1
Sólo tres hechos remarcables sucedieron aquel año para alterar el tono silencioso de la vida de Emily. En otoño vivió un romance, como lo llamó «victorianamente» la tía Laura. El reverendo James Wallace, el joven ministro nuevo de Derry Pond, bien intencionado y delicado como una señorita, comenzó a hallar excusas para ir de visita a la diócesis de Blair Water con bastante frecuencia y desde allí iba a la Luna Nueva. Pronto todo el mundo en Blair Water y Derry Pond supo que Emily Byrd Starr tenía un novio pastor. Los chismes abundaban. Se daba por sentado que Emily no dejaría escapar la oportunidad. ¡Un ministro! La gente sacudía la cabeza. Ella nunca llegaría a ser una esposa apropiada para un ministro. Jamás de los jamases. Pero ¿no era así siempre? Los ministros siempre eligen a quien no deben.
En la Luna Nueva las opiniones estaban divididas. La tía Laura, que debía a un tal doctor Fell una cierta susceptibilidad contra el señor Wallace, esperaba que Emily no lo «aceptara». A la tía Elizabeth, en lo más profundo de su alma, tampoco le gustaba mucho, pero le impresionaba la idea de un ministro. Un enamorado muy seguro. A un ministro nunca se le ocurriría fugarse para casarse. Pensaba que Emily podía considerarse una muchacha muy afortunada si podía «pescarlo».
Cuando fue tristemente obvio que las visitas del señor Wallace a la Luna Nueva habían cesado, la tía Elizabeth preguntó con tono adusto la razón a Emily y se horrorizó al enterarse de que la desagradecida coqueta le había dicho al señor Wallace que no podía casarse con él.
—¿Por qué? —quiso saber la tía Elizabeth con un tono de helada desaprobación.
—Por las orejas, tía Elizabeth, por las orejas —contestó Emily, con petulancia—. No puedo arriesgarme a que mis hijos hereden orejas como las suyas.
La falta de delicadeza de semejante respuesta hizo trastabillar a la tía Elizabeth, y probablemente ésa fuera la razón por la cual Emily respondió así. Sabía que la tía Elizabeth tendría miedo de volver a hacer la menor referencia al tema.
El reverendo James Wallace consideró que era «su deber» irse al oeste la primavera siguiente. Y eso fue todo.
2
Luego vino el episodio de las funciones de actores aficionados de Shrewsbury, sobre las cuales apareció una crítica demoledora en uno de los diarios de Charlottetown. Los de Shrewsbury culparon a Emily Byrd Starr. ¿Quién más, se preguntaban, podría haber escrito con esa agudeza diabólica y aquel sarcasmo? Todos sabían que Emily Byrd Starr nunca había perdonado a Shrewsbury por haber creído aquellas patrañas sobre ella en la vieja casa de John. Ésta era su venganza. ¿No era típico de los Murray ocultar su encono durante años hasta que se presentara una oportunidad apropiada para la venganza? Emily declaró su inocencia en vano. Nunca se averiguó quién había escrito la crítica, y durante toda su vida la gente siguió esgrimiendo este asunto en su contra.
Pero, en cierto sentido, le resultó beneficioso. Después del incidente, la invitaron a todas las actividades sociales de Shrewsbury. La gente tenía miedo de dejarla fuera por temor a que «lo escribiera». No podía ir a todos lados: Shrewsbury quedaba a once kilómetros de Blair Water. Pero fue a la cena con baile de la esposa de Tom Nickle y durante seis semanas creyó que dicha cena había cambiado el curso de toda su existencia.
Emily la del espejo estaba muy guapa aquella noche. Tenía el vestido que había deseado durante años; gastó en él todo lo que había ganado con un cuento, para espanto de su tía. Seda tornasolada, azul bajo una luz, plateado bajo otra, con algo de encaje delicadísimo. Recordó que Teddy había dicho que, cuando ella tuviera ese vestido, él iba a pintarla como «la reina de las nieves».
