La piel pintada

En T’ai-yüan vivía un hombre llamado Wang.

Una mañana estaba paseando cuando encontró a una joven que cargaba un fardo e intentaba andar rápido. Pero como trastabillaba, Wang aceleró el paso y la alcanzó, y vio que era una bella muchacha de unos dieciséis años. Conmovido le preguntó dónde iba tan temprano y sola. “Un desconocido como usted”, contestó la chica, “no puede mitigar mi aflicción, ¿por qué se molesta en preguntar?” “Cuénteme su problema”, dijo Wang; “puede creer que haré por usted todo lo que pueda.” “Mis padres”, dijo ella, “amaban el dinero, y me vendieron como concubina a una rica familia, donde la esposa era muy celosa, y me golpeaba y maltrataba día y noche. No lo podía soportar, así que he huido.” Wang le preguntó dónde iba, a lo que ella respondió que una fugitiva no tenía un domicilio fijo. “Mi casa”, dijo Wang, “no está muy lejos; ¿quieres venir conmigo?” La joven aceptó con alegría, y Wang cogió el fardo y la guió. Como no veía a nadie, ella le preguntó a Wang dónde estaba su familia; y él contestó que aquello era sólo la biblioteca. “Y también un lugar muy agradable”, dijo ella, “pero si quieres salvar mi vida, no debes permitir que nadie sepa que estoy aquí.” Wang prometió que no divulgaría su secreto, y la muchacha permaneció allí algunos días sin que nadie supiera nada. Luego Wang se lo dijo a su mujer; y ella, temiendo que la muchacha pudiera pertenecer a alguna familia influyente, le aconsejó que la enviara fuera. Sin embargo, él no quiso hacerlo. Un día cuando iba a la ciudad, encontró a un sacerdote taoísta, que le miró sorprendido y le preguntó qué había encontrado. “No he encontrado nada”, contestó Wang. “¡Cómo!”, dijo el sacerdote, “estás embrujado, ¿qué significa eso de que no has encontrado nada?”

Pero Wang insistió que, efectivamente, era así, y el sacerdote se fue, diciendo: “¡El muy tonto! Tiene la muerte cerca y no lo sabe.” Esto alarmó a Wang, que al principio pensó en la muchacha, pero luego reflexionó y se dijo que alguien tan joven y hermosa no podía ser una bruja; y empezó a sospechar que lo único que quería el sacerdote era hacer un buen negocio.

Cuando volvió, la puerta de la biblioteca estaba cerrada y no pudo entrar; esto le hizo sospechar que algo andaba mal; así que saltó el muro, y encontró que la puerta de la habitación interior también estaba cerrada. Encaramándose con cuidado, miró por la ventana, y vio un demonio repugnante con la cara verde y los dientes mellados como una sierra, que extendía una piel humana sobre la cama y la pintaba con un pincel. Entonces el demonio dejó el pincel a un lado, y sacudiendo la piel como si fuera un abrigo, se la puso sobre los hombros, y, ¡oh!, era la muchacha. Aterrorizado, Wang huyó con la cabeza baja, en busca del sacerdote al que no sabía dónde encontrar; finalmente, lo halló en el campo, se arrojó a sus pies y le suplicó que lo salvara. “En cuanto a ahuyentarla”, dijo el sacerdote, “la criatura debe encontrarse en grandes dificultades para estar buscando un sustituto; además yo no puedo consentir que se haga daño a un ser vivo.” Sin embargo, le dio a Wang un matamoscas y le ordenó colgarlo en la puerta del dormitorio, aceptando verle otra vez en el templo de Ch’ing-ti. Wang fue a casa, pero no se atrevió a entrar en la biblioteca; colgó el matamoscas en la puerta del dormitorio, y no había pasado mucho tiempo cuando oyó en el exterior un rumor de pasos. Como tenía miedo, le pidió a su esposa que observara lo que ocurría fuera, y esta vio a la chica que miraba el matamoscas sin atreverse a entrar. Rechinó los dientes y se fue; pero volvió poco después, y empezó a maldecir, diciendo: “Tú, sacerdote, no me asustarás. ¿Piensas que voy a abandonar lo que ya tengo en la mano?” Hizo añicos el matamoscas, y abriendo la puerta con violencia se dirigió directamente a la cama de Wang, le desgarró el pecho, le arrancó el corazón y se lo llevó. La esposa de Wang gritó, y el criado llegó con una luz; pero Wang estaba muerto y presentaba un aspecto lastimoso. Su esposa, muerta de miedo, casi no se atrevía a llorar por temor a hacer ruido. Al día siguiente envió al hermano de Wang a buscar al sacerdote. Éste montó en cólera y gritó: “¿Y para esto tuve compasión de ti, maldito demonio?” Inmediatamente se dirigió a la casa, pero la muchacha había desaparecido sin que nadie supiera adonde había ido. El sacerdote, alzando la cabeza, lo inspeccionó todo, y dijo: “Afortunadamente no está lejos.” Entonces preguntó quién vivía en las dependencias del ala sur, a lo que el hermano de Wang contestó que él vivía allí. El sacerdote dijo que allí era donde se encontraba. El hermano de Wang se asustó mucho y dijo que no lo creía; entonces el sacerdote preguntó si algún desconocido había estado en la casa. A esto respondió que, como había pasado todo el día en el templo de Ch’ing-ti, no podía saberlo; pero fue a informarse, y poco después volvió y les comunicó que una vieja había pedido trabajo como doméstica, y que su mujer la había tomado. “Ésa es”, dijo el sacerdote cuando el hermano de Wang añadió que aún estaba allí; y todos juntos se dirigieron a la casa. Al llegar, el sacerdote tomó su espada de madera y gritó: “¡Oh, demonio mal nacido, devuélveme mi matamoscas!” Mientras tanto, la nueva doméstica estaba muy alarmada e intentaba escapar por la puerta; pero el sacerdote la golpeó y la tiró al suelo, la piel humana se le cayó, y se convirtió en un horrible demonio.

