Los comienzos en Shrewsbury
Teddy, Ilse y Perry gritaron de alegría cuando Emily les contó que iría a Shrewsbury. Pensando que eso era todo, Emily estaba bastante contenta. Ahora lo importante era que iba a asistir al instituto de segunda enseñanza. No le gustaba la idea de vivir con la tía Ruth. Aquello era inesperado. Había supuesto que la tía Ruth no habría aceptado nunca recibirla a ella y que, si la tía Elizabeth decidía enviarla a Shrewsbury, viviría en cualquier otro lado, probablemente con Ilse. Desde luego que habría preferido esto último. Sabía bien que la vida no sería fácil bajo el techo de la tía Ruth. Y además no podía escribir más cuentos.
Sentir dentro de sí la necesidad de crear y verse impedida de expresarla; emocionarse de deleite imaginando personajes humorísticos o dramáticos y tener prohibido darles existencia; ser asaltada, de pronto, por la idea de un argumento fabuloso y darse cuenta, de inmediato, de que no podía desarrollarlo. Todo esto era una tortura que nadie que no haya nacido con la necesidad de escribir puede comprender. Las tías Elizabeth del mundo no podrían comprenderlo jamás. Para ellas son simples tonterías.
Aquellas dos últimas semanas de agosto fueron muy activas en la Luna Nueva. Elizabeth y Laura mantuvieron largas conversaciones sobre la ropa de Emily. Debía tener un vestuario que no arrojara el descrédito sobre los Murray, pero era el sentido común y no la moda lo que debía predominar. Emily no tuvo voz ni voto al respecto. Laura y Elizabeth un día discutieron «desde el mediodía hasta el rocío de la tarde» sobre si Emily debía tener una blusa de tafetán azul (Ilse tenía tres) y decidieron que no, lo que causo la desilusión de Emily. Pero Laura ganó la partida sobre lo que no se atrevía a llamar «vestido de noche», ya que el nombre habría determinado la opinión de Elizabeth: era una cosa muy bonita de crêpe, de un color gris rosáceo (creo que era un tono que entonces se llamaba «cenizas de rosas») y se lo hicieron sin cuello (inmensa concesión de parte de Elizabeth) y con esas grandes mangas de farol que hoy parecen absurdas pero que, como cualquier otra moda, eran bonitas y atrevidas cuando las usaban las jóvenes hermosas de la época. Era el vestido más bonito que Emily había tenido en su vida, y el más largo, lo que significaba mucho en aquellos días, cuando no se era adulta hasta no haberse puesto vestidos «largos». Le llegaba hasta sus hermosos tobillos.
Se lo puso una tarde, cuando Laura y Elizabeth no estaban, porque quería que Dean se lo viera puesto. Él había ido a pasar la tarde con ella. Se iba al día siguiente, tras haberse decidido por Egipto, y caminaron por el jardín. Emily se sentía madura y sofisticada porque tenía que levantarse la falda brillante para evitar la hierba. Llevaba un pequeño chal gris rosáceo en la cabeza y, a los ojos de Dean, se parecía más que nunca a una estrella. Los gatos eran su séquito: Flor, lustroso y con rayas grises, y Saucy Sal, que seguía siendo la reina suprema de los graneros de la Luna Nueva. Los gatos podían ir y venir, pero Saucy Sal era eterna. Jugueteaban en los lechos, saltaban uno encima de otro desde junglas de flores, y rodaban, insinuándose, a los pies de Emily. Dean iba a Egipto, pero sabía que en ninguna parte, ni siquiera en medio del extraño encanto de imperios olvidados, vería nada que le gustara tanto como aquella hermosa imagen de Emily y sus gatos en el viejo jardín, ordenado, armonioso y aromático, de la Luna Nueva.
No hablaron tanto como de costumbre, y los silencios les provocaron ideas extrañas a los dos. Dean tuvo uno o dos impulsos locos de desistir de su viaje a Egipto y quedarse a pasar el invierno en casa, tal vez ir a Shrewsbury, pero se encogió de hombros y se rió de sí mismo. Aquella niña no necesitaba que él la cuidara, las damas de la Luna Nueva eran guardianas muy capaces. No obstante, ella era todavía una niña, a pesar de su esbelta estatura y sus ojos insondables. Pero qué perfecta la línea blanca de su garganta, cómo hacía pensar en un beso la dulce curva roja de la boca. Pronto sería una mujer, pero no para él, no para el Giboso Priest, un hombre de la generación de su padre. Por centésima vez, Dean se dijo que no haría el tonto. Debía contentarse con lo que le había dado el destino: la amistad y el afecto de aquella criatura exquisita y celestial. En los años próximos el amor de esta muchacha sería algo maravilloso… para otro hombre. Sin duda, pensó Dean con cinismo, lo desperdiciaría en algún títere joven y bien plantado que no la merecería.
