CAPÍTULO DOS

Juventud inexperta

Este libro no estará enteramente, ni siquiera principalmente, formado por extractos del diario de Emily pero, a fin de enlazar asuntos poco importantes en sí mismos para merecer un capítulo propio y, sin embargo, necesarios para una adecuada comprensión de su personalidad y su entorno, incluiré varios. Además, cuando se tiene material preparado y a mano, ¿por qué no utilizarlo? El «diario» de Emily, a pesar de todos sus excesos juveniles y sus cursivas, en realidad da una mejor interpretación de ella y de su mente imaginativa e introspectiva, en su primavera número catorce, de lo que podría dar cualquier biógrafo, por comprensivo que fuera. De modo que echemos otro vistazo a las páginas amarillentas de ese viejo cuaderno, escrito hace tanto tiempo en el «mirador» de la Luna Nueva.

15 de febrero de 19…

He decidido escribir en este diario, todos los días, mis buenas y mis malas acciones. Me dio la idea un libro, y me gustó. Quiero ser lo más sincera posible. Claro que será mucho más fácil escribir las buenas acciones que las malas.

Hoy he hecho una sola cosa mala, sólo una cosa que yo considero mala, quiero decir. He sido impertinente con la tía Elizabeth. Ella entendía que tardaba demasiado tiempo en lavar los platos. Yo no tenía ninguna prisa y estaba componiendo una historia llamada El secreto del molino. La tía Elizabeth me ha mirado y luego ha mirado el reloj y ha dicho, con su tono más desagradable: «¿Eres hermana de los caracoles, Emily?». «¡No! Yo no tengo nada que ver con los caracoles», dije con altivez.

No es lo que he dicho, sino cómo lo he dicho, lo que ha sido una impertinencia. Y ésa era mi intención. Me había enfadado mucho, los comentarios sarcásticos me alteran. Después he lamentado haber perdido los estribos, pero lo he lamentado porque era tonto y poco digno, no porque fuera malo. De modo que no creo que fuera un arrepentimiento sincero.

En cuanto a mis buenas acciones, hoy he hecho dos. He salvado dos pequeñas vidas. Saucy Sal había atrapado a un pobre pajarito y se lo he quitado. Ha salido volando en seguida y estoy segura de que se ha sentido muy feliz. Más tarde he ido al armario del sótano y he encontrado un ratoncito atrapado por la pata en una trampa. El pobre animalito estaba tirado allí, exhausto de tanto luchar, con una expresión en los ojitos negros… No he podido soportarlo, así que lo he dejado libre y, a pesar de la pata lastimada, se ha ido corriendo. Sobre esta acción no estoy muy segura. Sé que ha sido buena desde el punto de vista del ratoncito, pero ¿y desde el punto de vista de la tía Elizabeth?

Esta tarde la tía Laura y la tía Elizabeth han leído y luego quemado una caja llena de cartas viejas. Las leían en voz alta y las comentaban, mientras yo estaba sentada en un rincón, tejiendo medias. Las cartas eran muy interesantes y he aprendido muchas cosas de los Murray que antes no sabía. Me parece maravilloso pertenecer a una familia como ésta. Con razón la gente de Blair Water nos llama los «Elegidos», aunque ellos no lo digan como un cumplido. Creo que tengo que vivir a la altura de las tradiciones de mi familia.

Hoy he recibido una larga carta de Dean. Está pasando el invierno en Argel. Dice que en abril vuelve a casa y se alojará con su hermana, la señora de Fred Evans, todo el verano. Me alegro mucho. Será maravilloso tenerlo en Blair Water todo el verano. Nadie me habla como Dean. Es el anciano más gentil y más interesante que conozco. La tía Elizabeth dice que es egoísta, como todos los Priest. Pero a ella los Priest no le gustan. Y siempre lo llama el «Giboso», lo que me pone los pelos de punta. Uno de los hombros de Dean es un poquito más alto que el otro, pero no es culpa suya. Una vez le dije a la tía Elizabeth que me gustaría que no llamara así a mi amigo, pero ella me dijo: «Yo no le puse ese apodo a tu amigo, Emily. Su propia familia siempre lo llama así. ¡Los Priest no se destacan por su delicadeza!».

Teddy también ha recibido una carta de Dean, y un libro, Vida de Grandes Pintores, Miguel Ángel, Rafael, Velázquez, Rembrandt y Ticiano. Teddy dice que no quiere que su madre lo vea leyéndolo porque se lo podría quemar. Estoy segura de que si Teddy tuviera una oportunidad sería un pintor tan grande como cualquiera de ellos.

18 de febrero de 19…

Esta tarde he pasado unos momentos preciosos conmigo misma, después de la escuela, recorriendo el camino del arroyo del bosque de John el Altivo. El sol estaba bajo y color crema, y la nieve era muy blanca y las sombras esbeltas y azules. Creo que no hay nada tan hermoso como las sombras de los árboles. Y cuando llegue al jardín, mi propia sombra parecía tan graciosa, tan larga, que se extendía todo a lo largo del jardín. De inmediato hice un poema, aquí van dos versos:

Si, fuéramos tan altos como nuestras sombras,

qué altas serían nuestras sombras.

Creo que tiene mucha filosofía.

