CAPÍTULO SIETE

Popurrí

20 de septiembre de 19…

Últimamente he descuidado mi diario. En casa de la tía Ruth no sobra mucho el tiempo. Pero es viernes por la noche y no puedo irme a casa a pasar el fin de semana, así que he recurrido a mi diario en busca de consuelo. Puedo pasar un fin de semana sí y uno no en la Luna Nueva porque la tía Ruth quiere que un sábado de cada dos me quede a ayudar en la limpieza de la casa. La limpiamos desde sótano hasta la buhardilla, aunque no haga falta, como dijo el vagabundo que se lavaba la cara todos los meses, y después, el domingo, descansamos de nuestro trabajo.

Esta noche hay como el asomo de una helada en el aire. Temo que el jardín de la Luna Nueva sufra. La tía Elizabeth comenzará a pensar que es hora de dejar la cocina de fuera y llevar la cocina Waterloo a la cocina de dentro. El primo Jimmy estará hirviendo las patatas para los cerdos en el viejo huerto y recitando sus versos. Probablemente Teddy, Ilse y Perry (que se han ido todos a casa, criaturas afortunadas) estarán con él y Flor estará correteando alrededor de ellos. Pero no debo pensar en eso. Por ahí es por donde se encuentra la nostalgia.

Está empezando a gustarme Shrewsbury, y la escuela y los maestros de Shrewsbury, aunque Dean tenía razón cuando dijo que aquí no iba a encontrar a nadie como el señor Carpenter. Los de segundo y tercero desdeñan a los de primero y se hacen los superiores. Algunos se pusieron suficientes conmigo, pero no creo que vuelvan a intentarlo, excepto Evelyn Blake, que se pone suficiente cada vez que nos vemos, lo cual sucede a menudo porque su amiga, Mary Carswell, vive con Ilse en la pensión de la señora Adamson.

Odio a Evelyn Blake. De eso no me cabe la menor duda. Y estoy casi segura de que ella me odia a mí. Somos enemigas instintivas: la primera vez que nos vimos nos miramos como gatas desconocidas y eso bastó. En realidad, yo nunca había odiado a nadie. Pensaba que sí, pero ahora me doy cuenta de que era sólo fastidio y malestar. Evelyn está en segundo y es alta, inteligente y bastante guapa. Tiene unos ojos achinados, brillantes, traicioneros y habla con la nariz. Tiene ambiciones literarias, tengo entendido y se considera la muchacha mejor vestida del instituto. Tal vez sea cierto pero a mí me parece que su ropa causa más impresión que ella misma La gente critica a Ilse por vestirse con ropa muy cara y como si fuera mayor, pero ella domina a su ropa. Evelyn no. Uno siempre piensa en su ropa antes de pensar en ella. La diferencia parece radicar en que Evelyn se viste para los demás e Ilse se viste para ella misma. Tengo que escribir una descripción de personalidad de Evelyn cuando la haya estudiado un poco más. ¡Qué satisfacción va a ser!

La conocí en el cuarto de Ilse y nos presentó Mary Carswell. Evelyn me miró como desde arriba (es un poquito más alta, porque es un año mayor que yo) y me dijo: «Ah, sí, ¿la señorita Starr? Oí a mi tía, la esposa de Henry Blake, hablar de ti».

La esposa de Henry Blake era de soltera la señorita Brownell. Miré a Evelyn a los ojos y le dije: «Seguramente la señora de Henry Blake pintó una imagen muy favorable de mí».

Evelyn rió con una risa que no me gustó nada. Da la sensación de que se está riendo de ti y no de lo que dices.

«No te llevabas muy bien con ella, ¿verdad? Tengo entendido que eres escritora. ¿Para qué publicaciones escribes?».

Evelyn hizo la pregunta con mucha dulzura, pero sabía perfectamente bien que no escribo para ninguna publicación… todavía.

«Para el Enterprise de Charlottetown y para el Weekly Times de Shrewsbury —respondí con una sonrisa desdeñosa—. Acabo de hacer un trato con ellos. El Enterprise me pagará dos centavos por cada noticia que mande y el Times veinticinco centavos a la semana por los ecos de sociedad».

Mi sonrisa preocupó a Evelyn. Se supone que los de primero no sonríen así a los de segundo. No se hace.

«Ah, sí, tengo entendido que trabajas para pagarte el alojamiento —dijo—. Supongo que cada centavo ayuda. Pero yo me refería a publicaciones de verdad».

