir el «tía».
A medida que se acercaba a su casa, las nubes comenzaron a disiparse y de pronto, al enfilar el sendero de la Luna Nueva, la austera belleza de los tres altos álamos de Lombardía bajo el cielo iluminado por la luna la hicieron contener el aliento. ¡Qué maravilla! Por un momento casi olvidó sus penas y a la tía Ruth. Pero entonces el dolor volvió a inundar su alma: ni siquiera la magia de las Tres Princesas podía alejarlo con encantamientos.
Había luz en la ventana de la cocina de la Luna Nueva, una luz que iluminaba con efecto espectral los altos abedules blancos del bosque de John el Altivo. Emily se preguntó quién estaría levantado en la Luna Nueva; había esperado encontrar la casa a oscuras y pensaba deslizarse por la puerta delantera y subir a su querido dormitorio, dejando las explicaciones para la mañana siguiente. La tía Elizabeth siempre cerraba con llave y cruzaba un pasador a la puerta de la cocina con gran ceremonia, antes de irse a acostar, pero nunca cerraba la puerta delantera. Los vagabundos y los ladrones no tendrían tan malos modales, seguramente, como para acercarse a la puerta delantera de la Luna Nueva.
Emily atravesó el jardín y espió por la ventana de la cocina. El primo Jimmy estaba allí, solo, con dos velas por compañía. Sobre la mesa había un recipiente de barro y, justo en el momento en que Emily miraba, con aire ausente, metió la mano y sacó una rosquilla particularmente gruesa. El primo Jimmy tenía los ojos fijos en un gran jamón colgado del techo y movía los labios sin emitir sonido. No había razones para dudar de que el primo Jimmy estaba componiendo poesía, aunque por qué lo hacía a aquellas horas de la noche era un misterio.
Emily dio vuelta a la casa, abrió con suavidad la puerta de la cocina y entró. Asombrado, el pobre primo Jimmy trató de tragarse entera media rosca y entonces no pudo hablar durante varios segundos. ¿Era Emily o una aparición? ¿Emily con un abrigo azul oscuro y un precioso sombrerito con una pluma roja? ¿Emily con los cabellos color noche despeinados por el viento y una expresión trágica en los ojos? ¿Emily con unas zapatillas deshechas? ¿Emily en aquel estado en la Luna Nueva cuando tendría que estar profundamente dormida en su cuartito de la criada de Shrewsbury?
El primo Jimmy cogió las manitas frías que Emily le tendió.
—Emily, querida niña, ¿qué ha pasado?
—Bueno, iré al grano: he dejado a la tía Ruth y no voy a volver.
Al principio, el primo Jimmy no dijo nada. Pero hizo algunas cosas. Primero caminó de puntillas por la cocina y cerró con cuidado la puerta de la salita; luego llenó la chimenea de leña, acercó una silla, llevó a Emily hasta ella y le levantó los pies helados y cansados. Luego encendió otras dos velas y las puso sobre la repisa del hogar. Por fin se sentó otra vez en su silla y apoyó las manos en las rodillas.
—Ahora cuéntame.
Emily, aún en las redes de la rebelión y la indignación, se lo contó todo.
Apenas el primo Jimmy se enteró de lo que había sucedido en realidad, comenzó a mover la cabeza con lentitud y continuó moviéndola, la movió durante tan largo rato que Emily comenzó a tener la incómoda convicción de que en vez de ser una figura ofendida, dramática y sublime, estaba a punto de convertirse en una tonta de capirote. Cuánto más movía la cabeza el primo Jimmy, menos heroica se sentía. Cuando terminó su historia con un categórico y desafiante «No voy a regresar a casa de la tía Ruth, digan lo que digan», el primo Jimmy dio una última sacudida a la cabeza y le acercó el recipiente por encima de la mesa.
—Come una rosquilla, gatita.
Emily vaciló. Le encantaban las rosquillas y hacía mucho que había comido. Pero las rosquillas parecían fuera de lugar cuando se hablaba de rebelión y tumulto. Sin duda tenían tendencias reaccionarias. Esta sensación hizo que Emily las rechazara.
El primo Jimmy cogió una.
—¿Así que no vas a volver a Shrewsbury?
—No a casa de la tía Ruth —contestó Emily.
—Es lo mismo —dijo el primo Jimmy.
Emily sabía que sí. Sabía que era inútil esperar que la tía Elizabeth le permitiera alojarse en otro lugar.
—Y has recorrido todo el camino a pie. —El primo Jimmy sacudió la cabeza—. Caramba, qué valor tienes. A montones —agregó, meditativo, entre mordisco y mordisco.