Emily pensaba en cuánto iba a extrañar a Dean, más de lo que lo había añorado antes. Habían sido tan buenos amigos aquel verano… Ella nunca había mantenido una conversación con él, aunque fuera corta, sin sentir después que la vida era más rica. Sus dichos sabios, inteligentes, humorísticos y satíricos, eran educativos. La estimulaban, la impresionaban, la inspiraban. Y sus cumplidos ocasionales le daban confianza en sí misma. Tenía para ella cierta extraña fascinación que nadie más en el mundo poseía. Lo sentía, aunque no podía analizarlo. Teddy, por ejemplo. Ella sabía perfectamente bien qué le gustaba de Teddy. Era el modo de ser de Teddy. Y Perry… Perry era un sinvergüenza divertido, bronceado por el sol, franco, arrogante, y era inevitable quererlo. Pero Dean era diferente. ¿Era su encanto la atracción de lo desconocido, de la experiencia, del conocimiento sutil, de una mente que se había hecho sabia a fuerza de amargura, de cosas que Dean sabía y que ella no sabría jamás? Emily no lo sabía. Sólo sabía que todo el mundo parecía algo insulso después de Dean, hasta Teddy, aunque Teddy era quien más le gustaba. Ah, sí, Emily nunca dudó de que Teddy era quien más le gustaba. Y, sin embargo, Dean parecía satisfacer un aspecto de su naturaleza sutil e intrincada que sin él se hallaba sedienta.
—Gracias por todo lo que me has enseñado, Dean —dijo cuando estaban junto al reloj de sol.
—¿Crees que tú no me has enseñado nada, Estrella?
—¿Qué he podido enseñarte? Soy tan joven, tan ignorante…
—Me has enseñado a reír sin amargura. Espero que nunca te des cuenta de la bendición que eso supone. No permitas que te estropeen en Shrewsbury, Estrella. Estás tan contenta de ir que no quiero aguarte la fiesta. Pero estarías igual de bien, incluso mejor, en la Luna Nueva.
—¡Dean! Quiero educarme un poco.
—¡Ah, la educación! La educación no tiene nada que ver con que te den cucharadas de álgebra y latín de segunda clase. El viejo Carpenter podría enseñarte más cosas y mejor que esos aprendices de escuela, hombres y mujeres, del instituto de Shrewsbury.
—Aquí no puedo seguir yendo a la escuela —objetó Emily—. Estaría sola. Todos los alumnos de mi edad van a Queen’s, a Shrewsbury o se quedan en sus casas. No te entiendo, Dean. Pensaba que te alegraría que me dejen ir a Shrewsbury.
—Y me alegro, porque a ti te gusta. Sólo que… el conocimiento que desearía para ti no se aprende en los institutos ni se mide por exámenes finales. Cualquier cosa de valor que obtengas en cualquier escuela será lo que averigües sola. No permitas que te conviertan en una persona distinta de ti misma, eso es todo. No creo que puedan, por otra parte.
—No, no lo harán —afirmó Emily, decidida—. Yo soy como el gato de Kipling, camino por mi senda salvaje y muevo mi cola salvaje cuando me da la gana. Por eso los Murray me miran asombrados. Piensan que tengo que seguir con el rebaño. Ay, Dean, me escribirás a menudo, ¿verdad? Nadie me comprende como tú. Y te has convertido tanto en una costumbre para mí que no puedo vivir sin ti.
Emily lo dijo, y lo pensaba, con ligereza, pero las mejillas de Dean se tiñeron de un rojo subido. No se dijeron adiós: era un viejo pacto. Dean la saludó con la mano.
—Que todos los días te sean propicios —dijo.
Emily le dirigió su sonrisa lenta y misteriosa y él se fue. El jardín quedó muy solitario a la débil luz azul del crepúsculo, con los capullos espectrales de las camelias blancas aquí y allá. Se alegró cuando oyó el silbido de Teddy en el bosque de John el Altivo.
