CAPÍTULO DIECISIETE

1

La familia Murray pasó unos momentos realmente horribles el verano en que Emily ya tenía veintidós años. Ni Ilse ni Teddy fueron a casa aquel verano. Ilse estaba de gira por el oeste y Teddy se fue a una alejada región del norte con un grupo para hacer ilustraciones para una serie. No obstante, Emily tuvo tantos pretendientes que los chismosos de Blair Water estaban en un aprieto tan grande como el ciempiés que no sabía cuándo le tocaba mover uno u otro pie. Tantos pretendientes y ni uno solo que la familia pudiera aprobar.

Había un tal Jack Bannister, bien parecido y elegante, el don Juan de Derry Pond: «un sinvergüenza pintoresco», como lo catalogó el doctor Burnley. Cierto que Jack no se dejaba amilanar por ningún código moral. Pero ¿quién sabía qué efecto podían tener su lengua de oro y sus hermosas facciones sobre la temperamental Emily? Los Murray se preocuparon durante tres semanas, hasta que se vio que, después de todo, Emily parecía tener algo de sentido común. Jack Bannister desapareció de escena.

—Emily no tendría ni que haberle dirigido la palabra —dijo, indignado, el tío Oliver—. Dicen que tiene un diario íntimo donde anota todos sus romances y lo que las muchachas le dicen.

—No te preocupes. No va a escribir lo que yo le dije —dijo Emily cuando la tía Laura se lo contó, preocupada.

Harold Conway fue otro motivo de inquietud. Nativo de Shrewsbury, de treinta y tantos años, parecía a un poeta venido a menos. Con abundantes cabellos castaños y ondulados y brillantes ojos castaños. Y que apenas podía mantenerse.

Emily fue con él a un concierto y a ver una obra de teatro y las tías de la Luna Nueva pasaron algunas noches en vela. Pero cuando los rumores de Blair Water lo sustituyeron por Rod Dunbar, las cosas empeoraron. Los Dunbar no eran «nada» cuando se hablaba de religión. La madre de Rod sí era presbiteriana, pero el padre era metodista, el hermano baptista y tenía una hermana en la Ciencia Cristiana. La otra hermana era teosófica, lo que era peor que todo el resto, porque ellos no tenían la menor idea de lo que significaba. En medio de toda esa mezcla, ¿qué era Rod? Desde luego, no un buen partido para una sobrina ortodoxa de la Luna Nueva.

—Su tío abuelo era un maniático religioso —afirmó el tío Wallace, sombrío—. Lo tuvieron durante dieciséis años encadenado en su dormitorio. ¿Qué le pasa a esa muchacha? ¿Es tonta o está endemoniada?

Pero los Dunbar eran, al menos, una familia respetable, ¿qué decir, por el contrario, de Larry Dix (uno de los «conocidos Dix de Priest Pond»), cuyo padre una vez había pastoreado sus vacas en el cementerio y cuyo tío era más que sospechoso de haber arrojado, por venganza, un gato muerto dentro del pozo de agua de un vecino? Cierto que a Larry le estaba yendo muy bien como dentista y era un muchacho tan serio y solemne que no se podía decir absolutamente nada de él…, siempre que uno pudiera digerir el hecho de que era un Dix. De todos modos, la tía Elizabeth sintió un gran alivio cuando Emily lo abandono a su suerte.

—Qué pretencioso —dijo la tía Laura, refiriéndose al hecho de que un Dix aspirase a una Murray.

—No lo he rechazado por pretencioso —dijo Emily—. Ha sido por su forma de cortejarme. Hacía que algo que tendría que ser hermoso pareciera horrible.

—Supongo que no lo querrías porque no se declaró de una manera romántica —dijo la tía Elizabeth, despectiva.

—No. Creo que la verdadera razón es que seguramente es la clase de hombre capaz de regalarle una aspiradora a su esposa por Navidad —afirmó Emily.

—No se toma nada en serio —dijo la tía Elizabeth, desolada.

—Yo creo que está embrujada —dijo el tío Wallace—. No ha tenido un solo pretendiente decente en todo el verano. Es tan temperamental que los muchachos decentes le tienen miedo.

—Se está ganando una horrible reputación por sus coqueteos —se quejó la tía Ruth—. No me extraña que nadie que valga la pena quiera tener algo que ver con ella.