«¿Cómo La pluma?», pregunté, con otra sonrisita.

La pluma es el diario del instituto, que aparece mensualmente. Lo editan los miembros de La calavera y el búho, una «sociedad literaria» a la cual sólo pueden pertenecer los de segundo y tercero. El contenido de La pluma es de los estudiantes y en teoría cualquier estudiante puede enviar su contribución, pero en la práctica no aceptan casi nada de los de primer año. Evelyn es miembro de La calavera y el búho y su primo es el director de La pluma. Evidentemente pensó que yo me ponía sarcástica a costa suya y me ignoró durante el resto de su visita, excepto por una pequeña estocada cuando hablábamos de vestidos.

«Yo quiero una de esas cintas nuevas —dijo—. Hay unas preciosas en Jones and McCallum. Quedan muy elegantes. La cintita de terciopelo negro que llevas en el cuello te sienta muy bien, señorita Starr. Yo tenía una igual cuando estaban de moda».

A mí no me se ocurrió nada inteligente que decir a modo de respuesta. Se me ocurren cosas inteligentes con mucha facilidad cuando no hay a quién decírselas. De manera que no dije nada y me limité a sonreírle muy lenta y desdeñosamente. Eso pareció irritar a Evelyn más que cualquier cosa que hubiera dicho porque después la oí decir que «esa Emily Starr» tenía una sonrisa muy afectada.

Nota: Se puede conseguir mucho con la sonrisa adecuada. Tengo que estudiar el tema con detenimiento. La sonrisa amistosa, la sonrisa despectiva, la sonrisa indiferente, la sonrisa suplicante, la sonrisa común o de jardín.

En cuanto a la señorita Brownell, mejor dicho, la señora Blake, me la encontré hace unos días en la calle. Después de pasar le dijo algo a su amiga y las dos se rieron. Pésimos modales, en mi opinión.

Shrewsbury me gusta bastante y la escuela también, pero lo que no me gustará nunca es la casa de la tía Ruth. Tiene una personalidad desagradable. Las casas son como las personas, a una le gustan unas y le disgustan otras y de vez en cuando hay alguna a la que amas. Por fuera, esta casa está cubierta de chucherías. Me dan ganas de coger una escoba y limpiarla. Por dentro, las habitaciones son todas cuadradas, sobrias y desprovistas de alma. Nada que se pusiera en ellas parecería formar parte de ellas. No tiene ningún rincón romántico, como la Luna Nueva. Mi cuarto no ha mejorado tampoco a pesar de conocerlo mejor. El techo me oprime, de tanto que baja sobre la cama, y la tía Ruth no me deja cambiar la cama de lugar. Pareció confusa cuando se lo sugerí.

«La cama ha estado siempre en ese rincón», dijo, como si dijera: «El sol siempre ha salido por el este».

Pero los cuadros son, con diferencia, lo peor de este cuarto: cromolitografías que escapan a toda descripción. Una vez las puse a todas de cara a la pared, pero, por supuesto, cuando la tía Ruth entró (nunca llama antes de entrar) se dio cuenta en seguida.

«Emilia, ¿por qué has movido los cuadros?».

La tía Ruth siempre pregunta «por qué» yo hago esto o lo otro. A veces puedo explicarlo, pero a veces no. Ésa fue una de las veces en la que no pude. Pero tenía que responderle, claro. Aquí no iba a servirme una sonrisa desdeñosa.

«El collar de perro de la reina Alejandra me pone nerviosa —le contesté—, y la expresión de Byron en su lecho de muerte en Missolonghi me impide estudiar».

«Emilia —dijo la tía Ruth—, podrías tratar de mostrar un poquito de gratitud».

Yo hubiera querido decirle: «¿Hacia quién? ¿Hacia la reina Alejandra o hacia Lord Byron?», pero no lo hice, por supuesto. En cambio, dócilmente puse otra vez todos los cuadros al derecho.

«No me has dicho la razón real por la que volviste esos cuadros —dijo la tía Ruth, con severidad—. Supongo que no tienes la menor intención de decírmelo. Taimada e insondable. Taimada e insondable, como siempre dije que eras. La primera vez que te vi en Maywood dije que eras la criatura más reservada que había visto».

