1
Hubo un punto en el cual la tía Elizabeth fue inflexible. Emily no se casaría antes de cumplir los veinte. Dean, que había soñado con una boda en otoño y un invierno pasado en un jardín japonés de ensueño del otro lado del mar, cedió de mal grado. Emily también habría preferido casarse en seguida. En lo más profundo de sí, donde no quería ni siquiera mirar, tenía la sensación de que cuanto antes terminara y fuera irrevocable, mejor.
Pero era feliz, como se dijo a sí misma muy a menudo y muy sinceramente. Tal vez sí había momentos oscuros en que un pensamiento inquietante la miraba a la cara: era una felicidad tullida, de alas rotas, no la felicidad salvaje y libre con la que había soñado. Pero, se recordaba a sí misma, eso se había perdido para siempre.
Un día, Dean apareció ante ella con un rubor de entusiasmo infantil en la cara.
—Emily, he hecho algo. ¿Estarás de acuerdo? Ay, Señor, ¿qué voy a hacer si no estás de acuerdo?
—¿Qué has hecho?
—He comprado una casa.
—¡Una casa!
—Una casa. Yo, Dean Priest, soy propietario de un bien raíz, que consiste en una casa, un jardín y un bosque de dos hectáreas. Yo, que esta mañana no tenía ni un centímetro cuadrado de tierra que pudiera llamar mía. Yo, que toda mi vida he querido tener un pedacito de tierra.
—¿Qué casa has comprado, Dean?
—La de Fred Clifford, o al menos la que fue siempre suya por un equívoco legal. En realidad, nuestra casa, predestinada a nosotros desde la fundación del mundo.
—¿La Casa Desilusionada?
—Ah, sí, así era como la llamabas. Pero ya no va a estar desilusionada. Es decir, si… Emily, ¿estás de acuerdo con lo que he hecho?
—¿Qué si estoy de acuerdo? Eres maravilloso, Dean. Siempre he adorado esa casa. Es una de esas casas que se quieren apenas se las ve. Algunas casas son así, llenas de magia. Y otras no tienen nada de nada. Siempre he querido ver esa casa realizada. Ay, y alguien me dijo que ibas a comprar esa espantosa casona de Shrewsbury. Tenía miedo de preguntarte si era cierto.
—Emily, retira esas palabras. Tú sabes que no era cierto. Me conoces. Claro que todos los Priest querían que comprara esa casa. Mi querida hermana casi se puso a llorar porque no quise comprarla. La vendían barata, y era una casa muy elegante.
—Es elegante, con todo lo que esa palabra implica —concedió Emily—. Pero es una casa imposible, no por el tamaño o la elegancia, sino simplemente porque es imposible.
—E-xac-ta-men-te. Cualquier mujer que se precie de tal opinaría lo mismo. ¡Me alegro tanto de que estés contenta, Emily! Tuve que comprar la casa de Fred ayer, en Charlottetown, sin esperar a consultarte, porque había otro interesado, así que le mandé un telegrama a Fred de inmediato. Claro que si a ti no te hubiera gustado la hubiera vendido. Pero yo sabía que te gustaría. La convertiremos en un verdadero hogar, querida. Yo necesito un hogar. He tenido muchas moradas, pero nunca un hogar. La haré terminar y equipar maravillosamente, como tú te mereces, Estrella, mi Estrella que está hecha para brillar en los palacios de los reyes.
—Vamos a verla enseguida —dijo Emily—. Quiero contarle lo que va a ser de ella. Quiero contarle que por fin va a vivir.
—Vamos a verla por dentro y por fuera. Tengo la llave. Me la dio la hermana de Fred. Emily, siento que he estirado la mano y he alcanzado la luna.
—Ah, yo acabo de alcanzar un montoncito de estrellas —exclamó Emily, contenta.