—¿Me culpas? —preguntó Emily con pasión, más que nunca porque sentía que la cabeza del primo Jimmy había desvanecido algo de lo que la sostenía por dentro.
—Nooo, es un disparate cerrarte la puerta, típico de Ruth Dutton.
—¿Y te das cuenta, verdad, de que no puedo volver después de semejante insulto?
El primo Jimmy mordisqueó lentamente la rosquilla, como intentando descubrir cuán cerca del agujero del medio podía comer sin terminar de romperla.
—No creo que ninguna de tus abuelas hubiera dejado pasar con tanta facilidad la oportunidad de estudiar —respondió—. No del lado de los Murray, al menos —añadió tras un momento de reflexión que al parecer le recordó que él sabía demasiado poco de los Starr como para dogmatizar sobre ellos.
Emily estaba inmóvil. Como habría dicho Teddy en un partido de criquet, el primo Jimmy había acertado a la canasta del centro con la primera bola. En seguida, se dio cuenta de que al traer el primo Jimmy a colación a sus abuelas en aquel diabólico ataque de inspiración, todo había terminado, salvo los términos de la rendición. Podía verlas a todas a su alrededor, las queridas damas muertas de la Luna Nueva, Mary Shipley y Elizabeth Burnley y todas las demás, suaves, decididas, contenidas, mirándola desde arriba con algo de pena desdeñosa, a ella, aquella descendiente tonta e impulsiva. El primo Jimmy parecía pensar que podía haber alguna debilidad del lado de los Starr. ¡Bien, no la había, ella se lo demostraría!
Emily había esperado más comprensión por parte del primo Jimmy. Sabía que la tía Elizabeth la condenaría e incluso la tía Laura se sentiría decepcionada. Pero ella había contado con que el primo Jimmy se pusiera de su parte. Siempre lo había hecho.
—Mis abuelas no tuvieron que soportar a la tía Ruth —le espetó.
—Tuvieron que soportar a tus abuelos. —El primo Jimmy parecía pensar que esto era determinante, como hubiera admitido cualquiera que hubiera conocido a Archibald y a Hugh Murray.
—Primo Jimmy, ¿crees que tengo que volver y aceptar los gruñidos de la tía Ruth y hacer como si no hubiera sucedido nada?
—¿A ti qué te parece? —preguntó el primo Jimmy—. Cómete una rosquilla, gatita.
Esta vez Emily la aceptó. Bien le venía un poco de consuelo. Pero uno no puede comer rosquillas y seguir siendo dramática. Inténtelo.
Emily bajó de la cumbre de su tragedia al valle de la petulancia.
—La tía Ruth ha estado odiosa en los dos últimos meses, desde que la bronquitis le impidió salir. No te imaginas lo que ha sido.
—Claro que me lo imagino. Ruth Dutton nunca hizo que nadie se sintiera cómodo. ¿Se te están calentando los piececitos, Emily?
—La odio —exclamó Emily, aferrada aún a la justificación de sí misma—. Es horrible vivir bajo el mismo techo con alguien a quien uno odia.
—Mortal —convino el primo Jimmy.
—Y no es culpa mía. He intentado caerle bien, he intentado complacerla; no deja de reprenderme, atribuye motivos mezquinos a todo lo que digo o hago, o que no digo ni hago. Sigue hablando de cuando me senté en el extremo del banco y de la estrella que no obtuve. Siempre sugiere insultos a mi padre y mi madre. Y siempre me perdona por cosas que yo no he hecho… o que no necesitan ser perdonadas.
—Indignante, y mucho —dijo el primo Jimmy.
—Indignante, tú lo has dicho. Sé que si vuelvo me dirá: «Esta vez te perdono, pero que no se repita». Y va a resoplar, ay, ¡el resoplido de la tía Ruth es el sonido más odioso del mundo!
—¿Alguna vez has oído el ruido de un cuchillo desafilado cortando cartón grueso? —murmuró el primo Jimmy.
Emily lo ignoró y siguió adelante.
—No puedo estar equivocada siempre, pero la tía Ruth piensa que sí, y dice que tiene que «ser indulgente» conmigo. Me da aceite de hígado de bacalao, nunca me deja salir al atardecer si puede impedírmelo: «los tuberculosos tienen que tener mucho cuidado después de las ocho de la noche». Si ella tiene frío, yo tengo que ponerme dos enaguas. Se pasa el día haciendo preguntas desagradables y negándose a creer en mis respuestas. Cree, y siempre creerá, que mantuve en secreto lo de la obra de teatro porque soy reservada. A mí ni se me ocurrió. ¡Si la semana pasada el Times de Shrewsbury hablaba de la representación! La tía Ruth rara vez se pierde algo que salga en el Times. Me reprendió durante días enteros porque encontró una redacción que yo había firmado «Emilie». «Será mejor que trates de escribir tu nombre sin alusiones a nadie famoso», me dijo, burlándose.