En su última noche en casa, fue a ver al señor Carpenter para pedirle su opinión sobre unos manuscritos que le había dejado la semana anterior para que él le hiciera la crítica. Entre ellos estaban sus últimos cuentos, escritos antes del ultimátum de la tía Elizabeth. La crítica era algo que el señor Carpenter hacía de muy buena gana y nunca escamoteaba nada, pero era justo, y Emily tenía confianza en su veredicto, incluso cuando decía cosas que le dejaban ampollas en el alma.
—Esta historia de amor no sirve para nada —dijo, bruscamente.
—Sé que no es lo que quería escribir —replicó Emily, con un suspiro.
—Ningún cuento lo es, nunca —dijo el señor Carpenter—. Jamás escribirás algo de lo que estés de verdad satisfecha, aunque pueda satisfacer a otros. En cuanto a las historias de amor, no puedes escribirlas porque no puedes sentirlas. No trates de escribir nada que no puedas sentir, será un fracaso, «ecos sin valor». Ahora bien, esta otra historia, sobre la anciana. No está mal. El diálogo es inteligente; el final, simple y efectivo. Y gracias al Señor que tienes sentido del humor. Creo que ésa es la razón principal por la que no eres buena con las historias de amor. Nadie con verdadero sentido del humor puede escribir una historia de amor.
Emily no entendía por qué. A ella le gustaba escribir historias de amor, y eran historias terriblemente sentimentales y trágicas.
—Shakespeare podía —dijo, desafiante.
—Te falta mucho para entrar en la categoría de Shakespeare —espetó el señor Carpenter, secamente.
Emily se ruborizó.
—Yo sé que sí. Pero usted dijo nadie.
—Y lo mantengo. Shakespeare es la excepción que confirma la regla. Aunque dejo a un lado su sentido del humor cuando escribió Romeo y Julieta. Pero volvamos a Emily la de la Luna Nueva. Esta historia, bueno, un joven podría leerla sin quedar contaminado.
Emily supo, por la inflexión de la voz del señor Carpenter, que no estaba alabando su cuento. Mantuvo silencio y el señor Carpenter continuó, hojeando con irreverencia sus preciosos manuscritos.
—Éste parece una débil imitación de Kipling. ¿Lo has leído últimamente?
—Sí.
—Me lo imagine. No trates de imitar a Kipling. Si tienes que imitar a alguien, imita a Laura Jean Libbey. En éste no hay nada bueno, aparte del título. Un cuento muy pedante. Y Tesoros ocultos no es un cuento, es una máquina. Cruje. Ni por un instante me permitió olvidar que era un cuento. Ergo: no es un cuento.
—Trataba de escribir algo muy parecido a la vida —protestó Emily.
—Ah, es eso. Todos vemos la vida a través de una ilusión, hasta los más desilusionados de nosotros. Por eso las cosas no son convincentes si se parecen demasiado a la vida. Déjame ver… La familia Madden, otro intento de realismo. Pero es sólo una fotografía, no un retrato.
—Cuántas cosas desagradables me ha dicho —dijo Emily, con un suspiro.
—El mundo sería muy bonito si nadie dijera nunca cosas desagradables, pero sería un mundo muy peligroso —replicó el señor Carpenter—. Me dijiste que querías crítica, no alabanzas. No obstante, aquí hay una alabanza para ti por el último. Algo diferente es comparativamente bueno y, si no me diera miedo halagarte en exceso, te diría que es muy bueno. Dentro de diez años podrás reescribirlo y hacer algo con él. Sí, diez años, no pongas esa cara, criatura. Tienes talento y una percepción maravillosa de las palabras, siempre encuentras la palabra adecuada y eso es valiosísimo. Pero también tienes algunos defectos muy molestos. Esas malditas cursivas, abandónalas, muchacha, abandónalas. Y tu imaginación necesita un freno cuando te apartas del realismo.
—Ahora tendrá freno —dijo Emily con tristeza.
Le contó lo del pacto con la tía Elizabeth. El señor Carpenter asintió.
—Excelente.
—¡Excelente! —repitió Emily, asombrada.
—Sí. Es justo lo que necesitas. Te enseñará control y economía. Concéntrate en los hechos durante tres años y a ver qué puedes hacer con ellos. Deja el reino de la imaginación tranquilo y confínate a la vida común y corriente.