Anoche escribí una historia y la tía Elizabeth se enteró de lo que estaba haciendo y se enfadó mucho. Me reprendió por perder el tiempo. Pero no era tiempo perdido. Yo crecí en esos momentos, sé que sí. Y hay algo en una de las frases que me gusta. «Temo al bosque gris», me proporciona mucho placer. Y «blanca e imperiosa recorría ella el bosque oscuro como un rayo de luna». Me parece muy bonito. Pero el señor Carpenter dice que cuando a mí algo me parezca muy bonito tengo que tacharlo, pero ¡no puedo tachar eso!, al menos todavía no. Lo extraño es que unos tres meses después de que el señor Carpenter me dice que tache algo llego a estar de acuerdo con él y me da vergüenza. Hoy el señor Carpenter ha estado muy duro con mi redacción. No encontraba nada bien.

«Tres ay de mí en un párrafo, Emily. ¡Uno solo habría sido excesivo en este año de gracia! ¡Más irresistible, Emily, por lo que más quieras, escribe en inglés! Eso es imperdonable».

Y tenía razón. Me di cuenta y sentí que la vergüenza me bajaba de la cabeza a los pies como una oleada roja. Entonces, cuando el señor Carpenter hubo marcado con lápiz casi todas las frases y sonreído ante mis frases más lindas y me hubo dicho que yo era demasiado aficionada a poner «cosas inteligentes» en todo lo que escribía, arrojó sobre la mesa mi cuaderno, se llevó las manos a los cabellos y dijo:

«¡Tú, escribir! ¡Muchacha, ponte un delantal y aprende a cocinar!».

Y se fue, murmurando maldiciones. Recogí mi pobre redacción y no me sentí muy mal. Yo ya sé cocinar, y he aprendido una o dos cosas sobre el señor Carpenter. Cuanto mejores son mis redacciones más rabiosos se pone. Ésta debe de ser bastante buena. Pero se enfada y se impacienta porque ve que podría haberlo escrito mucho mejor y no lo hice, por negligencia, pereza o indiferencia, según cree él. Y no tolera que una persona que puede hacer algo mejor, no lo haga. Porque no se tomaría la menor molestia conmigo, si no creyera que algún día puedo llegar a hacer algo bueno.

A la tía Elizabeth no le gusta el señor Johnson. Considera que su teología no es sólida. El domingo pasado él dijo, en el sermón, que el budismo tiene cosas buenas. «Lo único que falta es que diga que el papado también tiene cosas buenas», dijo la tía Elizabeth, indignada mientras cenábamos.

Tal vez haya algo bueno en el budismo. Tengo que preguntárselo a Dean cuando venga a casa.

2 de marzo de 19…

Hoy hemos ido a un entierro, el de la anciana señora Sarah Paul. A mí siempre me ha gustado ir a los entierros. Cuando lo dije, la tía Elizabeth se impresionó y la tía Laura dijo: «¡Ay, Emily querida!». Impresionar a la tía Elizabeth no me disgusta, pero nunca me siento cómoda si preocupo a la tía Laura, que es tan buena, así que me expliqué, o intenté hacerlo. A veces es muy difícil explicarle las cosas a latía Elizabeth. «Los entierros son interesantes —dije—. Y divertidos».

Creo que diciendo eso sólo conseguí empeorar las cosas. Sin embargo, la tía Elizabeth sabía tan bien como yo que fue divertido ver a algunos de los parientes de la señora Paul, que se han peleado con ella y la han odiado durante años (¡ella no era nada encantadora, por más que esté muerta!) sentados allí, llevándose los pañuelos a los ojos y haciendo que lloraban. Yo sabía perfectamente lo que estaba pensando cada uno en lo más profundo de su corazón. Jake Paul se preguntaba si la vieja bruja le habría dejado algo en su testamento, y Alice Paul, que sabía que a ella no le tocaría nada, rezaba por que tampoco le tocara a Jake Paul. Con eso le bastaba. Y la señora de Charlie Paul se preguntaba cuándo podría, sin faltar a las normas, reformar la casa como siempre había querido, pero la señora Paul nunca se lo había permitido. Y la tía Min estaba preocupada porque no hubiera suficiente carne asada para semejante multitud de primos terceros a los que no esperaban ni querían, y Lisette Paul contaba a la gente y se sentía humillada porque no había una concurrencia tan nutrida como en el entierro de la señora de Henry Lister, la semana pasada. Cuando se lo expliqué a la tía Laura, ella me contestó, con mucha seriedad: «Puede que todo eso sea cierto, Emily —ella sabía que sí—, pero no está bien que una niña como tú pueda… pueda ver esas cosas, eso es todo».

Pero yo no puedo evitar verlas. La querida tía Laura compadece tanto a la gente que nunca puede verle el lado gracioso. Pero, además, yo vi otras cosas. Vi que el pequeño Zack Fritz, a quien la señora Paul había adoptado y con quien era muy buena, estaba destrozado, y vi que Martha Paul estaba muy triste y avergonzada por su vieja y agria pelea con la señora Paul… y vi que el rostro de la señora Paul, tan contrariado y tenso en vida, parecía apacible, incluso hermoso, como si la muerte por fin le hubiera dado una satisfacción.

Sí, los entierros son interesantes.

5 de marzo de 19…

Esta noche nieva un poquito. Me encanta ver caer la nieve en líneas oblicuas en la oscuridad de los árboles.

Creo que hoy he hecho una buena acción. Jason Merrowby estaba ayudando al primo Jimmy a cortar leña, y yo lo he visto meterse a hurtadillas en la pocilga y echar un trago de una botella de whisky. Pero no le he dicho una palabra a nadie, ésa es mi buena acción.