2
Fueron a la Casa Desilusionada a través del viejo huerto lleno de campanillas, recorrieron el Camino del Mañana, cruzando un prado, subieron una pequeña cuesta de helechos dorados, más allá de un viejo cerco serpenteante cuya madera se había blanqueado hasta tomar una coloración gris plateado y en el que abundaban las siemprevivas silvestres y el aster azul, para terminar subiendo el senderito serpenteante y caprichoso de la larga colina de abetos, tan estrecho que tenían que ir uno tras otro, por un lugar donde el aire siempre parecía susurrar de hermosos sonidos.
Finalmente llegaron a una cuesta salpicada de pequeños abetos puntiagudos, barrida por la brisa, verde, encantadora. Y en la cima, rodeada por la belleza de las colinas y el hechizo de las tierras altas, con grandes nubes arracimadas sobre ella, estaba la casa, su casa.
Una casa rodeada por el misterio de los bosques excepto en el lado sur, donde el terreno caía en una larga pendiente que miraba al lago de Blair Water, que en aquel momento parecía un recipiente de oro apagado, y, más allá, a grandes praderas y a las colinas de Derry Pond, que eran tan azules y románticas como las montañas alsacianas. Entre la casa y la vista, pero no ocultándola, había una hilera de magníficos álamos de Lombardía.
Subieron la colina hasta el portón del pequeño jardín cerrado, un jardín mucho más viejo que la casa y que había sido construido para una pequeña cabaña de madera en los tiempos de los pioneros.
—Quisiera vivir toda la vida con esta vista —dijo Dean, entusiasmado—. ¡Ah, qué lugar tan hermoso! La colina está llena de ardillas, Emily. Y también hay conejos. ¿No te encantan las ardillas y los conejos? Además, en primavera, hay cantidad de violetas. Detrás de esos abetos jóvenes hay una depresión llena de musgo que se cubre de violetas en mayo, violetas…
Más dulces que los párpados en los ojos de Emily
más dulces que el aliento de Emily.
—A mí, Emily me parece un nombre más bonito que Citerea o Juno. Quiero que te fijes en aquel portoncito. En realidad, no sirve para nada. Se abre sólo a ese pantano lleno de ranas, del otro lado del bosque. Pero ¿no es un portón? Me encantan los portones como ése, los portones sin razón de ser. Está lleno de promesas. Puede haber algo hermoso del otro lado. Un portón es siempre un misterio, siempre: atrae, es un símbolo. Y escucha esa campana que suena en algún lugar a través del crepúsculo y del puerto. Una campana en el crepúsculo siempre tiene un sonido mágico, como si proviniera de algún «lejano lugar en el país de las hadas». En aquel rincón hay rosas, rosas antiguas como dulces canciones viejas prontas a florecer. Rosas lo bastante blancas como para adornar tu blanco pecho, cariño mío, rosas lo bastante rojas como para adornar esa nube oscura de tus cabellos. Emily, ¿sabes que estoy un poquito borracho esta noche? Del vino de la vida. No te preocupes si digo locuras.
Emily era muy feliz. El jardín, viejo y dulce, parecía hablarle como un amigo bajo esa luz adormilada y esquiva. Se rindió por completo al encanto del lugar. Miraba la Casa Desilusionada con adoración. Una casita tan pensativa… No era una casa vieja, le gustaba por eso, pues una casa vieja sabía demasiado, había sido holladada por demasiados pies que habían cruzado su umbral, demasiados ojos angustiados o apasionados habían mirado por sus ventanas. Aquella casa era ignorante e inocente como ella misma. Ansiando la felicidad. La tendría. Dean y ella alejarían los fantasmas de las cosas que no habían sucedido nunca. Qué dulce sería tener un hogar propio.
—Esa casa nos necesita tanto como nosotros la necesitamos a ella —dijo.
—Me gusta tanto cuando hablas en ese tono suave y quedo, Estrella… —replicó Dean—. Nunca le hables así a ningún otro hombre, Emily.
