Hsi Fang-p’ing era de Tung-an. Su padre Hsi-Lien era una persona muy violenta, y había tenido una reyerta con un vecino llamado Yang. Pasó algún tiempo y Yang murió; algunos años después, cuando Lien estaba en su lecho de muerte, gritó que Yang animaba a los diablos del infierno para que le torturaran.
Su cuerpo se inflamó y se puso todo rojo, y poco después exhaló el último suspiro. Su hijo lloró amargamente y se negó a comer, diciendo: “¡Ay! Mi pobre padre ahora estará siendo maltratado por crueles demonios; debo descender y ayudarle a reparar sus culpas”. Dejó de hablar, y durante mucho tiempo permaneció como aturdido; su alma había abandonado la morada de barro. Le parecía que se encontraba fuera de casa, sin saber qué dirección tomar; así que preguntó a uno de los viandantes el camino a la capital del distrito. Llegó enseguida y dirigió sus pasos a la prisión, donde encontró a su padre que yacía en el exterior en un estado lastimoso.
Cuando vio a su hijo se deshizo en lágrimas, y le dijo que los carceleros estaban sobornados para golpearle y lo habían hecho día y noche hasta reducirle al estado actual. Fang-p’ing se revolvió lleno de ira y empezó a maldecir a los carceleros. “¡Malditos!” gritó. “Si mi padre es culpable tiene que ser castigado según la ley, y no según el capricho de una banda de canallas como vosotros”. Después se retiró y redactó una petición que a la mañana siguiente llevó a la audiencia del dios de la ciudad; pero mientras tanto su enemigo Yang se había puesto en movimiento, y sus sobornos fueron tan efectivos que el dios de la ciudad desechó la petición por falta de pruebas.
Fang-p’ing se enfureció, pero no pudo hacer nada; así que inmediatamente se dirigió a la capital de la provincia, donde consiguió que su súplica fuera aceptada, aunque pasó casi un mes hasta que se vio en audiencia; pero todo lo que obtuvo fue que se devolviera el caso al tribunal territorial, donde fue severamente torturado y después escoltado hasta la puerta de su casa, por temor a que causara más problemas.
Sin embargo, no cedió, sino que se escabulló y se dirigió a presentar su queja ante uno de los diez jueces del purgatorio; ante esto los dos mandarines que previamente le habían maltratado se presentaron y, secretamente, le ofrecieron mil onzas de plata si retiraba la denuncia. Las rehusó categóricamente; y unos días después el propietario de la posada donde residía le dijo que había sido un tonto afanándose tanto, y que no obtendría ni dinero ni justicia, porque el mismo juez ya había sido sobornado. Fang-p’ing pensó que esto eran meras habladurías y no le creyó; pero cuando llegó el turno de su caso, el juez, terminantemente, rehusó escuchar la denuncia y ordenó que le dieran veinte latigazos; y se los administraron a pesar de todas sus protestas. Entonces exclamó: “¡Ah! Esto lo hacéis porque no tengo dinero para pagaros”. Lo que encolerizó tanto al juez, que ordenó a los verdugos que arrojaran a Fang-p’ing a la cama de fuego. Ésta era un gran armazón de hierro bajo el cual ardía un fuego enorme que lo dejaba incandescente; los demonios pusieron a Fang-p’ing sobre el armazón después de quitarle la ropa, y le mantuvieron sobre los hierros hasta que el fuego le mordió los huesos; pero a pesar de esto no murió.
Al cabo de un rato los demonios dijeron que era suficiente, y le hicieron levantarse de la cama y vestirse. Apenas podía andar, y cuando volvió a la corte de justicia el juez le preguntó si quería presentar alguna otra reclamación. “¡Ah!” exclamó Fang-p’ing. “Los agravios que se me han inferido aún no han sido reparados, y mentiría si dijera que no voy a apelar más”. Entonces el juez le preguntó de qué tenía que quejarse; a lo que Fang-p’ing contestó que de la injusticia de su reciente castigo. El juez se encolerizó tanto que ordenó a los verdugos que cortaran en dos a Fang-p’ing. Los demonios le condujeron a un lugar donde fue arrojado entre un par de tableros de madera; a los lados de ambos tableros el suelo estaba húmedo y pegajoso de sangre. En aquel instante se le ordenó volver ante el juez, que le preguntó si continuaba pensando igual; ante su respuesta afirmativa le llevaron adentro de nuevo y le ataron entre los dos tableros. Le aplicaron la sierra, y cuando pasaba por su cerebro experimentó la agonía más cruel; sin embargo pudo soportarlo sin un grito. “Es un tipo duro”, dijo uno de los demonios, mientras la sierra se abría camino gradualmente a través del pecho. A lo que el otro respondió: “Verdaderamente, esto es piedad filial; y como el pobre tipo no ha hecho nada, vamos a desviar un poco la sierra, así evitaremos dañar el corazón[4]. Fang-p’ing notó que la sierra describía una curva dentro de él, lo que le causó aún más dolor que antes; y en unos instantes estuvo cortado de arriba abajo, y las dos mitades de su cuerpo se separaron junto con las mesas a las que estaban atadas. Los demonios fueron a comunicar que habían terminado, y se les ordenó que volvieran a juntar a Fang-p’ing y le llevaran ante el juez. Así lo hicieron, pero el corte a lo largo del cuerpo le dolía terriblemente, y le parecía que se iba a abrir de un momento a otro. Como Fang-p’ing no podía andar, uno de los demonios sacó una cuerda y la ató alrededor de su cintura, como recompensa, dijo, a su piedad filial. El dolor cesó inmediatamente, y Fang-p’ing apareció una vez más ante el juez, prometiendo esta vez no volver a presentar ninguna reclamación.