Tal vez tendría que decírselo a la tía Elizabeth pero, si lo hago, ella no lo contratará más, y él necesita trabajar, por su pobre esposa y sus pobres hijos. Me doy cuenta de que no siempre es fácil saber si nuestras acciones son buenas o malas.

20 de marzo de 19…

Ayer la tía Elizabeth se enfado mucho porque no quise escribir un poema necrológico para el viejo Peter DeGeer, que murió la semana pasada. La viuda vino a pedirme que lo escribiera. Yo no quise. Me indignó semejante petición. Sentí que sería desacralizar mi arte hacer algo así, aunque por supuesto que no le dije nada de eso a la señora DeGeer. Por un lado, la habría herido, y, por el otro, no habría tenido la más remota idea de lo que yo quiero decir. Ni siquiera la tía Elizabeth, cuando le expliqué mis motivos para negarme, después de que la señora DeGeer se hubo ido, lo entendió. «Pasas el tiempo escribiendo kilómetros de basura que no le interesa a nadie —dijo—. Creo que podrías escribir algo que una persona quiere. La pobre Mary DeGeer habría quedado complacida. "Desacralizar tu arte", caramba. Ya que hablas tanto, Emily, ¿por qué no dices cosas que tengan sentido?».

Procedí a hablar con sentido. «Tía Elizabeth —dije, muy seria—. ¿Cómo puedo escribirle un poema necrológico? No podría escribir nada que no fuera cierto sólo por complacer a alguien. ¡Y tú sabes bien que no se pueden escribir cosas buenas y verdaderas sobre el viejo Peter DeGeer!».

La tía Elizabeth lo sabía, y se sintió desconcertada, pero eso sólo hizo que se enfadará más conmigo. Me atormentó tanto que subí a mi habitación y escribí un «poema necrológico» para Peter, para mi propia satisfacción. Por cierto que es muy divertido escribir un poema necrológico veraz sobre alguien que a uno no le gusta. No es que a mí Peter DeGeer me disgustara, sólo lo despreciaba, como todo el mundo. Pero la tía Elizabeth me había irritado, y cuando me irrito puedo ser muy mordaz escribiendo. Y volví a sentir que algo escribía a través de mí, pero algo muy diferente del de costumbre, un algo malicioso, burlón, que disfrutaba burlándose del viejo perezoso, inútil, mentiroso, tonto, hipócrita de Peter DeGeer. Ideas, palabras, rimas, todo parecía caer en el lugar justo mientras ese algo reía entre dientes.

El poema me pareció tan inteligente que no pude resistirme a la tentación de llevarlo a la escuela hoy y enseñárselo al señor Carpenter. Creí que le iba a gustar, y creo que le gustó, en cierto sentido, pero después de leerlo lo dejó y me miró. «Supongo que hay placer en satirizar a un fracasado —dijo—. El pobre Peter fue un fracasado, y está muerto. Tal vez su Creador sea misericordioso con él, pero sus prójimos no lo serán. Cuando yo haya muerto, Emily, ¿escribirás así sobre mí? Tienes la habilidad de hacerlo, sí, está muy claro, esto es muy inteligente. Sabes pintar las debilidades, las tonterías y las bajezas de un personaje de una manera decididamente poco común en una criatura de tu edad. Pero ¿vale la pena, Emily?».

«No, no», contesté. Estaba tan avergonzada y compungida que tuve ganas de irme y echarme a llorar. Era terrible pensar que el señor Carpenter me creyera capaz de escribir algo así sobre él, después de todo lo que ha hecho por mí. «No, no vale la pena —dijo el señor Carpenter—. Hay un lugar para la sátira, hay gangrenas que sólo pueden quemarse, pero deja eso para los grandes genios. Es mejor curar que lastimar. Nosotros, los fracasados, lo sabemos bien». «¡Ay, señor Carpenter!», comencé a decir. Quería decirle que él no era un fracasado, quería decirle mil cosas, pero no me lo permitió. «Ya está, ya está, Emily, no hablaremos más del tema. Cuando yo haya muerto, di: "Era un fracasado, y nadie lo sabía tan clara y amargamente como él". Sé compasiva con los fracasados, Emily. Satiriza la maldad si quieres hacerlo, pero ten compasión de la debilidad».

Entonces se fue y llamó a los alumnos para comenzar la clase. Desde aquel momento me siento muy desgraciada y esta noche no voy a dormir. Pero voy a consignar aquí un juramento, en mi diario, con toda solemnidad. Mi pluma curará, no lastimará. Y lo escribo en cursiva, aunque sea estilo victoriano antiguo, porque hablo muy en serio.

Pero el poema no lo rompí, no pude, era de verdad demasiado bueno para destruirlo. Lo guardé en mi armario literario, para volver a leerlo de vez en cuando, para mi propio goce, pero nunca se lo enseñaré a nadie.

¡Ay, cómo quisiera no haber lastimado al señor Carpenter!

1° de abril de 19…

Una cosa que he oído decir hoy a una persona que estaba de visita en Blair Water me ha indignado. El señor Alec Sawyer y su esposa, que viven en Charlottetown, estaban en el Correo, y yo también. La señora de Sawyer es muy hermosa y voluntariosa y viste muy a la moda. Oí que le decía a su marido: «¿Qué hacen los nativos de este lugar perdido en el mundo para seguir viviendo? Yo me volvería loca. Aquí nunca sucede nada».