Emily le dirigió una mirada coqueta que casi llevó a Dean a besarla. Todavía no la había besado. Algo le decía que aún no debía hacerlo. En aquel momento, se habría atrevido a besarla, en aquella hora de esplendor que había teñido todo de romanticismo y embrujo podría haberla conquistado por completo. Pero vaciló y el momento mágico pasó. En algún lugar más bajo, por el camino, detrás de los abetos rojos, se oyeron risas. Risas inocentes, inofensivas, de niñas, pero que quebraron un sutil hechizo.
—Vamos a entrar a ver nuestra casa —sugirió Dean. Abrió el camino a través de la hierba silvestre hasta la puerta que se abría a la sala. La llave giró con dificultad en la cerradura oxidada. Dean cogió a Emily de la mano y entraron juntos.
—El umbral de tu casa, amor mío.
Levantó la linterna y arrojó un círculo de luz movediza alrededor de la habitación sin terminar, con sus paredes desnudas, expectantes, la chimenea vacía… no, no estaba vacía del todo. Emily vio un montoncito de cenizas blancas, las cenizas del fuego que Teddy y ella habían encendido hacía años, aquel atardecer venturoso de su infancia, el fuego junto al cual se habían sentado a planear sus vidas juntos. Se volvió hacia la puerta con un estremecimiento.
—Dean, esto está demasiado solitario y desolado. Será mejor que lo exploremos a la luz del día. Los fantasmas de las cosas que nunca sucedieron son peores que los fantasmas de las cosas que sucedieron.
3
A sugerencia de Dean, pasaron el verano terminando y equipando la casa, haciendo todo lo posible ellos mismos y arreglándola exactamente como la querían.
—Entonces podemos casarnos en primavera, pasar el verano escuchando las campanas de los templos que repican en las arenas de Oriente, mirar a File a la luz de la luna, oír el gemido del Nilo junto a Memfis, regresar en el otoño, girar la llave de nuestra puerta y estar en casa.
A Emily el plan le parecía hermoso. Sus tías no estaban muy seguras, no parecía muy apropiado ni respetable, y la gente no se cansaría de hablar. Y a la tía Laura le preocupaba una antigua superstición según la cual traía mala suerte amueblar una casa antes de una boda. A Dean y a Emily no les importaba si era respetable o si daba buena o mala suerte. Querían hacerlo y lo hicieron.
Claro que se vieron abrumados por los consejos de todos y cada uno de los miembros de las familias Priest y Murray. Y no siguieron ninguno. Por ejemplo, no querían pintar la Casa Desilusionada, sólo la revistieron de madera y dejaron que ésta adquiriera ese gris de la madera que provocó el horror de la tía Elizabeth.
—Sólo las casas de Stovepipe Town no están pintadas —dijo.
Quitaron los viejos escalones de tablas, que los carpinteros habían colocado provisionalmente hacía treinta años, y los reemplazaron por anchos escalones de arenisca roja traída de la costa. Dean hizo colocar ventanas verticales con paneles en forma de diamante que, según le advirtió la tía Elizabeth a Emily, sería agotador mantener limpios. Y le añadió una preciosa ventana sobre la puerta delantera con un tejadillo encima, como una espesa ceja, y en la sala pusieron un balcón por el que se podía salir directamente al bosque de abetos.
Y Dean hizo colocar armarios por todos lados.
—No soy tan tonto como para suponer que una muchacha puede seguir amando a un hombre que no le provee de armarios suficientes —declaró.
A la tía Elizabeth le parecieron bien los armarios, pero pensó que estaban locos con respecto al empapelado. En especial el de la sala. Allí tendrían que haber puesto algo más alegre, flores o franjas doradas o incluso, como una vasta concesión al modernismo, uno de esos papeles «con paisajes» que se estilaban últimamente. Pero Emily insistió en poner un papel de un gris sombreado con un dibujo de níveas ramas de pinos. La tía Elizabeth declaró que era lo mismo vivir en un bosque que en una sala con un empapelado como aquél. Pero en este tema, como en todos los relativos a su querida casa, Emily estuvo «terca como una mula», como dijo exasperada la tía Elizabeth, sin sospechar que una Murray estaba utilizando una de las expresiones del viejo Kelly.