—Siempre con algún romance fantástico entre manos —agregó el tío Wallace. La familia opinó que, con inusitada agudeza, el tío Wallace había dado con la palabra justa. Los «romances» de Emily nunca habían sido todo lo decorosos y convencionales que debían ser los romances de los Murray. Eran ciertamente extravagantes.

2

Pero Emily siempre bendecía su estrella porque nadie de la familia, excepto la tía Elizabeth, se enteró jamás del más fantástico de todos. De haberse enterado, sí que la habrían considerado temperamental.

Todo sucedió de una manera muy simple. El director del The Argus, de Charlottetown, un diario con pretensiones de literatura elevada, había elegido, de un viejo periódico estadounidense, cierta historia sin derechos de autor, compuesta de varios capítulos, Una boda real, escrita por un autor desconocido, un tal Mark Greaves, para imprimirlo en la edición especial de The Argus dedicada a «fomentar» las aspiraciones de la Isla Príncipe Eduardo como balneario de verano. El personal del diario era reducido y, durante un mes, en los ratos libres, los linotipistas habían compuesto toda la edición especial, a excepción del último capítulo. El capítulo había desaparecido y no podían encontrarlo. El director estaba furioso, pero esto no contribuía a solucionar las cosas. A aquellas alturas, no podía encontrar otra historia que encajara perfectamente en el espacio y aunque la encontrara, no había tiempo de prepararla. La edición especial debía entrar en imprenta dentro de una hora. ¿Qué hacer?

En aquel momento entraba Emily. Era muy amiga del señor Wilson y siempre que estaba en la ciudad iba a verlo.

—Eres una enviada del cielo —dijo el señor Wilson—. ¿Me harías un favor? —Le arrojó los capítulos rotos y sucios de Una boda real—. Por lo que más quieras, ponte a trabajar y escríbeme un capítulo final para esa historia. Tienes media hora. Después, con media hora más los linotipistas pueden prepararlo. Y todo saldrá a tiempo.

Emily echó un vistazo a la historia. Por lo que pudo ver, no había señas de qué quería «Mark Greaves» para el desenlace.

—¿No tiene idea de cómo terminaba? —preguntó.

—No, no la leí —gruñó el señor Wilson—. La elegí por la extensión.

—Bueno, haré lo que pueda, aunque no estoy acostumbrada a escribir con tanta ligereza sobre reyes y reinas —objetó Emily—. Este Mark Greaves, quienquiera que sea, parece muy a sus anchas entre la nobleza.

—Seguro que nunca ha visto un noble —se burló el señor Wilson.

En la media hora que le asignaron, Emily redactó un capítulo final bastante respetable con una solución realmente ingeniosa para el misterio. El señor Wilson se lo arrancó de las manos con un suspiro de alivio, se lo dio a un linotipista y despidió a Emily con reverencias de reconocimiento.

—Me pregunto si alguno de los lectores se dará cuenta de dónde está la costura de unión —pensó Emily, divertida—. Y me pregunto qué pensaría Mark Greaves si se enterase.

No parecía muy probable que llegara a enterarse y se olvidó del asunto. Por eso, cuando una tarde, dos semanas después, el primo Jimmy hizo pasar a un desconocido a la salita donde Emily arreglaba rosas en el florero de cristal de roca con la base rubí (una reliquia heredada en la Luna Nueva), Emily no lo relacionó con Una boda real, aunque sí tuvo la clara impresión de que el visitante estaba bastante indignado.

El primo Jimmy se retiró discretamente y la tía Laura, que había entrado a dejar una fuente de cristal llena de mermelada de fresa sobre la mesa, para que se enfriara, también se retiró, preguntándose quién podía ser el extraño visitante de Emily. Emily también se lo preguntaba. Se quedó de pie junto a la mesa; una muchacha delgada, llena de gracia, con su vestido verde claro, brillando como una estrella en el anticuado aposento oscuro.

—¿No quiere tomar asiento? —preguntó, con toda la fría cortesía de la Luna Nueva. Pero el recién llegado no se movió. Se limitó a quedarse ante ella, mirándola. Y Emily volvió a sentir que, si bien aquel hombre estaba muy furioso al entrar, ahora ya no lo estaba.

