CAPÍTULO CINCO

Trato hecho

Un atardecer, a fines de agosto, Emily oyó el silbido de Teddy que la llamaba desde el Camino del Mañana y salió a reunirse con él. Tenía novedades: era evidente a juzgar por el brillo de sus ojos.

—¡Emily —exclamó, entusiasmado—, después de todo, voy a ir a Shrewsbury! ¡Esta tarde mamá me dijo que había decidido dejarme ir!

Emily se alegró, pero sintió al mismo tiempo una especie de pena, que se reprochó. ¡Qué sola estaría la Luna Nueva cuando sus tres viejos compañeros de juegos se hubieran ido! Hasta ese momento, no se había dado cuenta de hasta qué punto había contado con la compañía de Teddy. Él siempre había estado en sus pensamientos sobre el año siguiente. Siempre había dado por sentado que Teddy se quedaría. Ahora no habría nadie, ni siquiera Dean, porque Dean, como siempre, se iba durante el invierno, a Egipto o Japón, o donde decidiera en el último momento. ¿Qué haría ella? ¿Llenarían todos los cuadernos del mundo el lugar de sus compañeros de carne y hueso?

—¡Ay, si pudieras ir tú también! —exclamó Teddy, mientras caminaban por el Camino del Mañana, que ya era casi un Camino del Hoy, de lo rápidos que habían crecido los jóvenes arces y lo frondosos que estaban.

—No tiene sentido ni desearlo, no hablemos de eso, me entristece —dijo Emily, molesta.

—Bueno, al menos tendremos los fines de semana. Y tengo que agradecerte a ti que me deje ir. Lo que le dijiste a mamá aquella noche, en el cementerio, hizo que cediera. Sé que lo ha estado pensando desde entonces por cosas que decía de vez en cuando. Un día de la semana pasada la oí murmurar: «Qué horrible ser madre, qué horrible ser madre y sufrir así. ¡Y ella me llamó egoísta!». Y otra vez dijo: «¿Es egoísmo tratar de retener lo único que uno tiene en la vida?». Pero cuando me dijo que podía ir, estaba muy cariñosa. Yo sé que la gente dice que a mamá le falla la cabeza, y es cierto que a veces es un poco rara. Pero sólo cuando hay gente. No tienes idea, Emily, de lo buena y cariñosa que es cuando estamos solos. No me gusta nada dejarla. Pero ¡tengo que estudiar!

—Me alegraría mucho que fuera lo que yo dije lo que la hizo cambiar de idea, pero jamás me perdonará. Me ha odiado desde entonces, tú lo sabes. Sabes cómo me mira cuando voy a Tansy Patch, ah, sí, es muy amable, pero… cómo me mira, Teddy.

—Lo sé —replicó Teddy, incómodo—. Pero no seas dura con mamá, Emily. Estoy seguro de que no ha sido siempre igual, aunque es así desde que yo tengo uso de razón. No sé nada de ella. Nunca me cuenta nada. No sé nada de mi padre. No quiere hablar de él. Ni siquiera sé cómo se hizo esa cicatriz en la cara.

—Yo no creo que tu madre esté mal de la cabeza —dijo Emily, despacio—. Pero creo que hay algo que la atormenta, que la atormenta siempre, algo que no puede olvidar ni dejar a un lado. Teddy, estoy segura de que tu madre está poseída. No me refiero, claro, a un fantasma ni ninguna tontería por el estilo. Me refiero a un pensamiento terrible.

—No es feliz, lo sé —admitió Teddy—, y, además, somos pobres. Esta noche mamá me ha dicho que sólo puede mandarme a Shrewsbury durante tres años, es todo lo que podrá pagarme. Pero eso me da algo para empezar, después me las arreglaré de alguna manera. Sé que podré hacerlo. Algún día se lo pagaré.

—Algún día serás un gran pintor —dijo Emily, soñadora.

Habían llegado al final del Camino del Mañana. Ante ellos estaba la pradera del estanque, blanca de margaritas. Los granjeros odian las margaritas como si fueran una hierba mala, pero un campo blanco de margaritas en un crepúsculo de verano es una visión de la Tierra de los Deleites Perdidos. Más allá de ellas, Blair Water relucía como un gran lirio de oro. Sobre la colina del este, la Casa Desilusionada se acurrucaba entre sus sombras, soñando, tal vez, con la novia que nunca había llegado. En Tansy Patch no había luz. ¿Estaría llorando la solitaria señora Kent, en la oscuridad, con la única compañía de ese anhelo secreto que guardaba en su corazón atormentado?