«Tía Ruth, ¿por qué me dices esas cosas? —le pregunté, exasperada—. ¿Es porque me quieres y quieres educarme o porque me odias y quieres hacerme daño, o sencillamente porque no puedes evitarlo?».

«Señorita Impertinencia, recuerde por favor que ésta es mi casa. Y de ahora en adelante no tocaras mis cuadros. Esta vez te perdono por haberlos movido, pero que no vuelva a suceder. Voy a averiguar el motivo por el que lo hiciste, por inteligente que tú te creas».

La tía Ruth salió a paso vivo, pero sé que se quedó escuchando un buen rato en la escalera para ver si yo me ponía a hablar sola. Me vigila permanentemente. Aunque no diga nada ni haga nada, sé que está vigilándome. Me siento como una mosca bajo la lente de un microscopio. No hay palabra ni actitud que escape a su crítica y, aunque no puede leerme los pensamientos, me atribuye pensamientos que a mí jamás se me ocurriría tener. Detesto eso más que cualquier otra cosa.

¿No puedo decir nada bueno de la tía Ruth? Sí, claro que puedo.

Es sincera, virtuosa, honrada, trabajadora y no tiene por qué avergonzarse de su despensa. Pero no tiene ninguna cualidad entrañable, y nunca dejará de intentar averiguar por qué giré los cuadros. Jamás va a creer que le dije «la pura verdad».

Claro que las cosas «podrían ser peores». Como dice Teddy, podría haber sido la reina Victoria en lugar de la reina Alejandra.

Tengo algunos cuadros míos clavados en la pared que me salvan, unos preciosos dibujos de la Luna Nueva y del viejo huerto que me hizo Teddy, y un grabado que me regaló Dean. Es un cuadro en colores suaves y apagados de palmeras que rodean un pozo en el desierto con una caravana de camellos que cruza la arena contra un cielo negro salpicado de estrellas. Exhala atracción y misterio y, cuando lo miro, me olvido de las joyas de la reina Alejandra y del rostro lúgubre de Lord Byron, y mi alma se desliza, sale, atravesando un pequeño portón, hacia un mundo grande, vastísimo, de libertad y de ensueño.

La tía Ruth me preguntó de dónde había sacado aquel cuadro. Cuando se lo conté resopló y dijo:

«No entiendo cómo te gusta tanto el Giboso Priest. Ese hombre a mí no me gusta».

Nunca se me había ocurrido que pudiera gustarle.

Pero si la casa es horrible y mi cuarto hostil, la Tierra de la Rectitud es hermosa y me mantiene viva el alma. La Tierra de la Rectitud es el bosque de abetos detrás de la casa. Lo llamo así porque los abetos son todos tan sumamente altos, esbeltos y rectos. Allí hay un estanque, cubierto de helechos, con una gran roca gris a un lado. Se llega a él por un senderito serpenteante, caprichoso, tan estrecho que no puede pasar más de una persona por vez. Cuando estoy cansada, solitaria, irritada o demasiado ambiciosa voy allí y me siento unos minutos. Nadie puede seguir enfurruñado mirando esas copas altas, entrecruzadas bajo el cielo. Las tardes hermosas voy allí a estudiar, aunque la tía Ruth sospecha y piensa que es otra manifestación de mi astucia. Pronto oscurecerá demasiado temprano para estudiar allí y lo lamentaré. Por alguna razón, allí mis libros tienen un significado que nunca tienen en otro lado.

Hay muchos rinconcitos verdes y hermosos en la Tierra de la Rectitud, llenos del aroma de los helechos inundados de sol, y muchos espacios abiertos cubiertos de césped donde el pálido aster besa el suelo, meciéndose dulcemente cuando la Señora Viento corre por medio… Y exactamente a la izquierda de mi ventana hay un grupo de abetos altos y viejos que parecen, a la luz de la luna o del crepúsculo, un grupo de brujas tejiendo encantamientos y hechizos. Cuando los vi por primera vez, una noche ventosa recortándose en el atardecer rojizo, con el reflejo de mi vela como una extraña señal de fuego suspendida en el aire entre sus ramas, me vino «el destello», por primera vez en Shrewsbury, y me sentí tan feliz que era como si nada más me importara. Les escribí un poema.

