Llegamos anteayer de Copenhague con las caras rojas de frío. Hoy se reanuda el curso escolar, y apenas la señora escritora-profesora (cargada con la pila de cuadernos que estuvo corrigiendo en la habitación del hotel) ha cerrado la puerta de la calle, he tomado asiento a la mesa de la cocina con el fin de exprimirle recuerdos de Berlín a la memoria. El Gordo me pregunta en una de nuestras comunicaciones habituales si no conviene escribir unas líneas sobre el muro. Sospecho que profesa afición a las analogías del tipo pez-agua, culo-caca, Berlín-muro. Eso sí, tiene la delicadeza de agregar que no pretende dictarme los asuntos de mi libro. Opina, sin embargo, que algunos datos sobre la cuestión podrían interesar a los posibles lectores. ¿Qué tal un párrafo? Le respondo que el muro desapareció catorce años antes de nuestra visita a la ciudad, aun cuando todavía es común afirmar que persiste en el interior de las cabezas de muchos alemanes. Dice, tras agradecerme la lección de historia, que no ignora cuándo cayó el muro. Para demostrármelo menciona a continuación unas fechas que no son del todo exactas, pero qué más da. Le hago saber que Clara y yo vimos en la Niederkirchner Strasse (ten cuidado con la dentadura postiza cuando intentes pronunciar esto, hermano) un resto en ruinas de poco más de cien metros de longitud. Si lo considera indispensable para el éxito comercial del libro, yo me allanaría a describir la gris, agujereada y mugrienta construcción de cemento, si bien pongo en duda que el objeto descrito permita grandes (o pequeños) alardes estilísticos. Faltaba casi todo el revoque, le informo, ya que la gente solía dedicarse a arrancar mediante instrumentos punzantes o a golpes de martillo esquirlas del muro para luego venderlas a los turistas. Nosotros mismos tenemos una adherida a un imán sobre la puerta de la nevera. Nunca nos hemos preocupado excesivamente por su autenticidad. El Gordo me contesta que proceda como mejor me parezca. No me proponía hacer otra cosa desde un principio.
Llevé a cabo numerosas paseatas por Berlín, durante las cuales me ocurrieron unas cuantas peripecias dignas de recuerdo. Por lo general callejeaba solo en cumplimiento de encargos que me asignaba la señora escritora. Y así, mientras yo iba a un lado, ella iba a otro o se quedaba en el piso escribiendo. «Ratoncito, date una vuelta por el barrio de San Nicolás y haz todas las fotografías que puedas de las calles, de los letreros y escaparates de las tiendas, y del río. Del río también, pero en relación con las fachadas y el mobiliario urbano. ¿Has entendido? El agua sola no me sirve». «Ratoncito, vete a pasear por Unter den Linden». «¿Otra vez?». «Mira un poco qué gente anda por allí, intenta con disimulo fotografiar el interior de la cafetería Einstein. Y a la vuelta me cuentas anécdotas y curiosidades, y si has visto alguna escena que me pueda interesar». «Ratoncito, mi dulce ratoncito, coge el metro y vete a…». Casi todos los días yo me ponía en camino con la misión de abastecer a la señora escritora de imágenes, detalles y sucesos para su libro. Y he de añadir que le cumplía de buena gana los encargos, en parte porque, sobre ser poco fatigosos, me permitían andar a mi aire por la ciudad; en parte también porque los favores y servicios que le hacía la ponían tan contenta y afable y agradecida que, al llegar la noche, nada más acostarme, no era infrecuente que me plantase la pierna sobre el vientre donde yo albergaba los manjares y las bebidas que saboreaba en el curso de mis exploraciones. Pues no tengo por qué ocultaros ni a ti, hermano, ni a los clientes de tu editorial, que durante los quince días que estuve con Clara en Berlín, pensando en resarcirme del mal mes que me había hecho pasar Tommy, me dediqué con sostenida aplicación a procurarme toda clase de gustos y pequeñas felicidades.
