CAPÍTULO VEINTICUATRO

1

Ilse (una Ilse alegre y risueña) vino en mayo. Tal vez demasiado alegre y risueña, pensó Emily. Ilse siempre había sido una persona alegre e irresponsable, pero no tanto como ahora. Nunca estaba seria. Bromeaba con todo, hasta con su matrimonio. La tía Elizabeth y la tía Laura estaban asombradas. Una muchacha a punto de asumir las responsabilidades de la vida de casada debería ser más reflexiva y serena. Ilse le dijo a Emily que ésos eran ecos de la era victoriana. Parloteaba sin parar cuando estaba con Emily, pero nunca hablaba con ella, a pesar del deseo expresado en sus cartas de revivir las antiguas conversaciones. Tal vez no fuera totalmente culpable. A pesar de su determinación de ser exactamente la misma de antes, Emily no podía evitar una cierta reserva, surgida de su secreto dolor y su obstinada decisión de ocultarlo. Ilse notaba la reserva, aunque no sospechaba la causa. Emily, naturalmente, comenzaba a asemejarse a las mujeres de la Luna Nueva, eso era todo, viviendo sola con aquellos queridos antediluvianos.

—Cuando Teddy y yo volvamos y nos instalemos en Montreal, tienes que pasar los inviernos con nosotros, querida. La Luna Nueva es un lugar precioso en el verano, pero en invierno debes de sentirte enterrada viva.

Emily no prometió nada. No se imaginaba de invitada en casa de Teddy. Todas las noches se repetía que no sería capaz de soportar otro día. Pero, cuando llegaba el día siguiente, podía seguir viviendo. Incluso era posible hablar con Ilse con toda calma del vestido y de los detalles. El vestido azul azucena se hizo realidad y Emily se lo probó dos noches antes de la llegada de Teddy. Faltaban apenas dos semanas para la boda.

—Eres un sueño con ese vestido, Emily —dijo Ilse, estirándose sobre la cama de Emily con la gracia y el abandono de un gato, con el zafiro de Teddy que le ocultaba el dedo como si fuera una mancha oscura—. Vas a hacer que mi esplendor de terciopelo y encaje parezca vulgar y exagerado. ¿Te dije que Teddy trae a Lorne Halsey para que sea su padrino? Estoy fascinada… el gran Halsey. Su madre estuvo tan enferma que pensó que no podría venir. Pero la oportuna señora se recuperó y Halsey vendrá. Su nuevo libro es todo un éxito. En Montreal todo el mundo se está volviendo loco con el libro; y él es una persona interesantísima y de lo más impredecible. ¿No sería maravilloso que os enamorarais, Emily?

—No me busques marido, Ilse —dijo Emily con una débil sonrisa, quitándose el vestido azul azucena—. Siento en los huesos que llegaré a ser una vieja solterona, lo que es muy diferente a resignarse a serlo.

—Aunque, para decir la verdad, parece un mascarón de proa —dijo Ilse, meditabunda—. De no haber sido por eso, creo que me hubiera casado yo con él. Estoy casi segura de que habría podido, de quererlo. Pero su manera de cortejarme era preguntarme mi opinión sobre las cosas. Era agradable, pero tuve el presentimiento de que si nos casábamos dejaría de pedir mi opinión. Eso no sería agradable. Además, nunca sabes lo que está pensando. Puede parecer que te está adorando y en realidad piensa en las patas de gallo que tienes alrededor de los ojos. A propósito, ¿Teddy no es hermoso?

—Siempre fue un muchacho guapo.