Pero suspiro por escribir cuentos. Yo sabía que sería difícil mantener la promesa que le hice a la tía Elizabeth, pero no sabía que sería tan difícil. Cada día parece peor: me surgen miles de ideas espléndidas para argumentos. Entonces tengo que conformarme con los estudios del carácter de las personas que conozco. He escrito varios. Siempre me siento tentada de retocarlos un poquito, de profundizar las sombras, de resaltar los rasgos sobresalientes de una manera algo más intensa. Pero recuerdo mi promesa a la tía Elizabeth de no escribir nada que no sea verdadero y freno mi mano y trato de pintarlos exactamente como son.

He escrito uno de la tía Ruth. Interesante pero peligroso. Nunca dejo el cuaderno ni mi diario en el cuarto. Sé que cuando no estoy, la tía Ruth me revisa las cosas. Así que siempre los llevo en la bolsa.

Esta tarde ha venido Ilse y hemos estudiado juntas. La tía Ruth frunce el entrecejo y, para ser sincera, no se equivoca mucho. Ilse es tan divertida y tan cómica que creo que nos reímos más de lo que estudiamos. Al día siguiente no nos va tan bien en la clase y, además, a esta casa no le gustan las risas.

A Perry y a Teddy les gusta el instituto. Perry se paga el alojamiento ocupándose del horno y la comida, sirviendo la mesa. Además, saca veinticinco centavos a la hora haciendo otros trabajos. No lo veo mucho, ni a él ni a Teddy, excepto en los fines de semana, en casa, porque el reglamento de la escuela prohíbe que las niñas y los niños vayan a la escuela o vuelvan juntos. Claro que muchos lo hacen. Yo he tenido varias oportunidades, pero llegué a la conclusión de que eso de incumplir normas no se ajusta a las tradiciones de la Luna Nueva. Además, todas las benditas noches la tía Ruth me pregunta, cuando regreso de la escuela, si he venido con alguien. Creo que a veces se siente decepcionada cuando le digo que no.

Además, ninguno de los muchachos que quisieron acompañarme me gustaba.

20 de octubre de 19…

Esta noche mi cuarto huele a repollo hervido, pero no me atrevo a abrir la ventana. Fuera hay demasiado aire nocturno. Me atrevería un ratito si la tía Ruth no hubiera estado de tan mal humor todo el día. Ayer fue mi domingo en Shrewsbury y cuando fuimos a la iglesia me senté en la punta del banco. Yo no sabía que la tía Ruth tiene que sentarse siempre en ese lugar, pero ella pensó que lo hice a propósito. Estuvo leyendo la Biblia toda la tarde. Yo noté que me la leía a mí, aunque no se me ocurría por qué. Esta mañana me preguntó por qué lo había hecho.

«¿Por qué hice qué?», pregunté, azorada.

«Emilia, tú sabes lo que hiciste. No voy a tolerar tu astucia. ¿Qué motivo tuviste?».

«Tía Ruth, no tengo la menor idea de lo que estás diciendo», le repliqué con altivez, porque sentí que no me estaba tratando con justicia.

«Emilia, ayer te sentaste en el extremo del banco para quitarme el sitio. ¿Por qué lo hiciste?».

Miré por encima del hombro a la tía Ruth, ahora soy más alta que ella y puedo hacerlo. A ella no le gusta nada. Me sentía enfadada y creo que me apareció un poco de la mirada Murray en la cara. Era tan ridículo que armara barullo por tan poca cosa.

«Si lo hice para quitarte el sitio, ¿no es suficiente motivo?», dije, con todo el desdén que sentía. Cogí mi cartera y avancé hacia la puerta. Allí me detuve. Me di cuenta de que, hicieran los Murray lo que hicieran, no estaba comportándome como una Starr. A papá no le habría gustado mi comportamiento. De modo que me volví y, con toda cortesía, dije: «No tendría que haberte hablado así, tía Ruth, te pido disculpas. No tuve ninguna intención especial al sentarme en el extremo. Fue sólo porque llegué primero al banco. No sabía que tú preferías el extremo».

Tal vez me excedí con la cortesía. El caso es que mis disculpas sólo parecieron irritar más a la tía Ruth. Resopló y dijo: «Esta vez te perdono, pero que no vuelva a ocurrir. No esperaba, claro, que me contaras la verdad. Eres demasiado reservada».

¡Tía Ruth, tía Ruth! Si sigues llamándome reservada vas a hacer que de verdad lo sea y entonces, cuidado. Si decidiera ser reservada, podría manejarte como a un títere. Puedes conmigo sólo porque soy una persona franca.