A modo de muestra relataré esta mañana una de mis andanzas por la ciudad. Un día, la señora escritora y yo subimos a la cúpula del Reichstag, sin entrar en el salón de plenos porque nuestro plan se reducía a comer en el restaurante de la azotea. A Clara, antes de emprender el viaje, una compañera del colegio le había contado que la manera más rápida y simple de entrar en el Reichstag era reservando mesa en dicho restaurante y así lo hicimos. Consignados nuestros nombres en una lista de visitantes, el truco nos permitió acceder al edificio por una puerta escusada, lo que nos evitó ponernos a la cola enorme que se alargaba delante de la entrada principal. Comimos estupendamente, sentados a una mesa con unas vistas excepcionales. Tras el almuerzo anduvimos cosa de veinte minutos mezclados con los turistas que deambulaban por la azotea y bajo la cúpula transparente. Fue entonces cuando ella me comunicó su deseo de ir a no sé dónde a tomar notas (y visitar tiendas, supongo), y me pidió por favor, ratoncito, que me dirigiese con la cámara fotográfica al Dorotheenstädtischer Friedhof, en la Chausseestrasse, donde ella había estado de víspera, y que prolongara después el paseo por la zona de la Nueva Sinagoga, los Hackesche Höfe y tal y cual. «Confío en que te acordarás de mí», le dije, «en caso de que incluyas una relación de agradecimientos al final de tu libro». «Descuida, mi dulce ratoncito. Tu nombre ocupará el primer lugar». Fiel a su promesa, me honró con una escueta dedicatoria en letras de molde al comienzo del libro. La prefiero por su sencillez a aquella otra que me puso en Bajo las glicinas, de una sensiblería ampulosa que aún me saca los colores.
Entrada la tarde me apeé en Oranienburger Tor, la estación de metro que a la vista del plano juzgué más cercana al cementerio. Por aquellos días ejercité la técnica de no andar sino lo justo. Disponía de un llamado «billete de siete días», que por algo más de veinte euros me daba derecho a usar el transporte público a mi antojo durante una semana, de manera que muchas veces, por ahorrar esfuerzo, me montaba en el tranvía, en el metro o en el autobús para ir como si dijéramos de aquí a la esquina. Si no había otro remedio que caminar, estudiaba previamente los atajos y me tomaba cuantos descansos me pareciesen oportunos en bares y cafeterías del trayecto, decidido desde que me levantaba por las mañanas hasta que me acostaba por las noches a hacerme la vida lo más placentera posible. Quienes me conocen saben que este empeño es viejo en mí. Con todo, el recuerdo de los padecimientos que me había ocasionado Tommy me impulsaron a perfeccionarlo hasta alcanzar con no poca frecuencia resultados óptimos.
Salí del metro a las inmediaciones de un cruce donde se acababa (o empezaba, según se mire) la Friedrichstrasse, cuyo asfalto aún se veía mojado por la lluvia reciente. Ya no soplaba el viento desapacible de los días anteriores. A cambio había bajado sensiblemente la temperatura. Encogidos dentro de sus prendas de abrigo, los transeúntes iban y venían por las aceras exhalando nubes de aliento. Fin del parte meteorológico. Parado junto a la boca del metro, entre dos calzadas, no tuve el menor problema para orientarme. Consideré, no obstante, que me vendría bien una descarga de calor interno antes de emprender la no muy apasionante tarea de fotografiar tumbas de exvivos famosos. Y como no hubiese nadie a mi alrededor con potestad de oponerse a mi designio, y como además, tras breve consulta en voz baja, me notase claramente dispuesto a secundar mi propia decisión, resolví llegarme sin demora a una pizzería que estaba allí cerca, donde me entoné primero con un café expreso y una copa de amaretto, luego con otra copa y al final con una tercera, mientras me entretenía echándole un vistazo al periódico. Me retuvo más de la cuenta en el local, entre otras satisfacciones, la alegría que me procuraban últimamente las páginas deportivas. El Wérder Bremen no paraba de sumar puntos. Ya se había encaramado al segundo puesto de la clasificación y pisaba los talones al VfB Stuttgart, al que no tardaría en superar. En resumen, el descanso previo al cansancio me sentó de maravilla. El café expreso y los tres amarettos con su delicada armonía de dulzor y amargor me transportaron a un estado que, para entendernos rápidamente, definiré como de cálida euforia. Sin dicho estado pongo en duda que mi visita al Dorotheenstádtischer Friedhof hubiese resultado la mitad de portentosa de lo que fue. Te digo, hermano, pensando de todo corazón en ahorrarte pesadillas y resquemores, que si hasta la fecha no has sido vacunado contra la envidia, será mejor para ti que te saltes el capítulo presente.
