CAPÍTULO TRES

1

Al principio nadie consideró que la enfermedad del señor Carpenter fuera seria. En los últimos años había sufrido varios ataques de reumatismo que lo habían postrado en la cama durante días. Luego volvía renqueando al trabajo, tan adusto y sarcástico como siempre y con la lengua más afilada que nunca. En opinión del señor Carpenter, enseñar en la escuela de Blair Water ya no era lo que había sido. No había nada allí, decía, más que jóvenes nulidades escandalosas y sin espíritu. No había ni un alma en toda la escuela que pudiera pronunciar las palabras septiembre o miércoles.

—Estoy cansado de hacer sopa en un colador —decía enfurruñado.

Teddy, Ilse, Perry y Emily, los cuatro alumnos que le habían puesto levadura a la escuela con su inspiración salvadora, se habían ido. Tal vez el señor Carpenter estuviera un poco cansado de todo. No era demasiado viejo, considerando sus años, pero había agotado su organismo en una juventud disipada. La mujercita tímida e insulsa que había sido su esposa había muerto calladamente el otoño anterior. Nunca había parecido demasiado importante en la vida del señor Carpenter pero, después del entierro, a él se le veía cada vez más desmejorado. Los escolares temían su afilada lengua y sus, cada vez más frecuentes, ataques de mal genio. Los encargados del colegio comenzaban a sacudir las cabezas y a hablar de un nuevo maestro cuando terminara el año lectivo.

La enfermedad del señor Carpenter comenzó como de costumbre con un ataque de reuma. Luego tuvo complicaciones cardíacas. El doctor Burnley, que fue a verlo a pesar de la obstinada negativa del maestro a que lo viera un médico, se puso serio y habló misteriosamente de falta de «voluntad de vivir». La tía Louisa Drummond, de Derry Pond, fue a cuidarlo. El señor Carpenter se sometió con una resignación que era mal síntoma, como si ya nada le importara.

—Hagan lo que quieran. Que esa mujer de vueltas a mi alrededor, si eso les tranquiliza la conciencia. Mientras me deje en paz, que haga lo que quiera. Me niego a que me dé de comer y me niego a que me quiera mimar y me niego a que me cambie las sábanas. No soporto su pelo. Demasiado lacio y demasiado brillante. Díganle que se haga algo. ¿Y por qué parece que siempre tiene la nariz fría?

Emily iba todas las tardes a sentarse un rato junto a él. Era la única persona a la que el anciano quería ver. Él no hablaba mucho, pero le gustaba abrir los ojos cada pocos minutos e intercambiar con ella una pícara sonrisa de entendimiento, como si los dos se rieran juntos de una broma excelente de la cual sólo pudieran mostrar el resultado. La tía Louisa no sabía qué pensar de aquel tráfico de sonrisas y, por consiguiente, le parecía mal. Era una persona de buen corazón, con un gran instinto maternal de verdad en su agostado pecho de doncella, pero se sentía completamente perdida con las sonrisas alegres y pícaras de un paciente en su lecho de muerte. Pensaba que habría sido mejor para él pensar en su alma inmortal. Él no era miembro de la iglesia, ¿verdad? Ni siquiera aceptaba que fuera a verlo el ministro. Pero Emily Starr era bienvenida cada vez que iba. La tía Louisa tenía sus secretas sospechas sobre la tal Emily Starr. ¿No escribía? ¿No había descrito a la prima segunda de su madre, su propia sangre, en uno de sus cuentos? Probablemente buscaba un «personaje» en el lecho de muerte de aquel viejo pagano. Eso explicaba su interés, sin ninguna duda. La tía Louisa miraba con curiosidad a aquella joven vampiresa. Esperaba que Emily no la pusiera a ella en un cuento.

Durante mucho tiempo, Emily se había negado a creer que aquél fuera el lecho de muerte del señor Carpenter. No podía estar tan enfermo. No sufría, no se quejaba. Se recuperaría en cuanto llegara el buen tiempo. Se lo dijo a sí misma tantas veces que se forzó a creerlo. No podía imaginar la vida en Blair Water sin el señor Carpenter.

Una noche de mayo, el señor Carpenter pareció estar mucho mejor. Le relampagueaban los ojos con el fuego satírico de antaño y su voz resonaba con el eco de antes. Bromeó a costa de la pobre Louisa, que jamás entendía sus bromas pero las soportaba con resignación. A los enfermos hay que seguirles la corriente. Le contó a Emily una historia muy graciosa y rió con ella hasta hacer estremecer la pequeña habitación de vigas bajas. La tía Louisa sacudió la cabeza. Había algunas cosas que no sabía, pobre señora, pero sí sabía de su modesto oficio de enfermera no profesional, y sabía que este súbito rejuvenecimiento no era buena señal. Como diría un escocés, estaba moribundo. En su inexperiencia, Emily no lo sabía. Se fue a su casa contenta por la mejoría del señor Carpenter. Pronto estaría curado, de regreso en la escuela, riñendo a sus alumnos, caminando abstraído por la calle, leyendo algún clásico con las hojas marcadas y criticando sus manuscritos con todo su antiguo humor y su mordacidad. Emily estaba contenta. El señor Carpenter era un amigo que ella no podía permitirse el lujo de perder.