—No existe la vida común y corriente —replicó Emily.
El señor Carpenter la miró.
—Tienes razón, no existe —dijo, despacio—. Pero uno se maravilla que lo sepas. Bueno, continúa, continúa, sigue el camino que has elegido, y agradece a los dioses que quieras que te hayan dado la libertad de seguirlo.
—El primo Jimmy dice que nadie puede ser libre cuando tiene mil antepasados.
—Y pensar que la gente dice que ese hombre es un simple —murmuró el señor Carpenter—. Pero tus antepasados no parecen haberte enviado ninguna maldición especial. Simplemente te han impuesto que apuntes a las cumbres más altas y no te darán paz si no lo haces. Llámalo ambición, aspiraciones, scribendi cacoéthes, como quieras llamarlo. Ante su aguijón, o bajo su influencia, hay que seguir subiendo, hasta que se fracasa o hasta que…
—Se triunfa —intervino Emily, echándose hacia atrás los cabellos oscuros.
—Amén —dijo el señor Carpenter.
Aquella noche Emily escribió un poema, Adiós a la Luna Nueva, y lloró escribiéndolo. Sentía cada verso. Era muy bonito ir al colegio, pero ¡dejar la querida Luna Nueva! Todo en la Luna Nueva estaba relacionado con su vida y sus pensamientos, era parte de ella.
«No es que ame mi habitación, mis árboles y mis colinas, es que ellos me aman a mí», pensó.
Su pequeño baúl negro estaba preparado. La tía Elizabeth se había ocupado de que contuviera todo lo necesario, y la tía Laura y el primo Jimmy de que también incluyera una o dos cosas innecesarias. La tía Laura le había dicho a Emily que encontraría un par de medias de encaje negro dentro de las pantuflas (ni siquiera Laura se atrevía a tanto como medias de seda) y el primo Jimmy le había regalado tres cuadernos y un sobre con un billete de cinco dólares dentro.
—Para que te compres lo que quieras, gatita. Te habría dado diez pero cinco fue todo lo que Elizabeth accedió a adelantarme a cuenta del sueldo del mes próximo. Creo que lo sospechó.
—¿Puedo gastar un dólar en sellos para los Estados Unidos si hallo manera de conseguirlos? —susurró Emily, ansiosa.
—En lo que quieras —repitió el primo Jimmy, con lealtad, aun cuando hasta para él el hecho de que alguien quisiera comprar sellos para los Estados Unidos era inexplicable. Pero si su querida Emily quería sellos para los Estados Unidos, sellos para los Estados Unidos debía tener.
A Emily el día siguiente no le pareció real: el pájaro que oyó cantando de forma tan arrobadora en el bosque de John el Altivo cuando despertó, la ida a Shrewsbury en aquella mañana fresca de septiembre, la fría bienvenida de la tía Ruth, las horas en la escuela desconocida, la organización de las clases de los de «preparatorio», volver a casa a comer… sin duda tenía que haber pasado más que un sólo día.
La casa de la tía Ruth quedaba al final de una calle residencial, casi en las afueras del pueblo. A Emily le pareció una casa espantosa, cubierta, como estaba, de adornos de diverso tipo. Pero una casa con acabados artesanales de madera en el techo y ventanas salientes era el último grito de la elegancia en Shrewsbury. No había jardín, sólo un pedacito de parque desnudo y muy ordenado, pero sí algo en lo que los ojos de Emily se regodearon. Detrás de la casa había una gran plantación de abetos blancos, altos y esbeltos, los abetos más altos, derechos y esbeltos que ella había visto en su vida, que se extendían en largas perspectivas verdes y delicadas.
La tía Elizabeth había pasado el día en Shrewsbury y se fue a casa después de la cena. En la puerta de la casa le estrechó la mano a Emily y le dijo que se portara bien e hiciera todo lo que la tía Ruth le ordenara. No le dio un beso, pero tratándose de la tía Elizabeth su tono era muy amable. Emily, con un nudo en la garganta, se quedó en la puerta observando cómo la tía Elizabeth desaparecía de su vista; la tía Elizabeth, que volvía a la querida la Luna Nueva.
—Entra —ordenó la tía Ruth— y por favor no des portazos.
Emily jamás daba portazos.