Clara me había prevenido que el cementerio era en realidad dos cementerios sin más separación que una tapia semioculta por lápidas, panteones y plantas trepadoras: el cementerio francés, donde no se me había perdido nada, y el Dorotheenstádtischer, donde tampoco se me había perdido nada, pero al que tenía que ir por lo que no necesito explicar otra vez. La tarde anterior, la señora escritora, para no romper la costumbre, se había metido en el equivocado. Y como por lo visto, al llegar los días fríos y húmedos del otoño, disminuye en extremo la afluencia de visitantes a los cementerios berlineses, no halló a nadie entre tantas piedras con nombre que le diese razón. Llovía, además, con fuerza. La estatua blanca de Lutero, su principal señal orientadora, no estaba donde se supone que debía estar. Para colmo la disposición de las tumbas, setos y veredas no coincidía con la del croquis de la guía. Se me figura que mi mujer mostraba el inquietante comportamiento de quien empleara, pongamos por caso, un mapa de Londres para desplazarse por las calles de Lisboa o Estrasburgo. ¿Qué más? El viento inclemente (hacía mucho que no usaba este adjetivo) sacudía los cabellos de la vagabunda perdida en el reino de los muertos, sin aclararle las ideas. No obstante, parece ser que las sucesivas y potentes ráfagas la fueron empujando, empujando, empujando en la dirección adecuada, que no era otra que la de la calle, donde al fin le vino la feliz ocurrencia de preguntar al primero que pasó por delante de la verja. Así pues, con ayuda peatonal consiguió localizar las tumbas ansiadas en el cementerio correcto, de lo cual, según me confesó mientras paseábamos por la azotea del Reichstag, no se pudo alegrar poco ni mucho ya que para entonces el cielo había cometido la descortesía de oscurecerse hasta el punto de que a ella no le fue posible tomar fotografías de calidad; problema, sin embargo, de escasa relevancia cuando se tiene a mano un marido sumiso a quien endilgar la tarea. Esto se entiende fácil, ¿verdad, lectores?
Debo escribir en honor de Clara que aquella vez, al contrario de otras, me transmitió instrucciones precisas y comprensibles. El encargo consistía en fotografiar ocho tumbas que había escogido, tras enredar en Google, por considerarlas útiles para su libro; la mitad de las cuales, con el nombre de su respectivo ocupante, figuraba en el croquis de la guía. Clara añadió con bolígrafo las otras cuatro sirviéndose para ello de la información que había encontrado en un panel de la entrada. Entre ellas no estaban ni la del arquitecto Schinkel, ni la del compositor Eisler, ni las de otros célebres difuntos allí enterrados, y se lo dije. Tampoco estaba, ahora que me acuerdo, la del presidente de la República Federal, Johannes Rau; aunque en este caso no se le puede imputar descuido ni desinterés a la señora escritora puesto que Rau, con domicilio actual en el Dorotheenstádtischer Friedhof, aún no había fallecido. «Mi adorado y dulce sierranervios, solo te pido, te ruego y te suplico que fotografíes las tumbas de los escritores y filósofos por mí seleccionados. Conque te lo repito, no sé si por cuarta o quinta vez. No me interesan las lápidas de los arquitectos, las actrices, los jueces, las amas de casa y demás. Confírmame por favor que tu cerebro ha captado el mensaje». «¿Qué mensaje?». «¿Qué cerebro?». «Si te hago buenas fotografías, ¿me regalarás una higuera por mi cumpleaños?».
Entré en el cementerio, saludé a los muertos. «Hola, ¿qué tal? Soy el marido de la que ayer estuvo dando vueltas por aquí». Me abstuve de alzar la voz, un poco por no herir susceptibilidades, otro poco por timidez y el resto para despegar los labios lo menos posible, pues pensé que si abría mucho la boca se me escaparía el agradable sabor del amaretto. Siguiendo el camino de la entrada fui a dar directamente ante la estatua de Lutero. Recuerdo que al principio, debido a su peinado, lo confundí con uno de los Beatles. De cerca ya vi que no. Hablamos poco, yo más que él. Lutero se empeñó en mostrarme la página de un libro de piedra que sostenía en las manos. Le dije que no hacía falta, que ya llevaba yo mi propio croquis. Noté que me miraba con severidad. ¿Habré perdido, desde que mi amigo de Togo abusó de la Gänseliesel, todo mi predicamento entre las estatuas? Por no contrariar a Lutero me avine a leer lo que ponía en el libro. Publicidad de la Biblia. No es por ofender, pero encontré al paladín de la Reforma con sobrepeso. Él allá arriba, sobre su pedestal, sin dirigirme la palabra; yo abajo con la boca cerrada para retener en la lengua el gusto del amaretto, la situación empezaba a resultarme embarazosa. Ignoro qué habrías hecho tú en mi lugar, hermano. A lo mejor, siendo los dos gordos, habríais congeniado. ¿Qué hacer? En ningún caso cometer la imprudencia de accionar el flas de la cámara. Imagínate que Lutero me identifica con el demonio y, a falta de un tintero a mano, me tira a la cabeza el libro de piedra. Por último, como la conversación había decaído bastante, le dije tomándome cierta confianza: «De acuerdo, Martin, me compraré una Biblia aunque en casa hay varias. Te doy la razón, conviene tener despensa. Ahora te dejo, que me voy a saludar a Bertolt. Es por ahí, ¿verdad?». Di media vuelta y me marché. Si llego a saberlo hago la vista gorda, te lo juro.
