CAPÍTULO CUATRO

1

El año siguiente a la muerte del señor Carpenter transcurrió sereno para Emily, sereno, agradable y, aunque ella intentaba ahogar este pensamiento, algo monótono. No estaba Ilse, no estaba Teddy y no estaba el señor Carpenter. Perry sí, pero sólo de vez en cuando. Claro que en el verano tenía a Dean. Ninguna muchacha podía sentirse demasiado sola con Dean Priest de amigo. Habían sido muy buenos amigos desde aquel día, tantísimo tiempo atrás, en que ella se cayó por el borde rocoso en la bahía de Malvern y Dean la rescató. No importaba en lo más mínimo que él cojeara un poco y tuviera un hombro más alto que el otro, o que el brillo soñador de sus ojos a veces le diera a su cara un aspecto extraño. En general, no había nadie en el mundo entero que a ella le gustara tanto como Dean. Cuando pensaba esto, Emily siempre ponía en cursiva el gustar. Había algunas cosas que el señor Carpenter no sabía.

A la tía Elizabeth, Dean nunca le había caído del todo bien. Pero es que la tía Elizabeth no quería a ninguno de los Priest. Entre los Murray y los Priest parecía haber una incompatibilidad temperamental insalvable, a pesar de los esporádicos matrimonios entre los dos clanes.

«Caramba con los Priest —solía decir la tía Elizabeth, desdeñosa, relegando a todo el clan, del primero al último, al limbo con un ademán de su mano típicamente Murray, delgada y nada bonita—. ¡Caramba con los Priest!».

—Los Murray son Murray y los Priest son Priest y nunca deberían juntarse —dijo una vez Emily, en una traviesa y desvergonzada alteración de la cita de Kipling cuando Dean le preguntó, simulando desesperación, por qué sus tías no lo querían.

—Tu vieja tía abuela Nancy, de Priest Pond, me detesta —dijo, con la sonrisita caprichosa que a veces le daba un gracioso aire de gnomo—. Y las señoras Laura y Elizabeth me tratan con esa cortesía gélida que los Murray reservan para sus más amados enemigos. Ay, creo saber por qué.

Emily se ruborizó. Ella también comenzaba a tener una desagradable sospecha de por qué las tías Elizabeth y Laura mostraban con Dean una cortesía más fría que antes. No quería pensarlo, arrojaba la sospecha lejos con rabia y le cerraba las puertas del pensamiento cada vez que ésta se entrometía. Pero el pensamiento gimoteaba ante su puerta y se negaba a ser desterrado. Dean, como todas las demás cosas y todas las demás personas, parecía haber cambiado de la noche a la mañana. ¿Y qué implicaba, qué sugería el cambio? Emily se negaba a responder a aquella pregunta. La única respuesta era demasiado absurda. Y desagradable.

¿Dean Priest estaba dejando de ser amigo para convertirse en enamorado? Qué tontería. Qué redomada tontería. Qué desagradable tontería. Porque ella no lo quería de enamorado y sí lo quería, locamente, de amigo. No podía perder su amistad. Era demasiado querida, demasiado deliciosa, estimulante y maravillosa. ¿Por qué pasaban esas cosas diabólicas? Cuando Emily llegaba a este punto de sus divagaciones siempre se detenía y volvía atrás, furiosa, en sus pasos mentales, aterrada al darse cuenta de que estaba a punto de admitir que «esa cosa diabólica» ya había sucedido o estaba en pleno proceso.

En cierto sentido, para ella fue casi un alivio cuando, una noche de noviembre, Dean le dijo, como de pasada:

—Supongo que pronto tendré que pensar en mi migración anual.

—¿Adónde vas este año? —preguntó Emily.

—A Japón. No he estado nunca. Ahora no tengo ganas especiales de ir pero ¿para qué voy a quedarme? ¿Tú querrías charlar conmigo en la sala de estar todo el invierno, en presencia de tus tías?