—«Un muchacho guapo» —se burló Ilse—. Emily Starr, si algún día te casas, espero que tu esposo te encadene en una caseta de perro. En cualquier momento te empezaré a llamar tía Emily. Caramba, no hay nadie en Montreal que pueda compararse con él. En realidad, lo que me gusta es su belleza física, no él. A veces me aburre, en serio. Aunque estaba segura de que no sería así. Antes de comprometemos no me aburría nunca. Tengo la premonición de que algún día le tiraré la tetera a la cabeza. ¿No es una lástima que no se puedan tener dos maridos? Uno para mirarlo y otro para hablar con él. Pero Teddy y yo formaremos una hermosa pareja, ¿no, querida? Él tan moreno y yo tan rubia… Siempre deseé haber sido «una dama morena», como tú, pero cuando se lo dije a Teddy, se rió y me recitó estos viejos versos:

Sí los dichos de los bardos mal no recuerdo,

las sirenas tienen los cabellos color del cuervo,

pero sobre la tierra, desde el alba de las artes,

rubios se ha pintado siempre a los ángeles.

Eso es lo más cerca que ha estado Teddy de llamarme ángel. Por suerte. Porque al final de cuentas, Emily, yo preferiría… ¿estás segura de que la puerta está cerrada, para que la tía Laura no me oiga y caiga muerta?… preferiría de lejos ser una sirena y no un ángel. ¿Y tú?

—Revisemos ahora las invitaciones a ver si no nos olvidamos de nadie —fue la respuesta de Emily a esta catarata de palabras.

—¿No es horrible pertenecer a una familia como la nuestra? —dijo Ilse, quisquillosa—. Hay una cantidad inmensa de dinosaurios que hay que invitar. Espero llegar algún día a donde no haya parientes. Tengo ganas de que termine todo este asunto del demonio. ¿Estás segura de que has invitado a Perry, verdad?

—Sí.

—¿Vendrá? Espero que sí. ¡Qué idiota era cuando creía estar tan enamorada de él! Tenía esperanzas de… tantas cosas, a pesar de saber que estaba loco por ti. Pero perdí las esperanzas después de la cena de la señora Chidlaw. ¿Te acuerdas, Emily?

Sí, Emily se acordaba de aquella cena.

—Hasta ese momento siempre guardaba alguna esperanza, de que algún día, cuando se diera cuenta de que tú no ibas a darle el sí, yo pudiera ganar su corazón despechado… ¿no era así la frase victoriana? Pensaba que iba a ir a casa de los Chidlaw, sabía que lo habían invitado. Le pregunté a Teddy si Perry iba. Teddy me miró fijamente a los ojos, con una mirada llena de significado, y me dijo: «Perry no vendrá. Está trabajando en el caso que tiene mañana. La meta de Perry es la ambición. No tiene tiempo para el amor».

»Me di cuenta de que intentaba advertirme, y supe que no tenía sentido seguir esperando… la nada. De modo que renuncié para siempre. Bueno, las cosas salieron bien. ¿No es espléndido que las cosas hayan salido tan bien? Una casi se siente inclinada a creer en una Providencia que todo lo rige. ¿No es estupendo echarle la culpa de todo a Dios?

Emily casi ni oía a Ilse mientras colgaba mecánicamente su vestido azul en el armario y se ponía uno verde. De manera que era aquello lo que Teddy le había dicho a Ilse aquella noche hacía años cuando ella supo que él había pronunciado la palabra «amor». Y ella había estado tan fría con él a raíz de aquello… Bueno, no importaba. Sin duda él había advertido a Ilse porque quería que su amiga dejara de pensar en Perry y pensara en él. Emily sintió alivio cuando Ilse por fin se fue a su casa. La charla trivial y continua de Ilse la ponía nerviosa, aunque le daba vergüenza admitirlo. Pero claro, tenía los nervios de punta con aquella tortura constante. Dos semanas más y después, gracias a Dios, la paz, por fin.

2

Fue a Tansy Patch al atardecer, a devolverle a la señora Kent un libro que le había prestado la noche anterior. Debía ir antes de que Teddy llegara a casa. Había ido varias veces a Tansy Patch desde aquella primera noche y entre ella y la señora Kent había surgido una especie de amistad. Se prestaban libros y hablaban de cualquier cosa menos de lo único que más les importaba a las dos. El libro que Emily iba a devolverle era un viejo ejemplar de La granja de Sudáfrica. Emily había dicho que quería leerlo y la señora Kent había subido al piso de arriba y había vuelto con él: su rostro blanco parecía un poco más blanco y la cicatriz roja resaltaba atravesándolo, como siempre que estaba muy emocionada.