A mí me hubiera encantado decirle un par de cosas sobre Blair Water. Podría haber sido mordaz con ganas. Pero los de la Luna Nueva no hacen escenas en público. De modo que me contenté con inclinar la cabeza con mucha frialdad y con pasar rauda por su lado. Oí que el señor Sawyer preguntaba «¿Quién es esa niña?» y la señora Sawyer decía «debe ser esa minina de Starr, tiene la costumbre de los Murray de llevar la cabeza erguida».

¿Cómo se le puede ocurrir decir que «aquí nunca sucede nada»? En este preciso momento están pasando muchas cosas, y cosas muy emocionantes. A mí, la vida aquí me parece extremadamente maravillosa. Siempre tenemos montones de cosas que nos hacen reír, llorar y conversar.

Veamos todas las cosas que han sucedido en Blair Water en las últimas tres semanas, mezclando comedia y tragedia. James Baxter dejó de pronto de dirigirle la palabra a su esposa y nadie sabe porqué. Ella tampoco lo sabe, pobrecita, y está destrozada. El viejo Adam Gillian, que odiaba cualquier tipo de falsedad, murió hace dos semanas y sus últimas palabras fueron: «Por favor, que nadie llore ni aúlle en mi entierro». De manera que nadie lloriqueó ni aulló. Nadie tenía ganas de hacerlo pero, como además él lo había prohibido, nadie tuvo que fingir. Nunca ha habido un funeral más alegre en Blair Water. Yo he visto bodas melancólicas, como la de Ella Brice, por ejemplo. Lo que estropeó esa boda fue que la novia olvidó ponerse zapatos blancos al vestirse y bajó a la sala calzada con un par de viejas pantuflas, gastadas y con agujeros en los dedos. Si hubiera bajado desnuda la gente no habría hablado tanto. La pobre Ella lloró durante toda la cena de la boda.

El viejo Robert Scobie y su media hermana se pelearon, después de vivir treinta años juntos sin ni un sí ni un no, aunque se dice que ella es una mujer bastante insoportable. Nada de lo que ella hacía o decía provocaba jamás un exabrupto en Robert, pero parece que hace poco quedaba sólo un bollo para la cena y a Robert le encantan los bollos. Lo guardó en la alacena para comérselo antes de irse a la cama y cuando fue a buscarlo descubrió que se lo había comido Matilda. Se puso furioso, la llamó diablo y la echó de su casa. Ella se fue a vivir con una hermana de Derry Pond y Robert vivirá solo. Ninguno de los dos perdonará jamás al otro, al más puro estilo Scobie, y ninguno de los dos volverá a ser feliz otra vez.

Una noche de luna, hace dos semanas, George Lake volvía caminando a su casa desde Derry Pond cuando de repente vio otra sombra muy negra que caminaba a su lado sobre la nieve iluminada por la luna.

Y no había nada que pudiera arrojar esa sombra.

Corrió a la casa más cercana, medio muerto de miedo, y dicen que ya no volverá a ser el mismo.

Esto es lo más fuerte que ha sucedido. Me estremezco al escribirlo. Claro que George tiene que haberse equivocado. Pero es un hombre sincero y no bebe. Yo no sé qué pensar.

Arminius Scobie es un hombre muy mezquino y siempre le compra los sombreros a su esposa, por temor a que ella gaste demasiado. En las tiendas de Shrewsbury lo saben, y se ríen de él. Un día de la semana pasada estaba en la tienda de Jones and McCallum, comprándole un sombrero, y el señor Jones le dijo que, si se animaba a llevar el sombrero puesto desde la tienda hasta la estación, se lo regalaba. Arminius lo hizo. Es casi medio kilómetro hasta la estación y todos los niños de Shrewsbury le siguieron, burlándose. Pero a Arminius no le importó. Había ahorrado tres dólares con cuarenta y nueve centavos.

Y una noche, aquí mismo, en la Luna Nueva, a mí se me cayó un huevo pasado por agua sobre el segundo mejor vestido de cachemira de la tía Elizabeth. Eso fue un acontecimiento. Un rey derrocado en Europa no habría provocado una conmoción semejante en la Luna Nueva.

Por lo tanto, señora Sawyer, usted está completamente equivocada. Además, dejando a un lado todas las cosas que suceden, la gente aquí es interesante en sí misma. A mí no me gustan todos, pero los encuentro interesantes: la señorita Marry Small, que tiene cuarenta años y se viste con unos colores increíbles (durante todo el verano pasado fue a la iglesia con un vestido rosa viejo y sombrero púrpura); el viejo tío Reuben Bascom, tan perezoso que se pasó toda una noche de lluvia acostado en la cama y sosteniendo un paraguas cuando el techo comenzó a gotear, en lugar de levantarse y mover la cama; Elder McCloskey, que no consideró apropiado utilizar la palabra «calzoncillos» en una historia que contaba sobre un misionario, en la reunión de oración, y todas las veces hizo amables referencias a «la ropa que cubría sus partes íntimas»; Amasa Derry, que se quedó con cuatro premios de la Exposición, el otoño pasado, con verduras robadas del campo de Ronnie Bascom y Ronnie no consiguió ni un premio; Jimmy Joe Belle, que vino desde Derry Pond ayer a buscar madera «para construir una cacita pa mi perito»; el viejo Luke Elliott, que es un sinvergüenza tan grande que hasta hace un calendario, el primero de enero, y marca todos los días en los que piensa emborracharse, y los cumple: todos son interesantes, divertidos y encantadores.

Bien, he probado que la señora de Alec Sawyer está tan equivocada que ahora me da pena ella, aunque me llamará «minina».

