1
Sólo dos semanas para la boda. Emily descubrió lo largas que pueden ser dos semanas, a pesar de que cada momento del día estaba lleno de cosas para hacer, domésticas y sociales. En todas partes se hablaba mucho del acontecimiento. Emily apretó los dientes y siguió adelante. Ilse estaba aquí, allí y en todas partes. No hacía nada, pero hablaba mucho.
—Es tan tranquila como una pulga —gruñía el doctor Burnley.
—Ilse es una muchacha tan inquieta… —se quejaba la tía Elizabeth—. Parece tener miedo de que la gente no sepa que está viva si se queda sentada y quieta un momento.
—Tengo cuarenta y nueve remedios para los mareos en el mar —dijo Ilse—. Si llega la tía Kate Mitchell tendré cincuenta. ¿No es encantador tener parientes que se preocupan por una, Emily?
Estaban solas en la habitación de Ilse. Era la noche en que se esperaba la llegada de Teddy. Ilse se había probado media docena de vestidos diferentes y los había apartado todos con desdén.
—Emily, ¿qué me pongo? Decide por mí.
—Yo, no. Además, ¿qué más da lo que te pongas?
—Cierto, muy cierto. Teddy nunca se fija en lo que llevo puesto. A mí me gusta que los hombres se fijen y digan algo. Me gusta que un hombre prefiera que lleve un vestido de seda que de pana.
Emily miró por la ventana a un jardín enmarañado, donde la luz de la luna era un inmóvil mar de plata que iluminaba suavemente las amapolas.
—Quise decir que Teddy… no va a pensar en tu vestido, sino en ti.
—Emily, ¿por qué insistes en hablar como si creyeras que Teddy y yo estamos locamente enamorados el uno del otro? ¿Es tu complejo victoriano?
—¡Por lo que más quieras, no hables más de lo victoriano! —exclamó Emily con una violencia desacostumbrada, nada Murray—. Me tiene harta. Cualquier emoción sencilla, natural, ay, y dices que es victoriana. Hoy todo el mundo parece empeñado en despreciar cualquier cosa victoriana. ¿Saben de lo que hablan? Pues a mí me gustan las cosas decentes y sensatas, si eso es victoriano…
—Emily, Emily, ¿tú crees que a la tía Elizabeth le parecería decente o sensato estar locamente enamorado?
Las dos muchachas se rieron y así se aflojó la súbita tensión.
—¿No te vas, verdad, Emily?
—Claro que sí. ¿Crees que me voy a quedar a hacer de carabina?
—Ya estás otra vez. ¿Y a ti te parece que yo quiero encerrarme toda una tarde con un Teddy para mí sola? Nos pelearemos cada dos o tres minutos por cualquier cosa. Claro que las peleas son divinas. Animan la vida. Yo necesito una a la semana. Tú bien sabes cómo disfruto con una buena pelea. ¿Recuerdas cómo peleábamos tú y yo? Últimamente no eres muy buena para eso. Y Teddy tampoco se entrega con toda el alma. Perry sí, él sí sabía pelear. Piensa en las maravillosas trifulcas que habríamos tenido Perry y yo. Nuestras discusiones habrían sido de maravilla. Nada mezquino ni a medias tintas. ¡Y cómo nos habríamos amado entre una y otra! ¡Ay, ay, ay!
—¿Todavía sigues pensando en Perry Miller? —preguntó Emily, enfadada.
