El señor Tai, de An-Ch’ing, era un joven libertino. Un día volvía a casa un poco achispado, cuando se encontró por el camino a un primo suyo que estaba muerto, cuyo nombre era Chi; y como en su estado de embriaguez había olvidado que su primo estaba muerto, le preguntó a dónde iba. “Ya soy un espíritu incorpóreo”, contestó Chi; “¿no te acuerdas?” Tai se quedó un tanto desconcertado ante esto; pero como estaba bajo la influencia del licor, no se asustó, y le preguntó a su primo qué hacía en el reino subterráneo. “Estoy empleado como escribano”, dijo Chi, “en la corte del Gran Rey”. “Entonces debes saberlo todo sobre la felicidad y la desgracia que nos espera” exclamó Tai. “Es mi trabajo” respondió su primo; “claro que lo sé. Pero veo tantos expedientes que, a menos que hagan referencia a mí o a mi familia, no les presto atención. Por cierto, hace tres días vi tu nombre en el registro”. Tai preguntó inmediatamente qué decía; y su primo contestó: “No quiero engañarte; tu nombre estaba escrito como destinado a un infierno oscuro y tenebroso”. Tai se quedó mortalmente asustado, y al instante se le pasó la borrachera. Suplicó a su primo que le ayudara de alguna forma. “Puedes intentar”, dijo Chi, “hacer méritos para mitigar el castigo; pero tu expediente es tan grueso como mi dedo, y nada, excepto los actos más meritorios, podría ayudarte. ¿Qué puede hacer por ti un don nadie como yo? Aunque cada día hicieras una buena acción, no podrías conseguir el total necesario ni en un año, y ya es demasiado tarde para eso. Pero corrígete de ahora en adelante y puede que aún haya una esperanza de salvación”. Al oír estas palabras, Tai se puso de rodillas, y rogó a su primo que le ayudara; pero cuando levantó la cabeza Chi había desaparecido. Así que volvió a casa acongojado, purificó su corazón y se dispuso a llevar una vida más ordenada.
Ocurría que el vecino de Tai hacía tiempo que sospechaba que éste le prestaba demasiada atención a su esposa; y un día, cuando se encontró a Tai en el campo, poco después de los hechos ya narrados, le convenció para que inspeccionara un pozo ya seco, y le arrojó dentro.
El pozo tenía una profundidad de muchos pies, y pensó que Tai había muerto; sin embargo a media noche recuperó la consciencia, se sentó en el fondo del pozo, y empezó a pedir auxilio; pero nadie le oyó. Al día siguiente, el vecino, temiendo que Tai hubiera recobrado el conocimiento, fue a escuchar a la boca del pozo; le oyó gritar pidiendo auxilio, y arrojó gran cantidad de piedras. Tai se refugió en una cueva lateral sin osar hacer ningún ruido. Pero su enemigo sabía que no estaba muerto y rellenó de tierra el pozo, casi hasta el borde. La cueva era oscura como boca de lobo, igual que las regiones de ultratumba; y como no tenía nada de comer o beber, Tai perdió todas las esperanzas de salvarse. Se arrastró hacia el interior de la cueva, pero el agua le impidió avanzar más de unos pocos pasos, y dio la vuelta. Al principio sintió hambre; pero poco a poco, esta sensación pasó. Y considerando que allí, en el fondo de un pozo, difícilmente podría hacer ninguna buena obra, se puso a invocar a grandes voces el nombre de Buda. No había pasado mucho tiempo cuando vio un gran número de fuegos fatuos ondeando sobre el agua e iluminando la oscuridad de la caverna; e inmediatamente les imploró, diciendo: “Oh fuegos fatuos, he oído que sois las sombras de personas ofendidas e injuriadas. No me queda mucho tiempo de vida y no tengo esperanza de escapar; sin embargo con gusto mitigaría la monotonía de mi situación intercambiando unas palabras con vosotros.” Al instante todos los fuegos se dirigieron ligeros hacia él; y entre ellos había un hombre de menos de la mitad de la estatura normal. Tai le preguntó de dónde venía; a lo que éste contestó: “Ésta es una vieja mina de carbón. El propietario, buscando el carbón, removió algunas tumbas; y el señor Lung-fei inundó la mina y anegó a cuarenta y tres trabajadores. Nosotros somos las sombras de esos hombres.” También le dijo que no sabía nada del señor Lung-fei, excepto que era secretario del dios de la ciudad, y que por compasión hacia los inocentes trabajadores, tenía la costumbre de enviarles cierta cantidad de gachas cada tres o cuatro días. “Pero el agua fría”, añadió, “empapa nuestros huesos, y hay poca esperanza de que la quiten. Señor, si algún día vuelve al mundo de arriba, le ruego que recoja nuestros huesos putrefactos y los entierre en cualquier cementerio. Así ganaría una gratitud infinita en el reino subterráneo.” Tai prometió que si tenía la suerte de escapar haría lo que deseaban; “¿pero cómo”, exclamó, “en mi situación puedo tener esperanzas de volver a ver la luz del día?” Entonces empezó a enseñar a los fuegos fatuos a decir las plegarias, haciéndoles cuentas de rosario con trocitos de barro, y repitiéndoles la liturgia de Buda. No podía distinguir el día de la noche; dormía cuando se sentía cansado, y cuando se despertaba se sentaba. De pronto vio en la distancia la luz de unas lámparas, ante lo que las sombras se regocijaron y dijeron: “Es el señor Lung-fei con nuestra comida.” Entonces invitaron a Tai a ir con ellos; y cuando contestó que no podía a causa del agua, le llevaron sobre ella, de forma que sus pies casi no la tocaban. Después de haber girado y vuelto a girar durante cerca de un cuarto de milla, llegó a un lugar en el que los fuegos fatuos le dijeron que ya podía andar; entonces subió un tramo de escalones y al final de los mismos se encontró en una estancia iluminada por una vela tan gruesa como un brazo. Como no había visto la luz en bastante tiempo, sintió una gran alegría y entró; pero al ver a un anciano vestido con el traje académico y bonete, sentado en el lugar de honor, se paró sin atreverse a avanzar. Pero el anciano ya le había visto y le preguntó cómo él, un viviente, había llegado allí. Tai se arrojó a sus pies y se lo contó todo; al escucharle, el anciano exclamó: “¡Mi biznieto!” Le ordenó que se levantara, y ofreciéndole un asiento le explicó que su nombre era Tai Ch’ien y que también era conocido como Lung-fei. También le dijo que hacía tiempo un nieto suyo indigno, llamado T’ang, se había asociado con un grupo de canallas y había excavado un pozo cerca de su tumba, perturbando así la paz de su noche eterna; y que por lo tanto había inundado el lugar con agua salada y les ahogó. Luego preguntó por la situación actual de la familia.