—Fregaremos los platos de la cena —dijo la tía Ruth—. De ahora en adelante, lo harás siempre tú. Te enseñaré dónde se guarda todo. Supongo que Elizabeth te dijo que espero que hagas algunas tareas de la casa a cambio de tu alojamiento.
—Sí —contestó Emily, brevemente.
A ella no le importaba trabajar en la casa, en lo que fuera, pero aquel tonillo de la tía Ruth…
—Está claro que tu estancia aquí significa mucho gasto extra para mí —continuó la tía Ruth—. Pero es justo que todos aportemos algo para educarte. Yo opino, y lo he opinado siempre, que habría sido mucho mejor enviarte a Queen’s para que tuvieras un título de maestra.
—Yo también quería —precisó Emily.
—Humm —murmuró la tía Ruth, apretando la boca—. Eso dices ahora. En ese caso, no sé por qué Elizabeth no te envió a Queen’s. En otras cosas ya te ha consentido demasiado, sin duda, era de esperar que también cediera en esto si creyera que tú de verdad querías ir. Dormirás en la habitación de la cocina. En invierno es más calentita que los otros cuartos. No tiene gas pero, de todos modos, yo no podría darme el lujo de dejarte usar gas para estudiar. Usarás velas, puedes usar dos al mismo tiempo. Quiero que mantengas tu habitación limpia y ordenada y que estés en casa a las horas exactas para las comidas. En eso soy muy exigente. Y hay otra cosa que quiero que te quede clara desde el principio. No debes traer a tus amigos aquí. No tengo intención de recibir a nadie.
—¿Ni a Ilse, a Perry y a Teddy?
—Bueno, Ilse es una Burnley y pariente lejana. Ella puede venir de vez en cuando, no puedo permitir que se pase todo el tiempo aquí. Por todo lo que he oído de ella, no es una compañía muy adecuada para ti. En cuanto a los hombres, por supuesto que no. A Teddy Kent no lo conozco de nada, y tú tendrías que tener un poco más de orgullo antes de relacionarme con Perry Miller.
—Tengo el orgullo de relacionarme con él —replicó Emily.
—No seas impertinente conmigo, Emilia. Quiero que entiendas, de una vez por todas que aquí no vas a hacer todo lo que se te antoje, como en la Luna Nueva. Has sido muy mal criada. Pero yo no voy a permitir que un muchacho contratado visite a mi sobrina. Te digo la verdad, no sé de dónde sacas esos gustos tan vulgares. Hasta tu padre parecía un caballero. Ve arriba y saca tus cosas del baúl. Luego estudiarás. ¡A las nueve de la noche nos acostamos!
Emily estaba indignadísima. Ni a la tía Elizabeth se le habría ocurrido prohibirle a Teddy ir a la Luna Nueva. Se encerró en su habitación y desempaqueto con tristeza. El cuarto era espantoso. Lo detestó nada más verlo. La puerta no cerraba del todo, el techo inclinado estaba manchado por la lluvia y caía tan cerca de la cama que podía tocarlo con la mano. Sobre el suelo desnudo había una gran alfombra «de ganchillo» que hacía daño a los ojos. No tenía nada que ver con el gusto de los Murray, y tampoco con el gusto de Ruth Dutton, para ser justos. Se la había regalado una prima del fallecido señor Dutton, que vivía en el campo. El centro, de un tono escarlata subido e intenso, estaba rodeado de volutas de un anaranjado brillante y un verde chillón. En las esquinas había manojos de helecho púrpura y rosas azules.
La madera estaba pintada de un espantoso marrón chocolate, y un empapelado aún más horrible cubría las paredes. Los cuadros hacían juego, en especial una cromolitografía de la reina Alejandra, esplendorosamente recubierta de joyas, colgada en un ángulo tal que parecía que la dama real estaba a punto de caer de cabeza. Ni siquiera una cromolitografía podía hacer fea u ordinaria a la reina Alejandra, pero ésta casi lo conseguía. Sobre un angosto estante color chocolate había un florero lleno de flores de papel que ya habían cumplido la mayoría de edad. No se podía pedir nada tan horrible y deprimente como esas flores.
—Este cuarto es hostil, no me quiere, nunca podré sentirme cómoda aquí —dijo Emily.
