1
Teddy Kent e Ilse Burnley fueron a pasar unas breves vacaciones de verano. Teddy había ganado una beca de arte que significaba dos años en París y al cabo de dos semanas zarpaba hacia Europa. Había escrito a Emily contándole la novedad como de pasada y ella había respondido con las felicitaciones de una amiga y hermana. En ninguna de las dos cartas se hizo la menor referencia al oro del arco iris o a Vega de la Lira. Sin embargo, Emily aguardó su llegada con una esperanza anhelante y avergonzada que no podía negar. Tal vez… ¿podía osar esperar?… Cuando volvieran a estar frente a frente, en sus viejos bosques y lugares encantados, esa frialdad que tan inexplicablemente había surgido entre ambos, ¿se desvanecería como se desvanece la niebla del mar cuando el sol se levanta sobre el golfo? Sin duda, Teddy había tenido sus imitaciones de romances, como ella. Pero cuando viniera, cuando volvieran a mirarse a los ojos, cuando ella oyera en el bosque de John el Altivo ese silbido que era su contraseña…
Pero no llegó a oírlo. La tarde del día que sabía que llegaba Teddy se puso a caminar por el jardín entre mariposas de brocado, vestida con un nuevo vestido de gasa «polvo azul», prestando atención. Cada canto de petirrojo le ruborizaba las mejillas y le hacía latir el corazón con fuerza. Entonces apareció la tía Laura a través del crepúsculo y el rocío.
—Ilse y Teddy están aquí —dijo.
Emily entró en la sala majestuosa, severa y digna de la Luna Nueva pálida, altiva, reservada. Ilse se arrojó en sus brazos con todo su tempestuoso afecto de antes, pero Teddy le tendió la mano con una frialdad indiferente que casi igualaba a la de Emily. ¿Teddy? Bueno, no. Frederick Kent, futuro licenciado de la Academia Real. ¿Qué quedaba del Teddy de antes en aquel joven delgado y elegante de aire sofisticado, ojos fríos e impersonales y aspecto general de haber dejado atrás para siempre toda niñería, incluyendo los viejos sueños tontos y las insignificantes muchachas del campo con las que había jugado de niño?
Con esta conclusión, Emily era terriblemente injusta con Teddy. Pero no estaba de humor para ser justa con nadie. Nadie puede estarlo cuando siente que se ha portado como una tonta. Y Emily sentía que eso era exactamente lo que había hecho… otra vez. Dejarse llevar por sueños románticos en un jardín crepuscular, haberse puesto con toda intención un vestido de gasa azul, esperar la señal amante de un enamorado que se había olvidado de ella por completo, o que sólo la recordaba como una antigua compañera de clase a quien venía a ver, correcta, gentil y educadamente. Bueno, gracias a Dios que Teddy no sabía lo tonta que había sido. Se cuidaría muchísimo de que nunca lo sospechara. ¿Quién podía comportarse con más amabilidad y frialdad que una Murray de la Luna Nueva? Emily se felicitó de que sus modales fueran impecables. Tan gentil e impersonal como ante un absoluto desconocido. Renovadas felicitaciones por su maravilloso éxito, acompañadas por una absoluta falta de interés real en él. Por parte de ella: frases cuidadosas, preguntas amables sobre su trabajo; de parte de él: frases cuidadosas, preguntas amables sobre el trabajo de ella. Emily había visto algunos dibujos suyos en las revistas. Él había leído algunos cuentos de ella. Y así siguieron, con un abismo cada vez más insalvable entre los dos cada minuto que pasaba. Emily nunca se había sentido tan lejos de Teddy. Reconocía, con un sentimiento que era casi terror, todo lo que había cambiado él en aquellos dos años de ausencia. Verdaderamente, habría sido una reunión penosa de no haber sido por Ilse, que parloteaba con su frescura y su encanto de antes, planeando dos semanas de diversiones para sus vacaciones en casa y haciendo mil preguntas; era la misma chiflada de siempre, con sus risas y bromas, vestida con su proverbial y graciosa trasgresión de todos los cánones aceptados del buen gusto. Llevaba un vestido extraordinario, de un color verde amarillento. Se había puesto una gran peonía rosada en la cintura y otra en el hombro. Llevaba un sombrero verde brillante con una coronita de florecillas rosadas. Grandes cascadas de perlas le colgaban de las