¿Por qué no me gusta que me llamen «minina», si los gatos son tan preciosos? Además, que me llamen gatita sí me gusta.

28 de abril de 19…

Hace dos semanas envié mi mejor poema, Canción del viento, a una revista de Nueva York, y hoy he recibido unas líneas impresas que dicen: «Lamentamos informarle que no podemos publicar su colaboración».

Me siento fatal. Creo que nunca voy a poder escribir nada que valga la pena.

Sí voy a poder. ¡Algún día esa revista va a desear poder publicar algo mío!

No le dije al señor Carpenter que lo había enviado. No puedo esperar consuelo de su parte. Él dice que hasta dentro de cinco años no podré empezar a perseguir a los editores. Pero yo que algunos de los poemas qué he leído en esa revista no son mejores que la Canción del viento.

En verano me dan más ganas de escribir poesía que en cualquier otra época del año. El señor Carpenter me dice que luche contra ese impulso. Dice que la primavera ha sido responsable de más basura que cualquier otra cosa en el universo de Dios.

La manera de hablar del señor Carpenter es muy pintoresca.

1° de mayo de 19…

Dean está aquí. Ayer vino a casa de su hermana y esta noche ha estado aquí y hemos paseado por el jardín, por el sendero del reloj de sol, hablando. Es maravilloso que esté otra vez aquí, con sus misteriosos ojos verdes y su hermosa boca.

Tuvimos una larga charla. Hablamos de Argel y de la transmigración de las almas, de la cremación y de los perfiles (Dean dice que yo tengo un buen perfil, «griego puro»). Me encantan los cumplidos de Dean.

«¡Estrella de la mañana, cómo has crecido! —me dijo—. ¡El otoño pasado dejé a una niña y ahora me encuentro con una mujer!».

Dentro de tres semanas cumplo catorce años y soy alta para mi edad. A Dean al parecer le gusta, al contrario de la tía Laura, que suspira cuando tiene que alargarme los vestidos y piensa que los niños crecen demasiado rápido.

«Así pasa el tiempo», dije, citando la leyenda del reloj de sol y sintiéndome muy sofisticada.

«Eres casi tan alta como yo —dijo él, y añadió con amargura—, si bien el Giboso Priest no tiene una estatura descomunal».

Yo siempre había evitado hacer referencias a su hombro pero en aquel momento dije: «Dean, por favor, no te burles así de ti mismo, al menos, no conmigo. Yo nunca pienso en ti como el Giboso».

Dean me cogió una mano y me miró fijamente a los ojos, como tratando de leerme el alma. «¿Estás segura de eso, Emily? ¿A veces no desearías que yo no cojeara, ni estuviera torcido?».

«Por ti, sí —respondí—, pero, en lo que a mí concierne, no hay ninguna diferencia, y nunca la habrá».

«¡Y nunca la habrá! —Dean repitió mis palabras con énfasis—. Si estuviera seguro de eso, Emily, si pudiera estar seguro…».

«Puedes estar seguro», exclamé con afecto. Me molestaba que pareciera dudar y, sin embargo, algo en su expresión me hizo sentir incómoda. De pronto me hizo recordar de cuando me rescató del acantilado en Malvern Bay y me dijo que mi vida le pertenecía porque me la había salvado. No me gusta la idea de que mi vida pertenezca a nadie que no sea yo misma, a nadie, ni siquiera a Dean, por más que lo quiera. Y en cierto sentido quiero a Dean más que a nadie en el mundo.

Cuando oscureció, salieron las estrellas y las estudiamos con los espléndidos gemelos de Dean. Fue fascinante. Dean sabe todo lo que hay que saber sobre las estrellas, a mí me parece que sabe todo de todo. Pero cuando se lo dije, me respondió: «Hay un secreto del que no sé nada, y daría todo lo demás por saberlo, un solo secreto, y tal vez no lo sepa jamás. La manera de ganar… la manera de ganar…».

«¿Qué?», pregunté con curiosidad.

«Lo que desea mi corazón —dijo Dean, con expresión soñadora, mirando una estrella resplandeciente que parecía colgada de la punta de una de las Tres Princesas—. Ahora me parece tan deseable y tan inalcanzable como esa estrella parecida a una piedra preciosa, Emily. Pero ¿quién sabe?».

Me pregunto qué será lo que Dean desea tanto.

4 de mayo de 19…

Dean me ha traído de París una carpeta preciosa y he copiado mi verso preferido de La genciana orlada en interior de la cubierta. Lo leeré todos los días y recordaré mi voto de «subir el Sendero Alpino». Comienzo a darme cuenta de que tengo mucho camino por delante, aunque creo que durante un tiempo yo creía subir vertiginosamente a «esa lejana meta» en alas de plata. El señor Carpenter ha echado por tierra ese sueño. «Clava los pies en la tierra y amárrate con todas tus fuerzas, es la única manera», dice.

Anoche, en la cama, pensé algunos títulos preciosos para los libros que voy a escribir en el futuro: Una dama de alto rango; Leal a la fe y a sus votos; Ay extraña margarita pálida (esto lo saqué de Tennyson), La casta de Vere de Vere (lo mismo) y Un reino junto al mar.

¡Ahora tengo que tener ideas que combinen con los títulos!

