El juez Lu

En Ling-yang vivía un hombre llamado Chu Erhtan, cuyo nombre literario era Hsiao-ming[16]. Era un hombre muy valiente, pero un zopenco insigne, aunque hacía todo lo posible por aprender. Un día estaba bebiendo vino con un grupo de compañeros de estudios, cuando uno de ellos le dijo en broma: “La gente te considera muy valiente. Si vas en plena noche a la Cámara de los Horrores y traes al Juez Infernal del pórtico de la izquierda, todos nosotros te ofreceremos una cena.” Porque en Ling-yang había una reproducción de los diez tribunales del purgatorio, con los dioses y los demonios esculpidos en madera que parecían casi vivos; y en el vestíbulo oriental había una imagen de tamaño natural del Juez, con la cara verde y la barba roja, y una expresión horrible en sus facciones. Algunas veces durante la noche, provenientes de ambos porches, se oían ruidos y rumores de interrogatorios en los que el látigo era utilizado, y a todos los que se acercaban el miedo les ponía el pelo de punta; así que los jóvenes pensaron que esta sería una prueba definitiva para comprobar el valor del señor Chu.

Chu sonrió, y levantándose fue directo al templo; no habían pasado muchos minutos cuando le oyeron gritar en el exterior: “¡Su Excelencia ha llegado!” Se levantaron todos, y entró Chu con la estatua cargada sobre la espalda y la depositó sobre la mesa; después bebió tres veces en su honor. Sus camaradas, que observaban lo que hacía se sentían muy incómodos y no querían volver a sentarse; y le suplicaron que devolviera al Juez a su sitio. Pero él derramó un poco de vino sobre el suelo, invocando a la estatua con estas palabras: “No soy sino un tonto temerario y un ignorante: y ruego a Su Excelencia que me excuse. Mi casa no está lejos, y cuando Su Excelencia lo desee, me sentiré muy honrado de tomar una copa de vino en su compañía.” Después devolvió al Juez a su sitio, y al día siguiente sus amigos le ofrecieron la cena prometida, de la cual volvió a casa por la noche medio achispado. Pero considerando que no había bebido suficiente, encendió la lámpara y se sirvió otra copa de vino.

De pronto la cortina de bambú fue descorrida y entró el juez. El señor Chu se levantó y dijo: “¡Dios mío! Su Excelencia ha venido a cortarme la cabeza por mi insolencia de la noche pasada.” El Juez se acarició la barba y, sonriendo, contestó: “Nada de eso. Usted me invitó amablemente a visitarle; y como esta noche estoy libre, he venido.” Chu se sintió muy complacido, e hizo sentar a su huésped mientras él abrillantaba las copas y encendía el fuego. “Hace calor,” dijo el Juez, “bebamos el vino frío.” Chu obedeció, puso la botella sobre la mesa y salió para decir al doméstico que preparara algo de comer. Su mujer se asustó mucho cuando supo quién estaba en la casa, y le suplicó que no volviera a la habitación; pero Chu esperó hasta que las viandas estuvieron preparadas, y entró con ellas. Bebieron uno de la copa del otro, y después Chu preguntó el nombre de su invitado. “Mi nombre es Lu”, respondió el Juez; “no tengo otros nombres”.

Luego se pusieron a hablar de temas literarios, el uno completando las citas del otro como el eco responde al sonido. El Juez preguntó a Chu si entendía de poesía; y éste contestó que simplemente podía distinguir la buena de la mala; entonces el Juez recitó un breve poema infernal, que no era muy diferente de los de los mortales. El Juez era un gran bebedor y se tomó diez copas de un trago. Pero Chu, que no había hecho otra cosa que beber en todo el día, pronto estuvo muy borracho y se quedó profundamente dormido, con la cabeza sobre la mesa. Cuando despertó, la vela se había consumido y empezaba a clarear el día; su invitado ya se había marchado. A partir de aquella noche el Juez adoptó la costumbre de visitarle con frecuencia, hasta que se hicieron íntimos amigos. Algunas veces el Juez pasaba la noche en la casa, y Chu le mostraba sus trabajos literarios, que el otro tachaba y borraba como si no tuvieran ningún valor.