—Bueno, ¿no fue un poquito tonto, gatita?
—¡Ah, supongo que mis abuelas no lo habrían hecho! Pero la tía Ruth no tenía por qué haberlo esgrimido como lo hizo. Eso es lo horrible; si al menos dijera lo que piensa sobre algo y terminara con el tema… Mira, tengo una mancha de herrumbre en mi enagua blanca y la tía Ruth estuvo semanas machacando con eso. Estaba decidida a averiguar cuándo se había manchado y cómo, y yo no tenía la menor idea. En serio, primo Jimmy, cuando a las tres semanas seguía con lo mismo, a mí me daban ganas de gritar.
—A cualquiera en su sano juicio le habría pasado lo mismo —le dijo el primo Jimmy al jamón del techo.
—Ah, y cualquiera de estas cosas no es más que una picadura de mosquito, lo sé, y tú dirás que soy una tonta por que me molestan, pero…
—No, cien picaduras de mosquito son más difíciles de soportar que una pierna fracturada. Yo preferiría que me dieran un golpe en la cabeza y terminaran conmigo.
—Sí, eso es, picaduras siempre. No quiere que venga Ilse a casa, ni Teddy ni Perry, nadie que no sea el estúpido ese de Andrew. Estoy tan cansada de él… No me dejó ir al baile de primero. Hicieron un paseo en trineo, un almuerzo en la posada La tetera marrón y un baile: todo el mundo fue menos yo. Fue el acontecimiento del año. Si voy a pasear por la Tierra de la Rectitud al anochecer, seguro que hay algo siniestro en eso: a ella nunca se le ocurre pasear en la Tierra de la Rectitud, ¿por qué tiene que ocurrírseme a mí? Dice que tengo una opinión muy alta de mí misma. No es cierto, ¿verdad, primo Jimmy?
—No —dijo el primo Jimmy, pensativo—. Alta sí, pero no demasiado alta.
—Dice que siempre estoy moviendo las cosas de sitio. Si miro por la ventana viene trotando por la habitación y hace coincidir matemáticamente los extremos de las cortinas. Y es todo el tiempo «por qué, por qué, por qué», primo Jimmy.
—Sé que te sientes mucho mejor ahora que has podido desahogarte —dijo el primo Jimmy—. ¿Otra rosquilla?
Con un suspiro de rendición, Emily apartó los pies de la chimenea y se acercó a la mesa. El recipiente de rosquillas estaba entre ella y el primo Jimmy. Tenía mucha hambre.
—¿Ruth te da suficiente comida? —preguntó el primo Jimmy, ansioso.
—Ah, sí, la tía Ruth sigue con al menos una de las tradiciones de la Luna Nueva. Tiene una buena despensa. Pero no hay comidas fuera de horas.
—Y a ti siempre te ha gustado comer algo rico antes de irte a la cama, ¿no? Pero la última vez que estuviste en casa te llevaste una caja, ¿no?
—La tía Ruth la confiscó. Es decir, la puso en la despensa y sirvió su contenido a la hora de las comidas. Estas rosquillas están riquísimas. Además, siempre hay algo de excitante e ilícito en comer a horas extrañas como ahora, ¿no? ¿Y cómo es que estabas levantado, primo Jimmy?
—Una vaca enferma. Pensé que era mejor quedarme levantado para vigilarla.
—Qué suerte para mí. Ah, he recuperado otra vez la razón, primo Jimmy. Aunque ya sé que estás pensando que me he portado como una tonta.
—Todos somos tontos en algunas cosas —replicó el primo Jimmy.
—Bien, volveré y apuraré el trago amargo sin protestar.
—Acuéstate en el sofá y duerme un poquito. Voy a herrar la yegua gris y te llevaré en cuanto amanezca.
—No, de ninguna manera. Por varias razones. En primer lugar, la carretera no está en condiciones para carros. En segundo lugar, no podríamos irnos sin que nos oyera la tía Elizabeth. Se enteraría de todo y no quiero. Mantendremos mi secreto tonto y oscuro entre los dos, primo Jimmy.
—Pero entonces, ¿cómo vas a volver a Shrewsbury?