El juez ordenó que fuera enviado a la tierra, y los diablos le escoltaron hasta las afueras de la puerta norte de la ciudad; allí le mostraron el camino a su casa y se marcharon. Fang-p’ing había comprendido que había menos esperanza de obtener justicia en el mundo de ultratumba que sobre la tierra; y como no tenía medios para llegar hasta el Gran Rey y exponer su caso, se acordó de un dios honesto y benevolente llamado Erh Lang, que era pariente del Gran Rey, y decidió buscarle. Así que dio la vuelta y se dirigió hacia el sur, pero fue alcanzado inmediatamente por unos demonios enviados por el juez para que se aseguraran de que realmente volvía a su casa. Le llevaron otra vez ante el juez, donde contrariamente a lo que esperaba, fue recibido con gran afabilidad.
El juez elogió su piedad filial, pero le dijo que no debía preocuparse más porque su padre había reencarnado en una familia ilustre y rica. “En cuanto a ti”, añadió el juez, “te dono mil onzas de plata para que te las lleves a casa, así como la edad de centenario, con lo que espero que estés satisfecho.” Después mostró a Fang-p’ing el documento sellado donde constaba esto, y le envió a casa escoltado por los demonios. Éstos empezaron a injuriarle por ocasionarles tantas molestias; pero Fang-p’ing se volvió bruscamente hacia ellos y les amenazó con llevarles ante el juez.
Entonces se callaron, y caminaron cerca de media jornada, hasta que por fin llegaron a un pueblo. Los diablos invitaron a Fang-p’ing a entrar en una casa donde la puerta estaba entornada. Fang-p’ing estaba a punto de entrar cuando, de improviso, los diablos le dieron un empujón, y… he ahí, otra vez en la tierra, reencarnado en una niña. Durante tres días suspiró y lloró y no probó la comida, y finalmente murió. Pero su espíritu no olvidó a Erh Lang, e inmediatamente se lanzó en su busca. No había andado mucho cuando tropezó con la escolta de un alto personaje, y uno de los ayudantes le apresó por interferirse en el camino, y le llevó ante su señor.
Se encontró ante un carruaje donde vio a un joven muy bello, rodeado de gran pompa. Y pensando que era su oportunidad, le contó al joven, a quien tomó por un alto mandarín, toda su triste historia de principio a fin. Cuando terminó le quitaron las ligaduras, y prosiguió camino con el joven, hasta que llegaron a un lugar donde varios oficiales les recibieron. Fang-p’ing fue confiado a uno de ellos, y entonces supo que el joven no era otro que el Gran Rey, y los oficiales los nueve príncipes del cielo, y el oficial al que Fang-p’ing fue confiado resultó ser Erh Lang. Este último era muy alto, y tenía una larga barba blanca, en absoluto como la representación popular de un dios; y cuando los otros príncipes se fueron, llevó a Fang-p’ing ante un tribunal donde vio a su padre y a su antiguo enemigo Yang, junto con todos los lictores y otros que habían estado implicados en el caso. Después llevaron en jaulas a unos criminales, y resultó que eran el juez, el prefecto y el magistrado.
Empezó el juicio, mientras los tres malvados oficiales temblaban y se estremecían; después de escuchar las declaraciones, Erh Lang se dispuso a dictar sentencia, y condenó a cada uno, luego de extenderse sobre la magnitud de sus muchos crímenes, a ser asado, cocido y sometido a las más terribles torturas. En cuanto a Fang-p’ing, le concedió tres décadas extra de vida, como recompensa a su piedad filial; y le puso en el bolsillo una copia de la sentencia. Padre e hijo viajaron juntos, y finalmente llegaron a casa. Fang-p’ing fue el primero en recobrar la consciencia, y ordenó a los criados que abrieran el féretro de su padre; lo hicieron inmediatamente, y el anciano recobró la vida. Pero cuando Fang-p’ing buscó la copia de la sentencia, ¡oh!, había desaparecido.
En cuanto a la familia de Yang[5], pronto cayeron en la miseria, y todas sus tierras pasaron a manos de Fang-p’ing; porque cuando algún otro las compraba, se volvían estériles e improductivas. Pero Fang-p’ing y su padre vivieron felices, y ambos superaron la edad de noventa años.