—Aquí está el libro que quieres —le dijo—. Lo tenía arriba, en una caja.

Emily terminó de leer el libro antes de irse a dormir. Últimamente no dormía bien y las noches eran largas. El libro tenía olor a moho y a encierro; evidentemente la caja de la que habló la señora Kent hacía tiempo que no se abría. Y en él Emily encontró una delgada carta, sin sello, dirigida a la señora de David Kent.

Lo curioso de la carta era que, al parecer, estaba cerrada. Bien, a menudo las cartas vuelven a pegarse solas si se las deja apretadas, como ésta, y si no se les rompió la solapa al abrirlas. Seguramente no tendría mucha importancia. Pero se lo mencionaría a la señora Kent cuando le devolviera el libro.

—¿Sabía que había una carta en el libro, señora Kent?

—Una carta. ¿Has dicho una carta?

—Sí. Dirigida a usted.

Emily tendió la carta a la señora Kent, que se puso pálida al ver la letra.

—¿La has encontrado… en ese libro? —susurró—. Ese libro, que hace más de veinte años que no se abre… ¿Sabes… sabes quién escribió esta carta? Mi… mi esposo la escribió, y yo no la había leído, no sabía que existía.

Emily se sintió en presencia de una tragedia, tal vez del origen de la tortura secreta de la señora Kent.

—Me voy, para que pueda leerla tranquila —dijo, con suavidad. Salió y dejó a la señora Kent de pie en el oscuro cuarto, sosteniendo la carta como si fuera una víbora.

3

—Te he enviado a buscar porque hay algo que debo decirte —dijo la señora Kent.

Estaba sentada, pequeña y erguida, en un sillón junto a la ventana, a la luz despiadada de un frío atardecer. Era junio, pero hacía frío. El cielo era duro y otoñal. Emily se había estremecido al recorrer el camino vecinal y deseaba estar en su casa. Pero la nota de la señora Kent era urgente, casi perentoria. ¡Para qué la querría! No podía tener nada que ver con Teddy, seguro. Sin embargo, ¿qué otro motivo podía tener la señora Kent para enviarla a buscar con tanta prisa?

Apenas vio a la señora Kent, percibió un curioso cambio en ella, algo difícil de definir. Parecía tan frágil y tan lastimera como siempre. Incluso parecía tener una luz desafiante en los ojos. Pero, por primera vez desde que la conoció, Emily no sintió que estaba en presencia de una mujer desdichada. Había paz, una paz extraña, dolorosa, ausente durante mucho tiempo. El alma atormentada había dejado, al fin, el potro de tormento.

—He estado muerta y en el infierno, pero ahora he vuelto a vivir —dijo la señora Kent—. Tú has sido la causante al encontrar esa carta. Por eso hay algo que debo contarte. Me vas a odiar. Y lo lamentaré. Pero tengo que contártelo.

Emily sintió, de pronto, que no quería escuchar lo que fuera que la señora Kent quería decirle. Tenía, debía tener, algo que ver con Teddy. Y ella no quería oír nada… nada sobre Teddy… Teddy, que dentro de dos semanas sería el esposo de Ilse.

—¿No le parece que tal vez sería mejor… no decir nada?

—Tengo que contártelo. He hecho algo malo y debo confesarlo. Supongo que ya es demasiado tarde para deshacer todo lo hecho, pero debo contarlo. Aunque hay otras cosas que debo contar primero. Cosas de las que no he hablado, cosas que me han torturado hasta hacerme gritar de angustia por las noches. Ay, jamás me perdonarás, pero creo que me compadecerás un poquito.

—Yo siempre la he compadecido, señora Kent.

