Un joven llamado Kung, de Min-Chou, iba a Hsi-ngan a examinarse cuando paró en una posada y pidió vino. A la vez que él entró un desconocido muy alto y de porte distinguido, que se sentó junto a Kung y empezó a conversar con él. Kung le ofreció una copa de vino, que el desconocido no rehusó, presentándose como Miao. Pero era un hombre rudo y vulgar, así que, cuando el vino se terminó, Kung no pidió más.
Al observar Miao que Kung no apreciaba a un hombre de su capacidad, se levantó y fue al mercado a buscar más, y volvió poco después con un gran jarro lleno. Kung declinó el vino que se le ofrecía; pero Miao, al cogerle el brazo para persuadirle, le hizo tanto daño que Kung se vio obligado a beber unas copas más.
Miao bebía tazón tras tazón. “No soy un buen anfitrión”, dijo Miao por fin; “te ruego que hagas lo que quieras, continúa o déjalo.” Así que Kung recogió sus cosas y salió; pero sólo había andado unas pocas millas cuando su caballo se puso enfermo y se tumbó en la carretera. Mientras estaba allí con todo su equipaje, pensando qué hacer, apareció el señor Miao, que en cuanto fue informado de lo que ocurría, se quitó el abrigo, se lo dio al criado, levantó al caballo, lo puso sobre sus hombros y lo llevó a la posada más cercana, que estaba a unas seis o siete millas de distancia. Al llegar dejó el caballo en el establo, y poco después se presentaron Kung y sus criados. Kung se quedó muy sorprendido por la hazaña de Miao, y creyéndole sobrehumano empezó a tratarle con la mayor deferencia, encargando vino y comida para ambos. “Mi apetito”, dijo Miao, “no lo podrías satisfacer fácilmente. Contentémonos con el vino.” Así que terminaron otra jarra, y después Miao se despidió, diciendo: “Tu caballo tardará algo en recuperarse, no puedo esperarte.” Y se fue.
Después del examen, algunos amigos de Kung le invitaron a unirse a ellos para merendar en la Colina Florida. Y justo cuando estaban riendo y divirtiéndose, ¡oh!, apareció el señor Miao. En una mano llevaba una gran botella y en la otra un jamón, que dejó en el suelo ante ellos. “Como oí”, dijo, “que se dirigían aquí, me he pegado a ustedes como la mosca a la cola del caballo.” Kung y sus amigos se levantaron y le recibieron con las ceremonias usuales; después se sentaron todos sin guardar ninguna etiqueta. Cuando el vino había corrido abundantemente, alguien propuso que completaran versos[12]; a lo que Miao exclamó: “Oh, estábamos tan tranquilos bebiendo; ¿qué sentido tiene que nos metamos en dificultades?” Pero los otros no le escucharon y decidieron que los perdedores debían beber un gran jarro de vino.
“Hagamos que el castigo sea la muerte”, dijo Miao; a lo que los otros contestaron, riendo, que semejante castigo era un poco demasiado severo. Y Miao replicó que si no iba a ser la muerte, incluso un tipo tosco como él podía participar. Un tal señor Chin, que estaba sentado en uno de los extremos, empezó:
“De lo alto de la colina, amplia se extiende la mirada.”
Y Miao inmediatamente contestó:
“Rojiza destellea la espada sobre la jarra quebrada.”
El siguiente pensó durante mucho tiempo, y mientras tanto, Miao se servía vino; poco a poco todos completaron el verso, pero tan poco brillantemente que Miao exclamó:
“¡Oh, venga! Si no vamos a ser penalizados por esto mejor que nos abstengamos de hacer más versos.” Como ninguno estaba de acuerdo, Miao no pudo soportarlo más, y rugió como un dragón hasta que las montañas y los valles le devolvieron el eco. Después se puso a cuatro patas y empezó a saltar como un león, lo que terminó de confundir a los poetas y puso fin a sus lucubraciones.
El vino había corrido abundantemente, y ya todos, un poco mareados, empezaron a repetirse unos a otros los versos que habían presentado en el reciente examen, complaciéndose en la adulación recíproca. Esto molestó tanto a Miao que llevó a Kung a un lado para jugar a pares o nones[13], pero como los otros continuaban lo mismo, al fin gritó: “Terminad con vuestras estupideces que sólo sirven para distraer a vuestras esposas y no para el entretenimiento general.” Los otros se sintieron muy humillados, y se enfadaron tanto por la grosería de Miao, que continuaron repitiendo sus versos en voz cada vez más alta.
Miao, furioso, se arrojó a tierra, y con un rugido se transformó en un tigre; inmediatamente se abalanzó sobre el grupo y los mató a todos, excepto a Kung y al señor Chin. Y desapareció rugiendo ferozmente.
El señor Chin obtuvo la licenciatura; y tres años más tarde, visitando la Colina Florida, se encontró al señor Chi, uno de aquellos caballeros que habían sido asesinados por el tigre. Aterrorizado, empezó a huir, pero Chi cogió la brida y le retuvo. Así que bajó del caballo y preguntó qué ocurría; a lo que Chi contestó: “Ahora soy el esclavo de Miao y debo trabajar para él. Para que yo quede libre tiene que matar a otro[14]. Dentro de tres días, un hombre con traje académico debería ser devorado por el tigre al pie de la colina de Ts’ang-lung. Si llevas a algún caballero, ayudarás a tu amigo.” Chin estaba demasiado atemorizado para hablar, pero prometió que lo haría, y se fue. Luego empezó a pensar en el asunto; y considerándolo una encerrona, decidió romper su promesa y dejar que su amigo continuara siendo el siervo del tigre. Sin embargo, le contó la historia a un tal señor Chiang, que era pariente suyo y uno de los eruditos locales; y como este caballero le tenía envidia a otro erudito llamado Yu, que había obtenido la misma puntuación que él en el examen, decidió deshacerse de él. Así que invitó a Yu a que le acompañara al lugar en cuestión; y se presentó vestido informalmente.
Yu no podía comprender la razón de esta invitación; pero cuando llegó al lugar indicado encontró todo tipo de vinos y manjares listos para el festín. Aquel mismo día el prefecto había ido a la colina, y como era amigo de la familia Chiang, al saber que éste se encontraba más abajo, envió a buscarle. Chiang no se atrevió a presentarse ante él sin el traje académico; y tomó prestado el de Yu. Pero tan pronto lo tuvo puesto apareció el tigre y se lo llevó entre las fauces.