Un cierto señor Chao, de Ch’ang-shan, se alojaba en casa de una familia de nombre Tai.
Era muy pobre, y cayó enfermo y se encontró casi a las puertas de la muerte. Un día le llevaron al porche, pensando que sería mejor para él estar al fresco; y cuando despertó de un ligero sueño, ¡oh!, una bella joven estaba a su lado. “He venido para ser tu esposa”, dijo la muchacha respondiendo a su pregunta; a lo que el señor Chao contestó que un pobre hombre como él no podía aspirar a tanta fortuna; y añadió que estando próximo a la muerte, no tendría muchas oportunidades de disfrutar de los servicios de una esposa. La muchacha dijo que ella podía curarle; pero él le contestó que lo dudaba mucho. “Incluso”, continuó, “aunque tuvieras una buena receta, yo no dispongo de medios para hacerla preparar”. “No necesito medicinas para curarte”, dijo la muchacha, y empezó a frotarle la espalda, con una mano que a él le pareció como una bola de fuego. Pronto empezó a sentirse mucho mejor, y le preguntó a la joven su nombre, para, dijo él, poder recordarla en sus plegarias. “Soy un espíritu”, contestó; “y cuando tú vivías bajo la dinastía Han como Ch’u Sui-liang, fuiste un benefactor de mi familia. Tu gentileza se quedó grabada en mi corazón; y por fin he podido encontrarte, y estoy en condiciones de devolverte el favor.”
Chao se avergonzaba terriblemente de su estado de extrema miseria, y temía que el vestido de la joven se estropeara en su sucia habitación; pero ella quería entrar, así que la llevó a su habitación, donde no había ni sillas para sentarse ni trazas de comida, diciendo: “Efectivamente puede que seas capaz de soportar todo esto, pero ya ves que mi despensa está vacía, y no tengo medios para mantener una mujer.” “No te preocupes por eso”, exclamó ella; y en un instante Chao vio un lecho recubierto de ricos ropajes, las paredes tapizadas con un papel moteado en plata, y aparecieron sillas y mesas, estas últimas repletas de todo tipo de vinos y viandas exquisitas. Empezaron a divertirse, y vivieron juntos como esposo y esposa; mucha gente iba a ver con sus propios ojos estas cosas tan extrañas, siendo cordialmente recibidos por la joven, que a su vez acompañaba siempre al señor Chao cuando salía a cenar a cualquier sitio. Un día, entre los invitados estaba un joven licenciado sin principios ni escrúpulos, del que ella se percató inmediatamente; y después de insultarle, le golpeó en la cabeza, y esta salió por la ventana mientras su cuerpo permanecía dentro. Y allí quedó, clavado en el sitio, incapaz de moverse en ninguna dirección, hasta que los otros intercedieron por él y fue liberado. Pero con el tiempo los visitantes fueron demasiado numerosos, y si ella rehusaba verlos, descargaban su mal humor con el marido. Finalmente, mientras estaban bebiendo en compañía de unos amigos en la fiesta de Tuan-yang, apareció un conejo blanco[11]; al verlo la muchacha se levantó y dijo: “El doctor ha venido a buscarme.” Después, volviéndose al conejo, añadió: “Ve delante, yo te seguiré.” El conejo se fue, y ella ordenó a sus amigos que cogieran una escalera y la apoyaran sobre un árbol alto del patio trasero, de forma que la escalera superara la copa del árbol. La joven subió primero, y Chao detrás; ella dijo que si alguno quería seguirles se diera prisa. Ninguno se atrevió a hacerlo, excepto un joven doméstico de la casa, que subió tras Chao; y subieron, subieron, subieron, hasta que desaparecieron en las nubes y no se les volvió a ver. Sin embargo, cuando los circunstantes fueron a observar la escalera, descubrieron que se trataba solo de un viejo marco de puerta sin paneles; y cuando entraron en la habitación del señor Chao, era la misma vieja, sucia, despojada habitación de antes. Así que decidieron descubrir la verdad interrogando al joven doméstico cuando volviera; pero nunca volvió.