—Creo que sí, claro, creo que sí. Pero tú no podías saberlo todo. Emily, yo no era así cuando era joven. Era… como las demás personas. Y era muy guapa, sí lo era. Cuando David Kent hizo que me enamorara de él, yo era guapa. Y él me amó… entonces… y siempre. Lo dice en esta carta.

La sacó de la pechera del vestido y le dio un beso casi salvaje.

—No puedo enseñártela, Emily. Sólo mis ojos la verán. Pero te diré lo que contiene. Ay, no puedes saber, no puedes entender cuánto lo amé, Emily. Tú crees que amas a Teddy. Pero no lo amas… no puedes amarlo como yo amé a su padre.

Emily no opinaba igual sobre aquel punto, pero no lo dijo.

—Nos casamos y me llevó a Malton, donde vivía su familia. Al principio éramos tan felices… demasiado felices. Te dije que Dios es celoso. A su familia yo no le gusté, desde el principio. Pensaban que David se había casado con alguien inferior a él, que yo no lo merecía. Siempre trataban de interponerse entre nosotros. Yo lo sabía, sabía qué perseguían. La madre me aborrecía. Nunca me decía Aileen, sino «tú» o «la esposa de David». Yo la detestaba porque siempre estaba vigilándome… nunca decía nada, nunca hacía nada. Sólo me vigilaba. Nunca fui uno de ellos. No entendía sus bromas. Ellos siempre se reían de algo y la mitad de las veces yo pensaba que se reían de mí. Le escribían cartas a David y ni me mencionaban. Algunos mostraban una fría cortesía conmigo y otros se burlaban de mí. Una vez, una de sus hermanas me mandó un libro sobre buenos modales. Siempre había algo que me lastimaba y yo no podía devolver los golpes, no podía dañar lo que me estaba lastimando. David se puso de parte de ellos; tenía secretos con ellos que no compartía conmigo. Pero, a pesar de todo, yo era feliz. Hasta que se me cayó la lámpara, el vestido se incendió y me quemé la cara. Después de aquello, no pude creer que David siguiera amándome. Me veía tan fea… Se me resintieron los nervios y no podía evitar pelear con él por cualquier tontería. Él era paciente y me perdonaba una y otra vez, pero yo tenía mucho miedo de que no me quisiera con mi cicatriz. Sabía que iba a tener un hijo, pero dilataba más y más el momento de decírselo. Tenía miedo de que lo quisiera a él más que a mí. Y entonces… entonces hice algo espantoso. Odio tener que contártelo. David tenía un perro… lo quería tanto que yo lo odiaba. Lo… lo envenené. No sé qué se apoderó de mí. Yo no era así, no antes de quemarme. Tal vez fuera el niño que se acercaba.

La señora Kent se interrumpió y cambió de pronto de una mujer estremecida por sentimientos no velados a ser una recatada victoriana.

—No debería hablar de estas cosas con una muchacha joven —dijo, preocupada.

—Hace años que sé que los niños no vienen en el maletín negro del doctor Burnley —le aseguró Emily, muy seria.