orejas. Era un atuendo extraño. Nadie que no fuera Ilse podría haberlo llevado con éxito. Y vestida así parecía como la corporización de mil primaveras tropicales: exótica, provocativa, hermosa. ¡Muy hermosa! De nuevo, Emily fue consciente de la hermosura de su amiga con una punzada, no de envidia sino de amarga humillación. Junto al resplandor dorado de los cabellos de Ilse, el brillo de sus ojos color ámbar y la frescura de rosas rojas de sus mejillas, ella se vería seguramente pálida, oscura e insignificante. Se daba por descontado que Teddy estaba enamorado de Ilse. Había ido a verla a ella primero, había estado con ella mientras Emily lo esperaba en el jardín. Bueno, esto no cambiaba absolutamente nada. En todo caso ¿por qué? Ella sería tan amigable como siempre. Y lo fue. Con creces. Pero cuando Teddy e Ilse se fueron, juntos, riendo y bromeando entre ellos por el viejo Camino del Mañana, Emily subió a su dormitorio y cerró la puerta con llave. Nadie volvió a verla hasta la mañana siguiente.
2
Siguieron las dos alegres semanas planeadas por Ilse. Meriendas, bailes y jolgorio a granel. La sociedad de Shrewsbury decidió que un joven artista en ascenso merecía ser considerado y, en consecuencia, lo consideraron. Fue un verdadero remolino de alegría, y Emily giró junto con los otros. Nadie con paso más ligero en el baile, nadie con respuesta más rápida en las bromas, y sintiéndose siempre como el espíritu desdichado en una historia de fantasmas que había leído una vez, que tenía un carbón encendido en el pecho en lugar de corazón. Siempre sintiendo, además, en lo más hondo de sí, por debajo del orgullo y del dolor escondido, esa sensación de realización, de cosa plena, que siempre sentía cuando Teddy estaba cerca. Pero se cuidó bien de no estar nunca a solas con Teddy, a quien por cierto nadie podía haber acusado de ningún intento de inducirla a reuniones de los dos solos. El nombre de él se ligaba libremente al de Ilse y los dos tomaron la broma con tanta compostura que se hizo carne la impresión de que «los dos se entendían». Emily pensaba que, de ser así, Ilse se lo habría contado. Pero Ilse, si bien contó muchas historias de enamorados abandonados cuyos sufrimientos parecían pesar poco en su conciencia, jamás mencionó el nombre de Teddy, lo cual a Emily le pareció de una significación atormentadora. Preguntó por Perry Miller; quería saber si seguía siendo tan patán como siempre y se rió ante la indignada defensa de Emily.
—Sin duda que algún día será primer ministro, claro —asintió Ilse, despectiva—. Trabajará como el diablo y nunca se va a quedar sin algo por no haberlo pedido, pero ¿tú no notarás siempre el olor a los barriles de arenques de Stovepipe Town?
Perry fue a ver a Ilse, alardeó en exceso sobre su progreso y se vio tan desdeñado y maltratado que no volvió. En resumen, las dos semanas fueron como una pesadilla para Emily, que se sintió agradecida cuando llegó el momento de la partida de Teddy. Él iba en barco a Halifax, pues quería hacer unos bosquejos con tema marino para una revista y, una hora antes de la pleamar, mientras el Mira Lee estaba anclando en el puerto de Stovepipe Town, fue a despedirse. No fue con Ilse, sin duda, pensó Emily, sólo porque Ilse estaba de visita en Charlottetown, pero Dean Priest estaba con ella, de modo que no hubo la temida soledad «de dos». Dean volvía por sus fueros, después de dos semanas de fiestas de las cuales se había visto excluido. Dean no iba a bailes ni reuniones, pero siempre rondaba entre bambalinas, como notaban todos los involucrados. Estaba con Emily en el jardín y había en él un cierto aire de victoria y posesión que no escapó a la percepción de Teddy. Dean, que nunca cometía el error de confundir la alegría con la felicidad, se había dado cuenta del pequeño drama representado en Blair Water durante aquellas dos semanas y cuando bajó el telón se sintió un hombre satisfecho. El viejo asunto infantil e impreciso entre Teddy Kent, el de Tansy Patch y Emily, la de la Luna Nueva, por fin había terminado. Con independencia de cuál hubiera sido su importancia o su falta de importancia, Dean ya no contaba a Teddy entre sus rivales.