—No —respondió Emily, entre una risa y un estremecimiento. Recordó una feísima noche de otoño en que llovía torrencialmente y soplaba un fuerte viento; no pudieron pasear por el jardín y tuvieron que sentarse en la habitación donde la tía Elizabeth tejía y la tía Laura hacía crochet junto a la mesa. Había sido espantoso. Pero ¿por qué? ¿Por qué no podían hablar con la misma libertad, ligereza e intimidad con que hablaban en el jardín? La respuesta a esto al menos no tenía nada que ver con el sexo. ¿Era porque hablaban de tantas cosas que la tía Elizabeth no entendía y, por consiguiente, no aprobaba? Tal vez. Pero, fuese cual fuese la causa, habría sido lo mismo que Dean estuviera al otro lado del universo al efecto de mantener una conversación real.

—De manera que me voy —dijo Dean, esperando que esta muchacha exquisita, alta y blanca dijera, en aquel viejo jardín, que lo añoraría terriblemente. Lo había dicho en todos y cada uno de los fugaces otoños de muchos años. Pero esta vez no lo dijo. Se dio cuenta de que no se atrevía.

Otra vez… ¿por qué?

Dean la miraba con ojos que podían ser tiernos, tristes o apasionados, según él deseara, y que ahora parecían una mezcla de las tres expresiones. Debía oírla decir que lo añoraría. Su verdadero motivo para irse aquel invierno era que ella se diera cuenta de cuánto lo añoraba, que ella sintiera que no podía vivir sin él.

—¿Me echarás de menos, Emily?

—Por supuesto —respondió Emily con ligereza, con demasiada ligereza. Otros años había sido muy franca y seria sobre aquel particular. Dean no lamentaba del todo el cambio. Sin embargo, no pudo adivinar la actitud mental que yacía detrás. Seguramente ella había cambiado porque sentía algo, sospechaba algo, de lo que él había luchado años por ocultar y ahogar como una completa locura. ¿Y entonces? ¿Era esta nueva ligereza un indicio de que ella no quería darle demasiada importancia a admitir que lo echaría de menos? ¿O era sólo la defensa instintiva de una mujer contra algo que implica o evoca demasiado?

—Va a ser tan terrible este invierno aquí sin ti, sin Teddy y sin Ilse que no quiero ni pensarlo —prosiguió Emily—. El invierno pasado fue malo. Y éste va a ser peor, lo sé. Pero tengo mi trabajo.

—Ah, sí, claro, tu trabajo —asintió Dean con una inflexión tolerante y algo divertida en la voz, que últimamente siempre aparecía cuando hablaba de su «trabajo», como si le pareciera divertidísimo que ella llamara «trabajo» a su manía de llenar cuadernos. Bueno, había que seguirle la corriente a aquella niña encantadora. En palabras no lo habría dicho con más claridad. Su significado golpeó el alma sensible de Emily como un latigazo. Y de un solo golpe todo su trabajo y sus ambiciones se volvieron, momentáneamente al menos, tan infantiles y sin importancia como Dean los consideraba. Ella no podía defender sus convicciones ante él. Él tenía que saber. Era tan inteligente, tan educado… Él tenía que saber. Eso era lo angustioso. Ella no podía hacer caso omiso de su opinión. Emily sabía en lo más profundo de su corazón que no podría creer del todo en sí misma hasta que Dean Priest no admitiera que ella podía hacer algo de veras valioso en ese sentido. Y él nunca lo admitía.

—Llevaré imágenes tuyas a todos los lados donde vaya, Estrella —decía Dean. Estrella era el viejo apodo que le había dado, no un juego de palabras por su apellido sino que decía que ella le recordaba a una estrella—. Te veré sentada en tu habitación junto a esa vieja ventana, tejiendo tus bonitas telas de araña, caminando por este viejo jardín, paseándote por el Camino del Ayer, mirando el mar. Cada vez que recuerde algo de la belleza de Blair Water te veré. Después de todo, toda esa belleza no es más que el marco para una mujer hermosa.

«Tus bonitas telas de araña», ah, ahí estaba. Eso fue todo lo que Emily oyó. Ni siquiera se dio cuenta de que él le decía que la consideraba, a ella, una mujer hermosa.

—¿Piensas que lo que escribo no son más que telas de araña, Dean? —preguntó, sofocada.

Dean pareció convincentemente sorprendido.

—Estrella, ¿qué otra cosa es? ¿Tú qué piensas que es? Yo me alegro de que te diviertas escribiendo. Es espléndido tener un pasatiempo así. Y si puedes ganar algunas monedas con él, pues, bienvenidas, también, en el mundo en que vivimos. Pero no me gustaría que soñaras con ser una Brontë o una Austen y que cuando despertaras te dieras cuenta de que habías desperdiciado tu juventud en un sueño.