Emily miraba el cielo del crepúsculo, con los ojos absortos y la cara pálida y ansiosa. Ya no se sentía triste ni deprimida. Por alguna razón no podía sentirse mal mucho rato si estaba en compañía de Teddy. En todo el mundo no había música como su voz. Con él, de pronto todas las cosas buenas parecían posibles. Ella no podía ir a Shrewsbury, pero podía trabajar y estudiar en la Luna Nueva, ay, cómo trabajaría y estudiaría. Otro año con el señor Carpenter le haría muy bien, tal vez tanto como Shrewsbury. Ella también tenía su Sendero Alpino para subir, y lo subiría, más allá de los obstáculos que se le presentaran en el camino, más allá de que hubiera alguien para ayudarla o no.

—Cuando sea pintor, te pintaré como te veo ahora —dijo Teddy— y le pondré de título Juana de Arco, con un rostro espiritual, escuchando las voces de los espíritus.

A pesar de sus voces, Emily se fue a dormir aquella noche con bastante pesar en el corazón, y por la mañana despertó con la inexplicable convicción de que ese día le traería alguna buena noticia, convicción que no se desvaneció con el pasar de las horas, con el ritmo común y corriente de los sábados en la Luna Nueva, horas atareadas en las cuales había que dejar la casa inmaculada para el domingo y había que llenar la despensa. Era un día fresco y húmedo, con niebla de la costa que traía el viento del este, y la Luna Nueva y su viejo jardín estaban envueltos en la neblina.

Al atardecer comenzó a caer una lluvia delgada y gris, y todavía no había habido ninguna buena noticia. Emily acababa de lustrar los candelabros de bronce y de componer un poema llamado Canción de la lluvia cuando la tía Laura le dijo que la tía Elizabeth quería verla en la sala.

Los recuerdos de Emily de las reuniones en la sala con la tía Elizabeth no eran especialmente agradables. No recordaba nada que hubiera hecho o dejado de hacer recientemente que justificara aquella convocatoria y, sin embargo, entró en la sala temblorosa: lo que fuera que la tía Elizabeth iba a decirle tenía que tener una significación especial, de lo contrario no se lo diría en la sala. Ésta era una de las manías de la tía Elizabeth. Flor, el gran gato, entró junto a ella como una sombra gris y silenciosa. Ella esperaba que la tía Elizabeth no lo echara: su presencia constituía una especie de consuelo, pues un gato es un buen sostén si está de tu lado.

La tía Elizabeth tejía; parecía solemne, pero no ofendida ni enfadada. Ignoró a Flor, pero reparó en lo alta que se veía Emily en aquella habitación antigua, majestuosa y en penumbras. ¡Qué rápido crecen los niños! Parecía ayer cuando la hermosa Juliet… pero Elizabeth Murray apartó aquellos pensamientos de un tijeretazo.

—Siéntate, Emily —dijo—. Quiero hablar contigo.

Emily se sentó. Flor también, arrollando la cola cómodamente alrededor de las patitas delanteras. De pronto, Emily sintió que tenía las manos tensas y la boca seca. Deseó tener un tejido entre las manos. Era horrible estar sentada allí, sin nada que hacer, preguntándose qué iba a ocurrir. Lo que pasó fue lo único que a ella nunca se le habría ocurrido. Después de tejer toda una vuelta de la media, la tía Elizabeth le soltó sin rodeos:

—Emily, ¿te gustaría ir a Shrewsbury la semana próxima?

¿Ir a Shrewsbury? ¿Había oído bien?

—¡Ay, tía Elizabeth! —dijo.

—Estuve hablando del tema con tus tíos —dijo la tía Elizabeth—. Están de acuerdo conmigo en que debes seguir estudiando. Será un gasto considerable, por supuesto, no… no me interrumpas. No me gusta que me interrumpan, pero Ruth te alojará por la mitad del precio, como su contribución a tu educación… ¡Emily, no quiero que me interrumpas! El tío Oliver pagará la otra mitad; el tío Wallace pagará los libros y yo me ocuparé de tu ropa. Claro que ayudarás a la tía Ruth en las tareas de la casa en todo lo que puedas, como manera de retribuir su generosidad. Puedes ir a Shrewsbury durante tres años con una condición.

¿Cuál era la condición? Emily, que tenía ganas de ponerse a bailar, a cantar y a reírse por toda la sala como jamás ningún Murray, ni siquiera su madre, había osado bailar o reír antes, se obligó a quedarse sentada muy rígida en el diván haciéndose esa pregunta. Por debajo de su incertidumbre sentía que el momento era muy importante.