Emily y Teddy se separaron con el caluroso apretón de manos y los mutuos buenos deseos de viejos compañeros de estudios que de verdad se desean el bien, pero que no tienen ningún interés vital en el asunto.
«Prospera y vete al infierno», como se decía que había dicho uno de los viejos Murray.
Teddy se fue airosamente. Tenía el talento para hacer una salida artística, pero no miró para atrás ni una vez. Emily se volvió de inmediato a Dean y retomó la conversación interrumpida por la llegada de Teddy. Sus pestañas ocultaron a buen recaudo sus ojos. Dean, con su extraña habilidad para leerle los pensamientos, no tenía que… no debía… darse cuenta ¿de qué? ¿Qué era eso de lo que no debía darse cuenta? Nada… nada en absoluto. No obstante, Emily mantuvo los parpados bajos.
Cuando Dean, que tenía otro compromiso aquella noche, se fue media hora después, ella se paseó, serena, entre el oro de las prímulas durante un rato: la imagen más acabada, en apariencia, de las meditaciones fantasiosas y libres de una doncella.
«Seguro que está ideando un argumento —pensó el primo Jimmy, orgulloso, cuando la vio por la ventana de la cocina—. No entiendo cómo hace».
3
Tal vez Emily estuviera ideando un argumento. Pero, a medida que se acentuaron las sombras, dejó el jardín, atravesó la paz soñadora del viejo huerto de campanillas, recorrió el Camino del Ayer, subió la pradera, cruzó el lago de Blair Water, trepó la colina del otro lado, pasó junto a la Casa Desilusionada y atravesó el espeso bosque de abetos. Allí, desde un bosquecito de abedules plateados, se tenía una vista clara del puerto, llameando en colores lilas y rosados. Emily llegó sin aliento; había hecho el último trecho casi corriendo. ¿Habría llegado tarde? ¡Ah, que no fuera tarde!
El Mira Lee dejaba el puerto; era un buque de ensueño en el esplendor del crepúsculo, pasaría por cabos púrpura y distantes costas fantasmagóricas, envueltas en niebla. Emily se quedó mirándolo, hasta que cruzó el banco y se metió en el golfo del otro lado. Siguió mirando hasta que se perdió de vista en la penumbra azul de la noche que caía, consciente sólo de un ansia terrible de ver a Teddy una vez más, sólo una vez más. De decirle adiós como tendría que habérselo dicho.
Teddy se había ido. A otro mundo. No había arco iris a la vista. ¿Y qué era Vega de la Lira, sino un sol vertiginoso, llameante, increíblemente lejano?
Se dejó caer sobre la hierba a sus pies y se quedó allí, llorando, bajo la fría luz de la luna que, de pronto, se había apoderado del crepúsculo amigo.
La incredulidad se confundía con su intensa angustia. Aquello no podía haber sucedido. No podía ser que Teddy se hubiera ido con un sólo adiós helado, amable, sin alma. Aunque sólo hubiera sido por tantos años de amistad… ¿Ay, cómo haría para soportar las tres de la madrugada, esa noche?
—Soy una imbécil redomada —susurró con violencia—. Él se ha olvidado de todo. No significo nada para él. Y me lo merezco. ¿Yo no lo olvidé durante aquellas locas semanas en las que me imaginé enamorada de Aylmer Vincent? Seguro que alguien se lo contó. He perdido mi oportunidad de alcanzar la felicidad verdadera por culpa de aquel romance absurdo. ¿Dónde está mi orgullo? Llorar así por un hombre que se ha olvidado de mí. Pero… pero… es tan hermoso llorar después de haber tenido que reír durante estas dos espantosas semanas.