Todas las noches tengo que irme a la cama a las nueve, pues «las personas que viven bajo la amenaza de la tuberculosis necesitan dormir mucho». Cuando vuelvo de la escuela hay tareas para hacer y debo estudiar por las tardes. De modo que no tengo ni un minuto para escribir nada. Sé que la tía Elizabeth y la tía Ruth tuvieron una charla sobre el tema. Pero yo tengo que escribir. De manera que, apenas amanece, me levanto, me visto y me pongo un abrigo (porque ahora las mañanas son frescas), me siento y me pongo a escribir durante una preciosísima hora. No quise que la tía Ruth se enterara y me dijera reservada, así que se lo dije. Me dio a entender que yo estaba mentalmente enferma y que terminaría mal, en un manicomio, pero no me lo prohibió específicamente, probablemente porque se dio cuenta de que sería inútil. Y claro que sería inútil. Tengo que escribir, así de sencillo. Esa hora en el gris amanecer es el momento más delicioso del día para mí.

Últimamente, dado que se me ha prohibido escribir cuentos, he estado pensándolos. Pero un día se me ocurrió que estaba faltando a mi pacto con la tía Elizabeth, en espíritu, si bien no en la letra. Así que ya no lo hago más.

Hoy he escrito un estudio sobre la personalidad de Ilse. Fascinante. Es difícil analizarla. Es diferente e inesperable (esta palabra la inventé yo). Ni siquiera se enfada como todo el mundo. A mí me divierten sus rabietas. Cuando está furiosa no dice tantas cosas espantosas como antes, pero es punzante. (Punzante es una palabra nueva para mí. Me encanta utilizar palabras nuevas. Nunca puedo sentir que una palabra me pertenece hasta que no la he pronunciado o escrito).

Estoy escribiendo junto a la ventana. Adoro observar las luces de Shrewsbury que se apagan en medio del crepúsculo, sobre esa larga colina.

Hoy recibí carta de Dean. Está en Egipto, entre las ruinas de templos de dioses y tumbas de viejos reyes. Vi esa tierra extraña a través de sus ojos, me sentí retroceder con él hasta los siglos de la antigüedad, conocí la magia de sus cielos. Fui Emily de Karnak o de Tebas, no Emily de Shrewsbury, en absoluto. Es un don que tiene Dean.

La tía Ruth insistió en ver la carta y cuando terminó de leerla dijo que era irreverente.

Adjetivo que a mí jamás se me habría ocurrido.

21 de octubre de 19…

Anoche subí la pequeña colina empinada y boscosa en la Tierra de la Rectitud y en la cima me sentí exultante. Siempre hay algo de satisfactorio en el hecho de subir a la cima de una colina. Había un olor de helada en el aire, la vista del puerto de Shrewsbury era maravillosa y el bosque que me rodeaba estaba esperando que pronto sucediera algo, al menos ésa es la única manera en la que puedo explicar el efecto que provocó en mí. Me olvidé de todo, de los aguijones de la tía Ruth, de la actitud paternalista de Evelyn Blake, del collar de perro de la reina Alejandra y de todo lo que en esta vida no es como debería ser. Pensamientos hermosos vinieron volando hacia mí, como pájaros. No eran mis pensamientos. Yo no podría pensar nada ni la mitad de exquisito. Vinieron de alguna parte.

Al regresar por el sendero oscuro, donde el aire estaba lleno de unos deliciosos sonidos misteriosos, oí una risa contenida en un bosque de abetos blancos, justo detrás de mí. Me sorprendí y me asusté un poco. De inmediato supe que no era una risa humana, sino más bien la expresión de alegría de un gnomo, de un habitante del país de las hadas, con un asomo de malicia. Yo ya no puedo seguir creyendo en los duendes de los bosques (ay, cuánto pierde uno cuando se vuelve incrédulo) de manera que la risa me intrigó y, sí, una sensación muy desagradable comenzó a correrme por la espalda. Pero entonces, de pronto, me acordé de los búhos y me di cuenta de lo que era: un sonido verdaderamente delicioso, como si un superviviente de la Edad de Oro se riera para sus adentros, allí, en la oscuridad. Eran dos, creo, y me parece que se estaban divirtiendo mucho con una broma «buhesca». Tengo que escribir un poema sobre eso, aunque jamás podré poner en palabras ni la mitad del encanto y de la picardía de la realidad.