Sin embargo, la tía Elizabeth fue muy buena con ellos. Sacó, de cajas y cajones que hacía tiempo nadie abría, loza y platería perteneciente a su madrastra, las cosas que hubiera heredado Juliet Murray de haberse casado de una manera ortodoxa con un esposo aprobado por la familia, y se las dio a Emily. Entre ellas había objetos hermosos, en especial una preciosa jarra rosada barnizada y un hermoso juego de loza inglesa de verdad, con diseño chinesco, que había sido el juego de loza de su abuela. No faltaba ni una pieza. Y tenía delicadas tazas no muy hondas, amplios platillos, platos festoneados y soperas redondas y regordetas. Emily llenó el armario empotrado de la sala con el juego y se regodeó en él. Había otras cosas que también le encantaban: un espejito oval con marco dorado y un gato negro en la parte superior, un espejo que muy a menudo había reflejado a mujeres hermosas y que le daba un cierto encanto a cualquier rostro y un viejo reloj con la parte superior terminada en punta y dos agujitas doradas a ambos lados, un reloj que avisaba diez minutos antes de dar la hora, un reloj caballeresco que nunca cogía a la gente por sorpresa. Dean lo colocó, pero no quiso ponerlo en funcionamiento.
—Cuando regresemos a casa, cuando te traiga a esta casa como mi esposa y mi reina, tú lo harás funcionar —dijo.
Resultó también que el aparador Chippendale y la mesa de caoba de patas como garras que había en la Luna Nueva eran de Emily. Y Dean tenía infinidad de cosas delicadas y hermosas traídas de todo el mundo: un sofá cubierto con seda rayada que había estado en el salón de una marquesa del Viejo Régimen; una lámpara de hierro forjado, trabajado como encaje, de un viejo palacio veneciano, para colgar en la sala; una alfombra Shiraz; una alfombra de oraciones de Damasco; morrillos de latón de Italia; jades y marfiles de China; vasijas de laca de Japón; un precioso búho verde de porcelana china; un perfumero chino de ágata pintada que había encontrado en un extraño lugar de Mongolia, impregnado todavía con el perfume de oriente, que no se parece en nada al de occidente; una tetera china con unos aterradores dragones dorados enroscados alrededor, dragones con garras de cinco uñas, lo cual revelaba al entendido que había pertenecido a la casa Imperial. Era parte del botín del Palacio de Verano en la Rebelión Boxer, dijo Dean a Emily, pero no quiso decirle cómo había llegado a su poder.
—Todavía no. Algún día. Hay una historia sobre casi cada cosa que he puesto en esta casa.
4
Pasaron momentos espléndidos poniendo los muebles en la sala. Probaban mil ángulos diferentes y no se contentaban hasta no encontrar el que les gustaba. A veces no se ponían de acuerdo y entonces se sentaban en el suelo y lo hablaban. Y si no llegaban a un acuerdo, hacían que Flor sacara pajitas con los dientes y así se decidía. Flor andaba siempre cerca. Saucy Sal se había muerto de vieja y Flor se estaba poniendo viejo y loco y roncaba horriblemente cuando dormía, pero Emily lo adoraba y no iba a la Casa Desilusionada sin él. Flor siempre subía el sendero de la colina junto a ella, como una sombra gris manchada de oscuro.
—Quieres a ese gato viejo más que a mí, Emily —dijo una vez Dean en broma aunque con un tono de seriedad.
—Tengo que quererlo —se defendió Emily—. Se está poniendo viejo. Tú tendrás todos los años que tengamos por delante. Y yo necesito siempre un gato cerca. Una casa no es un hogar sin la dicha inefable de un gato con la cola arrollada alrededor de las patas. Un gato da misterio, hechizo, sugestión. Y tú tienes que tener un perro.