Tai era un descendiente de uno de los cinco hermanos, del mayor de los cuales también descendía T’ang; un hombre influyente del lugar había sobornado a T’ang para que abriera una mina al lado de la tumba familiar. Sus hermanos tuvieron miedo de inmiscuirse, y al poco tiempo el agua empezó a crecer y anegó a todos los trabajadores; los familiares de estos emprendieron acciones por daños, y T’ang y sus amigos se vieron reducidos a la pobreza, y los descendientes de T’ang a la miseria total. Tai era hijo de uno de los hermanos de T’ang, y habiendo oído esta historia de labios de sus mayores, ahora se la repetía al anciano.
“¿Cómo no iban a ser desafortunados, con un progenitor tan indigno?”, exclamó éste. “Pero ya que has llegado hasta aquí, de ninguna manera debes descuidar tus estudios.” Entonces el anciano le procuró comida y vino, y extendiendo ante él un volumen de ensayos del viejo estilo, le exhortó a que los estudiara cuidadosamente. También le dio temas de composición, y corrigió sus trabajos como si fuera su tutor. La vela permanecía siempre encendida, sin que necesitara ser despabilada y sin disminuir. Cuando estaba cansado, dormía, pero no distinguía el día de la noche. Algunas veces el anciano salía, dejando a un muchacho que atendía las necesidades de su biznieto. Pareció que pasaban varios años así, pero Tai no tenía problemas que le afligieran. El único libro que tenía era el volumen de ensayos, cien en total, que se leyó más de cuatro mil veces. Un día el anciano le dijo: “Tu periodo de expiación casi ha terminado, pronto podrás volver al mundo de arriba. Mi tumba está cerca de la mina de carbón, y el viento más implacable juega con mis huesos. Acuérdate de llevarlos a Tung-yüan.” Tai prometió que así lo haría; después el anciano reunió a todas las sombras y les ordenó que escoltaran a Tai de vuelta al lugar donde le habían encontrado. Las sombras saludaron a Tai una tras otra, y le suplicaron que se acordara de ellos, mientras Tai no podía imaginar cómo iba a salir.
La familia de Tai le había buscado por todas partes, y su madre había llevado el caso a las autoridades, que a su vez interrogaron a muchas personas, pero sin encontrar rastro del desaparecido. Pasaron tres o cuatro años y el magistrado fue sustituido; como consecuencia de esto, la busca fue abandonada, y la mujer de Tai, no sintiéndose a gusto donde estaba, volvió a casarse[9]. Justo entonces un habitante del lugar se puso a reparar el antiguo pozo, y encontró el cuerpo de Tai en la caverna del fondo.
Al tocarlo comprendió que no estaba muerto, y en seguida informó a la familia. Trasladaron a Tai a su casa inmediatamente, y al cabo de un día estuvo en condiciones de contar su historia. Mientras permaneció en el pozo, el vecino que le había empujado dentro había golpeado a su mujer hasta matarla; y como su suegro le denunció, había estado confinado más de un año mientras se investigaba el caso. Cuando le pusieron en libertad era un saco de huesos; al saber que Tai había vuelto a la vida, se asustó mucho y huyó. La familia intentó persuadir a Tai para que le denunciara, pero él no quiso hacerlo, alegando que tirarle al pozo había sido el castigo adecuado a su mal comportamiento, y que el vecino no tenía culpa. Entonces el vecino se atrevió a regresar; y cuando el agua del pozo se secó, Tai contrató hombres para que bajaran a recoger los huesos, los puso en un féretro y los enterró juntos. Luego buscó el nombre del señor Lung-fei en el árbol genealógico de la familia, y sacrificó todo tipo de cosas exquisitas en su tumba. Poco después el Canciller Literario oyó esta extraña historia, y también le gustaron mucho las composiciones de Tai, así que éste pasó los exámenes con facilidad. Cuando obtuvo el diploma de licenciatura volvió a casa y enterró los restos del señor Lung-fei en Tang-yüan, acercándose regularmente cada primavera a visitar la tumba.