4
Después de la partida de Teddy, Emily se lanzó de lleno al trabajo. Durante los largos días y noches de verano escribió, mientras las manchas púrpura que había debajo de sus ojos se acentuaban y el rosa de las mejillas desaparecía. La tía Elizabeth pensaba que Emily se estaba matando y por primera vez se reconcilió con la amistad entre Emily y el Giboso Priest, pues él la sacaba de su escritorio, al menos por las tardes, para llevarla a caminar y hablar al aire libre. Aquel verano, Emily terminó de pagar, gracias a su pluma, su deuda al tío Wallace y a la tía Ruth.
Pero en el horizonte había más cosas que escribir. En su primera angustiosa soledad, cuando yacía despierta a las tres de la madrugada, Emily recordó cierta cruda noche de invierno en que ella, Ilse, Perry y Teddy, huyendo de la tormenta, se refugiaron en la vieja Casa de John, en la Carretera de Derry Pond; recordó el escándalo y el sufrimiento que provocó aquel incidente, y recordó también que aquella noche de delicioso éxtasis ella había pensado una historia provocada en su mente por un comentario gracioso y significativo dicho de pasada por Teddy. Al menos en aquel momento a ella le había parecido significativo. Bueno, aquello había pasado. Pero ¿estaría la historia en algún lugar? Al día siguiente, había escrito el boceto de aquella fascinante historia en uno de sus cuadernos. Emily se bajó de la cama de un salto en la serena noche de verano, encendió una de las famosas velas de la Luna Nueva y se puso a hurgar entre una pila de cuadernos. Sí, ahí estaba. El vendedor de sueños. Emily se sentó en cuclillas y lo leyó. Era bueno. Volvió a atrapar su imaginación y convocó todo su impulso creativo. Lo escribiría, comenzaría en aquel mismo momento. Se echó una bata sobre los blancos hombros para protegerse del fresco aire del golfo, se sentó ante la ventana abierta y se puso a escribir. Olvidó todo lo demás, al menos momentáneamente, en la sutil dicha de la creación, que todo lo abarca. Teddy no era más que un recuerdo borroso; el amor era una vela apagada. No importaba nada que no fuera su historia. Los personajes cobraban vida bajo su mano y le inundaban la conciencia, vitales, atrayentes, fuertes. El humor, las lágrimas, la risa, todo fluía de su pluma. Vivió y respiró en otro mundo y no volvió a la Luna Nueva hasta el amanecer, cuando se dio cuenta de que se le había terminado la vela y de que tenía la mesa cubierta de hojas escritas: los primeros cuatro capítulos de su libro. ¡Su libro! ¡Qué magia, qué deleite, qué devoción, que incredulidad le producía el pensamiento!
Durante semanas, Emily pareció vivir de verdad sólo cuando escribía. Dean la encontraba extrañamente abstraída y absorta, ausente e impersonal. Su conversación era todo lo aburrida que podía ser la conversación de Emily y, mientras que su cuerpo se sentaba o caminaba al lado de él, su alma estaba… ¿dónde? En alguna región donde él no podía seguirla, eso seguro. Se había escapado de él.
5
Emily terminó su libro en seis semanas, lo terminó una mañana, al amanecer. Arrojó la pluma, se acercó a la ventana y levantó la carita pálida, cansada, triunfante hacia el cielo matinal.
Desde el frondoso silencio del bosque de John el Altivo fluía la música. Más allá había prados rosáceos bajo el alba y el jardín de la Luna Nueva, instalado en una calma hechizada. La danza del viento sobre las colinas era una respuesta maravillosa a la música y el ritmo que bullían dentro de su ser. Colinas, mar, sombras, todo la llamaba con mil voces de duendes, voces de comprensión y aplauso. El viejo golfo cantaba. Sus ojos se llenaron de unas lágrimas exquisitas. ¡Lo había escrito, ay, y era feliz! Aquel momento lo compensaba todo.