—Tres años en Shrewsbury —continuó la tía Elizabeth— te servirán tanto como tres años en Queen’s, con la diferencia, claro, de que no obtendrás diploma de maestra, lo que en tu caso no importa porque no vas a tener necesidad de trabajar para mantenerte. Pero, como te decía, hay una condición.

¿Por qué la tía Elizabeth no decía cuál era la condición? Emily sentía que la ansiedad era insoportable. ¿Era posible que la tía Elizabeth tuviera un poco de miedo de decirlo? No era típico de ella darle vueltas a las cosas. ¿Era algo tan terrible?

—Tienes que prometerme —dijo la tía Elizabeth, severa—, que durante los tres años que estés en Shrewsbury abandonarás por completo esa tontería tuya de escribir… por completo, excepto en lo que tenga que ver con las redacciones que te pidan en la escuela.

Emily se quedó muy quieta, y fría. Por un lado, no a Shrewsbury; por el otro, no a los poemas, a los cuentos y las redacciones, no a la delicia de los cuadernos con sus misceláneas. No tardó más de un instante en decidirse.

—Eso no puedo prometértelo, tía Elizabeth —contestó, resuelta.

La tía Elizabeth dejó caer el tejido, asombrada. No había esperado aquello. Había creído que Emily estaba tan entusiasmada con ir a Shrewsbury que haría cualquier cosa que se le pidiera con tal de ir, en especial una tontería como ésta que, o al menos eso creía la tía Elizabeth, sólo implicaba una rendición de la testarudez.

—¿Me estás diciendo que no quieres dejar tus tontos garabatos en aras de la educación que siempre has dicho que tanto querías? —preguntó.

—¡No es que no quiera, es que no puedo! —exclamó Emily, desesperada. Sabía que la tía Elizabeth no podía comprender, la tía Elizabeth nunca había comprendido—. No puedo evitar escribir, tía Elizabeth. Lo llevo en la sangre. Es inútil pedirme que lo haga. Sí quiero estudiar, no son sólo palabras, pero no puedo dejar de escribir para estudiar. No podría cumplir esa promesa, ¿qué sentido tendría hacerla?

—Entonces puedes quedarte en casa —dijo la tía Elizabeth, enfadada.

Emily esperó verla ponerse de pie y salir de la habitación. Pero la tía Elizabeth retomó la media y, furiosa, se puso a tejer. A decir verdad, la tía Elizabeth estaba asombrada. En realidad, quería enviar a Emily a Shrewsbury. La tradición le exigía eso, y todo el clan era de la opinión de que fuera. Esa condición había sido idea suya. Le pareció una buena oportunidad de quitarle a Emily aquel hábito tan estúpido, indigno de los Murray, de gastar tiempo y papel, y no había dudado ni por un instante de que su plan tendría éxito, pues sabía como deseaba ir Emily a Shrewsbury. Y ahora esta obstinación sin sentido, irracional, desagradecida, «la Starr que le salía», pensó la tía Elizabeth, con rencor, olvidando la herencia Shipley. ¿Qué hacer? Sabía muy bien, por experiencias pasadas, que una vez que Emily tomaba una decisión no había manera de hacerla cambiar de idea, y sabía que Wallace, Oliver y Ruth, aunque consideraban la locura de Emily por escribir tan estúpida y poco ajustada a las tradiciones como ella, no la apoyarían en su exigencia. Elizabeth Murray vio que la esperaban expresiones de «te lo tienes merecido» y a Elizabeth Murray la perspectiva no le gustaba nada. Podría haber sacudido, de buena gana, a esa cosita delgada y pálida sentada frente a ella en el diván. La criatura era tan frágil, tan joven y tan indomable… Durante más de tres años Elizabeth Murray había intentado curar a Emily de esa tontería de escribir, y durante más de tres años ella, que nunca antes había fracasado en nada, había fracasado. No se la podía matar de hambre para hacerla obedecer, y fuera de eso nada tendría eficacia.

Elizabeth tejía, furiosa en medio de su irritación, y Emily seguía sentada inmóvil, luchando con su amarga desilusión y su sentido de la injusticia. Estaba decidida a no llorar ante la tía Elizabeth, pero era difícil contener las lágrimas. Ojalá Flor no ronroneara con tanta felicidad, como si, desde el punto de vista de un gato gris, todo fuera perfecto. Ojalá la tía Elizabeth le dijera que podía irse. Pero la tía Elizabeth seguía tejiendo, furiosa, y no decía nada. Todo parecía una pesadilla. Se estaba levantando viento y la lluvia comenzó a golpear contra los cristales de la ventana y los Murray fallecidos miraban con expresión acusadora desde sus marcos oscuros. Ellos no entendían los destellos, los cuadernos ni los senderos alpinos, ni la búsqueda de divinidades poco usuales y seductoras. Pero Emily no pudo dejar de pensar, a pesar de su desilusión, qué excelente entorno sería éste para una escena trágica en una novela.