Desanduve un trecho corto para abocar la vereda que conducía a la tumba de Bertolt Brecht. Como a unos veinte metros de distancia divisé a dos personas, hombre y mujer de edad mediana, las dos con bicicletas y atuendos fosforescentes de ciclistas. No se veían más almas vivas en el cementerio. La mujer sacaba fotografías junto al tronco grueso de un arce que, en plena faena otoñal, ya se había desprendido de la mayor parte de su follaje, y me dije: «Ahí debe de ser». No me equivoqué. Tengo entendido que la tumba de Brecht suscita mucho turismo mortuorio. Ramos de rosas rojas, todavía lozanas, delataban el menudeo de visitantes. Al mismo tiempo de mi llegada, la pareja de ciclistas abandonó el lugar como si hubieran aguardado impacientes a que viniera alguien a relevarlos. Ni siquiera me pidieron la contraseña. De manos a boca me quedé solo con toda la responsabilidad de velar al distinguido difunto y su mujer. La tumba semejaba una pequeña parcela de jardín contenida en un cerco de cantos rodados, con la tierra alfombrada de plantas verdes. No las pude reconocer debido a la hojarasca que las cubría casi por entero. En la cabecera, al amparo de una tapia de ladrillos, había dos rocas de granito. Sobre una de ellas, sin adorno alguno, había sido grabado y después pintado el nombre completo de Bertolt; sobre la otra, más baja y de bordes redondeados, el de la actriz Helene Weigel-Brecht, de quien yo había leído no sé dónde que antes de morir expresó su deseo de yacer a los pies del esposo largo tiempo enterrado. Noble gesto el suyo de veneración hacia un hombre a quien, como nadie ignoraba, empezando por ella misma, se le daba mejor la escritura que la fidelidad conyugal. Le hablé a Clara un día al respecto; me contestó, dándome una palmada en la espalda, que no me hiciera ilusiones.
En la paz otoñal del cementerio, los árboles pelados, las veredas desiertas, la bulla urbana reducida a un sordo rumor de fondo, me vino a las mientes una imagen que, desde nuestra turbulenta visita a la Gemäldegalerie, me rondaba a menudo la cabeza. Me refiero a cierta pintura de Hans Baldung, apodado Grien, cuyo título, si es que alguno tenía, no consta en mi memoria. Sin embargo, me acuerdo con exactitud de algunos detalles del cuadro, en concreto de uno que, por razones, vamos a escribir, personales, me causó honda impresión nada más verlo. La imagen mostraba el cadáver de Cristo punteado de heridas. Acababan de descolgarlo de la cruz María y otros personajes bíblicos. Salvo un cabo de la sábana de José de Arimatea sobre las partes pudendas, no llevaba nada puesto. Entre las profusas y sanguinolentas heridas, representadas del modo más veraz en la carne pálida, había una, en la planta de un pie, del pie izquierdo para más señas, que era clavada a Tommy, en serio, tanto por su apariencia como por su tamaño, como por el sitio donde, fiel a las Sagradas Escrituras, la había colocado el pintor. Clara, a mi lado, no prestaba atención a los cuadros. Seguía prolongando para sí, pero con voz audible, la disputa mantenida minutos antes con el Prusiano de la entrada. No me oyó cuando acerqué la cara al ángulo inferior derecho del cuadro y dije con susurros de alarma: «Tommy, ¿qué haces en el pie del Mesías? Vas a buscarte un buen lío, muchacho. Te aconsejo que salgas ahora mismo de ahí». Y él me contestó con discretos bisbiseos: «Tranquilo porque al dueño de este pie ya no hay dios que le haga daño. Está escrito que así como antes resucitaba gente, pronto va a resucitar él. Perderé el trabajo, seguro». «Oye, Tommy, tú que me has conocido de cerca, ¿sabes si por casualidad yo también poseo la facultad de volver los muertos a la vida?». «Por probar nada se pierde». Clara interrumpió nuestra conversación. «A ver, ratón. ¿Tengo yo aspecto de no saber distinguir un bolso de una mochila?».