Ayer le llamaron la atención a Ilse en la oficina del director por haber ido a su casa, después de clase, acompañada por Guy Lindsay. Algo que dijo el señor Hardy la puso tan furiosa que cogió un florero con crisantemos que había sobre el escritorio y lo estrelló contra la pared donde, por supuesto, se hizo añicos.

«Si no lo hubiera tirado contra la pared se lo hubiera tirado a usted», le dijo.

Para cualquier otra chica habría sido un desastre, pero el señor Hardy es amigo del doctor Burnley. Además, hay algo en los ojos color ámbar de Ilse que provocan cosas en la gente. Yo sé exactamente cómo debió de haber mirado al señor Hardy después de romper el florero. Seguramente se le había disipado toda la furia y su mirada sería risueña y osada: impertinente, diría la tía Ruth. El señor Hardy se limitó a decirle que se estaba portando como una niña pequeña y que tendría que pagar el florero, dado que era propiedad de la escuela. Eso desconcertó a Ilse: le pareció un final muy manso para su hazaña.

Yo la reprendí sin miramientos. De verdad, alguien tiene que educar a Ilse y, al parecer, no hay nadie más que yo que se sienta responsable del tema. El doctor Burnley se desternilla de risa cuando ella le cuenta estas cosas. Pero fue como haber reprendido a la Señora Viento. Ilse se rió y me abrazó.

«Querida, hizo un estrépito maravilloso. Cuando lo oí se me pasó todo el enfado».

La semana pasada Ilse recitó en el concierto de la escuela y a todos les pareció maravillosa.

Hoy la tía Ruth me ha dicho que esperaba que yo fuera una estudiante estrella. Y no era un juego de palabras con mi apellido, no, no, la tía Ruth no sabe ni de oídas lo que es un juego de palabras. Todos los alumnos que obtienen un promedio de noventa por ciento en los exámenes de Navidad son considerados alumnos «Estrella» y se les da una estrella de oro que pueden usar durante el resto del año lectivo. Es una distinción codiciada y no muchos la ganan. Si no la consigo, la tía Ruth me hará la vida imposible. No puedo fallar.

30 de octubre de 19…

Hoy ha salido La pluma de noviembre. Hace una semana le mandé mi poema sobre el búho al director, pero no lo ha publicado. Pero publica un poema de Evelyn Blake, unos versitos tontos y simplotes sobre «las hojas del otoño», muy parecido al tipo de cosas que yo escribía hace tres años.

Y Evelyn se condolió de mí ante la clase llena de chicas porque no habían aceptado mi poema. Supongo que Tom Blake se lo contó.

«No debe sentirse mal por eso, señorita Starr. Tom me dijo que no estaba tan mal, aunque, claro, no alcanza el nivel de La pluma. Seguramente dentro de uno o dos años conseguirá que le publiquen algo. Siga intentándolo».

«Gracias —le dije—. No me siento mal. ¿Por qué habría de sentirme mal? Yo no hice rimar "rayo" con "callo" en mi poema. En ese caso sí que me sentiría mal».

Evelyn se puso roja hasta las orejas.

«No dejes ver así tu decepción, niña», me dijo.

Pero después cambió de tema.

Para mi satisfacción personal, en cuanto llegué a casa, después de clase, escribí una crítica del poema de Evelyn en mi cuaderno. Lo hice sobre el modelo del ensayo de Macaulay sobre el pobre Robert Montgomery y me divertí tanto escribiéndolo, que ya no me sentí dolida ni humillada. Tengo que enseñárselo al señor Carpenter cuando vaya a casa. Se va a morir de risa.

6 de noviembre de 19…

Esta tarde, hojeando mi diario, he notado que en seguida dejé de registrar mis buenas y malas acciones. Supongo que fue porque había muchas que eran mitad y mitad y nunca supe decidir a qué categoría pertenecían.

Los lunes por la mañana se nos pide que digamos «presente» con una cita. Esta mañana repetí un verso de mi poema Una ventana que da al mar. Cuando dejé el salón de formación para ir al aula de primero, la señorita Aylmer, la subdirectora, me detuvo.

«Emily, ese verso que dijiste al pasar las lista era precioso. ¿De dónde lo sacaste? ¿Sabes todo el poema?».

Sentí tal alegría que casi no podía hablar.

«Sí, señorita Aylmer», respondí, muy recatada.