—Bien —la señora Kent sufrió otra transformación y volvió a convertirse en la apasionada Aileen Kent—, David averiguó lo que yo había hecho. ¡Ay, ay, su expresión! Tuvimos una discusión espantosa. Fue justo antes de que él se fuera a Winnipeg en un viaje de negocios. Yo… estaba tan furiosa por lo que él me había dicho, que le grité… le grité que ojalá no volviera a verle la cara. No volví a verlo. Dios me tomó la palabra. Murió de neumonía en Winnipeg. No me enteré de que estaba enfermo hasta que llegó la noticia de su muerte. Y la enfermera era una muchacha que en un tiempo le había interesado y que seguía enamorada de él. Ella lo cuidó y atendió mientras yo estaba en casa, odiándolo. Eso es lo que creí que nunca podría perdonarle a Dios. Ella envolvió sus cosas y me las mandó a casa, y entre ellas estaba el libro. Seguramente él lo había comprado en Winnipeg. Nunca lo abrí, no podía soportar tocarlo. Probablemente, escribió la carta cuando se sintió cerca de la muerte y la puso en el libro para que yo la encontrara, y tal vez murió sin poder decirle a la enfermera que la carta estaba allí. O tal vez ella lo sabía y no quiso decírmelo. Y ha estado ahí durante todos estos años, Emily, todos estos años en los que yo creí que David había muerto enfadado conmigo, sin perdonarme. He soñado con él noche tras noche, siempre apartando la cara para no mirarme. Ay, veintisiete años así, Emily, veintisiete años. Imagínatelo. ¡Si habré pagado por ello! Anoche leí su carta, Emily, unas pocas líneas garabateadas a lápiz… su pobre mano apenas podía sostenerlo. Me llama «querida mujercita» y me dice que lo perdone, ¡yo perdonarlo a él!, por ser tan brusco y enfadarse tanto aquel último día, y me perdona por lo que yo hice, y dice que no tengo que preocuparme ni por eso ni por lo que le dije de que no quería volver a verle la cara. Él sabía que yo no hablaba en serio, que me comprendía, que siempre me había querido mucho, que siempre me querría y… y algo más… que no puedo contar a nadie, algo demasiado íntimo, demasiado hermoso. Ay, Emily, ¿te das cuenta de lo que significa para mí saber que no murió enfadado conmigo, que murió amándome y pensando en mí? Pero entonces yo no lo sabía. Creo… que nunca estuve del todo en mis cabales desde entonces. Sé que toda su familia creyó que estaba loca. Cuando nació Teddy vine aquí, lejos de todos ellos para que no pudieran quitármelo. No quise ni un centavo suyo. Tenía el seguro de David, del que podíamos vivir. Teddy era todo lo que yo tenía…, y viniste tú, y yo sabía que me lo quitarías. Sabía que él te amaba, que siempre te amó. Sí, te amó. Cuando se fue yo le contaba por carta todos tus romances. Y hace dos años… cuando tuvo que irse tan repentinamente a Montreal, ¿recuerdas?, y tú no estabas, él no pudo ir a despedirse. Pero te escribió una carta.

Emily exhaló un grito ahogado, negándolo.

—Sí, te escribió. Vi la carta sobre su mesa cuando se fue. La abrí y la leí. Quemé la carta, Emily, pero puedo contarte lo que decía. ¡Jamás podría olvidarlo! Te escribió que iba a decirte cuánto te amaba antes de irse y que, si lo querías aunque fuera un poquito, que le escribieras y se lo dijeras. Pero, si no era así, que no le escribieras. ¡Ay, cómo te odié! Quemé la carta, deje unos poemas que había dentro del sobre y lo cerré. Y él te la envió sin enterarse de nada. Nunca lo lamenté, nunca, ni siquiera cuando me escribió contándome que se casaba con Ilse. Pero anoche, cuando me trajiste esa última carta, y el perdón, y la paz…, ay, sentí que había hecho algo horrible. He destrozado tu vida… y tal vez la de Teddy. ¿Podrás perdonarme alguna vez, Emily?

4

Entre el remolino de emociones provocadas por el relato de la señora Kent, Emily tuvo clara conciencia sólo de una cosa. La amargura, la humillación, la vergüenza la habían abandonado. Teddy la había amado. La dulzura de aquella revelación borró, por el momento al menos, cualquier otro sentimiento. La ira y el resentimiento no pudieron hallar lugar en su alma. Se sintió una persona nueva. Y hubo sinceridad en su corazón y su tono cuando dijo, despacio:

—La perdono… la perdono. Entiendo.

De pronto, la señora Kent se restregó las manos.