—No, criatura. Pero tampoco estoy loca por Teddy. Después de todo, el nuestro es un amor de segunda mano por ambas partes, tú lo sabes. Sopa fría recalentada. No te preocupes. Seré una buena esposa para él. Lo conservaré mucho mejor así que si lo creyera poco menos que un ángel. No sirve pensar que un hombre es perfecto porque, naturalmente, él está convencido de que lo es y, cuando encuentra a alguien que está de acuerdo con él, tiende a dormirse en sus laureles. Me irrita que todo el mundo piense que tengo tanta suerte por haber «pescado» a Teddy. Viene la tía Ida Mitchell: «Has conseguido un marido perfecto, Ilse»; viene Bridget Mooney de fregar suelos en Stovepipe Town: «Caramba, señorita, qué hombre se lleva». «Hermanas por debajo de la piel», como te darás cuenta. Teddy es un buen hombre, en especial desde que se dio cuenta de que no es el único hombre del mundo. En algún lugar aprendió buen juicio. Me gustaría saber qué mujer se lo enseñó. Ah, hubo alguien, estoy segura. Me contó algo del asunto, no mucho, pero sí suficiente. Ella lo despreciaba y luego, después de haberle hecho creer que se interesaba por él, lo desairó sin más ni más. Ni siquiera le contestó la carta en la que él le decía que la amaba. Odio a esa muchacha, Emily, ¿no es extraño?
—No la odies —replicó Emily con voz cansina—. Tal vez no sabía lo que estaba haciendo.
—La odio por haber tratado así a Teddy. Aunque le hizo mucho bien. ¿Por qué la odio, Emily? Emplea tu renombrada habilidad en análisis psicológico y explícame este misterio.
—La odias porque… para utilizar cierta cruda expresión que hemos escuchado a menudo… estás cogiendo lo que ella dejó.
—¡Eres un demonio! Supongo que sí. ¡Qué feas resultan algunas cosas cuando las investigas un poco! Yo me vanagloriaba de que era un odio noble porque ella había hecho sufrir a Teddy. Después de todo, los victorianos tenían razón al ocultar tantas cosas. Las cosas feas tienen que ser escondidas. Ahora vete a tu casa si tienes que irte, que yo trataré de parecer alguien a punto de recibir una bendición.
2
Con Teddy vino Lorne Halsey, el gran Halsey, que a Emily le gustó mucho, a pesar de su fealdad. Era un individuo de aspecto cómico, con ojos vivaces y burlones que parecía mirarlo todo en general, y la boda de Frederick Kent en particular, como una gran broma. Por alguna razón, aquella actitud hizo las cosas un poco más fáciles para Emily. Ella estuvo muy brillante y alegre en los atardeceres que pasaron juntos. Le tenía pánico al silencio en presencia de Teddy. «Nunca estés en silencio con la persona que amas y de la cual desconfías», le había dicho una vez el señor Carpenter. «El silencio traiciona».
Teddy era muy amable, pero su mirada siempre evitaba a Emily. Una vez, cuando iban todos caminando por el viejo parque bordeado de sauces de la propiedad de los Burnley, a Ilse se le ocurrió la feliz idea de elegir una estrella favorita.
—La mía es Sirio. ¿La tuya, Lorne?
—Antares, de Escorpión, la estrella roja del sur —contestó Halsey.
—Bellatrix, de Orion —se apresuró a decir Emily. Nunca había pensado en Bellatrix, pero no osó vacilar ni un segundo delante de Teddy.
—Yo no tengo una estrella favorita, pero hay una sola que odio: Vega de la Lira —afirmó Teddy en voz queda. Su voz sonó cargada de significado, lo cual puso incómodos a todos los demás aunque ni Halsey ni Ilse supieron por qué. No se dijo nada más de las estrellas. Sin embargo, Emily se quedó mirándolas hasta que desapareció la última, al alba.
3
Tres noches antes de la boda, todo el mundo se escandalizó en Blair Water y en Derry Pond porque habían visto a Ilse Burnley paseando con Perry Miller en su nuevo coche a una hora poco apropiada. Cuando Emily se lo reprochó, Ilse lo admitió con frialdad.
—Claro que fui. Había pasado una velada tan aburrida con Teddy… Empezamos bien, con una discusión sobre mi chow-chow azul. Teddy dijo que quería más al perro que a él. Le repliqué que por supuesto. Aunque no me creyó, se puso furioso. Teddy está convencido de que me muero por él, razonamiento típico en un hombre.
«Un perro que en su vida corrió a un gato», dijo, despectivo.