—Nunca he querido tener otro perro después de la muerte de Tweed. Pero tal vez me consiga uno, uno bien diferente. Necesitaremos un perro para que mantenga a raya a tus gatos. Ah, ¿no es bonito sentir que un lugar te pertenece?
—Es más bonito sentir que perteneces a un lugar —replicó Emily, mirando afectuosamente a su alrededor.
—Nuestra casa y nosotros nos vamos a llevar muy bien —dijo Dean.
5
Un día colgaron los cuadros. Emily trajo sus retratos preferidos, que eran los de Doña Giovanna y la Mona Lisa. Los colgaron entre las ventanas.
—Aquí va a estar tu escritorio —dijo Dean—. Y la Mona Lisa te susurrará el secreto inmemorial de su sonrisa y tú lo pondrás en un cuento.
—Creí que no querías que siguiera escribiendo cuentos —dijo Emily—. Tenía la impresión de que nunca te había gustado que escribiera.
—Eso era cuando tenía miedo de que escribir te apartara de mí. Ahora no importa. Quiero que hagas lo que desees.
Emily no opinaba lo mismo. Después de su enfermedad no había sentido deseos de coger la pluma. A medida que pasaban los días, sentía un creciente disgusto ante la mera idea de retomar la escritura. Pensar en escribir significaba pensar en el libro que había quemado, y eso dolía a más no poder. Ya no trataba de escuchar la «palabra al azar»; era una exiliada de su antiguo reino estrellado.
—Voy a poner a la anciana Elizabeth Bas junto al hogar —dijo Dean—. Grabado de un retrato de Rembrandt. ¿No es una anciana deliciosa, Emily, con esa cofia blanca y esa impresionante gorguera blanca? ¿Has visto alguna vez una cara tan astuta, traviesa, complaciente y casi desdeñosa?
—Creo que no me gustaría discutir con esa Elizabeth —reflexionó Emily—. Me parece que tiene las manos entrelazadas a la fuerza y que es capaz de tirarte de las orejas si no estás de acuerdo con ella.
—Hace más de un siglo que no es más que polvo —dijo Dean, soñador—. Y, sin embargo, está tan viva en esta reproducción barata del cuadro de Rembrandt que parece que va a hablar. Y a mí también me da la impresión de que no soportaría ninguna tontería.
—Pero, además, probablemente tenga un caramelo escondido en un bolsillo del vestido para dárselo a alguien. Esa anciana delicada, sonrosada, saludable… era la que mandaba en la familia, no hay duda. El marido hacía lo que ella decía, aunque sin saberlo.
—¿Tendría marido? —preguntó Dean, dubitativo—. No tiene anillo de casada.
—Entonces ha de haber sido una encantadora solterona —admitió Emily.
—Qué diferencia entre su sonrisa y la de la Mona Lisa —dijo Dean, mirando de una a la otra—. Elizabeth tolera las cosas, con un algo de gata artera y meditabunda. Pero la cara de la Mona Lisa tiene esa atracción, esa provocación eterna que vuelve locos a los hombres y escribe páginas escarlatas en las oscuras crónicas de la historia. La Gioconda ha de haber sido una novia más estimulante. Pero Elizabeth habría sido mejor para tener de tía.
Dean colgó una vieja miniatura de su madre sobre la repisa del hogar. Emily no la había visto antes. La madre de Dean Priest había sido una mujer muy guapa.
—Pero ¿por qué se la ve tan triste?
—Porque se casó con un Priest —respondió Dean.
—¿Yo también voy a verme triste? —bromeó Emily.
—No si depende de mí —contestó Dean.