Se sentía horriblemente nostálgica. Quería la luz de las velas de la Luna Nueva, que se reflejaban en los abedules, el aroma del lúpulo bajo el rocío, sus gatitos ronroneando, su cuarto, tan querido, tan lleno de sueños, los silencios y las sombras del viejo jardín, los grandes himnos del viento y el oleaje en el golfo, esa sonora música antigua que añoraba tanto en ese silencio de tierra firme. Añoraba hasta el pequeño cementerio donde descansaban los muertos de la Luna Nueva.
—No voy a llorar —dijo Emily, apretando las manos—. La tía Ruth se reiría de mí. No hay nada dentro de este cuarto que pueda llegar a querer. Veamos si hay algo fuera de él.
Abrió la ventana. Daba al sur, al bosque de abetos, y su perfume sopló hacia ella como una caricia. Hacia la izquierda había un claro en los árboles, como una ventana verde y arqueada, y a través de la abertura se veía un encantador paisaje iluminado por la luna. Además, dejaría entrar el esplendor del crepúsculo. Hacia la derecha se veía la ladera de la colina a lo largo de la cual se extendía Shrewsbury Oeste. En el atardecer otoñal la colina estaba cubierta de luces y tenía un encanto de cuento de hadas. Cerca, en algún lado, sonaba un piar amodorrado, como de pajaritos con sueño que cantaban en una rama llena de sombras.
—Ay, esto es hermoso —susurró Emily, inclinándose hacia fuera para embeberse del aire con aroma a bálsamo—. Una vez papá me dijo que uno puede encontrar en cualquier parte cosas para amar. Amo esto.
La tía Ruth asomó la cabeza por la puerta, sin anunciarse.
—Emilia, ¿por qué has dejado arrugada la funda del sofá del comedor?
—No… no sé —respondió Emily, confundida. No se había dado cuenta siquiera de que había movido la funda. ¿Por qué la tía Ruth hacía semejante pregunta, como si sospechara alguna intención siniestra, oscura, oculta?
—Ve a colocarla bien.
En el momento en que Emily, obediente, se puso en movimiento, la tía Ruth exclamó:
—¡Emily Starr, cierra esa ventana inmediatamente! ¿Te has vuelto loca?
—El cuarto está muy cerrado —rogó Emily.
—Puedes airearlo durante el día pero jamás abras esa ventana después de la caída del sol. Ahora yo soy responsable de tu salud. Tendrías que saber que los tuberculosos tienen que cuidarse del aire de la noche y de las corrientes de aire.
—Yo no estoy tuberculosa —exclamó Emily, rebelándose.
—Contradiciéndome, claro.
—Y si lo estuviera, el aire fresco sería a cualquier hora lo mejor para mí. Lo dice el doctor Burnley. No soporto acalorarme.
—«Los jóvenes piensan que los viejos son tontos y los viejos saben que los jóvenes son tontos». —La tía Ruth consideró que el proverbio lo dejaba todo claro—. Ve a arreglar esa funda, Emilia.
Emily tragó saliva y fue. Y arregló escrupulosamente la funda ofensiva.
Emily se detuvo un momento para mirar a su alrededor. El comedor de la tía Ruth era mucho más espléndido y «moderno» que la salita de estar de la Luna Nueva, donde comían cuando había «visitas». Suelo de madera dura, alfombra Wilton, muebles de roble estilo inglés. Pero no era ni la mitad de acogedor que la habitación de la Luna Nueva, pensó Emily. Sentía más nostalgia que nunca. Creía que no iba a encontrar nada que le gustara en Shrewsbury, ni vivir con la tía Ruth ni ir a la escuela. Los maestros parecían aburridos e insípidos en comparación con el punzante señor Carpenter y había una chica en la clase de segundo curso a la que odió a primera vista. Y ella, que había creído que sería tan delicioso vivir en la bonita Shrewsbury e ir al instituto… Bien, nada es nunca exactamente como uno espera que sea, se dijo Emily con pesimismo mientras regresaba a su cuarto. ¿No le había dicho Dean una vez que toda la vida él había soñado con ir en góndola a la luz de la luna por los canales de Venecia? Y cuando lo hizo los mosquitos casi se lo comieron vivo.
Emily apretó los dientes mientras se metía en la cama.
«Tendré que concentrar mis pensamientos en la luz de la luna y en la atmósfera romántica y olvidarme de los mosquitos —pensó—. Ay, pero cómo pica la tía Ruth».