Estoy escribiendo una historia llamada La casa del peral, también un buen título, creo. Pero los diálogos amorosos siguen preocupándome. Todo lo que escribo sobre el amor me parece tan rígido y tonto apenas termino de escribirlo, que me saca de mis casillas. Pregunte a Dean si podía enseñarme a escribir esas cosas correctamente, porque hace mucho tiempo me prometió que lo haría, pero él me respondió que yo era muy joven todavía y lo dijo con esa expresión misteriosa que siempre parece dar la idea de que en sus palabras hay mucho más de lo que su mero sonido expresa. Ojalá yo pudiera hablar tan significativamente porque así uno se vuelve muy interesante.

Esta tarde, después de la escuela, Dean y yo nos hemos puesto a leer otra vez La Alhambra, sentados en el banco de piedra del jardín. Ese libro siempre me hace sentir como si hubiera abierto una puertecita y hubiera entrado directamente en el país de las hadas.

«¡Cómo me gustaría conocer la Alhambra!», he dicho.

«Algún día iremos, juntos», ha contestado Dean.

«¡Ay, sería maravilloso! —he exclamado—. ¿Crees que podremos ir algún día, Dean?».

Antes de que Dean pudiera contestarme oí el silbido de Teddy en el bosque de John el Altivo, ese querido silbidito de dos notas breves y una larga, que es nuestra señal. «Perdóname, tengo que irme, me llama Teddy», he dicho.

«¿Siempre tienes que irte cuando te llama Teddy?», preguntó Dean.

He asentido y se lo he explicado. «Me llama así sólo cuando me necesita especialmente y le prometí que, mientras pueda, iré siempre».

«¡Yo te necesito especialmente! —ha dicho Dean—. Esta tarde he venido sólo para leer La Alhambra contigo».

De pronto, me he sentido muy desdichada. Tenía muchísimas ganas de quedarme con Dean, pero al mismo tiempo sentía que tenía que acudir a la llamada de Teddy. Dean me ha atravesado con la mirada. En seguida ha cerrado La Alhambra. «Ve», ha dicho.

He ido, pero las cosas, de alguna manera, se habían estropeado.

10 de mayo de 19…

Esta semana he leído tres libros que me prestó Dean. Uno era como un jardín de rosas, muy agradable, pero casi demasiado dulzón. Otro era como un bosque de pinos en una montaña, lleno de aromas, y me encantó, pero, sin embargo, me llenó de una especie de desconsuelo. Estaba escrito de una manera muy hermosa. Yo nunca podré escribir así, estoy segura. Y el otro era como una pocilga. Dean me lo dio por error. Se enfadó mucho consigo mismo cuando se dio cuenta, se enfadó y se apenó.

«Estrella, Estrella, nunca te habría dado un libro así, maldita sea mi negligencia, perdóname. Ese libro es la pintura fiel de un mundo, pero no tu mundo, gracias a Dios, ni ningún mundo que tú puedas jamás habitar. Estrella, prométeme que olvidarás ese libro».

«Lo olvidaré, si puedo», dije.

Pero no sé si podré. Era horrible. Desde que lo leí no he podido volver a ser del todo feliz. Siento como si se me hubieran ensuciado las manos y no pudiera terminar de limpiármelas. Y tengo otra extraña sensación, como si se hubiera cerrado una puerta a mis espaldas, introduciéndome en un nuevo mundo que no entiendo ni me gusta del todo, pero por el que debo viajar.

Esta noche he tratado de escribir una descripción de Dean en mi cuaderno de bosquejos de personajes. Pero no lo he conseguido. Lo que escribí se parecía a una fotografía, no a un retrato. Hay algo en Dean que está más allá de mí.

El otro día, Dean me sacó una fotografía con su cámara nueva, pero no le gustó.

«No se parece a ti —dijo—, pero, claro, no es posible fotografiar la luz de una estrella».

Entonces añadió, con algo de mal humor, según me pareció a mí: «Dile a ese sinvergüenza de Teddy que no ose incluir tu cara en sus cuadros. No tiene por qué ponerte a ti en cualquier cosa que dibuje».

«¡No lo hace! —exclamé—. ¡Pero si Teddy sólo me ha hecho un retrato, el que me robó la tía Nancy!».

Lo dije con rabia y sin vergüenza, porque nunca le perdoné a la tía Nancy que se quedara con aquel retrato.

«Pone algo de ti en cada dibujo —dijo Dean con obstinación—, tus ojos, la curva del cuello, la inclinación de tu cabeza, tu personalidad. Eso es lo peor, no me importan tanto los ojos o la curva del cuello pero no voy a permitir que ese cachorrito ponga un poquito de tu alma en todo lo que dibuja. Probablemente no sepa que está haciéndolo, y eso empeora las cosas».

«No te entiendo —dije muy altiva—. Pero Teddy es maravilloso, lo dice el señor Carpenter».

«¡Y Emily la de la Luna Nueva lo repite! Ah, ese chico tiene talento, hará algo valioso algún día, si esa mórbida madre suya no le arruina la vida. Pero que mantenga su lápiz y su pincel fuera de mi propiedad».

Dean rió al decirlo. Pero yo mantuve la cabeza erguida. Yo no soy «propiedad» de nadie, ni siquiera en broma. Y no lo seré jamás.