Una noche Chu se emborrachó y se fue a la cama, dejando que el Juez bebiera solo. En su sueño de borracho le pareció sentir un dolor en el estómago, y al despertarse vio que el Juez, de pie al lado de la cama, le había abierto y estaba modificando su interior con mucho cuidado. “¿Qué daño te he hecho?”, exclamó Chu, “¿Por qué quieres destruirme?” “No tengas miedo”, contestó el Juez riendo, “sólo estoy proporcionándote un corazón más inteligente.” Y con mucho cuidado puso la víscera en su sitio y cerró la abertura, protegiéndola con un vendaje apretado en torno al pecho. No había sangre sobre el lecho, y todo lo que sentía Chu era un ligero adormecimiento en su interior. Al ver que el Juez colocaba un trozo de carne sobre la mesa, le preguntó qué era. “Tu corazón”, contestó, “que no era indicado para la composición poética porque el orificio apropiado estaba obstruido. Ahora te he proporcionado uno mejor que conseguí en el Hades, y guardo el tuyo para colocarlo en su lugar.” Dicho esto, abrió la puerta y se fue. Por la mañana Chu se quitó el vendaje y se miró el pecho, donde la herida estaba casi curada, quedando sólo una señal roja. Desde aquel momento se convirtió en un estudiante apto, y descubrió que su memoria había mejorado; tanto que, unos días después, mostró al Juez un ensayo por el que fue muy elogiado. “Sin embargo”, dijo éste, “tu éxito estará limitado al grado de licenciado. No irás más allá.” “¿Cuándo lo obtendré?”, preguntó Chu. “Este año”, contestó el Juez; y se marchó. Chu fue el primero en los exámenes finales, y estuvo entre los cinco primeros en los de licenciatura. Sus antiguos camaradas, acostumbrados a reírse de él, estaban perplejos al ver que se había convertido en un flamante licenciado, y cuando supieron cómo había sido posible, suplicaron a Chu que intercediera por ellos ante el Juez. Éste prometió ayudarles, y todos se prepararon para recibirle; pero, cuando por la tarde llegó, se asustaron tanto de su barba roja y de sus ojos centelleantes que los dientes les castañetearon, y uno a uno se fueron yendo. Así que Chu llevó al Juez a su casa para tomar una copa, y cuando el vino ya se le había subido a la cabeza, dijo:

“Estoy profundamente agradecido a Su Excelencia por su amabilidad al arreglar mi interior, pero hay otro favor que me atrevo a solicitarle y que quizá me sea concedido.” El Juez le preguntó qué era; y Chu respondió: “Si usted puede cambiar el interior de una persona, seguro que también le puede cambiar la cara. Mi esposa no tiene mal tipo, pero es muy fea. Le ruego a Su Excelencia que pruebe el cuchillo con ella.” El Juez se rió y dijo que lo haría pero que necesitaba tiempo. Algunos días después llamó a la puerta de Chu alrededor de la media noche; éste se levantó y le abrió. Al encender una luz fue evidente que el Juez tenía algo debajo del abrigo, y en respuesta a las preguntas de Chu dijo: “Es lo que me pediste. Me ha costado mucho conseguirlo.” Y sacó la cabeza de una joven muy bien parecida y se la mostró a Chu, que notó que la sangre del cuello aún estaba caliente. “Debemos damos prisa”, dijo el Juez, “y tener cuidado de no despertar a las aves domésticas ni a los perros.” Chu temía que la puerta de su mujer estuviera cerrada con llave, pero el Juez apoyó la mano y la puerta se abrió inmediatamente. Chu le guió a la cama de su mujer que dormía recostada sobre un lado; y el Juez, dándole a Chu la cabeza para que la sujetara, sacó de su bota una hoja de acero forjada como un mango de cuchara. La deslizó sobre el cuello de la mujer, cortándolo como si fuera un melón, y la cabeza cayó detrás de la almohada. Cogió la cabeza que había llevado y la colocó con cuidado y precisión, presionándola para que se pegara; y sostuvo a la mujer con almohadas colocadas a cada lado.