¡Terminado, completo! Ahí estaba, El vendedor de sueños, su primer libro. No era un gran libro, no, no, pero era suyo. Era algo a lo que ella había dado el ser, algo que no habría existido si ella no lo hubiera creado. Y era bueno. Lo sabía, lo sentía. Era una historia apasionada y delicada, instinto con romance, con emoción, con humor. El éxtasis de la creación seguía iluminándola. Pasó las páginas, leyó algunos párrafos, preguntándose si aquello lo había escrito de verdad ella. Estaba justo al final del arco iris. ¿No podía tocar aquel arco mágico, prismático? Sus dedos ya casi se aferraban al caldero de oro.
La tía Elizabeth entró con su acostumbrada actitud indiferente hacia una formalidad tan inútil como la de golpear a la puerta.
—Emily —dijo con severidad—, ¿otra vez has estado levantada toda la noche?
Emily volvió a la tierra con el desagradable sobresalto mental que sólo puede describirse correctamente como un porrazo, y un porrazo traidor. Muy traidor. Se sintió una escolar culpable. Y El vendedor de sueños se volvió al instante un mero montón de papeles garabateados.
—No… no me he dado cuenta y se me ha pasado la hora, tía Elizabeth —tartamudeó.
—Ya eres bastante mayorcita como para tener un poco de sentido común —afirmó la tía Elizabeth—. No me importa que escribas, ahora no. Al parecer eres capaz de ganarte la vida de una manera muy honrada con eso. Pero te destrozaras la salud si sigues así. ¿Olvidas de que tu madre murió de tuberculosis? Por lo menos, recuerda que hoy tienes que recoger las habas. Ya es tiempo de recogerlas.
Emily cogió su manuscrito sin sentir ya todo aquel extasiado deleite. La creación había terminado, ahora sólo quedaba el sórdido asunto de hacer publicar el libro. Emily lo escribió en la pequeña máquina de escribir de tercera mano que Perry le había conseguido en unas subastas, una máquina que escribía sólo la mitad de las mayúsculas y que no tenía emes. Después ella puso las mayúsculas y las emes con una pluma y envió el manuscrito a una editorial. La editorial lo devolvió con una perorata impresa que decía que «nuestros lectores han encontrado méritos en su historia, pero no los suficientes como para justificar una aceptación».
Estos «odiosos elogios tibios» aplastaban a Emily más que los rechazos impresos. ¡Ay, las tres de la madrugada, ese día! No, es un acto de piedad no hablar de esa noche, ni de las muchas tres-de-la-madrugada que siguieron.
«¡La ambición! —escribió Emily amargamente en su diario—. ¡Me da risa! ¿Dónde está ahora mi ambición? ¿Cómo es ser ambicioso? ¿Sentir que la vida está ante uno, que es una hermosa página en blanco donde uno puede inscribir el propio nombre con letras de oro? ¿Sentir que uno tiene el deseo y la fuerza para ganar la corona? ¿Sentir que los años futuros se amontonan para salir a nuestro encuentro y desparramar su generosidad a nuestros pies? Yo una vez supe lo que era sentir eso».
Todo lo cual viene a demostrar cuán joven era Emily todavía. Pero el sufrimiento no es menor porque en años posteriores, cuando ya hemos aprendido que todo pasa, nos preguntemos por qué sufríamos. Ella pasó tres semanas muy duras. Luego se recuperó lo suficiente para enviar otra vez su novela. Esta vez el editor le escribió que podría considerar la publicación si le hacía ciertos cambios. Era demasiado «tranquilo». Tendría que «hacerlo más movido». Y tenía que cambiar el final por completo. Éste no servía.
Emily rompió la carta en pedacitos. ¿Mutilar y degradar su novela? ¡Jamás! La mera sugerencia era un insulto.
Cuando un tercer editor se la devolvió con un rechazo impreso, la fe de Emily en su novela murió. La guardó y cogió la pluma, con pena.
—Bueno, al menos sé escribir cuentos. Continuaré con eso.