Desde entonces había yo estado ojo avizor durante mis andanzas berlinesas por si caía la breva de toparme con un muerto. Los incontables ciclistas suscitaban mis mayores esperanzas, seguidos de los peatones que cruzaban la calzada corriendo para alcanzar el tranvía o el autobús. Una tarde, de las últimas de noviembre, nada más separarme de Clara delante de los grandes almacenes KaDeWe, me convencí por un instante de que al fin había llegado la hora de llevar a cabo, con los debidos disimulos, el experimento; pero resultó que el perro tendido en la acera, junto a las piernas ulceradas de su amo mendigo, se despertó de golpe, sin darme ocasión de pronunciar una palabra. ¿Lo resucité, aunque estaba vivo, con solo dirigirle la mirada de una forma especial de la que no fui consciente? Nunca he podido salir de dudas. En cambio, dentro del Dorotheenstádtischer Friedhof comprendí en menos de lo que dura un parpadeo que me enfrentaba a una situación distinta. Allí había tarea de sobra para quince o veinte compañeros del ramo y a lo mejor me quedo corto. Resuelto a no poner en canción a nadie con falsas expectativas, advertí a los difuntos (subido a los escalones de un mausoleo por mejor hacerme oír) que, sintiéndolo de veras, no abrigaba la intención de vaciar el cementerio; que, como podían ver o escuchar o sentir por el ruido de mis pisadas, había venido sin ayudantes; que, dada mi inexperiencia en materia de milagros, pensaba ajustarme a los difuntos de la lista confeccionada por mi mujer, a los que tal vez podría añadir algunos pocos más de paso, pero muy pocos; y que, para terminar, además de las razones aducidas limitaba mi labor el no disponer de mucho tiempo para ponerla por obra, ya que en diciembre cierran la verja de la entrada a las cuatro de la tarde.
Fotografiada la tumba de Bertolt, me acerqué por un costado a la piedra donde campeaba su nombre, y tras cerciorarme de que no había vivos a mi alrededor, dije con estas o parecidas palabras: «Mira, Bertolt, no te garantizo nada porque soy nuevo en esto. Mi idea es volverte a la vida si es posible. Luego tú haz lo que te apetezca». Caí en la cuenta de que había una dificultad por causa del ataúd. Bertolt murió el año 56 en el hospital de la Charité. El corazón. En algún momento, sintiéndose viejo, acaso próximo al final, dejó instrucciones para que lo enterraran dentro de un ataúd de cinc porque por nada del mundo quería que su cuerpo fuera banquete de gusanos. No sé qué pensará el Gordo, que de chaval tenía pegado un póster de Marx en la pared de su habitación; pero a mí semejantes dengues, y más en un hombre de las convicciones ideológicas de Bertolt Brecht, me parecen, cómo se podría expresar esto con exactitud, ¿contrarrevolucionarios?, ¿elitistas?, ¿pequeñoburgueses? Implican, en cualquier caso, y no es porque lo escriba yo, una desconsideración para con la naturaleza. Los pobres gusanos… «No fuiste listo, Bertolt. Ahora tienes un problema. Un grave problema. ¿Te importaría explicarme cómo piensas abrir la caja? Podrías rascar los cierres con la medalla que recibiste con ocasión del Premio Stalin si es que la tienes contigo. Porque ¿no creerás que voy a ponerme a escarbar la tierra con las manos? ¡Pues eso faltaba!». A punto de resucitarlo, supuse que su esposa estaría escuchando nuestra conversación y que tendrían los dos lío matrimonial si él tomaba la decisión de subir a la superficie. Por no promover discordias allá abajo y porque me daba pena dejarla a ella sola dentro de la tierra, en un arranque de compasión y sentimentalismo los resucité a los dos. Siente uno como que el cuerpo le queda estrecho después de haber realizado una buena acción.
El segundo de la lista era Heinrich Mann, enterrado a pocos pasos de Bertolt. En realidad, el viejo Heini había muerto en California allá por el año 50, exiliado al rico sol del capitalismo, y en el 61 lo transportaron dentro de una urna a la RDA. Por lo visto las autoridades del socialismo real le habían ofrecido la presidencia de la Academia Alemana de las Artes. El cargo le habría venido de perlas a Heini para no tener que seguir viviendo de la caridad de su hermano, lo que quieras que no duele en el amor propio; pero llegó tarde y ceniciento. He visto fotografías en las que aparece la urna sobre unas angarillas conducidas por oficiales del Ejército Popular con casco y uniforme; detrás, su futuro vecino de cementerio, el escritor Arnold Zweig, cuyo nombre figuraba igualmente en la lista de Clara. El segundo entierro de Heini fue con música y honores. Tachunda chunda. Así da gusto morirse. No estuve presente; pero son cosas que se saben. Le pusieron sobre un pedestal una cabeza grande de bronce a la que le faltan los hombros para alcanzar categoría de busto. O sea, que es un puro melón verdoso, melancólico, narigudo y con los ojos vacíos. Ante la tapia cubierta de enredadera tiene un aire de muñeco de feria al que por una moneda se le podrían arrojar varias pelotas de trapo. Le dije: «Heini, intentaré resucitarte y tú verás qué forma adoptas y cómo te mueves. Sugiero que cargues con la cabeza de bronce. Pesará bastante, pero a cambio impedirá que te disemine el viento. De paso te procurará un poco de identidad. A lo mejor tienes suerte y está hueca». Para levantarle el ánimo le aseguré que adondequiera que fuese ya no lo perseguiría la sombra de su adinerado y triunfador hermano. ¿Que qué había sido de él? «Bueno, verás», le respondí mientras hacía unas fotografías de la tumba, «Thomas murió en Zúrich y lo enterraron en un pueblecito a orillas del lago; pero tranquilo porque no albergo la intención de desplazarme hasta allí a poner en práctica mis recién descubiertas aptitudes». Apostaría a que al viejo Heini mis palabras le produjeron un gran alivio. Después, sin más preámbulos, lo resucité.