—Emily, ¿es demasiado tarde? ¿Es demasiado tarde? Todavía no se han casado. Yo sé que él no ama a Ilse como te amó a ti. Si se lo dijeras, si se lo dijera yo…

—No, no —exclamó Emily, categórica—. Es demasiado tarde. Él no debe saberlo nunca, usted no debe decírselo nunca. Ahora él ama a Ilse. De eso estoy segura, y contarle esto no le hará ningún bien pero sí mucho mal. Prométame, querida señora Kent, si cree que me debe algo, prométame que no se lo dirá nunca.

—Pero tú… serás desdichada…

—No seré desdichada, ahora no. Usted no sabe hasta qué punto esto ha cambiado las cosas. Ya no hay más angustia. Voy a vivir una vida feliz, ocupada, útil, y en ella no habrá lugar para lamentar viejos sueños. Ahora la herida cicatrizará.

—Fue… fue horrible lo que hice —susurró la señora Kent—. Al fin… me doy cuenta.

—Creo que sí. Pero ahora no pienso en eso. Sólo pienso en que he recuperado el respeto por mí misma.

—El orgullo de los Murray —murmuró la señora Kent, mirándola—. Después de todo, Emily Starr, creo que el orgullo es para ti una pasión más fuerte que el amor.

—Puede ser —dijo Emily, sonriendo.

5

Tenía tal tumulto de sentimientos al llegar a su casa, que hizo algo de lo que siempre se avergonzó. Perry Miller la esperaba en el jardín de la Luna Nueva. Ella no lo había visto desde hacía bastante tiempo y en cualquier otro momento se habría alegrado de verlo. La amistad de Perry, ahora que él había abandonado por fin toda esperanza de algo más, era una parte muy agradable de su vida. En los últimos años él había madurado: era todo un hombre, con mucho sentido del humor y mucho menos pedante. Incluso había adquirido ciertas reglas de etiqueta social fundamentales y había aprendido a que no le sobraran las manos y los pies. Estaba demasiado ocupado para ir a menudo a la Luna Nueva, pero Emily siempre disfrutaba de sus visitas, excepto aquella noche. Quería estar sola, pensar, clasificar sus emociones, regodearse con su autoestima recién restablecida. Pasearse entre las sedosas amapolas del jardín y al mismo tiempo hablar con Perry era algo casi imposible. Estaba impaciente por deshacerse de él. Y Perry no se daba cuenta. Hacía mucho que no la veía y había muchas cosas de qué hablar, en especial de la boda de Ilse. Siguió haciendo pregunta tras pregunta hasta que Emily no supo qué decía. Perry estaba algo molesto por el hecho de que no le hubieran pedido que fuera padrino. Él consideraba que tenía derecho, siendo un viejo amigo de ambos.

—Nunca pensé que Teddy me despreciaría de esa manera —gruñó—. Seguro que se siente demasiado importante para tener de padrino a un oriundo de Stovepipe Town.

Entonces, Emily hizo lo que luego no se perdonó. Antes de darse cuenta de lo que decía y en medio de su enfado con Perry por arrojar semejantes calumnias sobre Teddy, sus palabras surgieron involuntariamente.

—¡No seas imbécil! Teddy no tuvo nada que ver. ¿Te parece que Ilse podría haberte querido como padrino de su boda cuando estuvo años deseando que fueras su novio?

Apenas terminó de hablar, quedó atónita, enferma de vergüenza y remordimiento. ¿Qué había hecho? Había traicionado una amistad, violado una confidencia… era algo vergonzoso, imperdonable. ¿Podía ella, Emily Byrd Starr, de la Luna Nueva, haber hecho esto?

Perry estaba de pie junto al reloj de sol mirándola, alelado.

—Emily, no estás hablando en serio. Ilse nunca pensó en mí de esa manera, ¿verdad?

Emily se dio cuenta de que era imposible desdecir lo dicho y de que el lío que había hecho no se arreglaría con patrañas.

—Sí… en otro tiempo. Claro que hace mucho ya que se le pasó.