Cuando todo hubo terminado, ordenó a Chu que se deshiciera de la antigua cabeza de su mujer, y luego se marchó. Poco después se despertó la señora Chu y notó una curiosa sensación alrededor del cuello y aspereza en las mandíbulas. Se llevó la mano a la cara y encontró partículas de sangre seca; muy asustada llamó a la sirvienta para que le trajera agua con que lavarse. La sirvienta también se asustó mucho con el aspecto de su cara, y empezó a limpiarle la sangre, que enrojeció toda una vasija de agua. Cuando vio la nueva cara de su señora, casi no se muere de miedo. La señora Chu cogió un espejo para verse, y se estaba mirando, totalmente asombrada, cuando entró su marido y le explicó lo que había ocurrido. Al examinarla más atentamente, Chu comprobó que tenía una cara agradable de rasgos hermosos; una belleza de tipo medio. Y cuando examinó el cuello, vio una cicatriz rosada en torno al mismo; la parte superior e inferior de la cicatriz eran de distinto color.

La hija de un oficial llamado Wu era una chica muy bien parecida, y aunque tenía diecinueve años, aún no se había casado, dado que dos caballeros que habían estado prometidos con ella habían muerto el día anterior a los esponsales. En la fiesta de las linternas, sucedió que esta joven dama visitó la Cámara de los Horrores; y desde allí la siguió un salteador, que aquella noche entró en la casa y la asesinó. Al oír ruido, la madre ordenó al sirviente que fuera a ver qué ocurría; cuando se descubrió el asesinato, toda la familia se levantó. Colocaron el cadáver en la entrada de la casa, con la cabeza al lado, y lloraron y se lamentaron toda la noche. La mañana siguiente, cuando retiraron la cubierta, el cuerpo estaba allí, pero la cabeza había desaparecido. Las doncellas personales de la joven fueron despedidas por haber descuidado sus obligaciones, con la consiguiente pérdida de la cabeza; y el señor Wu dio parte al prefecto. Este funcionario tomó medidas muy enérgicas, pero durante tres días no se descubrió ninguna pista; mientras tanto la historia de la cabeza cambiada a la mujer de Chu llegó a oídos del señor Wu. Sospechando algo envió a una anciana a indagar; esta reconoció inmediatamente los rasgos de su joven señora, y volvió a referírselo al padre. El señor Wu, incapaz de imaginar por qué había sido abandonado el cuerpo, supuso que Chu había asesinado a su hija con artes mágicas, e inmediatamente se dirigió a la casa de Chu para descubrir la verdad. Pero Chu le dijo que la cabeza de su mujer había sido cambiada mientras dormía y que él no sabía nada del asunto, y añadió que era injusto acusarle de asesinato. El señor Wu no quiso creerle y procedió contra él; pero como todos los sirvientes contaron la misma historia, el prefecto no pudo incriminarle. Chu volvió a casa y consultó al Juez, que le dijo que no había ninguna dificultad: bastaba con que la muchacha asesinada hablara. Aquella noche el señor Wu soñó que su hija le decía: “Fui asesinada por Yang Ta-nien, de Su-ch’i. El señor Chu no tuvo nada que ver en ello; pero como deseaba una cara más bella para su mujer, el Juez Lu le dio la mía; y así mi cuerpo está muerto mientras que mi cabeza aún vive. No le tengas rencor a Chu.” Cuando despertó, Wu se lo dijo a su mujer, que había tenido el mismo sueño; así que pusieron el hecho en conocimiento de los magistrados. Posteriormente, un hombre llamado Yang Ta-nien fue detenido y, sometido a la tortura del látigo, confesó haber cometido el crimen; el señor Wu fue a casa del señor Chu y solicitó ver a su mujer. Y desde aquel momento consideró a Chu como su hijo político. Juntaron la antigua cabeza de la señora Chu con el cuerpo de la joven, y las dos partes fueron enterradas juntas.