—Así que pasamos el resto de la tarde enfurruñados. A las once se fue a su casa sin darme un beso. Yo decidí hacer algo tonto y hermoso por última vez, así que eché a caminar con intención de dar una preciosa caminata por las dunas. Perry apareció en su coche, cambié de idea y me fui a dar un paseo con él a la luz de la luna. Todavía no estoy casada. No me mires así. Nos quedamos sólo hasta la una y además nos portamos muy bien, muy decentemente. Sólo que en un momento me pregunté… qué pasaría si de pronto yo dijera «Perry, querido, tú eres el único hombre que me ha importado en la vida. ¿Por qué no nos casamos?». Me pregunto si cuando tenga ochenta años no me arrepentiré de no haberlo dicho.
—Me dijiste que lo de Perry se te había pasado.
—Pero ¿me creíste? Emily, gracias a Dios que no eres una Burnley.
Emily reflexionó con amargura que no era mucho mejor ser una Murray. De no haber sido por su orgullo Murray, habría ido con Teddy la noche en que él la llamó, y mañana ella sería la novia, y no Ilse.
Mañana. Era mañana, el mañana en el que tendría que estar cerca de Teddy y oírle jurar devoción eterna a otra mujer. Todo estaba preparado. El banquete de la boda había conformado hasta al doctor Burnley, quien había decretado que tenía que ser «un buen banquete de bodas, como los de antes, nada de esas cosas modernas de ahora. Tal vez la novia y el novio no quieran comer mucho, pero el resto seguimos teniendo estómago. Y ésta es la primera boda en años. En un aspecto, al menos, nos estábamos pareciendo demasiado al cielo: ni nos casábamos ni dábamos en casamiento. Quiero multiplicarme. Y dile a Laura que, por lo que más quiera, no llore en la boda».
De manera que las tías Elizabeth y Laura se ocuparon de que, por primera vez en veinte años, la casa de los Burnley fuera limpiada a fondo, de pies a cabeza. El doctor Burnley le dio las gracias a Dios porque sólo tenía que pasar una vez por esto, pero nadie le prestó la menor atención. Elizabeth y Laura encargaron que les hicieran vestidos nuevos de satén. Hacía tanto tiempo que no tenían ninguna excusa para hacerse vestidos nuevos de satén…
La tía Elizabeth hizo el pastel de boda y se ocupó de los pollos y los jamones. Laura hizo cremas, gelatinas y ensaladas, y Emily las llevó a casa de los Burnley, preguntándose si no despertaría antes de… antes de…
—Me alegraré cuando termine todo este alboroto —gruñó el primo Jimmy—. Emily se está matando de trabajo… ¡miradle los ojos!
4
—Quédate conmigo esta noche, Emily —rogó Ilse—. Juro que no te mataré hablando y que tampoco voy a llorar. Aunque reconozco que si esta noche pudiera consumirme como una vela, sería feliz. Jean Askew fue la dama de honor de Milly Hyslop y pasó la noche anterior a la boda con ella, y las dos lloraron durante toda la noche. Imagínate semejante orgía de lágrimas. Milly lloraba porque se casaba y supongo que Jean lloraría porque no se casaba. Gracias al cielo, Emily, que tú y yo nunca fuimos lloronas. Somos más propensas a pelear que a llorar, ¿no? ¿Vendrá mañana la señora Kent? No lo creo. Teddy dice que ella ni siquiera habla de la boda. Aunque dice que parece extrañamente cambiada, más suave, más tranquila, más como otras mujeres. Emily, ¿te das cuenta de que mañana a esta hora seré Ilse Kent?
Sí, Emily se daba cuenta.
No dijeron más. Pero dos horas más tarde, cuando Emily, en su vigilia, supuso que la inmóvil Ilse estaba profundamente dormida, ésta se incorporó en la cama y cogió la mano a Emily en la oscuridad.
—Emily, si una pudiera quedarse dormida soltera y despertarse casada… sería estupendo.