Su vecino de la derecha era un hombre que no dejó de hacer «discursos divertidos» durante toda la comida e hizo que ella se preguntara, una y otra vez, con qué propósito lo habría traído Dios al mundo. ¡Pero su vecino de la izquierda! Hablaba poco pero… ¡qué aspecto! Emily decidió que le gustaba aquel hombre cuyos ojos decían más que sus labios, aunque sí le dijo que ella parecía «el rayo de luna de una noche azul de verano» con aquel vestido. Creo que fue la frase que terminó con Emily, que le traspasó el corazón de lado a lado, como el desafortunado patito de la canción de cuna. Emily no tenía salvación ante el encanto de una frase bien compuesta. Antes de que terminara la velada, Emily, por primera vez en su vida, estaba perdida y románticamente enamorada con el más perdido y romántico de los enamoramientos, con «el amor con que soñaron los poetas», como escribió en su diario. El joven (creo que su hermoso y romántico nombre era Aylmer Vincent) estaba tan locamente enamorado como ella. Literalmente se instaló en la Luna Nueva. La cortejaba de una manera hermosa. A Emily le encantaba su manera de decir «querida señora». Cuando le dijo que «las manos hermosas son uno de los principales encantos de una mujer hermosa» y miró las de Emily con devoción, ella, cuando se fue a su habitación aquella noche se besó las manos porque los ojos de él las habían acariciado. Cuando él, extasiado, la llamó «una criatura de niebla y llamarada», ella caminó entre niebla y llameó por la adusta Luna Nueva hasta que la tía Elizabeth la aplastó desconsideradamente al pedirle que friera unas roscas para el primo Jimmy. Cuando él le dijo que era como un ópalo: de un blanco níveo por fuera, pero con un corazón de fuego granate, ella se preguntó si la vida seria siempre así.
«Y pensar que en un tiempo creí que me gustaba Teddy Kent», pensó, asombrada de sí misma.
Dejó de escribir y le pidió a la tía Elizabeth que le regalara la vieja caja azul del altillo para guardar su ajuar. La tía Elizabeth accedió gentilmente. Se habían investigado los antecedentes del nuevo pretendiente y éstos resultaron impecables. Buena familia, buena posición social, buen negocio. Todos los augurios eran buenos.
3
Y entonces ocurrió algo realmente espantoso.
Emily se desenamoró con la misma rapidez con que se había enamorado. Un día estaba enamorada y al siguiente ya no. Así de sencillo.
Estaba alelada. No podía creerlo. Intentó simular que aún existía el antiguo encantamiento. Intentó emocionarse, soñar y ruborizarse. Nada de emoción, nada de rubor. Su enamorado de los ojos negros (¿cómo no se había dado cuenta antes de que tenía los ojos idénticos a los de una vaca?) la aburría. Ah, cómo la aburría. Una noche bostezó justo en medio de uno de sus mejores discursos. No había nada que añadir.
Le dio tanta vergüenza que casi cayó enferma. La gente de Blair pensó que él la había dejado y la compadeció. Las tías, que sabían la verdad, estaban desilusionadas y molestas.
—Voluble, voluble, como todas las Starr —dijo la tía Elizabeth, con amargura.
Emily no tenía fuerzas para defenderse. Suponía que se lo tenía bien merecido. Tal vez fuera voluble. Seguramente lo era. Cuando un fuego tan glorioso se apagaba tan rápida y completamente y se convertía en cenizas y no quedaba ni un rescoldo, ni siquiera un recuerdo romántico… Emily tachó con rabia lo que había escrito en su diario sobre «el amor con que soñaron los poetas».
Realmente fue muy desdichada por aquel tema durante largo tiempo. ¿No tenía nada de profundidad? ¿Era una persona tan superficial que hasta el amor era para ella como las semillas que caen en la tierra yerma en la parábola inmortal? Sabía que otras muchachas tenían aquellos romances tontos, tempestuosos, efímeros, pero nunca pensó que ella iba a vivir uno, nunca pensó que pudiera vivirlo. ¡Perder la razón por un rostro hermoso, una voz seductora, un par de grandes ojos oscuros y el truco de discursos bonitos! En resumen, Emily sentía que había hecho de tonta rematada y el orgullo de los Murray no podía soportarlo.
Para empeorar las cosas, él se casó a los seis meses con una muchacha de Shrewsbury. No es que a Emily le importara con quién se casara ni en cuánto tiempo… pero eso significaba que los ardores románticos de él no eran más que hijos de la superficialidad y le dieron un toque más de humillación a todo aquel tonto asunto. Además, Andrew también se había consolado con mucha facilidad. Perry Miller no la esperaba desolado. Teddy se había olvidado de ella. ¿Era incapaz de inspirar una pasión profunda y duradera en un hombre? Claro que estaba Dean. Pero incluso Dean se iba todos los inviernos y dejaba que la cortejara y la conquistara cualquier enamorado que apareciera.
—¿Soy básicamente superficial? —se preguntó la pobre Emily con terrible intensidad.
Volvió a coger la pluma con secreta alegría. Pero, durante un tiempo considerable, las escenas amorosas de sus cuentos tenían un tono cínico y misantrópico.