No obstante, la novela la atormentaba. Pasadas algunas semanas, la releyó, fría, críticamente, desprovista del esplendor engañoso del principio y de la igualmente engañosa depresión de las cartas de rechazo. Y siguió pareciéndole buena. No la maravilla que le había parecido al principio, tal vez, pero sí un buen trabajo. ¿Entonces, qué? Ningún escritor, se decía, era capaz de juzgar correctamente su propia obra. ¡Si viviera el señor Carpenter! Él le diría la verdad. Emily tomó de pronto una resolución drástica. Se la enseñaría a Dean. Le pediría su opinión ecuánime y serena y se ajustaría a ella. Sería difícil. Siempre le resultaba difícil enseñar sus cuentos a cualquiera, a Dean más que a nadie, que sabía tanto y había leído todo lo que había para leer en el mundo. Pero ella debía saber. Y sabía que Dean le diría la verdad, para bien o para mal. A él sus cuentos no le gustaban. Pero esto era diferente. ¿Vería algo valioso en la novela? Si no era así…
6
—Dean, quiero tu opinión sincera sobre esta novela. ¿Querrías leerla con cuidado y decirme exactamente lo que piensas? No quiero halagos ni falsos estímulos, quiero la verdad, la pura verdad.
—¿Estás segura? —preguntó Dean, secamente—. Muy pocas personas pueden soportar la pura verdad. Tiene que tener algún harapo encima que la haga presentable.
—Yo sí quiero la verdad —insistió Emily con obstinación—. Este libro ha sido… —se ahogó un poco con la confesión— rechazado tres veces. Si encuentras algo valioso en él, seguiré intentando encontrarle editor. Si lo condenas, lo quemaré.
Dean miró con mirada inescrutable el paquetito que ella le tendía. De modo que era esto lo que la había apartado de él durante todo el verano, lo que la había absorbido, poseído. La única gota negra en sus venas, los celos de los Priest por ser los primeros, de pronto hizo sentir su veneno.
Miró la cara fresca y dulce, los ojos esplendorosos, de ese gris púrpura como un lago al amanecer, y detestó lo que hubiera en el paquete, fuese lo que fuese, pero se lo llevó a su casa y lo devolvió tres noches después. Emily lo esperaba en el jardín, pálida y tensa.
—¿Y bien? —dijo.
Dean la miró, sintiéndose culpable. ¡Qué blancura de marfil, que exquisita parecía en medio del fresco crepúsculo!
—«Fieles son las heridas infligidas por un amigo». No sería tu amigo si te mintiera sobre esto, Emily.
—Así que… no es bueno.
—Es una historia bonita, Emily. Bonita, liviana y efímera como una nube rosa. Telas de araña, sólo telas de araña. La idea general es demasiado rebuscada. Los cuentos de hadas están pasados de moda. Y este cuento tuyo exige mucho a la credulidad del lector. Y tus personajes son títeres. ¿Cómo podrías escribir una novela de verdad? Tú no has vivido.
Emily apretó las manos y se mordió los labios. No confiaba en que su voz pudiera pronunciar una palabra sin traicionarse. No se sentía así desde la noche en que Ellen Greene le dijo que su padre iba a morirse. Su corazón, que hacía unos minutos latía tumultuosamente, parecía de plomo, pesado y frío. Se volvió y se alejó de él. Él la siguió, cojeando, y la tocó en el hombro.
—Perdóname, Estrella. ¿No es mejor saber la verdad? Deja de aspirar a alcanzar la luna. No la alcanzarás. ¿Para qué quieres escribir, además? Ya se ha escrito todo.
—Algún día —dijo Emily, haciendo un esfuerzo por hablar con firmeza—, tal vez pueda agradecértelo. Esta noche te odio.
—¿Te parece justo? —preguntó Dean en voz baja.
—No, claro que no —respondió Emily convulsionada—. ¿Puedes esperar que sea justa cuando acabas de matarme? Ah, ya sé que yo me lo he buscado, ya sé que es bueno para mí. Supongo que las experiencias horribles siempre son buenas. Después de que te han matado unas cuantas veces, ya nada duele. Pero la primera vez… uno se resiste. Vete, Dean. No vuelvas por lo menos durante una semana. Entonces habrá terminado el funeral.
—¿Crees que no sé lo que esto significa para ti, Estrella? —preguntó Dean, compadecido.
—No puedes, no del todo. Ah, ya sé que te apiadas de mí. No necesito condolencias. Sólo necesito tiempo para enterrarme decentemente.