5
Era el amanecer… el amanecer del día de la boda de Ilse. Ésta dormía cuando Emily se levantó de la cama y se acercó a la ventana. El alba. Un grupo de pinos oscuros e inmóviles, junto al lago de Blair Water. El aire trémulo con música mágica, el viento aventando las dunas, danzarinas olas de ámbar en el puerto, el encendido cielo del este, el faro del puerto blanco como una perla bajo el cielo etéreo, más allá, el azul del mar con sus brotes de espuma y, detrás del fulgor dorado que bañaba la colina de Tansy Patch, Teddy… despierto… esperando… recibiendo el día que le daría el deseo de su corazón. El alma de Emily estaba vacía de todo deseo, esperanza o añoranza, sólo quería que terminara ese día.
«Es un consuelo —pensó—, que algo sea irrevocable».
—Emily… Emily.
Emily se apartó de la ventana.
—Hace un día precioso, Ilse. El sol brillará sobre vosotros. Ilse… ¿qué te pasa? ¡Ilse… estás llorando!
—No puedo… evitarlo —gimió Ilse—. Parece que, a fin de cuentas, es justo e inevitable. Que Milly me disculpe. Pero… tengo tanto miedo. Es una sensación horrible. ¿Crees que serviría de algo que tirara al suelo y me pusiera a gritar?
—¿A qué le tienes miedo? —preguntó Emily, algo impaciente.
—Ay… —Ilse saltó de la cama, desafiante— tengo miedo de sacarle la lengua al ministro. ¿A qué, si no?
6
¡Qué mañana! A Emily siempre le pareció el recuerdo de una pesadilla. Los invitados de la familia llegaron temprano. Emily los fue recibiendo hasta que sintió que se le había congelado la sonrisa en la cara. Había una cantidad interminable de regalos para desenvolver y ordenar. Antes de vestirse, Ilse bajó a verlos, indiferente.
—¿Quién ha mandado ese juego de té? —preguntó.
—Perry —dijo Emily. Le había ayudado a elegirlo. Un juego delicadísimo con un bonito diseño antiguo de rosas y una tarjeta con la escritura personalísima de Perry en tinta negra: «Para Ilse, con los mejores deseos de su viejo amigo Perry».
Deliberadamente, Ilse cogió las piezas una por una y las hizo pedazos contra el suelo antes de que la atónita Emily pudiera impedírselo.
—¡Ilse! ¿Te has vuelto loca?
—¡Sí! ¡Qué delicia! Barre los pedazos, Emily. Esto ha sido tan bueno como gritar tirada en el suelo. Mejor. Ahora puedo seguir adelante.
Emily se deshizo de los pedazos justo a tiempo. La señora Clarinda Mitchell llegaba ondulándose con su traje de muselina celeste y un chal color cereza. Era una afable prima política, sonriente y de buen corazón. Todo le interesaba. ¿Quién le regaló esto? ¿Quién le mandó esto otro?
—Será una novia preciosa —parloteaba la señora Clarinda—. Y Teddy Kent es un muchacho encantador. De verdad que es un matrimonio ideal, ¿no le parece? ¡Cómo los que salen en las revistas! Las bodas como ésta me encantan. Agradezco a las estrellas no haber perdido el interés en las cosas de los jóvenes cuando perdí la juventud. Todavía me quedan muchos sentimientos, y no me da vergüenza mostrarlos. ¿De verdad las medias del traje de novia de Ilse le costaron catorce dólares?
La tía Isabella Hyslop, Mitchell de soltera, estaba taciturna. Se había ofendido porque habían puesto su costoso regalo de copas para helado en cristal tallado junto al ridículo juego de anticuados tapetes de ganchillo de la prima Annabel. Era propensa a ver el lado pesimista de las cosas.
—Espero que todo salga bien. Pero tengo la incómoda sensación de que va a haber problemas, una especie de presentimiento, por así decirlo. ¿Usted cree en las señales? Un inmenso gato negro se nos cruzó por delante cuando veníamos por el valle. Y justo en ese árbol, cuando doblamos el camino, había un pedazo de un viejo cartel de las elecciones que decía «Ruina Azul» en letras negras de casi diez centímetros de alto saltando a la vista.
—Eso podía significar mala suerte para usted, pero difícilmente para Ilse.
La tía Isabella sacudió la cabeza. Se negaba a que la consolaran.