2

La tía Elizabeth la despertó a las dos. La mandaban llamar. El señor Carpenter preguntaba por ella.

—¿Está… peor? —preguntó Emily bajándose de su alta cama negra con columnas talladas.

—Se muere —dijo la tía Elizabeth, brevemente—. El doctor Burnley asegura que no llega a mañana.

Algo en la cara de Emily conmovió a la tía Elizabeth.

—¿No es mejor para él, Emily? —preguntó con desacostumbrada suavidad—. Está viejo y cansado. Su esposa se ha ido y no lo van a dejar otro año en la escuela. Tendría una vejez muy solitaria. La muerte es su mejor amiga.

—Estoy pensando en mí —replicó Emily, sofocada.

Fue a casa del señor Carpenter, en mitad de la noche hermosa y negra de primavera. La tía Louisa lloraba, pero Emily no lloró. El señor Carpenter abrió los ojos y le sonrió con la misma sonrisa pícara de antaño.

—Nada de lágrimas —murmuró—. Prohíbo las lágrimas en mi lecho de muerte. Que Louisa Drummond se vaya a llorar a la cocina. Que se gane el sueldo de esa manera, si quiere. No puede hacer nada más por mí.

—¿Hay algo que yo pueda hacer? —preguntó Emily.

—Siéntate aquí, donde pueda verte hasta que me vaya, eso es todo. No quiero irme… solo. Nunca me ha gustado la idea de morirme solo. ¿Cuántas viejas arpías hay en la cocina esperando que me muera?

—Están sólo la tía Louisa y la tía Elizabeth —contestó Emily, sin poder reprimir una sonrisa.

—No te ofendas si no… si no hablo mucho. Me he pasado la vida hablando. Se acabó. No me queda… aliento. Pero si se me ocurre algo… quiero que estés cerca.

El señor Carpenter cerró los ojos y se sumió en el silencio. Emily permaneció quieta. Su cabeza era un suave borrón oscuro frente a la ventana que comenzaba a blanquearse con el alba. Las manos fantasmales de un viento travieso jugueteaban con sus cabellos. El perfume de los lirios de junio penetraba desde el lecho que había debajo de la ventana abierta, un aroma persistente, más dulce que la música, como todos los perfumes perdidos de los viejos años. A lo lejos, dos hermosos abetos esbeltos y negros, de la misma altura exactamente, se recortaban bajo el cielo iluminado por el alba de plata, como las agujas gemelas de alguna catedral gótica que se levantaban de entre un banco de bruma plateada. Entre ellos pendía una pálida luna vieja, tan hermosa como la luna creciente de la noche. Esa belleza era un consuelo y un estímulo para Emily bajo la tensión de esta extraña vigilia. Sucediera lo que sucediese, viniera lo que viniese, una belleza como aquélla era eterna.

De cuando en cuando, la tía Louisa entraba a mirar al anciano. El señor Carpenter parecía no tener conciencia de estas visitas pero siempre, después de que se iba, abría los ojos y le hacía un guiño a Emily. Horrorizada, Emily se sorprendió devolviéndole el guiño, pues tenía suficiente de los Murray para escandalizarse con los guiños en los lechos de muerte. Lo que diría la tía Elizabeth.

—Buena compañera —murmuró el señor Carpenter después del segundo intercambio de guiños—. Me alegro… de que estés aquí.

A las tres de la madrugada se puso inquieto. La tía Louisa volvió a entrar.

—No puede morirse hasta que se retire la marea, ¿sabes? —le explicó a Emily con un susurro solemne.

—Sal de aquí con tu charlatanería supersticiosa —soltó el señor Carpenter en voz alta y clara—. Me voy a morir cuando mier… quiera, con marea o sin marea.

Horrorizada, la tía Louisa le pidió perdón a Emily en nombre del señor Carpenter aduciendo que estaba delirando.

—Perdóname el vocabulario, por favor —dijo el señor Carpenter—. Tenía que espantarla para que se fuera. No puedo permitir… que esa… criatura del sexo femenino… me vea morir. Le di… una buena anécdota para… contar el resto de… sus días. Espantosa… advertencia. Y sin embargo es una buena mujer. Tan buena que… me aburre. No tiene maldad. Uno… necesita el condimento de… un poco de maldad… en todas las personalidades. Es la sal… que hace resaltar… los demás sabores.

Otro silencio. Luego añadió, muy serio.

—El problema es que… en la mayoría de… los casos… el Cocinero… pone una pizca… excesiva. Cocinero… sin experiencia… Será más sabio… después de algunas… eternidades.

Emily pensó que ahora el señor Carpenter sí deliraba, pero él le sonrió.