Dean, sabiendo que sería mejor irse, se marchó. Emily lo vio hasta que estuvo lejos. Luego cogió el pequeño manuscrito marcado, desacreditado que él había dejado sobre el banco de piedra y subió a su habitación. Lo miró, junto a la ventana, a la luz vespertina. Una frase y otra y otra le saltaban a los ojos: ingeniosas, intensas, hermosas. No, era sólo un engaño tonto. No había nada de eso en su libro. Lo había dicho Dean. Y los personajes de su libro… ¡Cómo los quería! ¡Qué reales le parecían! Era espantoso pensar en destruirlos. Pero no eran reales. Sólo «títeres». A los títeres no les importaría que los quemasen. Miró el cielo iluminado por las estrellas de la noche de otoño. Vega de la Lira brillaba, azul, sobre ella. ¡Ay, la vida era espantosa, una crueldad, un desperdicio!
Emily se acercó a su pequeña chimenea y puso El vendedor de sueños dentro. Encendió un fósforo, se arrodilló y con mano firme lo acercó a una de las esquinas del manuscrito. La llama prendió en las hojas sueltas con avidez, con salvajismo. Emily se llevó las manos al corazón y miró el fuego con ojos dilatados, recordando la vez en que prefirió quemar su primer cuaderno antes que permitir que la tía Elizabeth lo leyera. En pocos momentos, el manuscrito fue una masa de fuego que se retorcía; en segundos más fue un montón de cenizas arrugadas, con una palabra fantasma que aparecía aquí y allí, blanca contra un entorno ennegrecido, acusadora, como reprochándoselo.
El arrepentimiento se apoderó de ella. Ay, ¿por qué lo había quemado? ¿Por qué había quemado su libro? Supongamos que no era bueno. De todas formas, era suyo. Era una maldad haberlo quemado. Había destruido algo incalculablemente precioso para ella. ¿Qué sentían las madres de la antigüedad cuando sus hijos eran entregados a Moloch a través del fuego, después del impulso y la excitación del sacrificio? Emily creyó saberlo.
Nada quedaba de su libro, de su querido libro que le había parecido tan maravilloso, nada sino cenizas, un lastimero montoncito de cenizas negras. ¿Podía ser? ¿Dónde estaba todo el ingenio, toda la risa, todo el encanto que parecía brillar en sus páginas, los amados personajes que en él habían vivido, el secreto deleite que tejió en ellos como se teje la luz de la luna entre los pinos? Cenizas. Emily se levantó de un salto, angustiada, lamentando no poder soportarlo. Debía salir, irse, a cualquier lado. Su pequeño cuarto, siempre tan querido y cálido, le parecía una prisión. Fuera, a algún lado, a la noche fría y libre con sus fantasmas grises de niebla, lejos de las paredes y los límites, lejos de aquel montoncito de restos negros, lejos de los fantasmas llenos de reproche de sus personajes asesinados. Abrió con violencia la puerta de su dormitorio y salió, enceguecida, a la escalera.
7
Hasta el día de su muerte, la tía Laura no pudo perdonarse nunca el haber dejado el cesto de la costura en el escalón superior de la escalera. En toda su vida había hecho algo así. Lo llevaba a su habitación cuando Elizabeth la llamó, perentoriamente, desde la cocina, preguntándole dónde estaba no sé qué. Laura dejó el cesto en el descansillo y corrió abajo. Fue sólo un momento. Pero aquel momento fue suficiente para el destino y para Emily. La muchachita, con los ojos cegados por las lágrimas, tropezó con el cesto y cayó rodando por la empinada escalera de la Luna Nueva. Hubo un momento de miedo, un momento de sorpresa, sintió que se hundía en un frío mortal, y al poco que se hundía en un calor abrasador, sintió que se elevaba, que caía en una profundidad insondable, sintió un dolor agudo en el pie y luego nada más. Cuando Laura y Elizabeth llegaron corriendo, al pie de la escalera no había más que un cuerpo encogido envuelto en seda y rodeado de medias y ovillos de lana con las tijeras de la tía Laura dobladas y retorcidas bajo el pie que habían atravesado.