—¡En ! Pero, Emily, si siempre parecía despreciarme, siempre me reñía por esto o por lo otro. Seguro que recuerdas que yo nunca podía complacerla.

—Claro que lo recuerdo —dijo Emily, hastiada—. Tenía un concepto tan alto de ti que se ponía furiosa cuando hacías cosas que lo desmerecían. Si no te hubiera querido, ¿crees que le habría importado que hablaras mal o que destrozaras las reglas de la etiqueta? Nunca tendría que haberte dicho esto, Perry. Me avergonzaré mientras viva. No debes hacer que ella sospeche jamás que lo sabes.

—Claro que no. De todas maneras, ya hace mucho que me olvidó.

—Ah, sí. Pero te darás cuenta de por qué no sería muy agradable para ella tenerte de padrino en su boda. No me gustó que pensaras que Teddy es un engreído. Y ahora, no te molestes, Perry, por favor, pero ¿por qué no te vas? Estoy muy cansada y tengo muchas cosas que hacer en los próximos quince días.

—Tendrías que estar en la cama, eso es obvio —accedió Perry—. Soy un animal por hacerte permanecer levantada hasta tan tarde. Pero cuando vengo aquí, me parece volver a los viejos tiempos y no quiero irme. ¡Qué niños éramos! Y ahora Ilse y Teddy se casan. Vamos envejeciendo.

—En cualquier momento, tú también serás un juicioso caballero casado, Perry —dijo Emily, tratando de sonreír—. He oído rumores.

—¡Ni lo pienses! He desistido de la idea para siempre. No es que te siga esperando, sólo que, después de ti, nadie tiene encanto. Lo he intentado. Estoy condenado a morir soltero. Dicen que es una muerte fácil. Pero tengo algunas ambiciones agarradas por la cola y no me quejo de la vida. Adiós, querida. Nos vemos en la boda. Es por la tarde, ¿no?

—Sí. —A Emily le llamó la atención poder hablar de la boda con tanta calma—. A las tres… luego una comida y se irán en coche a Shrewsbury a coger el barco de la noche. Perry, Perry, ojalá no te hubiera contado eso de Ilse. Ha sido una mezquindad de mi parte, una mezquindad, como decíamos en la escuela. No me creía capaz de hacer algo semejante.

—Bueno, no te preocupes por eso. Estoy tan contento como perro con dos colas al pensar que en algún momento fui tan importante para Ilse. ¿No me crees capaz de tener el buen juicio de darme cuenta de que es un gran cumplido? ¿Y no piensas que sé lo buenas que fuisteis las dos conmigo y cuánto os debo por haberme permitido ser amigo vuestro? Nunca me equivoque con Stovepipe Town o con las diferencias reales entre nosotros. No era tan tonto como para no comprenderlo. He subido algo y tengo intenciones de subir más alto, pero Ilse y tú nacisteis más alto. Y nunca me hicisteis sentir la diferencia, como otras chicas. Jamás olvidaré las indirectas de Rhoda Stuart. Así que no creas que sería tan canalla de pavonearme porque acabo de descubrir que hace tiempo le gusté un poquito a Ilse… ni de permitir que alguna vez ella se entere de que lo sé. Esa parte de Stovepipe Town la he dejado atrás, aunque todavía tenga que pensar qué tenedor uso primero. Emily, ¿recuerdas la noche que la tía Ruth me sorprendió besándote?

—Si lo recordaré…

—La única vez que te he besado —dijo Perry sin sentimentalismo—. Y no fue nada del otro mundo, ¿no? ¡Cuándo recuerdo a la anciana en camisón, con la vela en la mano!

Perry se fue riendo y Emily se fue a su habitación.

—Emily la del espejo —dijo casi con alegría—, otra vez puedo mirarte a los ojos. Ya no tengo vergüenza. Hubo un tiempo en que él me amó.

Permaneció allí, sonriendo un rato. Luego, la sonrisa se desvaneció.

—¡Ay, si hubiera recibido esa carta! —susurró, lastimeramente.