«Me gustaría tenerlo —dijo la señorita Aylmer—. ¿Podrías copiármelo? ¿Quién es el autor?».

«El autor —dije, riendo—, es Emily Byrd Starr. La verdad, señorita Aylmer, es que me olvidé de buscar una cita para hoy y con las prisas no se me ocurrió ninguna, así que recurrí a algo mío».

La señorita Aylmer no dijo nada durante un instante. Me miró, solamente. Es una mujer corpulenta, de edad media, con cara muy cuadrada y unos bonitos ojos grandes y grises.

«¿De verdad quiere que se lo copie, señorita Aylmer?», pregunté, sonriendo.

«Sí —respondió, sin dejar de mirarme de esa manera extraña, como si no me hubiera visto antes—. Sí, y firmado, por favor».

Le prometí llevárselo y bajé la escalera. Al llegar abajo miré hacia atrás. Ella seguía mirándome. Algo en su mirada me hizo sentir alegría, orgullo, felicidad y humildad y… y… sí, agradecimiento. Sí, eso es exactamente lo que sentí.

Ay, éste ha sido un día maravilloso. ¿Qué me importan ahora La pluma o Evelyn Blake?

Esta tarde la tía Ruth fue al centro de la ciudad a ver a Andrew, el hijo del tío Oliver, que ahora está trabajando aquí, en el banco. Me hizo ir con ella. Le dio a Andrew muchos consejos sobre moral, sobre sus comidas, sobre su ropa interior, y lo invitó a que fuera a su casa cualquier noche que lo deseara. Andrew es un Murray, ¿se entiende?, y tiene, por lo tanto, acceso a lugares que Teddy y Perry no pueden pretender ni poner el pie. Es buen mozo; tiene unos cabellos rojos lacios que lleva muy bien cuidados. Pero siempre da la sensación de que acaban de almidonarlo y plancharlo.

Sentí que la tarde no se había perdido del todo pues la señora Garden, la dueña de la casa donde él vive, tiene un gato muy interesante que hizo amistad conmigo. Pero cuando Andrew lo acarició y le dijo «pobre gatito», el inteligente animal le bufó.

«No te tomes tantas confianzas con los gatos —aconsejé a Andrew—. Tienes que hablarles con mucho respeto, tanto cuando te diriges a él como cuando hablas de él».

«¡Qué disparate!», dijo la tía Ruth.

Pero un gato es un gato.

8 de noviembre de 19…

Ahora las noches son frías. El lunes, cuando volví, me traje una de las bolsas de la Luna Nueva. Me acurruqué con ella en la cama y disfruté de los rugidos de la tormenta desatada en la Tierra de la Rectitud y de la lluvia que caía con fuerza en el techo. La tía Ruth tiene miedo de que se le salga la tapa a la bolsa e inunde la cama. Eso sería casi tan malo como lo que efectivamente ocurrió anteanoche. Me desperté a eso de la medianoche con una idea maravillosa para un cuento. Sentí que debía levantarme de inmediato y anotarla en un cuaderno antes de que se me olvidara. Así podría guardarla hasta que pasen los tres años y esté en libertad de escribirla.

Salté de la cama y, al tantear alrededor de la mesa buscando la vela, volqué el frasco de tinta. Entonces, obviamente, me volví loca ¡no podía encontrar nada! Los fósforos, las velas, todo había desaparecido. Enderecé el frasco, pero yo sabía que encima de la mesa había quedado un charquito de tinta. Tenía tinta en los dedos y no me atrevía a tocar nada en la oscuridad y no encontraba nada con qué limpiarme. Y no dejaba de escuchar el ruidito de la tinta cayendo al suelo.

Desesperada, abrí la puerta (con los dedos de los pies porque no me atrevía a tocarla con las manos sucias de tinta), bajé, me limpié las manos con el trapo de la cocina y encontré fósforos. Claro que, entonces, la tía Ruth se había levantado y me preguntaba mis porqués y mis motivos. Cogió mis fósforos, encendió su vela y subió conmigo. ¡Ay, qué espectáculo tan terrible! ¿Cómo puede un frasco chiquito contener un cuarto de litro de tinta? Tenía que tener por lo menos un cuarto de litro para causar tanto desastre.