12 de mayo de 19…

La tía Ruth, el tío Wallace y el tío Oliver han estado en casa esta tarde. El tío Oliver me cae bien, pero la tía Ruth y el tío Wallace no me gustan mucho más que antes. Tuvieron una especie de cónclave familiar en la sala, con la tía Elizabeth y la tía Laura. Al primo Jimmy le permitieron entrar, pero a mí me excluyeron, aunque estoy absolutamente segura de que tenía que ver conmigo. Creo que la tía Ruth no consiguió lo que quería, porque durante toda la cena me trató con arrogancia, ¡y dijo que estaba muy flacucha! La tía Ruth, por lo general, me trata con arrogancia y el tío Wallace con condescendencia. Prefiero el trato de la tía Ruth porque no tengo que simular que me gusta. Lo soporté hasta cierto punto, hasta que no pude más. La tía Ruth me dijo:

«Emily, no me contradigas», como si hablara a una criatura. Yo la miré fijamente a los ojos y le dije, con mucha frialdad:

«Tía Ruth, creo que ya soy demasiado mayor para que me hablen de esa manera».

«No eres demasiado mayor para ser tan grosera e impertinente —dijo la tía Ruth, con un bufido—, y si yo estuviera en el lugar de Elizabeth le habría dado una buena bofetada, señorita».

¡Odio que me hable así!, que me diga «señorita» y que me resople. Me parece que la tía Ruth tiene todos los defectos de los Murray y ninguna de sus virtudes.

Andrew, el hijo del tío Oliver, vino con él y va a quedarse una semana. Tiene cuatro años más que yo.

19 de mayo de 19…

Hoy es el día de mi cumpleaños. Cumplo catorce. Escribí una carta: «De mí a los catorce años para mí a los veinticuatro», la sellé y la guardé en el armario, para abrirla el día en que cumpla veinticuatro. En la carta hice algunas predicciones. Me pregunto si se habrán cumplido cuando la abra.

Hoy la tía Elizabeth me ha devuelto todos los libros de papá. Me he alegrado mucho. Me parece que hay una parte de papá en esos libros. Está su nombre en cada uno de ellos, con su letra, y las notas que hacía en los márgenes. Me parecen fragmentos de cartas suyas. He estado hojeándolos toda la tarde y papá me parece otra vez tan cercano que me siento feliz y triste al mismo tiempo.

Una cosa me ha estropeado el día. En la escuela, cuando he ido a la pizarra para hacer un problema, de pronto todo el mundo se ha echado a reír. Yo no me daba cuenta de por qué. Hasta que he descubierto que alguien me había pegado una hoja en la espalda en la que habían escrito, con grandes letras negras: «Emily Byrd Starr, Autora del Pato de las cuatro patas». Han reído todavía más cuando me he arrancado la hoja y la he tirado a la papelera. Me pone furiosa que cualquiera ridiculice así mis ambiciones. He vuelto a casa irritada y dolida. Pero cuando me he sentado en los escalones del cenador y he mirado durante cinco minutos uno de los inmensos pensamientos púrpura del primo Jimmy, se me ha ido toda la rabia. Nadie puede estar mucho rato enfadado si mira el corazón de un pensamiento.

Además, ¡ya llegará el momento en que no van a reírse de mí!

Ayer Andrew se fue a su casa. La tía Elizabeth me preguntó qué me parecía. Nunca antes me había preguntado si me había gustado alguna persona, mis gustos no importaban en absoluto. Supongo que está empezando a darse cuenta de que ya no soy una niña.

Le dije que me parecía bueno, amable, estúpido y nada interesante.

La tía Elizabeth se enfadó tanto que no me habló el resto del día. ¿Por qué? Tenía que decirle la verdad. Y Andrew es así.

21 de mayo de 19…

Hoy ha estado en casa el viejo Kelly por primera vez esta primavera, con un lote de nuevas ollas lustrosas. Como siempre, me ha traído una bolsa de caramelos, y, como siempre, ha bromeado sobre cuándo me caso. Pero parecía tener algo especial en mente y cuando he ido a la lechería a buscar la leche que había pedido, me ha seguido.

«Querida niña —ha dicho, misteriosamente—, me he tropezado con el Giboso Priest en el camino. ¿Viene mucho?».

Yo he inclinado la cabeza a un lado, al estilo Murray. «Si se refiere al señor Dean Priest —he dicho—, viene a menudo. Es muy amigo mío».

El viejo Kelly ha sacudido la cabeza. «Querida niña, te lo advertí, no digas después que no te lo advertí. El día que te llevé a Priest Pond te dije que nunca te casaras con un Priest. ¿No te lo dije?».

«Señor Kelly, qué cosa tan ridícula —he dicho, enfadada pero sintiendo al mismo tiempo que era absurdo enfadarme con el viejo Jock Kelly—. Yo no voy a casarme con nadie. El señor Priest podría ser mi padre y yo no soy más que una niña a quien él ayuda con sus estudios».

El Viejo Kelly ha sacudido otra vez la cabeza. «Conozco a los Priest, niña querida, y cuando se les mete algo en la cabeza, es más fácil hacer cambiar de dirección al viento. Y se dice que el Giboso te echó el ojo encima el día que te rescató de las rocas de Malvern, sólo está esperando a que tengas edad para cortejarte. Se dice que es un pagano, y se sabe que cuando estaban bautizándolo levantó la mano y le quitó las gafas al cura. ¿Qué puedes esperar de alguien así? No tengo que decirte que es cojo y jorobado, eso puedes verlo con tus propios ojos. Escucha el consejo del viejo tonto de Kelly y apártate de él mientras haya tiempo. Bueno, no me mires como los Murray, querida niña. Te hablo así por tu propio bien».

Me he ido y lo he dejado. No podía ponerme a discutir con él por semejante cosa. Ojalá la gente no me pusiera esas ideas en la cabeza, porque se clavan como espinas. Ahora pasarán semanas antes de que pueda volver a estar bien con Dean, aunque sé perfectamente que todo lo que ha dicho el viejo Kelly es una tontería.