—No me creo una Brontë ni una Austen —replicó Emily—. Pero hace tiempo no pensabas lo mismo, Dean. Antes pensabas que algún día yo sería capaz de hacer algo.

—Los sueños de una criatura no se aplastan —dijo Dean—. Pero sería una tontería llevar los sueños de la infancia a la madurez. Es mejor enfrentarse a los hechos. Tú escribes cosas encantadoras, a tu manera, Emily. Conténtate con eso y no desperdicies tus mejores años ansiando lo inalcanzable ni luchando por llegar a alturas que están lejos de tus posibilidades.

2

Dean no miraba a Emily. Estaba apoyado en el viejo reloj de sol y lo miraba con el entrecejo fruncido, con el aire de quien se obliga a decir algo desagradable porque lo considera su deber.

—No quiero ser sólo una escritora de historias agradables —exclamó Emily, con rebeldía. Él la miró a la cara. Ella era de su misma altura, algunos milímetros más alta incluso, aunque él se negaba a admitirlo.

—No tienes que ser sino lo que eres —dijo él impetuosamente—. Una mujer como no se ha visto antes en esta Luna Nueva. Puedes hacer más con esos ojos, con esa sonrisa, de lo que podrías hacer con tu pluma.

—Me recuerdas a la tía abuela Nancy —dijo Emily, cruel y desdeñosa.

Pero ¿no había estado él cruel y despectivo con ella? Las tres de la madrugada la encontraron con los ojos muy abiertos y angustiada. Había pasado horas sin dormir, enfrentada a dos convicciones terribles. Una era que jamás haría nada valioso con su pluma. La otra era que iba a perder la amistad de Dean. Pues amistad era todo lo que ella podía darle y eso a él no le bastaba. Tendría que hacerle daño. Y, ay, ¿cómo podía lastimar a Dean, a quien la vida había tratado con tanta crueldad? Emily le había dicho «no» a Andrew Murray y se había reído sin el menor remordimiento al rechazar a Perry Miller. Pero esto era completamente diferente.

Emily se sentó en la cama, a oscuras, y gimió con una desolación que no era menos real ni menos dolorosa por el hecho incuestionable de que treinta años después se preguntaría por qué caramba había gemido.

—Ojalá no existieran los enamorados ni el amor en el mundo —dijo, con feroz intensidad, creyendo sinceramente que creía lo que decía.

3

Como todo el mundo, a la luz del día Emily vio las cosas mucho menos trágicas e intolerables que en la oscuridad. Un bonito cheque y una gentil carta de reconocimiento que lo acompañaba le devolvieron buena parte de su respeto por sí misma y de su ambición. Lo más probable, también, era que hubiera imaginado significados en las palabras y las miradas de Dean que estaban lejos de sus intenciones. No pensaba convertirse en una tonta de esas que creen que cualquier hombre, joven o viejo, al que le gustara hablar con ella o incluso hacerle un cumplido en un jardín en sombras e iluminado por la luna, estaba enamorado de ella. Dean tenía edad suficiente para ser su padre.

La despedida poco sentimental de Dean cuando se fue le confirmó esta reconfortante seguridad y le permitió echarlo de menos sin reservas. Y, de hecho, lo echó mucho de menos. Aquel año, la lluvia en los campos otoñales fue algo muy triste, al igual que las fantasmales brumas grises que venían lentamente desde el golfo. Emily se alegró cuando llegó la nieve y su brillo. Estuvo tan ocupada, escribiendo largas horas, a menudo hasta bien entrada la noche, que la tía Laura comenzó a preocuparse por su salud y la tía Elizabeth dijo una o dos veces, protestando, que el precio del aceite de carbón había subido. Como Emily pagaba el aceite que consumía, la indirecta no surtió efecto. Estaba empeñada en ganar dinero suficiente para devolverle al tío Wallace y a la tía Ruth lo que habían gastado en ella en sus años en Shrewsbury. A la tía Elizabeth le parecía una ambición digna de elogio. Los Murray eran una raza independiente. Uno de los dichos del clan era que los Murray habían tenido su propio bote en el Diluvio. Nada de arcas promiscuas para ellos.