—Dicen que el traje de novia es algo como no se ha visto igual en la Isla del Príncipe Eduardo. ¿A usted le parece conveniente tanta extravagancia, señorita Starr?
—Lo más caro fue el obsequio de las viejas tías abuelas de Ilse de Escocia, señora Mitchell. Y, en la mayoría de los casos, uno se casa una sola vez en la vida.
A lo cual Emily recordó que la tía Isabella se había casado tres veces y se preguntó si la superstición de gatos negros no tenía alguna justificación, después de todo.
La tía Isabella se alejó fríamente y se la oyó decir más tarde que «esa muchacha Starr está realmente insoportable desde que le publicaron un libro. Se cree con derecho a ofender a cualquiera».
Antes de tener tiempo de agradecerle a las hadas su libertad, Emily cayó en las garras de más parientes Mitchell. A esta tía no le gustaba el regalo de otra tía: un par de ornamentados floreros de cristal de Bohemia.
—Bessie Jane nunca ha tenido mucho juicio. Qué elección tonta. Seguro que los niños desengancharán esos prismas y los perderán.
—¿Qué niños?
—Los niños que van a tener, por supuesto.
—La señorita Starr va a poner eso en un libro, Matilda —le advirtió su marido, riendo. Luego volvió a reír y le susurró a Emily:
—¿Por qué no es usted la novia hoy? ¿Cómo hizo Ilse para desplazarla, eh?
7
Emily dio gracias cuando la llamaron desde arriba para ayudar a Ilse a vestirse. Aunque ni siquiera ahí las tías y primas dejaban de desfilar diciendo cosas que la distraían.
—Emily, ¿recuerdas el día de nuestro primer verano juntas, cuando peleamos por el honor de hacer el papel de la novia en uno de nuestros juegos teatrales? Bueno, me siento como si estuviera haciendo el papel de la novia. Esto no es real.
Emily también sentía que no era real. Pero pronto, todo habría acabado y podría quedar felizmente sola. Y, vestida, Ilse era una novia tan hermosa que justificaba todo el alboroto de la boda. ¡Cómo la amaría Teddy!
—¿No parece una reina? —susurró la tía Laura con cariño.
Emily, que se había puesto su vestido color azul azucena, besó la mejilla virginal y ruborizada bajo el velo nupcial recamado de perlas.
—Ilse, querida, no me desahucies por victoriana, pero quiero decirte que espero que seas feliz «por siempre jamás».
Ilse le apretó la mano, pero rió con una risa demasiado alta.
—Espero que cuando la tía Laura dice que parezco una reina no esté pensando en la reina Victoria —susurró—. Tengo la sospecha de que la tía Janie Milburn está rezando por mí. La expresión la traicionó cuando vino a darme un beso. Siempre me ha puesto furiosa sospechar que la gente reza por mí. Emily, hazme un último favor. Saca a todo el mundo de esta habitación, a todo el mundo. Quiero estar sola, absolutamente sola, unos minutos.
De alguna manera, Emily lo consiguió. Las tías y primas volaron escaleras abajo. El doctor Burnley esperaba impaciente en el vestíbulo.
—¿No tendrían que estar listas ya? Teddy y Halsey están esperando la señal para bajar a la sala.
—Ilse quiere quedarse unos minutos sola. Ay, tía Ida, me alegro tanto de que haya podido llegar —le dijo a una señora obesa que subía las escaleras jadeando—. Teníamos miedo de que hubiera pasado algo que le impidiera venir.
—Pasó —jadeó la tía Ida, que en realidad era tía segunda. A pesar de estar sin aliento, la tía Ida estaba contenta. Adoraba ser la primera en contar las noticia, en especial las malas—. Y el doctor no venía, así que tuve que coger un taxi. Ese pobrecito Perry Miller, le conoce, ¿no? Un muchacho tan joven y tan inteligente… Ha muerto hace una hora, en un accidente.
Emily ahogó un grito y dirigió una mirada desesperada hacia la puerta de Ilse. Estaba entreabierta. El doctor Burnley decía:
—¡Perry Miller muerto! ¡Dios santo, qué espantoso!