Tenía que haber nacido, por supuesto, porque estaba allí, pero era increíble, pensó ella, que aquel hombre alguna vez pudiera haber sido un bebé. Vestía ropa audaz y llevaba un monóculo «atornillado» en uno de los ojos, ojos que se parecían de manera absurda a pasas negras, con unas cejas negras que formaban triángulos rectos sobre ellos. Llevaba una melena negra que le caía sobre los hombros, barbilla puntiaguda y una cara tan blanca como el mármol blanco. En una foto, pensó Emily, habría parecido bastante buen mozo y romántico. Pero aquí, en la salita de la Luna Nueva, se veía sencillamente raro.

—Criatura lírica —dijo él, mirándola.

Emily se preguntó si no sería un loco escapado del manicomio.

—No comete el crimen de la fealdad —continuó él con fervor—. Éste es un momento maravilloso. Es una pena que debamos estropearlo hablando. Ojos de un gris casi púrpura, salpicados de oro. Ojos que he buscado durante toda mi vida. Ojos dulces, en los cuales me ahogué, siglos ha.

—¿Quién es usted? —preguntó Emily, cortante, convencida ya de que aquel hombre estaba loco de remate. Él se llevó la mano al corazón e hizo una reverencia.

—Mark Greaves… Mark D. Greaves… Mark Delage Greaves.

¡Mark Greaves! A Emily le sonaba vagamente aquel nombre. Le resultaba extrañamente conocido.

—¡Es posible que no reconozca mi nombre! Ésta es la fama. Pero incluso en este remoto rincón del mundo, habría querido suponer que…

—Ah —exclamó Emily, cuando de pronto se le hizo la luz—. Ahora… sí, lo recuerdo. Usted escribió Una boda real.

—La historia que usted asesinó tan despiadadamente, sí.

—Ay, lo lamento muchísimo —interrumpió Emily—. Claro que a usted le parecerá imperdonable. Fue así: resulta que…

Él la interrumpió con un gesto de una mano muy larga y muy blanca.

—No importa. No importa. Ahora no me interesa en lo más mínimo. Admito que estaba irritado cuando entré aquí. Estoy alojado en el Derry Pond Hotel, en Las Dunas (ah, qué nombre… poesía, misterio, romanticismo) y esta mañana he visto la edición especial de The Argus. Me he enfadado, ¿no estaba en mi derecho?, pero sentí más pena que ira. Mi historia había sido bárbaramente mutilada. Un final feliz. Horrible. Mi final era desdichado y artístico. Un final feliz no puede ser artístico. Me he encaminado rápidamente a las oficinas de The Argus y he descubierto a la persona responsable. Vine aquí a denunciar y a recriminar. Y me quedo a venerar.

Emily sencillamente no supo qué decir. Las tradiciones de la Luna Nueva no tenían antecedentes de aquello.

—No me entiende. Está intrigada, y su asombro le queda bien. Vuelvo a decirlo: es un momento magnífico. Venir poseído por la furia y contemplar la divinidad. Darse cuenta, como yo, apenas la he visto, de que ha sido hecha para mí y sólo para mí.

Emily deseó que entrara alguien. Aquello se estaba convirtiendo en una pesadilla.

—Es absurdo hablar de esa manera —dijo, concisa—. Somos desconocidos…

—No somos desconocidos —la interrumpió—. Nos hemos amado en otra vida, por supuesto, y nuestro amor fue algo violento, esplendoroso, un amor eterno. La he reconocido apenas he entrado. No bien se haya recuperado de su dulce sorpresa usted también se dará cuenta. ¿Cuándo puede casarse conmigo?

Que un hombre le pida a una que se case con él a los cinco minutos de haberla conocido es una experiencia más estimulante que placentera. Emily se enfadó.

—Por favor, no diga tonterías —soltó, cortante—. No voy a casarme con usted.

—¿Qué no va a casarse conmigo? Jamás me he declarado a ninguna mujer. Yo soy el famoso Mark Greaves. Soy rico. Tengo el encanto y el romanticismo de mi madre francesa y el sentido común de mi padre escocés. Con mi parte francesa siento y recibo su belleza y su misterio. Con mi parte escocesa me inclino ante su reserva y su dignidad. Usted es ideal, adorable. Me han amado muchas mujeres, pero yo no las he amado a ellas. Cuando he entrado en esta habitación era un hombre libre. Salgo de ella cautivo. ¡Encantador cautiverio! ¡Adorable captora! Me arrodillo en espíritu ante usted.

