En Ch’ang-ch’ing vivía un bonzo cuya conducta era excepcional por su virtud y pureza; y a pesar de tener más de ochenta años, aún estaba fuerte y sano.
Un día se cayó y ya no pudo moverse; cuando los otros monjes corrieron a ayudarle, le encontraron muerto. El anciano bonzo no era consciente de su muerte, y su alma voló a los confines de la provincia de Honan. Dio la casualidad que el vástago de una antigua familia de Honan salió aquel mismo día en compañía de diez o doce servidores a la caza de la liebre con halcones; pero el caballo se encabritó, y el joven cayó y murió. Justo en aquel momento pasaba el alma del bonzo y entró en el cuerpo del joven, que recobró el conocimiento gradualmente.
Los servidores se agrupaban a su alrededor preguntándole cómo estaba, cuando abrió los ojos y exclamó: “¿Cómo he llegado aquí?” Le ayudaron a levantarse y le llevaron a casa; todas sus mujeres fueron a verle y a preguntar cómo se encontraba. Él, sorprendido, repetía: “Soy un monje budista. ¿Cómo he llegado aquí?”
Sus domésticos creyeron que deliraba, e intentaron que recobrara la razón tirándole de las orejas.
Él no entendía nada, así que cerró los ojos y se abstuvo de hablar. Sólo comía arroz y rehusaba el vino y la carne; y evitaba la compañía de sus esposas. Pasados unos días le apeteció dar un paseo, lo que alegró a toda su familia; pero en cuanto estuvo fuera y se paró a descansar un poco, fue acosado por servidores que le suplicaban que se ocupara en sus asuntos como solía. Pero pretextó estar enfermo y falto de fuerzas, y no se dijo más. Entonces tuvo oportunidad de preguntar si conocían el distrito de Ch’ang-ch’ing, y como le respondieron afirmativamente, expresó la intención de ir, alegando que se sentía deprimido y no tenía nada especial que hacer; y ordenó que cuidaran sus negocios. Intentaron disuadirle aduciendo que todavía estaba convaleciente; pero no prestó atención a sus advertencias, y al día siguiente se puso en camino. Al llegar al distrito de Ch’ang-ch’ing lo encontró todo como antes; y sin necesidad de preguntar el camino, fue directo al monasterio.
Sus antiguos discípulos le recibieron con todas las muestras de respeto debidas a un visitante ilustre; cuando preguntó el paradero del viejo monje, le contestaron que su digno maestro había muerto hacía algún tiempo.
Después pidió que le enseñaran la tumba, y le condujeron a un lugar donde había un túmulo solitario de unos tres pies de alto, sobre el que aún no había crecido la yerba. Los monjes desconocían los motivos por los que deseaba visitar aquel sepulcro; de pronto pidió su caballo, diciendo a los discípulos: “Vuestro maestro fue un monje virtuoso. Conservad cuidadosamente todas las reliquias suyas que queden, y protegedlas de cualquier injuria”. Todos prometieron hacerlo, y él se fue de vuelta a casa. Cuando llegó, cayó en un estado de apatía y se desinteresó de los asuntos de la familia. Hasta el punto que pocos meses después huyó y fue directo a su hogar anterior en el monasterio, anunciando a los discípulos que era su antiguo maestro. Éstos rehusaron creerle, y se rieron entre ellos de sus pretensiones; pero él les contó toda la historia, y recordó muchos incidentes de su vida anterior entre ellos, hasta que por fin se convencieron. Ocupó su antigua cama y reemprendió sus actividades cotidianas como antes, sin prestar atención a las súplicas de su familia, que llegó con carruajes y caballos a rogarle que volviera.
Aproximadamente un año después, su esposa envió a uno de los servidores con magníficos regalos de oro y seda, que rehusó, con la excepción de una túnica de lino.
Siempre que uno de sus antiguos amigos pasaba por este monasterio, iba a presentarle sus respetos, encontrándole tranquilo, austero y puro. Por entonces apenas había cumplido los treinta años, aunque hacía más de ochenta que era monje.