—Bueno, casi muerto. Ahora ya lo estará del todo, estaba inconsciente cuando lo sacaron del coche. Lo llevaron al hospital de Charlottetown y mandaron buscar a Bill, que salió disparado, por supuesto. Es una suerte que Ilse no se case con un médico. ¿Tengo tiempo de quitarme estas cosas antes de la ceremonia?
Emily hizo a un lado su angustia por Perry, acompañó a la tía Ida al cuarto de huéspedes y volvió al doctor Burnley.
—Que Ilse no se entere —le advirtió, innecesariamente—. Le estropearía la boda… Perry y ella eran muy amigos. ¿No sería mejor que se apresurara un poco? Ya es tarde.
Sintiéndose más que nunca inmersa en una pesadilla, Emily recorrió el vestíbulo y golpeó la puerta de Ilse. No hubo respuesta. Abrió la puerta. Sobre el suelo, en un montoncito desolado, estaban el velo nupcial y el valiosísimo ramo de orquídeas que le había costado a Teddy más de lo que cualquier novia Murray o Burnley había pagado nunca por todo su ajuar, pero Ilse no aparecía por ningún lado. Había una ventana abierta, la que daba a la puerta de la cocina.
—¿Qué pasa? —preguntó el doctor Burnley, impaciente, acercándose a Emily—. ¿Dónde está Ilse?
—Se… ha ido —dijo Emily, como una tonta.
—¿Dónde?
—A ver a Perry Miller. —Emily lo sabía perfectamente. Ilse había oído lo que había contado la tía Ida y…
—¡Mierda! —dijo el doctor Burnley.
8
En pocos momentos, la casa fue el escenario de consternados y azorados invitados a la boda que no paraban de hablar y de hacer preguntas. El doctor Burnley perdió la compostura y recorrió todo su repertorio de imprecaciones, sin preocuparse por la presencia de señoras.
Hasta la tía Elizabeth estaba paralizada. No había antecedentes para tomar como referencia. Claro que Juliet Murray se había escapado para casarse. Pero se había casado. Nunca ninguna novia de la familia había hecho algo así. Sólo Emily conservaba un cierto grado de pensamiento y acción racionales. Averiguó de boca del joven Rob Mitchell cómo se había ido Ilse. Él estaba estacionando su coche en el establo cuando ella…
—La he visto saltar por la ventana con la cola del traje de novia echada sobre un hombro. Se ha deslizado por el techo y ha saltado al suelo, como un gato, ha corrido hasta el camino, se ha metido en el coche de Ken Mitchell y ha salido disparada como si la persiguiera el diablo. He pensado que se había vuelto loca.
—Y así ha sido, en cierto sentido. Rob, ve a buscarla. Espera, haré que el doctor Burnley te acompañe. Yo tengo que quedarme aquí a ocuparme de esto. Ay, ve lo más rápido que puedas. Son apenas veinte kilómetros hasta Charlottetown. Puedes ir y volver en una hora. Tienes que traerla… les diré a los invitados que esperen…
—No vas a poder arreglar este lío, Emily —profetizó Rob.
9
Pasó una hora. Pero el doctor Burnley y Rob regresaron solos. Ilse no quería venir, así de sencillo. Perry Miller no había muerto, ni siquiera estaba seriamente herido, pero Ilse no quería venir. Le dijo a su padre que iba a casarse con Perry Miller y con nadie más.
El doctor se convirtió en el centro de un grupito de mujeres desoladas y llorosas en el vestíbulo de arriba. La tía Elizabeth, la tía Laura, la tía Ruth, Emily…
—Supongo que si su madre viviera, esto no habría sucedido —dijo el doctor, aturdido—. Nunca creí que le interesara Miller. Qué lástima que nadie le torció el pescuezo a tiempo a Ida Mitchell. Ah, sí, llora, llora —dijo con ferocidad a la pobre tía Laura—. ¿De qué te va a servir moquear? ¡Qué lío de mierda! Alguien tiene que decírselo a Kent, supongo que me corresponde a mí. Y esos tontos aturullados a los que hay que dar de comer… La mitad ha venido para eso. Emily, tú pareces la única persona con una pizca de sentido común en el mundo. Ocúpate de todo, sé buena.
