El abuelo del marido de mi hermana mayor, llamado Sung Tao, era licenciado[1]. Un día guardaba cama por una indisposición cuando llegó un mensajero oficial a convocarle para el examen de doctorado. El mensajero llevaba en una mano el aviso usual y con la otra conducía de la brida un caballo con la frente blanca. El señor Sung le objetó que el Gran Examinador aún no había llegado, y preguntó por qué tanta prisa. El mensajero no contestó, pero insistió tan vehementemente que por fin el señor Sung se levantó, y montando a caballo cabalgó con él
El camino parecía extraño; y en seguida llegaron a una ciudad que semejaba la capital de un príncipe. Entraron en el palacio del Prefecto, decorado con magnificencia; allí vieron a unos diez funcionarios sentados en el otro extremo de la sala, todos desconocidos para el señor Sung, con la excepción de uno al que reconoció como el Dios de la Guerra. En la terraza había dos mesas y dos banquetas; en una de ellas ya estaba sentado un candidato, así que el señor Sung se sentó a su lado. Sobre la mesa había recado de escribir para ambos, y hasta ellos voló un papel con un tema de composición que consistía en las siguientes ocho palabras: “Un hombre, dos hombres; con intención, sin intención.”
Cuando el señor Sung terminó su ensayo, lo llevó al salón. Contenía el siguiente párrafo: “Aquellos que son virtuosos intencionadamente, aunque virtuosos, no serán recompensados. Aquellos que son malvados sin intención, aunque malvados, no serán castigados.”
Las deidades que presidían el tribunal alabaron mucho este pensamiento; indicaron al señor Sung que se acercara y le dijeron: “Se necesita un Ángel Tutelar en Honan. Ve y asume el cargo.” Al oír estas palabras el señor Sung se inclinó profundamente y lloró, diciendo: “Aunque soy indigno del honor que me han conferido, no osaría declinarlo; pero mi anciana madre ha alcanzado su séptima década y ahora no tendrá quién la cuide. Les ruego que me permitan esperar hasta que haya cumplido su destino, entonces estaré a su disposición.” Una de las deidades, que parecía ser el jefe, ordenó que buscaran el tiempo de vida que le quedaba a la madre, y un ayudante con una larga barba volvió en seguida con el Libro del Destino. Al comprobarlo declaró que todavía le quedaban nueve años de vida; las deidades se pusieron a deliberar, y en un momento dado el Dios de la Guerra dijo: “Muy bien. Permitamos que el señor licenciado Chang asuma el puesto y sea relevado dentro de nueve años.” Y volviéndose al señor Sung, continuó: “Usted debía incorporarse a su puesto sin demora; pero en consideración a su piedad filial, se le concede un permiso de nueve años. Al expirar ese tiempo recibirá otra notificación.” A continuación dirigió unas palabras amables al señor Chang; y los dos candidatos se fueron juntos después de hacer los saludos de rigor. Tomando la mano del señor Sung, su compañero, que dijo ser “Chang Ch’i de Ch’ang-shan”, le acompañó más allá de las murallas de la ciudad, y al partir le entregó un poema. No puedo recordarlo completo, pero tenía esta estrofa:
“Con vino y flores perseguimos las horas,
en una eterna primavera:
Sin luna, sin luz para alegrar la noche—
Tú a quien el rayo debe traer.”
El señor Sung le dejó y partió a caballo, y en un momento llegó a su casa; se despertó como de un sueño, y descubrió que había estado muerto tres días cuando su madre, al oír un gemido en el ataúd, se acercó y le ayudó a salir. Pasó algún tiempo hasta que pudo hablar, y cuando lo hizo preguntó inmediatamente por la ciudad de Ch’ang-shan; donde resultó que un licenciado llamado Ghang había muerto aquel mismo día.
Pasados nueve años, la madre del señor Sung, tal como estaba escrito, abandonó esta vida; cuando terminaron las exequias, su hijo, que primero se había purificado, entró en su aposento y también murió. La familia de su mujer vivía dentro de la ciudad, cerca de la puerta occidental; de pronto vieron al señor Sung, acompañado por numerosos carruajes y caballos con guarniciones labradas y bridas adornadas con borlas rojas, entrar en el salón, inclinarse respetuosamente y partir. Se quedaron muy desconcertados, porque no sabían que se había convertido en un espíritu, y corrieron al pueblo en busca de noticias; allí les dijeron que acababa de morir. El señor Sung dejó escrita una crónica de esta aventura; pero desafortunadamente, después de la insurrección[2] no fue encontrada. Éste es sólo un resumen de la historia.