Emily sintió terror de que se arrodillara literalmente ante ella. El hombre parecía capaz de hacerlo. Y si llegaba a entrar la tía Elizabeth…

—Por favor, retírese —dijo, desesperada—. Estoy… estoy muy ocupada y no puedo seguir hablando con usted. Lamento lo de la novela, si me permite que le explique…

—Le he dicho que eso no me interesa. Aunque debe aprender a no escribir finales felices, nunca. Le enseñaré. Le enseñaré la belleza y el arte de la pena y de lo no alcanzado. ¡Ah, qué alumna será! ¡Qué bendición enseñarle a una alumna como usted! Le beso la mano.

Dio un paso adelante como para tomarle la mano. Emily dio un paso atrás, alarmada.

—Usted está loco —exclamó.

—¿Le parezco loco? —preguntó el señor Greaves.

—Así es —replicó Emily, franca y cruelmente.

—Tal vez lo parezca… tal vez lo parezca. Loco, embriagado con el dulce vino de la rosa. Todos los enamorados están locos. ¡Divina locura! ¡Ay, hermosos labios no besados!

Emily retomó la compostura. Aquella absurda entrevista debía terminar. Ya estaba muy enfadada.

—Señor Greaves —dijo; fue tal el poder de la mirada Murray que el señor Greaves se dio cuenta de que ella hablaba muy en serio—, no voy a escuchar más tonterías. Ya que no quiere que le explique lo que sucedió con su novela, quiero desearle muy buenas tardes.

El señor Greaves la miró muy grave durante un instante. Luego dijo, solemne:

—¿Un beso? ¿O un puntapié? ¿Qué elige?

¿Hablaba metafóricamente? Fuera como fuese…

—Un puntapié —dijo Emily con desdén.

De pronto, el señor Greaves cogió el florero de cristal de roca y lo arrojó violentamente contra la estufa.

Emily lanzó un grito, en parte de verdadero terror y en parte de pena. ¡El querido florero de la tía Elizabeth!

—Sólo ha sido una reacción defensiva —dijo el señor Greaves mirándola fijamente—. Tenía que hacer eso o matarla. ¡Reina de las Nieves! ¡Helada vestal! ¡Fría como las nieves del norte! Adiós.

No golpeó la puerta al salir. Simplemente la cerró con gesto suave de cosa definitiva, para que Emily pudiera darse cuenta de lo que había perdido. Cuando vio que realmente él había salido al jardín y caminaba indignado por el sendero como si fuera aplastando algo con los pies, Emily se permitió el alivio de un largo suspiro, el primero que osaba permitirse desde la aparición de aquel hombre.

—Supongo —dijo bastante histérica— que tendría que dar gracias porque no me tiró la fuente llena de mermelada de fresa.

Entró la tía Elizabeth.

—¡Emily, el florero de cristal! ¡El florero de tu abuela Murray! ¡Lo has roto!

—No, en realidad no, querida tía. Ha sido el señor Greaves, el señor Mark Greaves. Lo ha arrojado contra la estufa.

—¡Qué lo ha arrojado contra la estufa! —La tía Elizabeth estaba azorada—. ¿Y por qué?

—Porque no he querido casarme con él —dijo Emily.

—¡Casarte con él! ¿Lo conocías?

—Nunca lo había visto.

La tía Elizabeth recogió los fragmentos del florero de cristal y salió sin decir una palabra. Había… tenía que haber… algo que no funcionaba bien en una muchacha a la que un hombre le propone matrimonio en el primer encuentro. Un hombre que luego arroja floreros que han sido parte de una herencia contra indefensas estufas.

3

Pero fue el asunto del príncipe japonés lo que de verdad le dio a los Murray un mal verano.

La prima segunda Louise Murray, que había vivido veinte años en el Japón, llegó a Derry Pond de visita trayendo con ella a un joven príncipe japonés, hijo de un amigo de su esposo y convertido al catolicismo gracias a los esfuerzos de ella. El príncipe quería conocer Canadá. El mero hecho de su llegada provocó una tremenda conmoción en la familia y en la comunidad. Pero ésta no fue nada comparada con lo que sucedió cuando se dieron cuenta de que, evidente e inequívocamente, el príncipe se había enamorado perdidamente de Emily Byrd Starr de la Luna Nueva.

A Emily le gustaba, le parecía interesante y le daban pena sus asombradas reacciones ante la atmósfera presbiteriana de Derry Pond y Blair Water. Era natural que un príncipe japonés, por convertido que estuviera, no pudiera sentirse exactamente a sus anchas. Por eso, hablaba mucho con él, cuyo inglés era excelente, y paseaban por el jardín cuando salía la luna, y casi todos los atardeceres se veía aquel rostro inescrutable, de ojos rasgados y los cabellos negros, peinados muy tirantes hacia atrás y suaves como el satén, en la sala de la Luna Nueva.