Posteriormente a estos hechos, el señor Chu intentó por tres veces consecutivas obtener el doctorado, pero fracasó, y por fin abandonó la idea de dedicarse a la carrera administrativa. Y pasados treinta años una noche se presentó el Juez Lu y le dijo: “Amigo mío, no puedes vivir eternamente. Tu hora llegará dentro de cinco días.” Chu le preguntó al Juez si no podía salvarle, y éste respondió: “Los mandatos del cielo no pueden ser alterados para satisfacer los deseos de los mortales. Además, para un hombre inteligente la vida y la muerte son la misma cosa. ¿Por qué considerar la vida como un bien y la muerte como una desgracia?” Chu no supo qué responder; y sin dilación encargó el féretro y la mortaja. Después se puso el traje mortuorio y exhaló el último suspiro. Al día siguiente, cuando su esposa lloraba sobre su ataúd, se presentó en la puerta principal, causándole un gran susto. “Ahora soy un espíritu incorpóreo”, le dijo Chu, “aunque mi aspecto no sea distinto al que tuve en vida; he pensado mucho en la viuda y en el huérfano que he dejado atrás.” Al escuchar estas palabras la mujer lloró hasta que las lágrimas le cubrieron el rostro, mientras Chu hacía lo que podía para consolarla. “He oído hablar”, dijo ella, “de cuerpos muertos que volvieron a la vida; y dado que tu soplo vital no se ha extinguido ¿por qué no vuelve a ocupar la carne?” “Los mandatos del cielo”, replicó el marido, “no pueden ser desobedecidos.” La mujer le preguntó qué hacía en el mundo de ultratumba; y él dijo que el Juez Lu le había conseguido un puesto de registrador que gozaba de cierto prestigio, y que no se encontraba nada mal. La señora Chu iba a continuar preguntando cuando él la interrumpió, diciendo: “El Juez ha venido conmigo; trae vino y algo de comer.” Luego salió, y su esposa hizo como le había dicho, escuchándoles reír y beber en la habitación de invitados, como en los viejos tiempos. Sobre la media noche entró en la habitación, y descubrió que ambos habían desaparecido; pero volvieron cada dos o tres días, con frecuencia a pasar la noche, y Chu llevaba los negocios familiares como de costumbre. El hijo de Chu se llamaba Wei y tenía cerca de cinco años; siempre que el padre les visitaba sentaba al niño sobre sus rodillas.

Cuando iba a cumplir los ocho años, Chu empezó a enseñarle a leer; el niño era tan inteligente que a la edad de nueve años ya era capaz de componer. A los quince años terminó el bachillerato, sin saber en todo ese tiempo que era huérfano de padre. A partir de aquel momento las visitas de Chu se hicieron menos frecuentes, limitándose a no más de una o dos al mes; hasta que una noche comunicó a su esposa que nunca más se encontrarían. La mujer le preguntó dónde iba, y le dijo que había sido destinado a un puesto lejano, donde el exceso de trabajo y la distancia le impedirían volver a visitarles. La madre y el hijo le abrazaron llorando amargamente; pero él dijo: “No hagáis eso. El chico ya es un hombre y puede encargarse de todos los asuntos familiares. Siempre llega el día en que incluso el mejor amigo debe partir.” Luego, dirigiéndose a su hijo, añadió: “Sé un hombre honesto, y cuida nuestras propiedades. Dentro de diez años nos encontraremos otra vez.” Y dicho esto se fue.

Pasado el tiempo, cuando Wei tenía veintidós años, obtuvo el doctorado y fue nombrado para hacer los sacrificios en las tumbas imperiales.

Cuando se dirigía allí, se encontró con la escolta de un funcionario que avanzaba con todas las insignias[17], y al mirar atentamente al hombre que ocupaba el carruaje, se asombró al ver que era su propio padre. Bajando del caballo, se postró cubierto en lágrimas a un lado del camino; entonces su padre paró y le dijo: “Se habla bien de ti. Ahora abandono este mundo.” Wei permaneció en el suelo sin osar alzarse; y su padre, dando una orden, partió sin decir más. Pero cuando había avanzado un trecho, se volvió, sacó una espada del cinto y se la envió a su hijo, gritándole: “Llévala y tendrás éxito.” Wei intentó seguirle, pero en un instante, escolta, carruajes y caballos habían desaparecido a la velocidad del viento. El hijo se abandonó al dolor durante largo tiempo; después, cogió la espada y empezó a examinarla cuidadosamente. Era de una factura exquisita, y sobre la hoja estaban grabadas estas palabras: “Sé valiente, pero prudente; audaz, pero cauto.” A partir de ese momento Wei alcanzó altos cargos públicos, y tuvo cinco hijos llamados Ch’en, Ch’ien, Wu, Hun y Shen. Una noche soñó que su padre le decía que entregara la espada a Hun, y así lo hizo. Hun se convirtió en un virrey de gran capacidad administrativa.