En la tumba contigua reposaba, acompañado de su esposa, el poeta Johannes R. Becher (1891-1958), tercer nombre en la lista de Clara. Un resplandor invisible, un eco que no sonaba, un olor que no olía, daban cuenta al visitante de una concentración de comunismo subterráneo sobre la cual se apretaba una espesura de plantas de hojas perennes. La tapia yedrada forma allí rincón. Por primavera supongo que el lugar presentará un aspecto grato a la mirada; en diciembre es bastante triste y oscuro todo aquello. De la densa verdura surge una losa vertical donde hay grabado un epitafio del cual no recuerdo sino su pomposidad. He leído poco de Becher. El referido epitafio y quizá un par de poemas en alguna antología ojeada por los tiempos en que estudiaba alemán. Becher, hermano, fue lo que en nuestro país llamaríamos un poeta del régimen. Ejerció de ministro de Cultura, compuso el texto del himno nacional de la RDA, vaticinó para el año 2000, con estrofas retóricas, el triunfo del socialismo en todo el mundo. Me daba no sé qué tratarlo de tú. «Señor Becher, señor Becher, ¿me oye? No es mi propósito desanimarlo, pero presiento que su profecía necesita algunos retoques para poder cumplirse. Oiga, no se me sulfure. ¿Cómo dice? Yo no sirvo a la propaganda de nadie. Por supuesto que me huele el aliento a amaretto; pero eso no significa que esté borracho. Vuelva usted a la vida y vea con sus propios ojos lo que ha pasado con la RDA, con la Unión Soviética y con todos aquellos ideales que usted y su esposa profesaron. ¡Ni que tuviera yo la culpa del rumbo que ha tomado la Historia!». Ya no quise hablar más. Que resucite si le da gana. Y, si no, allá cuidados. Vengo a hacerle un favor y encima se cabrea. Pues nada, saqué una fotografía de la piedra con los versos pretenciosos y me fui.
Cerca, en el borde de una vereda paralela, encontré a los dos siguientes de la lista, separados el uno del otro por una de las pocas tumbas con cruz del cementerio. Todo el suelo era allí de hiedra. A la derecha se levantaba el monolito de mediana altura que pesa sobre Hegel, tan pulido que no parecía antiguo y es dudoso que lo sea. En la cara frontal podían leerse las fechas entre las cuales discurrió la vida del filósofo, trazadas en números romanos como para aparentar antigüedad; en la posterior descubrí un arreglo reciente. Sabido es que la devastación sufrida por Berlín durante la Segunda Guerra Mundial no perdonó al Dorotheenstádtischer Friedhof, a tal punto que a más de un muerto célebre hubo que rehacerle la instalación. Ignoro si la tumba de Hegel corrió esa suerte; así y todo, su piedra sepulcral no habría lucido más si la hubiesen terminado de pulir dos días antes de mi llegada. Me consta que a él, al colega Fichte y a otros, cuando en el siglo XIX se cedió una parte del cementerio a fin de ampliar las calles aledañas, los trasladaron a donde ahora están, si es que de verdad están. «Georg Wilhelm Friedrich, a ti quería echarte el guante», le dije imitando en son de mofa su acento suabo. «Por ti y tu puñetera realidad como Espíritu, que por supuesto sigo sin entender, me suspendieron el examen de Filosofía en el curso preparatorio para la Universidad. Mi único consuelo, que aprobó el ocho por ciento de los examinandos. En la repetición nos pusieron un tema menos intrincado de un tal Nietzsche, a quien no llegaste a conocer, y pasé la prueba. Han transcurrido unos cuantos años desde entonces. Los suficientes para que se me haya apagado el rencor que te cogí. Me consideraré resarcido para siempre si la resurrección que voy a imponerte te plantea dificultades de encaje teórico en tu sistema filosófico». Mientras tomaba fotografías de la tumba le pedí por favor que no se marchase del cementerio sin confirmarme si en noviembre de 1831 lo mató el cólera, como afirman unos, o si falleció por una causa distinta, como recelan otros. Dando por terminada a este punto la conversación, le devolví el espíritu; quiero decir que lo resucité.