Me sentí como el viejo inmigrante italiano que una tarde, al llegar a su casa, la encontró destruida por el fuego y a su familia con la cabeza rapada por los indios y dijo «Esto é absolutamente ridícuolo». La carpeta de la mesa se había echado a perder; la alfombra estaba empapada, hasta el empapelado de la pared aparecía salpicado. Pero la reina Alejandra sonreía, benigna, sobre toda la escena y Byron seguía muriéndose.

La tía Ruth y yo tuvimos una sesión de una hora con sal y vinagre. La tía Ruth no me creyó cuando le dije que me había levantado para anotar el argumento de un cuento. Ella sabía que yo tenía otro motivo y ése no era otra cosa que mi naturaleza reservada y astuta. Dijo además otras cosas que no voy a poner por escrito. Claro que me merecía que me riñeran por haber dejado destapado el frasco de tinta, pero no lo que me dijo. Sin embargo, lo tomé todo con mansedumbre. Por un lado, sí había sido un descuido mío y, por el otro, llevaba las pantuflas. Cualquiera puede someterme si llevo pantuflas. Entonces ella terminó diciendo que esa vez me perdonaba, pero que no debía volver a suceder.

Perry ganó la carrera de una milla en los deportes escolares y batió el récord. Alardeó demasiado, e Ilse se puso furiosa con él.

11 de noviembre de 19…

Anoche la tía Ruth me sorprendió leyendo David Copperfield y llorando por la separación de Davy de su madre y con el corazón lleno de furia contra el señor Murdstone. Quiso saber por qué lloraba y no me creyó cuando se lo expliqué.

«¡Llorar por gente que no existe!», dijo mi tía Ruth llena de incredulidad.

«Ay, pero claro que existen —le replique—. Son tan reales como , tía Ruth. ¿Me estás queriendo decir que la señorita Betsy Trotwood es una ilusión?».

Yo pensaba que, cuando viniera a Shrewsbury, tal vez me dieran té de verdad, pero la tía Ruth dice que no es sano. De modo que tomo agua fría porque me he negado a seguir tomando leche con té. ¡Como si fuera una criatura!

30 de noviembre de 19…

Esta tarde ha venido Andrew. Siempre viene las noches de los viernes cuando yo no voy a la Luna Nueva. La tía Ruth nos ha dejado solos en la sala y se ha ido a una reunión de las Damas de Beneficencia. Andrew, siendo un Murray, es de fiar.

No me cae mal Andrew. Sería imposible que me cayera mal alguien tan inofensivo. Es una de esas buenas personas charlatanas y torpes que te obligan irresistiblemente a querer atormentarlos. Después sientes remordimientos porque son tan buenos.

Esta tarde, como la tía Ruth no estaba, he tratado de averiguar hasta qué punto podía no hablarle a Andrew mientras seguía con mis pensamientos. He descubierto que puedo arreglármelas con muy pocas palabras: «sí», «no», en varias inflexiones, con una risita o sin ella, «no lo sé», «¿en serio?», «caramba», «qué bien», «¡qué maravilloso!», en-es-pe-cial esta última. Andrew seguía hablando y, cuando se interrumpía para respirar yo intercalaba un «maravilloso». Lo he hecho exactamente once veces. A Andrew le encantó. Sé que le daba la halagadora sensación de que él era maravilloso y su conversación maravillosa. Mientras tanto, he vivido una espléndida vida imaginaria de ensueño junto al río de Egipto en los tiempos de Ptolomeo I.

Así hemos sido muy felices los dos… Creo que volveré a intentarlo. Andrew es demasiado estúpido para darse cuenta.

Cuando ha vuelto a casa, la tía Ruth ha preguntado: «¿Qué? ¿Qué tal lo habéis pasado Andrew y tú?».

Pregunta lo mismo cada vez que él viene de visita. Yo sé por qué. Conozco el plan que han ideado los Murray, aunque no creo que ninguno de ellos lo haya dicho nunca.

«Estupendamente —he contestado—. Andrew está mejorando. Esta noche ha dicho una cosa inteligente y no tenía tantos pies y manos como de costumbre».

No sé por qué a veces le digo esas cosas a la tía Ruth. Sería mucho mejor para mí si no lo hiciera. Pero algo, no sé si de los Murray, de los Starr, de los Shipley o de los Burnley, o sencillamente maldad propia, pero ese algo me lleva a decir esas cosas antes de que pueda reflexionar.

«Sin duda encontrarías una compañía más de tu gusto en Stovepipe Town», dijo la tía Ruth.