Pero sólo cuando le regaló a Emily una rana hermosamente tallada en ágata, los Murray se alarmaron. La prima Louise fue la primera. Estaba llorosa. Ella sabía lo que significaba aquella rana. Las ranas de ágata eran herencia en la familia del príncipe. No se regalaban si no era como obsequio de matrimonio y compromiso. ¿Emily estaba comprometida… con él? La tía Ruth, con ese aire permanente de estar convencida de que todos se habían vuelto locos, fue a la Luna Nueva e hizo una escena. Emily se enfadó tanto que se negó a responder ninguna de sus preguntas. Para empezar, estaba un poco irritada porque durante todo el verano su familia la había fastidiado con pretendientes que ella no había elegido y que no corrían el menor peligro de ser tomados en serio.

—Hay algunas cosas que sería mejor que no supieras —dijo con impertinencia, a la tía Ruth.

Y los apenados Murray llegaron a la desesperante conclusión de que ella había decidido convertirse en una princesa japonesa. Y, si así era, bueno, ellos bien sabían lo que sucedía cuando Emily tomaba una decisión. Era algo inevitable, como una orden divina, pero era siempre algo malo. Su alteza real no tenía, a los ojos de los Murray, un halo especial. Antes que ella, ningún Murray había soñado con casarse con un extranjero, y mucho menos un japonés. Pero, claro, ella era temperamental.

—Siempre con algún individuo deshonroso tras los talones —dijo la tía Ruth—. Pero esto supera todo lo que yo temía. Un pagano, un…

—Ay, no, pagano no, Ruth —gimió la tía Laura—. Está convertido, la prima Louise dice que está segura de que es sincero. Pero…

—¡Te digo que es un pagano! —repitió la tía Ruth—. La prima Louise nunca ha podido convertir a nadie. Ni ella misma es de fiar. Y su marido, un modernista, nada menos. ¡No me digas nada! ¡Un pagano amarillo! ¡Ese hombre, con sus ranas de ágata!

—Parece que la atraen los hombres raros —dijo la tía Elizabeth, pensando en el florero de cristal de roca.

El tío Wallace dijo que era ridículo. Andrew dijo que al menos Emily podría haber elegido a un hombre blanco. La prima Louise, que sentía que la familia le echaba a ella la culpa de todo, aducía entre lágrimas que el príncipe tenía unos modales maravillosos, que sólo había que conocerlo.

—Pensar que podría haber sido la esposa del Reverendo James Wallace —dijo la tía Elizabeth.

Vivieron cinco semanas así, hasta que el príncipe volvió al Japón. La familia lo había mandado llamar, según dijo la prima Louise: le habían arreglado un matrimonio con una princesa de una antigua familia samurái. Él había obedecido, por supuesto, pero dejó la rana de ágata en poder de Emily, y nadie supo nunca lo que él le dijo a ella una noche, a la salida de la luna, en el jardín. Cuando entró, Emily se veía algo pálida, rara y como lejana, pero sonrió a sus tías y a la prima Louise con una sonrisa traviesa.

—Así que, después de todo, no voy a ser una princesa japonesa —dijo, secándose unas lágrimas imaginarias.

—Emily, me parece que has estado coqueteando con ese pobre muchacho —le reprochó la prima Louise—. Lo has hecho muy desdichado.

—No he estado coqueteando. Nuestras conversaciones eran sobre literatura e historia, casi exclusivamente. No volverá a pensar en mí.

—Yo sé la cara que puso cuando leyó esa carta —replicó la prima Louise—. Y sé cuál es el significado de las ranas de ágata.

La Luna Nueva exhaló un suspiro de alivio y volvió a instalarse, agradecida, en la rutina cotidiana. Los viejos ojos tiernos de la tía Laura perdieron su mirada de preocupación, pero la tía Elizabeth siguió pensando con tristeza en el Reverendo James Wallace. Había sido un verano dificilísimo. Blair Water murmuraba que Emily Starr había sufrido un «fracaso», pero predecía que, con el correr de los años, se sentiría agradecida del desarrollo de los acontecimientos. No se puede confiar en los extranjeros. Ni aunque sean príncipes.