Emily no era de temperamento histérico, pero, por segunda vez en su vida, sintió que lo único que podía hacer era pegar un alarido lo más largo y alto que pudiera. Las cosas habían llegado a un punto en el que sólo gritar despejaría el aire. Sin embargo, hizo ubicar a los invitados en las mesas. La conmoción se calmó un poco cuando vieron que no se iban a quedar sin nada. Sin embargo, el banquete de bodas no fue precisamente un éxito.
Hasta los que tenían hambre tenían la incómoda sensación de que no era apropiado comer con ganas en aquellas circunstancias. Nadie lo disfrutó, excepto el viejo tío Tom Mitchell, que francamente iba a las bodas por los banquetes y a quien no le interesaba si había ceremonia o no. Las novias iban y venían, pero una buena comida era otra historia. De modo que se dedicó a comer, deteniéndose de vez en cuando para sacudir la cabeza con gesto solemne y preguntar: «¿Adónde van a llegar las mujeres?».
La prima Isabella quería hablar de sus presentimientos, pero nadie la escuchaba. La mayoría de los invitados no se atrevía hablar, por temor a decir algo impropio. El tío Oliver reflexionó que había visto velorios más alegres. Las camareras estaban nerviosas y agitadas y cometieron ridículos errores. La señora Derwent, la joven, bonita esposa del nuevo ministro, parecía a punto de llorar, no, a decir verdad, tenía los ojos llenos de lágrimas. Tal vez había hecho planes con la paga que recibiría su marido por la boda. Tal vez su pérdida significara que se quedaba sin sombrero nuevo. Emily, que la miró al pasar una gelatina, tuvo ganas de echarse a reír, un deseo tan histérico como su deseo de gritar. Pero en su cara fría y blanca no se advirtió ninguno de los dos deseos. La gente de Shrewsbury dijo que se la había visto tan desdeñosa e indiferente como siempre. ¿Habría algo que conmoviera a aquella muchacha?
Y por debajo de todo, ella tenía aguda conciencia de una pregunta: «¿Dónde estaba Teddy? ¿Qué sentía, qué pensaba, qué hacía?». Odiaba a Ilse por haberlo herido, por haberlo avergonzado de aquella manera. No veía cómo podían seguir las cosas a partir de ahora. Era uno de esos hechos que tienen que detener el tiempo.
10
—¡Qué día! —sollozó la tía Laura mientras volvían caminando a casa, a la luz del ocaso—. ¡Qué vergüenza! ¡Qué escándalo!
—Allan Burnley es el único culpable —dijo la tía Elizabeth—. Ha permitido a Ilse hacer cualquier cosa que se le ha ocurrido durante toda su vida. Nunca se le enseñó el menor control de sí misma. Toda la vida ha hecho lo que se le ha pasado por la cabeza cada vez que se encaprichaba con algo. No tiene el menor sentido de la responsabilidad.
—Pero si amaba a Perry Miller… —adujo Laura.
—Entonces, ¿por qué se comprometió en matrimonio con Teddy Kent? ¿Y por qué le ha hecho esto? No, Ilse no tiene excusa. ¡Qué una Burnley encuentre esposo en Stovepipe Town!
—Alguien tendrá que ocuparse de devolver los regalos —gimió Laura—. He cerrado con llave la puerta de la habitación donde han quedado. Uno nunca sabe… en estos momentos…
Emily se encontró, al fin, a solas en su dormitorio, demasiado atontada, conmovida y agotada para sentir algo. Una pelota inmensa, redonda y rayada se desperezó sobre su cama y abrió las mandíbulas rosadas.
—Flor —dijo Emily con voz queda—, tú eres lo único en el mundo que no falla.
Pasó muy mala noche, en vela, y al acercarse el alba cayó en un breve sopor. Cuando despertó, la esperaba un nuevo mundo que había que arreglar. Y estaba demasiado cansada para tener ganas de arreglarlo.