—Andando.
—¿Andando? ¿Hasta Shrewsbury? ¿A estas horas de la noche?
—¿No acabo de venir desde Shrewsbury a esta hora? Puedo volver a hacerlo y no será más difícil que el traqueteo por esa carretera espantosa encima de la yegua gris. Claro que me pondré algo en los pies que me proteja más que las zapatillas de cabritilla. En mi ataque de locura he estropeado tu regalo de Navidad. Ahí en el armario hay un viejo par de botas mío. Me las pondré, además de mi viejo gabán largo. Cuando amanezca, estaré en Shrewsbury. Me pondré en camino en cuanto terminemos las rosquillas. Vamos a limpiar el plato, primo Jimmy.
El primo Jimmy accedió. Después de todo, Emily era joven y fuerte, la noche era agradable, y cuanto menos supiera Elizabeth de algunas cosas, mejor para todos los involucrados. Con un suspiro de alivio porque el asunto había terminado tan bien (en realidad al principio había tenido miedo de que la obstinación hubiera hecho a Emily plantarse en sus trece y entonces, ¡ay!), el primo Jimmy se dedicó a las rosquillas.
—¿Cómo va la literatura? —preguntó.
—Últimamente he escrito mucho, aunque de mañana hace mucho frío en mi cuarto, pero me gusta tanto, mi sueño más grande es hacer algo valioso algún día.
—Y lo harás. A ti no te tiraron por un pozo —dijo el primo Jimmy.
Emily le palmeó la mano. Nadie se daba cuenta mejor que ella de lo que el primo Jimmy podría haber llegado a hacer, si no lo hubieran empujado dentro de un pozo.
Cuando se terminaron las rosquillas, Emily se puso las viejas botas y el gabán. Era una prenda muy fea, pero su belleza de luna nueva resplandecía como una estrella en la habitación vieja, sombría e iluminada con velas.
El primo Jimmy la miró. Pensó que era una criatura dotada, hermosa, alegre y que algunas cosas eran una verdadera lástima.
—Alta y majestuosa… alta y majestuosa como todas nuestras mujeres —murmuró, soñador—. Excepto la tía Ruth —añadió.
Emily rió e «hizo una mueca».
—La tía Ruth va a aprovechar al máximo su escasa estatura en nuestra próxima entrevista. Esto le durará hasta fin de año. Pero no te preocupes, primo querido, tardaré mucho tiempo en cometer otra tontería. Esto ha purificado el ambiente. La tía Elizabeth pensará que ha sido algo espantoso de tu parte comerte un recipiente lleno de rosquillas tú solo, goloso primo Jimmy.
—¿Necesitas otro cuaderno?
—Todavía no. El último que me regalaste está medio lleno. Los cuadernos me duran mucho ahora que no puedo escribir cuentos… Ay, cómo me gustaría, primo Jimmy.
—Ya llegará el momento, ya llegará el momento —dijo el primo Jimmy, alentándola—. Espera un poco, sólo espera un poco. Si no corremos detrás de las cosas, a veces las cosas que nos siguen pueden alcanzarnos. «Con sabiduría se edificará una casa, y con prudencia se afianza. Y con ciencia se llenan las cámaras de todo bien preciado y agradable». Todo bien preciado y agradable, Emily. Proverbios 24, 3 y 4.
Acompañó a Emily hasta la puerta y la cerró. Apagó todas las velas menos una. Se quedó mirándola un momento y entonces, seguro de que Elizabeth no lo oiría, el primo Jimmy dijo, con fervor:
—¡Qué Ruth Dutton se vaya a… a… —pero al primo Jimmy le faltó valor—… al cielo!
Emily volvió a Shrewsbury bajo la clara luz de la luna. Había esperado que la caminata fuera aburrida y agotadora, desprovista del ímpetu de la ira y la rebeldía. Pero descubrió que éstas se habían transmutado en algo bello, y Emily era un «eterno esclavo de la belleza» de los que Carman ha cantado que son, sin embargo, «amos del mundo». Estaba cansada, pero su cansancio se dejaba entrever en una cierta exaltación de sentimiento e imaginación que experimentaba siempre que estaba fatigada. El pensamiento era rápido y activo. Tuvo una serie de brillantes conversaciones imaginarias y pensó tantos epigramas que se sorprendió agradablemente de sí misma. Era bonito sentirse intensa, interesante y viva una vez más. Estaba sola, pero no se sentía solitaria.