A la izquierda de la cruz se supone que yace el yo absoluto de Fichte, debajo de un obelisco de piedra renegrida erigido en sustitución de uno al parecer más grande que destruyó la guerra. «A tu modo tuviste que notar las bombas», le dije. Que si las había disparado la artillería de Napoleón. «Fichte, abuelo, pareces ignorar la edad de tu esqueleto. Para tu información, dentro de poco más de una década habrás cumplido doscientos años bajo tierra. ¿Te sorprende? Pues claro que el tiempo pasa deprisa; pero a ti ¿qué más te da? Sí, abuelo, como lo oyes, casi doscientos años desde que tu esposa trajo la enfermedad mortal a casa y adiós. Sin acabar el siglo se formó la nación alemana que anhelaste. Desde el principio se apoderó de ella una inercia expansiva conducente a nuevas guerras. Por ese camino, que otros pueblos recorrieron antes y otros recorren ahora, se llega tarde o temprano al derrumbe final. La nación alemana conoció una destrucción sin precedentes. Sus dimensiones fueron recortadas; su territorio, ocupado; sus ruinas, repartidas en dos países inconciliables. Pero tranquilo, Fichte. Superada la fiebre nacionalista que a ti también te aquejó, hoy Alemania vive unida, sosegada y, por vez primera en su historia, en paz con sus vecinos. ¿Estás llorando?». Sentir bajo la tierra el llanto de un muerto no es una experiencia agradable. Así que pensando en que se serenase cuanto antes me apresuré a anunciarle mi decisión de volverlo a la vida. Con una condición, le advertí. «No bien salgas del cementerio, tiras a mano derecha hasta llegar al cruce donde empieza la Oranienburger Strasse. Haz el favor de no interrumpirme cuando hablo. Las calles disponen de letreros con sus nombres. Pues bien, en la Oranienburger Strasse vas todo recto por la acera de la izquierda. No tardarás en llegar a la altura de una sinagoga. Sí, has oído bien: si-na-go-ga. La reconocerás por su vistosa cúpula con adornos dorados. La puerta principal está protegida por vallas. Allá montan guardia dos policías. No dejarán que te acerques. Sigues andando un poco y te metes en el Centrum Judaicum. Si te exigen el pago de la entrada les explicas que acabas de resucitar. No creo que pongan en duda tu franqueza. Eso sí, habrás de someterte a un control riguroso como en los aeropuertos. ¿Aeropuertos? Oye, Fichte, si empiezas con preguntas no me dará tiempo de marcharme antes del cierre de la verja. Tú no te preocupes puesto que no llevas armas ni objetos metálicos. Una vez dentro te acercas a un miembro cualquiera de la comunidad judía de Berlín. Hola, soy fulano, destacado representante del idealismo alemán, primer rector electo que tuvo la Universidad de Berlín, etcétera. ¿Tu participación en la masonería? Pues también. Tú decides si deseas explayarte o no. Lo importante es que al final, cuando te hayas identificado, pidas perdón por los escritos antisemitas que difundiste. ¿Cómo dices? Pues no, da la casualidad de que no soy judío. ¿Que vaya de tu parte? De ninguna manera. Fichte, abuelo, eres tú quien tiene que dar la cara». Guardó silencio, tal vez avergonzado, y como no se negase a cumplir la condición lo volví a la vida. Poco después, mientras tomaba fotografías del obelisco, reparé en que al costado de Fichte estaba enterrada su mujer. Se me ocurrió entonces que entre los dos encontrarían más fácilmente el Centrum Judaicum. Sin vacilar un segundo también la resucité.