Después de irse el Viejo Kelly he subido a mi habitación y he escrito una descripción completa de él en mi cuaderno.

Ilse tiene un sombrero nuevo adornado con unos grandes lazos de tul azul debajo de la barbilla. A mí no me gusta y se lo dije. Se puso furiosa y me dijo que yo estaba celosa y hace dos días que no me habla. He pensado en ello. Yo sabía que no eran celos, pero he llegado a la conclusión de que cometí un error. Jamás le diré a nadie ese tipo de cosas. Era cierto pero no era diplomático.

Espero que para mañana Ilse me perdone. La añoro muchísimo cuando está enfadada conmigo. Es tan cariñosa y divertida, y tan espléndida, cuando no está enfurruñada.

Teddy también está un poco enfadado conmigo ahora. Creo que es porque el miércoles de noche Geoff North me acompañó a casa después de la reunión de oración. Espero que la razón sea ésa. Me encanta saber que tengo tanto poder sobre Teddy.

Me pregunto si tendría que haber escrito esto último. Pero es la verdad.

Si Teddy supiera que he estado muy avergonzada y triste por ese tema… Al principio, cuando Geoff me eligió de entre todas las chicas, me sentí muy orgullosa. Era la primera vez que un muchacho me acompañaba a casa y Geoff es un muchacho de la ciudad, muy buen mozo y refinado, y todas las chicas mayores de Blair Water van locas tras él. Así que salí como sobre nubes por la puerta de la iglesia con él, sintiéndome como si hubiera crecido de pronto. Pero no habíamos caminado mucho cuando ya lo odiaba. Estuvo tan suficiente… Parecía convencido de que soy una simple muchacha del campo que tenía que estar sobrecogida por el honor de su compañía.

¡Y al principio era cierto! Eso me molestó. ¡Pensar que fui tan estúpida!

No dejaba de decir: «La verdad, me sorprendes», con un tono afectado y pedante, cada vez que yo hacía cualquier comentario. Y me aburrió. No podía decir dos palabras sensatas sobre nada. O al menos no lo intentó conmigo. Cuando llegamos a la Luna Nueva yo estaba frenética. ¡Y entonces aquella criatura insufrible me pidió que le diera un beso!

Me erguí, ah, en ese momento sí que fui una Murray, de los pies a la cabeza. Me sentí idéntica a la tía Elizabeth.

«Yo no beso a los chicos», le dije, con desdén. Geoff rió y me cogió la mano.

«Pero, tontita, ¿para qué crees que te he acompañado a casa?», me preguntó.

Me solté y entré. Pero, antes, hice otra cosa: ¡Le di una bofetada!

Entonces subí a mi habitación y lloré de la vergüenza de sentirme insultada y de haber tenido la poca dignidad de permitir que me doliera. La dignidad es una tradición de la Luna Nueva y sentí que la había traicionado.

¡Pero creo que «sorprendí» a Geoff North, y de verdad!

24 de mayo de 19…

Hoy Jennie Strang me ha dicho que Geoff North le dijo a su hermano que yo era «una cascarrabias» y que él no quería tener nada que ver conmigo.

La tía Elizabeth se enteró de que Geoff me acompañó a casa y me ha dicho que no se puede confiar en dejarme ir otra vez sola a la reunión de oración.

25 de mayo de 19…

Estoy sentada en mi habitación, en el crepúsculo. La ventana está abierta y las ranas cantan sobre algo que sucedió hace mucho tiempo. En el sendero que cruza el jardín, las Personitas Alegres sostienen grandes copas aflautadas de rubí, de oro y de perlas. Ahora no llueve, pero ha llovido todo el día, una lluvia con perfume a lilas. A mí me gustan todos los climas y me gustan los días de lluvia, esos días suaves, brumosos, de lluvia, cuando la Señora Viento sacude suavemente las copas de los abetos rojos y esos otros días de lluvia violentos, tempestuosos y con lluvias fuertes. Me gusta no poder salir por la lluvia, me gusta oírla repicar sobre el tejado y golpear los vidrios de la ventana y caer del tejado, mientras la Señora Viento gira como una vieja bruja loca en los bosques y en el jardín.

¡Claro que si llueve y tengo que ir a algún lado gruño como cualquiera!

Un atardecer como éste siempre me hace pensar en aquella primavera en la que murió papá, hace tres años, y en aquella vieja y querida casita en Maywood. Nunca he vuelto a verla. Me pregunto si ahora vivirá alguien allí. Y si Adán y Eva y el Pino Gallo y el Árbol Penitente siguen igual. Y quién duerme en el que era mi cuarto, y si alguien les da cariño a los abedules pequeños y juega con la Señora Viento en los bosquecillos de abetos rojos. En cuanto escribí «bosquecillos de abetos rojos» me vino un viejo recuerdo. Un atardecer de primavera, cuando yo tenía ocho años, estaba corriendo por los páramos jugando al escondite con la Señora Viento y encontré una pequeña hondonada entre dos abetos que estaba cubierta por unas hojas diminutas muy verdes, cuando todo lo demás estaba marrón y marchito. Eran tan hermosas que me vino «el destello» mientras las miraba. Era la primera vez que me sucedía. Supongo que por eso recuerdo con tanta nitidez esas hojitas. Nadie más las recuerda, tal vez nadie más las haya visto. De otras hojas me he olvidado, pero a éstas las recordaré todas las primaveras y con cada evocación volveré a sentir el momento de magia que me regalaron.