Pero ¿dependería de él? A veces la pregunta asaltaba a Emily sin pedir permiso: ella no la respondía. Fue muy feliz dos tercios de aquel verano y se dijo a sí misma que era un promedio bastante alto. Pero durante el otro tercio hubo momentos en los que no hablaba con nadie, momentos en los que su alma se sentía presa en una trampa, momentos en los que la gran esmeralda verde que relucía en su dedo le parecía una mancha. Y una vez hasta se la quitó para sentirse libre un rato: un escape temporal del que se avergonzó y arrepintió al día siguiente, cuando recuperó la cordura y la normalidad, y se sintió satisfecha de su destino y más interesada que nunca en su casita gris, que tanto significaba para ella. «Más de lo que significa Dean», se dijo una vez, a la tres de la madrugada, en un momento de una sinceridad descarnada, pero al día siguiente se negó a creerlo.
6
La vieja tía abuela Nancy, de Priest Pond, murió aquel verano, inesperadamente. «Estoy cansada de vivir. Creo que voy a parar», dijo un día, y paró. Ninguno de los Murray fue beneficiario de su testamento; le dejó todo lo que tenía a Caroline Priest; pero Emily heredó la «bola que mira», el llamador de bronce en forma de gato de Cheshire, los pendientes de oro y el dibujo en acuarela que Teddy le había hecho hacía años. Emily puso el gato de Cheshire en la puerta delantera de la Casa Desilusionada, colgó la gran bola plateada de la lámpara veneciana y usó los preciosos pendientes antiguos para varias recepciones y pompas bastante divertidas. Pero el dibujo lo guardó en el altillo de la Luna Nueva, en una caja que contenía ciertas cartas viejas, tontas y dulces, llenas de sueños y planes.
7
Pasaban minutos gloriosos de diversión cuando, de vez en cuando, se detenían a descansar. Había un nido de petirrojo en el abeto del rincón norte que los dos miraban y protegían de Flor.
—Piensa en la música contenida en esta cáscara frágil y celeste —dijo Dean, tocando un huevo, un día—. Tal vez no sea la música de la luna, sino una música más terrenal, más doméstica, llena de saludable dulzura y de la alegría de vivir. Algún día este huevo será un petirrojo, Estrella, y nos va a llamar a casa, alegremente, al atardecer.
Se hicieron amigos de un viejo conejo que a menudo venía al jardín, saltando desde los bosques. Jugaban a ver quién de los dos podía contar más ardillas durante el día y más murciélagos durante la noche. Pues no siempre regresaban a sus casas cuando estaba demasiado oscuro para trabajar. A veces se sentaban en los escalones de arenisca a escuchar la deliciosa melancolía del viento nocturno en el mar, a ver cómo el crepúsculo subía desde el antiguo valle y las sombras se mecían y se estremecían bajo los abetos y cómo el lago de Blair Water se volvía un gran charco gris trémulo de estrellas tempraneras. Flor se sentaba junto a ellos, y lo miraba todo con sus grandes ojos y, de vez en cuando, Emily le acariciaba las orejas.
—Ahora entiendo mejor a mi gato. En cualquier otro momento es inescrutable, pero a la hora del crepúsculo y del rocío puedo captar un atisbo del exasperante secreto de su personalidad.
—A esta hora uno tiene atisbos de todo tipo de secretos —dijo Dean—. En noches como ésta siempre pienso en «las colinas donde crecen las especias». Ese verso del antiguo himno que cantaba mamá siempre me ha intrigado, aunque yo no puedo «volar como un venado o un ciervo joven». Emily, veo que has puesto la boca en la forma más adecuada para hablar del color de que pintaremos la leñera. No lo hagas. Nadie puede hablar de pintura cuando está esperando que salga la luna. Va a ser un espectáculo maravilloso, lo he mandado preparar especialmente. Pero, si tenemos que hablar de muebles, planeemos algunas cosas que todavía no tenemos y que debemos tener: una canoa para nuestros paseos por la Vía Láctea, por ejemplo, un telar para tejer sueños y una jarra de brebaje preparado por los duendes para las horas de fiesta. ¿Y no podemos traer la fuente de Ponce de León para poner en ese rincón? ¿O preferirías la fuente de Castalia? En cuanto a tu ajuar, elige lo que quieras, pero debes tener un traje de crepúsculo gris con una estrella vespertina para el pelo. Y que tenga adornos de claro de luna y una chalina de nube del ocaso.