Claro que había aún muchos textos rechazados que el primo Jimmy, mudo de la indignación, llevaba a casa desde el correo. Pero el porcentaje de aceptaciones aumentaba firmemente. Cada nueva revista conquistada significaba un escalón más en el Sendero Alpino. Ella sabía que, paso a paso, iba puliendo el oficio de su arte. Hasta «los diálogos amorosos» que tanto la habían preocupado en el pasado ahora le resultaban fáciles. ¿Tanto le habían enseñado los ojos de Teddy Kent? Si Emily se hubiera tomado tiempo para pensar, se habría sentido muy sola. Había algunas horas muy tristes. En especial, después de la llegada de una carta de Ilse llena de historias sobre sus divertidos días en Montreal, sus éxitos en la Escuela de Oratoria y sus preciosos vestidos nuevos. En los largos atardeceres, cuando miraba estremecida por las ventanas de la vieja casona y pensaba qué blancos, fríos y solitarios se veían los campos nevados sobre la colina, qué oscuras, remotas y trágicas las Tres Princesas, Emily perdía confianza en su estrella. Quería verano, campos de margaritas, mares neblinosos con la salida de la luna o púrpuras con la puesta del sol, amigos, Teddy… en aquellos momentos, siempre sabía que quería a Teddy.

Teddy parecía tan lejano… Seguían manteniendo una fiel correspondencia, pero ya no era lo que había sido. De pronto, en el otoño las cartas de Teddy se habían vuelto más frías y formales. Y ante este primer síntoma de enfriamiento, la temperatura de Emily bajó considerablemente.

4

Pero tuvo horas de éxtasis e introspección que inundaban de gloria sus recuerdos y proyectos. Horas en las que sentía dentro de sí la facultad creadora ardiendo como una llama inmortal. Momentos escasos y sublimes en los cuales se sentía como una diosa, totalmente feliz y satisfecha. Y siempre tenía su mundo de ensueño en el que podía escapar de la monotonía y la soledad, y saborear una felicidad dulce y extraña que no empañaba ninguna nube ni ninguna sombra. A veces volvía a su infancia y vivía deliciosas aventuras que le habría avergonzado admitir en su mundo de adulta.

Le gustaba mucho merodear sola, en especial en el atardecer o en las noches de luna, sola con las estrellas y los árboles, compañeros muy escasos.

—No puedo quedarme tranquila dentro cuando hay luna, tengo que estar al aire libre —dijo a la tía Elizabeth, a la que los merodeos no le parecían bien. La tía Elizabeth nunca perdía la inquietante obsesión de que la madre de Emily se había fugado para casarse. Y, de todas maneras, merodear era un hábito extraño. Ninguna de las otras muchachas de Blair Water lo hacía.

Hubo caminatas por las colinas a la media luz del atardecer, cuando las estrellas se levantaban, una después de la otra, formando las grandes constelaciones de mito y leyenda. Hubo noches frías con una salida de la luna que casi hacía daño de tan hermosa; agujas de abetos blancos que se clavaban en los crepúsculos de fuego; bosques de abetos rojos de misteriosa penumbra; paseos por el Camino del Mañana. No el Camino del Mañana de junio, con aroma a capullos y tiernos vegetales jóvenes. Tampoco el Camino del Mañana de octubre, espléndido en sus rojos y sus dorados. Sino el Camino del Mañana de un sereno atardecer nevado de invierno, un lugar blanco, misterioso, silencioso, lleno de hechizos. A Emily le gustaba más que cualquiera de los otros lugares. La felicidad espiritual de aquella soledad atestada de sueños nunca empalagaba, su remoto encanto nunca saciaba.

¡Si al menos tuviera un amigo con quien hablar! Una noche se despertó y se sorprendió llorando, con una luna tardía que brillaba, azul y fría, a través de los cristales escarchados de la ventana. Había soñado que Teddy le silbaba desde el bosque de John el Altivo, el antiguo silbido tan querido de los días de la infancia; y ella había salido corriendo, atravesando el jardín hasta el bosque. Pero no pudo encontrar a Teddy.

—¡Emily Byrd Starr, que no vuelva a sorprenderte llorando por un sueño! —exclamó con pasión.