Mientras caminaba dramatizó la noche. Había en ésta un encanto salvaje, indómito, que despertaba una cierta veta salvaje oculta en lo más profundo de la naturaleza de Emily, una veta que deseaba caminar donde quería, sin otra guía que sí misma, la veta del gitano y del poeta, del genio y del tonto.
Los grandes abetos, liberados de su carga de nieve, agitaban los brazos libres, salvajes y alegres sobre los campos iluminados por la luna. ¿Había habido alguna vez algo tan hermoso como las sombras de esos arces grises, de miembros desnudos, en el camino de Emily? Las casas por la que pasaba estaban llenas de un intrigante misterio. Le gustaba pensar en las personas que había dentro, soñando, y que veían en sueños lo que la vida de vigilia les negaba; en las manitas de niños entrelazadas en el sueño; en los corazones que tal vez mantenían insomnes vigilias de pena; en brazos solitarios que se tendían en el vacío de la noche mientras ella, Emily, flotaba como un fantasma de la madrugada.
Y era fácil, también, pensar que había otras cosas, cosas que no eran normales ni humanas. Ella siempre vivía al borde del país de las hadas y ahora entraba en él. La Señora Viento silbaba de verdad entre los juncos del pantano; Emily estaba segura de oír las risitas encantadoras pero diabólicas de los búhos en los bosques de abetos rojos… algo cruzaba el camino frente a ella, podía ser un conejo o podía ser una Personita Gris. Los árboles adoptaban formas en partes agradables y en parte aterradores que jamás usaban de día. Los cardos muertos del año anterior eran grupos de gnomos situados a lo largo de los cercos. Aquel abedul viejo, amarillo e inclinado era un sátiro del bosque. Las pisadas de los antiguos dioses resonaban a su alrededor. Aquellos troncos nudosos sobre la ladera de la colina eran sin duda Pan con su flauta bailando a la luz de la luna y de las sombras con su tropa de faunos rientes. Era delicioso creer que lo eran.
—Se pierde tanto si te vuelves incrédulo —dijo Emily, y entonces pensó que el suyo era un comentario bastante inteligente y deseó tener el cuaderno a mano para anotarlo.
Así, tras haberse limpiado el alma de amargura en el baño de aire de la noche de primavera y estimulada, de la cabeza a los pies, con la vida salvaje, extraña, dulce, del espíritu, llegó a la casa de la tía Ruth cuando las colinas purpúreas al este del puerto se aclaraban bajo un cielo blancuzco. Había esperado encontrar la puerta cerrada, pero el picaporte giró bajo su mano y Emily entró.
La tía Ruth estaba levantada y encendiendo el fuego de la cocina.
Durante el camino, Emily había pensado una docena de maneras diferentes de decir lo que quería decir, y ahora no utilizó ninguna. En el último momento, tuvo una traviesa inspiración. Antes de que la tía Ruth pudiera (o quisiera) hablar, Emily dijo:
—Tía Ruth, he vuelto para decirte que te perdono, pero que no debe volver a suceder.
Para decir la verdad, la señora Ruth Dutton se sentía considerablemente aliviada por el hecho de que Emily hubiera vuelto. Había tenido miedo de Elizabeth y Laura (las peleas en la familia Murray eran de temer) y en verdad un poquito de miedo por Emily, si es que se había ido a la Luna Nueva con aquellos zapatos ligeros y tan poca ropa de abrigo. Porque Ruth Dutton no era mala, sólo un ave de corral necia y un poco tonta, empeñada en educar a una alondra. Realmente temía que Emily cogiera frío y cayera enferma de tuberculosis. Y si a Emily se le metía en la cabeza no volver a Shrewsbury, bueno, eso daría que hablar, y Ruth Dutton odiaba los rumores cuando el tema eran ella o sus acciones. De modo que, tomando todo esto en cuenta, decidió ignorar la impertinencia del saludo de Emily.
—¿Has pasado la noche en la calle? —preguntó, sombría.
—Ay, claro que no. Fui a la Luna Nueva, charlé con el primo Jimmy, comí algo y regresé.
—¿Te vieron Elizabeth o Laura?
—No. Estaban durmiendo.
La señora Dutton pensó que ésa era una buena noticia.
—Bien —dijo con frialdad—, has sido culpable de una gran ingratitud, Emilia, pero por esta vez te perdono. —Entonces se interrumpió bruscamente. ¿No había dicho alguien lo mismo esa mañana? Antes de que pudiera ocurrírsele una observación más atinada, Emily había desaparecido escaleras arriba. La señora Ruth Dutton quedó con la desagradable sensación de que, de una u otra manera, no había salido de este asunto tan airosa como hubiera querido.