Ay, a Emily le gustaba Dean. Cómo le gustaba. ¡Si pudiera también amarlo!
Una noche, Emily fue sola a ver su casita a la luz de la luna. Qué lugar tan precioso. Se vio a sí misma allí, en el futuro, yendo rauda de una habitación a otra, riendo bajo los abetos, sentada y cogida de la mano de Teddy junto al hogar… Emily volvió de su ensoñación sobresaltada. De la mano de Dean, por supuesto, de la mano de Dean. No había sido más que un truco de la memoria.
8
Llegó una noche, en septiembre, en la cual lo tenían todo hecho, desde la herradura sobre la puerta para mantener alejadas a las brujas, hasta las velas que Emily había colocado en toda la sala: una graciosa velita amarilla; una gran vela roja, beligerante; una soñadora vela celeste; una vela sin gracia con ases de corazones y diamantes; una vela esbelta y coqueta.
Y el resultado era bueno. En la casa había armonía. Las cosas que había en ella no tenían que tratar de conocerse, sino que fueron buenos amigos desde el principio. No se gritaban entre sí. No había ni una habitación ruidosa.
—No hay nada más que podamos hacer —suspiró Emily—. Ni siquiera podemos inventar nada para hacer.
—Supongo que no —se lamentó Dean. Pero entonces miró el hogar, donde habían puesto ramitas y leña.
—Sí, claro que hay —exclamó—. ¿Cómo hemos podido olvidarnos? Tenemos que ver si la chimenea tira bien. Voy a encender el fuego.
Emily se sentó en el diván de la esquina y, cuando el fuego comenzó a arder, Dean se sentó junto a ella. Flor estaba estirado a sus pies; sus flancos rayados subían y bajaban pacíficamente.
Las llamas se elevaban alegres. Temblaban sobre el viejo piano, jugaban irreverentes al escondite con el adorable rostro avejentado de Elizabeth Bas, bailaban sobre las puertas de vidrio del armario donde estaban los platos de loza, recorrían la puerta de la cocina, y la hilera de recipientes pardos y azules que Emily había colocado sobre un estante les devolvía un guiño.
—Esto es un hogar —dijo Dean, con suavidad—. Es más hermoso de lo que nunca he soñado. Así estaremos, sentados, las noches de otoño de toda nuestra vida, dejando fuera las noches frías y la neblina que viene del mar, tú y yo, solos, con la luz del fuego y la dulzura. Pero a veces dejaremos que algún amigo venga a compartir nuestra alegría y alimentarse de nuestra risa. Nos quedaremos sentados aquí, pensando en eso, hasta que se extinga el fuego.
El fuego chisporroteaba y crujía. Flor ronroneaba. La luna brilló a través de la danza de las ramas de los abetos, atravesándolas, entrando por las ventanas. Y Emily pensaba, no podía evitarlo, en la vez que había estado sentada allí con Teddy. Lo raro era que no pensaba en él con amor o añorándolo. Sólo pensaba en él. Se preguntó, con una mezcla de exasperación y miedo, si pensaría en Teddy cuando estuviera frente al altar casándose con Dean.
Cuando el fuego quedó convertido en cenizas blancas, Dean se puso de pie.
—Ha valido la pena haber vivido tantos años de soledad para esto. Volvería a vivirlos, si fuera necesario —dijo, tendiéndole la mano. La acercó a sí. ¿Qué fantasma se interpuso entre los labios que podrían haberse encontrado? Emily se apartó con un suspiro.
—Nuestro verano de felicidad ha terminado, Dean.
—Nuestro primer verano —la corrigió Dean. Pero su voz pareció de pronto cansada.