Se abrió la puerta y por ella entró el primo Jimmy. El primo Jimmy sabía lo que se estaba cociendo y, tranquila e intencionadamente, había estado escuchando del otro lado de la puerta. Él sabía que Emily no podía prometer semejante cosa, se lo había dicho a Elizabeth hacía diez días en la reunión de familia. Él no era más que el simplón de Jimmy Murray, pero comprendía lo que la sensata Elizabeth Murray no podía comprender.

—¿Qué pasa? —preguntó, mirando a una y a otra.

—No pasa nada —respondió la tía Elizabeth, altiva—. Le he ofrecido a Emily una educación y la ha rechazado. Es libre de hacerlo, por supuesto.

—Nadie es libre cuando tiene mil antepasados —precisó el primo Jimmy con el tono extraño que utilizaba para decir ese tipo de cosas. A Elizabeth siempre la hacía estremecer; nunca podía olvidar que su extrañeza era culpa suya—. Emily no puede prometerte lo que quieres. ¿Puedes, Emily?

—No. —A pesar de sí misma, un par de gordas lágrimas le rodaron por las mejillas.

—Si pudieras —añadió el primo Jimmy—, por mí lo harías, ¿verdad?

Emily asintió.

—Has pedido demasiado, Elizabeth —le dijo el primo Jimmy a la airada señora de las agujas de tejer—. Le has pedido que abandonara todo lo que escribe… si le pidieras que abandone sólo parte… Emily, ¿y si te pidiera que dejes sólo parte? Eso sí podrías hacerlo, ¿verdad?

—¿Qué parte? —preguntó Emily con cautela.

—Bueno, por ejemplo, lo que no sea verdadero. —El primo Jimmy se acercó a Emily y le apoyó la mano, con gesto implorante, sobre el hombro. Elizabeth no dejaba de tejer, pero las agujas iban más lentas—. Por ejemplo cuentos, Emily. A ella no le gusta, especialmente, que escribas cuentos. Piensa que son mentiras. ¿No te parece, Emily, que podrías dejar de escribir cuentos durante tres años? Estudiar es muy importante. Tu abuelo Archibald habría vivido a base de colas de arenque con tal de haber podido estudiar, muchas veces se lo oí decir. ¿Qué respondes, Emily?

Emily pensó con rapidez. Le encantaba escribir cuentos y sería difícil dejar de hacerlo. Pero, si podía seguir escribiendo fantasías nacidas del aire en forma de poemas, y bosquejos de personalidades en su cuaderno, e informes sobre los acontecimientos cotidianos, agudos, satíricos, trágicos, según el humor que tuviera, podría arreglárselas.

—Pruébalo, vamos —susurró el primo Jimmy—. Dale un gusto. Le debes mucho, Emily. Da tú un paso.

—Tía Elizabeth —dijo Emily, trémula—, si me mandas a Shrewsbury, te prometo que durante tres años no escribiré nada que no sea verdadero. ¿Es suficiente? Porque es todo lo que puedo prometer.

Elizabeth tejió dos vueltas antes de dignarse responder. El primo Jimmy y Emily creyeron que no iba a responder nunca. Pero, de pronto, dobló el tejido y se puso de pie.

—Muy bien. Aceptaré el trato. Claro que son los cuentos lo que menos apruebo. En cuanto al resto… espero que Ruth se ocupe de que no tengas demasiado tiempo para perder.

La tía Elizabeth salió a paso vivo, muy aliviada en lo más profundo de su corazón por no haber sido vencida por completo y por haber tenido la posibilidad de retirarse de una posición compleja con algunos de los honores de la victoria. El primo Jimmy le dio una palmadita a Emily en la cabeza de cabellos oscuros.

—Muy bien, Emily. No hay que ser demasiado testarudo, ¿no crees? Y tres años no es toda una vida, gatita.

No, pero lo parecen a los catorce. Cuando se fue a la cama, Emily lloró hasta quedarse dormida. Se despertó a las tres de la madrugada, en una noche gris oscura en la que soplaba el viento en la antigua costa del norte; se levantó, encendió una vela, se sentó ante su mesa y escribió toda la escena en su cuaderno, teniendo mucho cuidado de no escribir en ella ni una palabra que no correspondiera estrictamente a la verdad.