Yacía en el suelo, gruñendo como un cerdo, hasta que el sacerdote cogió su espada de madera y le cortó la cabeza. Entonces se convirtió en una densa columna de humo que se alzaba en volutas desde el suelo; el sacerdote tomó una calabaza abierta y la lanzó justo en medio del humo. Se oyó un sonido de succión, y toda la columna fue aspirada en la calabaza; el sacerdote la tapó muy bien y la guardó en su faltriquera. La piel estaba entera, incluso con cejas, ojos, manos y pies, y la enrolló como si fuera un pergamino; estaba a punto de marcharse, cuando la esposa de Wang le paró. Con lágrimas en los ojos le pidió que devolviera la vida a su esposo. El sacerdote respondió que no podía hacer eso; pero la esposa de Wang se arrojó a sus pies, y con grandes gemidos le imploró su ayuda. Permaneció absorto en meditación durante algún tiempo, luego contestó:

“Mi poder no alcanza a lo que me pides. Yo no puedo resucitar a los muertos; pero te indicaré quién puede hacerlo, y si se lo pides de la forma adecuada, te atenderá.” La esposa de Wang le preguntó quién era, y contestó: “Hay un loco en la ciudad que pasa el tiempo revolcándose en la inmundicia. Ve, arrodíllate ante él y suplícale que te ayude. Si te insulta, no des muestras de enfado.” El hermano de Wang conocía a la persona a la que aludía el sacerdote; así que se despidió, y partió con su cuñada.

Encontraron al pobre infeliz delirando en la calle, tan sucio que a duras penas pudieron acercarse. La mujer de Wang iba de rodillas; el loco le lanzó una mirada lasciva y gritó: “¿Me amas, mi preciosa?” La mujer de Wang le dijo el motivo que la había llevado allí; pero él se reía, diciendo: “Puedes tener muchos otros maridos. ¿Por qué resucitar al muerto?” La mujer de Wang le suplicaba que la ayudara; y él dijo: “Es muy raro, la gente me pide que resucite a sus muertos como si yo fuera el rey del mundo de ultratumba.” Y le dio un bastonazo a la mujer de Wang que ella soportó sin un lamento, ante una multitud de espectadores que gradualmente iba en aumento. Después el loco sacó una píldora nauseabunda y le dijo que la tragara. La mujer perdió la entereza y fue incapaz de hacerlo. Pero al fin la tragó; entonces el maníaco gritó: “¡Cómo me amas!”, se alzó y se fue sin hacerle más caso. Le siguieron al interior de un templo, suplicándole a grandes voces, pero había desaparecido, y todos los esfuerzos que hicieron por encontrarle fueron infructuosos. Aturdida por la ira y la vergüenza, la esposa de Wang se fue a casa, donde lloró amargamente sobre su esposo muerto, arrepintiéndose mucho de lo que había hecho y deseando morir. Pero consideró que debía preparar el cadáver, pues ninguno de sus criados osaba acercarse; y se enfrascó en la operación de cerrar la terrible herida que le había ocasionado la muerte.

Mientras estaba haciendo esto, interrumpida de cuando en cuando por los sollozos, notó un bulto en la garganta, que poco a poco salió con un chasquido y cayó en la herida del hombre muerto. Al mirarlo detenidamente, vio que era un corazón humano; que empezó a latir despidiendo un vapor cálido, como humo. Excitadísima, la mujer colocó inmediatamente la carne sobre el corazón y unió los dos lados de la herida con toda su fuerza. Sin embargo, pronto se sintió cansada; pero notando que el vapor se escapaba por las grietas, rasgó un trozo de seda y lo sujetó alrededor, al tiempo que intentaba reactivar la circulación friccionando el cuerpo y cubriéndolo con mantas. Por la noche retiró las cubiertas y descubrió que la respiración fluía por la nariz; y a la mañana siguiente su marido estaba vivo de nuevo, aunque con la cabeza confusa como si despertara de un sueño, y con dolor en el corazón. Donde había sido herido había una cicatriz tan grande como una moneda, que poco después desapareció.