—Me alegra que estés aquí… compañera. No te molesta… ¿verdad?

—No —dijo Emily.

—Cuando una Murray… dice que no… es no.

Después de otro silencio, el señor Carpenter siguió hablando, ahora más para sí mismo, al parecer, que para ella.

—Salgo… salgo más allá del amanecer. Más allá de la estrella de la mañana. Pensaba que tendría miedo. No lo tengo. Qué gracioso. Piensa en cuántas cosas voy a saber… dentro de pocos minutos, Emily. Seré más sabio que cualquier hombre vivo. Siempre quise saber… saber. Nunca me gustaron las adivinanzas. He terminado con la curiosidad… sobre la vida. Ahora sólo me produce curiosidad… la muerte. Sabré la verdad, Emily… unos minutos más y sabré… la verdad. No más adivinanzas. Y si… si es como yo creo… seré… otra vez joven. Tú no sabes… lo que eso significa. Tú… que eres joven… no puedes… tener la menor… idea… de lo que… significa… ser joven… otra vez.

Su voz se convirtió en un balbuceo inconexo hasta volver a elevarse, con claridad.

—Emily… prométeme… que nunca escribirás… para agradarle a nadie… sólo a ti… a ti misma.

Emily vaciló un momento. ¿Qué significaba esa promesa?

—Prométemelo —susurró con insistencia el señor Carpenter.

Emily se lo prometió.

—Ahora sí —dijo el señor Carpenter, con un suspiro de alivio—. Mantén… esa promesa… y todo irá… bien. Es inútil… tratar de gustar a… todo el mundo. Inútil… tratar de… gustar a los… críticos. Vive… con… tu propio… sombrero. No te dejes… arrastrar… por esos… aullidos sobre el… realismo. Recuerda que… los bosques de pinos son… tan reales… como las pocilgas… y mucho más… agradables. Llegarás… algún día… tienes… la semilla… en ti. Y no le digas… al mundo… todo. Eso… eso es lo… malo… de nuestra… literatura. Perdió… el encanto… del misterio… y de la reserva. Había otra cosa que… quería decirte… una advertencia… pero… no me acuerdo.

—No se esfuerce —dijo Emily, con suavidad—. No se canse.

—No estoy… cansado. Ya se acabó la historia de… cansarse. Me muero… me muero fracasado… pobre como… como una rata. Pero, después de todo… Emily… he vivido… una vida muy interesante, mierda.

El señor Carpenter cerró los ojos y parecía tan muerto que Emily hizo un gesto involuntario de alarma. Él levantó una mano blanquísima.

—No… no la llames. No llames a esa… llorona. Sólo tú… pequeña Emily… de la Luna Nueva… Pequeña… niña… inteligente, Emily. ¿Qué era lo que… lo que quería decir?

Un momento después abrió los ojos y dijo, en voz alta y clara:

—Abre la puerta… abre la puerta. No hay que hacer esperar a la muerte.

Emily corrió hacia la pequeña puerta y la abrió de par en par. Entró un fuerte viento procedente del mar gris. La tía Louisa vino corriendo desde la cocina.

—Ha cambiado la marea… se va con ella… se ha ido.

Todavía no. Cuando Emily se inclinó sobre él, los ojos agudos se abrieron bajo las espesas cejas por última vez. El señor Carpenter intentó guiñar un ojo, pero no pudo lograrlo.

—Me… me he acordado —susurró—. Cuídate de… las cursivas.

¿Hubo una especie de risita después de las palabras? La tía Louisa siempre sostuvo que sí. El desangelado señor Carpenter había muerto riéndose, diciendo algo sobre los cursos. Claro que deliraba, pero la tía Louisa siempre consideró que había sido un lecho de muerte muy poco edificante. Agradecía que no le hubieran tocado muchos como aquél en su experiencia.

3

Emily se fue a casa como ciega y lloró por su amigo en la habitación de sus sueños. Qué alma tan galante… que se iba hacia las sombras (¿o hacia la luz del sol?) con risas y bromas. Fuesen cuales fuesen sus defectos, no había nada de cobarde en el viejo señor Carpenter. Ella sabía que su mundo sería un lugar mucho más frío ahora que él se había ido. Parecía que habían pasado años desde que había salido de la Luna Nueva, en plena noche. Sintió una especie de premonición íntima que le decía que había llegado a una encrucijada en su vida. La muerte del señor Carpenter no cambiaba sustancialmente nada para ella. Sin embargo, era un hito al cual recurriría en años posteriores, diciendo: «Después de aquello, todo fue diferente».

Al parecer, durante toda su vida había crecido como a tirones. Vivía serena e inalterada durante meses y años, hasta que súbitamente se daba cuenta de que había dejado un «pasado de cúpula baja» y emergía en un «nuevo templo» del alma, más espacioso que todo lo que había habido antes. Aunque siempre, al principio, experimentaba un estremecimiento ante el cambio y una sensación de pérdida.