A continuación dirigí mis pasos hacia un edificio de construcción moderna, lindante con el cementerio. Llegando ante una puerta de barrotes horizontales, tras cuyos vidrios, dentro de lo que parecía un corredor, fumaban cigarrillos varios chicos y chicas con pinta de estudiantes, encontré la tumba de Herbert Marcuse, el siguiente difunto de la lista. Lo saludé y le dije: «Herbert, eres un fenómeno. Ni siquiera después de muerto te separas de la juventud estudiantil». Sobre una sencilla lápida de cemento podía verse su nombre grabado en letras cárdenas al estilo de la escritura manual; en el mismo color, los años de nacimiento y defunción, y en un remate biselado la proclama: weitermachen! (¡perseverad!, ¡tenéis que seguir!), de cuya traducción literal a mi idioma materno no puedo ofrecer garantías absolutas. En el borde superior se alineaban seis guijarros depositados por otros tantos visitantes conforme a la usanza judía. Tendí la mirada en torno. No vi sino tierra, plantas, hojas sueltas. Conque no tuve más remedio que tomar un guijarro de una lápida vecina para ponerlo en la de Herbert, y como se me figurase que no debía quedar sin reparación mi conducta reprobable, resucité al desconocido. Después, lo confieso, cometí la vanidad de transmitirle a Herbert recuerdos apócrifos de Hegel. «Acabo de estar con él y me ha dicho que le gusta mucho aquel ensayo extenso que le consagraste. ¿Eh? No, no, por supuesto que debajo de tierra no ha podido leerlo. Pero yo», adopté un tono grave a fin de hacerle verosímil la lisonja, «se lo he resumido en sus puntos principales. Si no te lo crees pregúntale a Fichte, que está a menos de tres metros». Durante un rato charlamos sobre asuntos diversos, ninguno de ellos digno de fatigar esta mañana mi memoria. Prefiero, querido hermano, dedicar unos renglones a contaros a ti y a la gente que compra los libros de tu editorial la insólita historia de las cenizas de Herbert Marcuse. Ocurrió, en pocas palabras, del siguiente modo. Herbert llevaba muchos años residiendo en los Estados Unidos. En el 79, anciano pero aún lúcido, viajó a Alemania para dar unas conferencias y murió. A su viuda se le avivaron los recuerdos del sinnúmero de judíos quemados tiempo atrás en suelo alemán. Dispuso en consecuencia que su marido fuera incinerado en otra parte, no me acuerdo ahora si en Austria o Suiza. Metida la urna con las cenizas del filósofo en una caja de cartón, la mandó por correo ordinario a los Estados Unidos, con destino a una funeraria de Connecticut donde el paquete permaneció olvidado de todo el mundo hasta que en el dos mil y pico un profesor de Filosofía le preguntó al nieto de Herbert por el paradero de su abuelo. La abuela, entretanto, ya había fallecido. No sabiendo qué responder, el nieto trasladó la pregunta a su padre, quien finalmente, tras llevar a cabo múltiples pesquisas, logró encontrar en forma de una sustancia granulosa, según dicen, los restos mortales de Marcuse. ¿Qué hacer? Una nieta propuso echar la referida sustancia a los hipopótamos de un parque de San Diego. Seguro que al abuelo le habría encantado la idea. Por supuesto, ¿a quién no le gustaría alojarse dentro de un sarcófago caliente y muelle? Personalmente prefiero el estómago de los delfines; pero comprendo que la familia de Herbert tuviera otros gustos. Al final se decidieron por la ciudad natal del abuelo y este último verano, lo contaron los periódicos, el nieto trajo en su equipaje de mano la urna a Berlín. Herbert fue conducido al Dorotheenstádtischer Friedhof como corresponde a un marxista de pro, en un Cadillac negro de lujo que hizo aquel día su último viaje de servicio. «Total, que solo llevas cinco meses aquí y ahora vengo yo a moverte de nuevo. Claro que no estás obligado a resucitar». Le dije que se lo pensara. Me permití recomendarle que, si se decidía a volver a la vida, se acomodase dentro de la cabeza de bronce de Heinrich Mann, a menos que existieran entre ellos discordias que hicieran desaconsejable la convivencia. Los dos juntos podrían llevar más fácilmente la pieza, que, aunque pesada, los protegería de la lluvia y el viento. No quise entretenerme más porque noté de pronto que me miraban algunos jóvenes con curiosidad sonriente desde detrás de la puerta cercana, creyendo tal vez que hablaba solo. No sin cierta precipitación saqué dos o tres fotografías de la lápida y me marché.
Se me estaba haciendo tarde. Ya casi no me quedaba gusto del amaretto en la boca. Una pena, hermano, puesto que a medida que iba perdiendo el influjo euforizante del licor disminuía en mí aquel poder de rescatar a los muertos de su condición mineral. Por suerte no me costó encontrar al siguiente de la lista, el escritor Arnold Zweig (1887-1968), nombrado en una piedra informe de notables dimensiones, dentro de una cerca de rejas. Lo resucité, no tengo por qué ocultarlo, con brusquedad. Espero que no se lo tomase a pecho. «Venga, Arnold, levántate. Ya hablaremos más tarde». Y en parecidos términos me dirigí a la que con él yacía, de quien más tarde supe que era una prima suya con la que se casó. Debido a las prisas, por poco se me olvida fotografiar la tumba. A paso vivo busqué a continuación la de la escritora Anna Seghers, judía como Arnold, comunista como Arnold, exiliada como Arnold y comprometida hasta las cejas con el régimen de la RDA ¿como quién, hermano?, exacto, como Arnold Zweig. Premios, cargos, honores oficiales, ya me entiendes. A Anna la enterraron en 1983 junto a su marido, cada uno con su lápida respectiva, semejantes a las dos almohadas de una cama matrimonial; la de ella, por cierto, cuando yo la vi, con tres guijarros en la parte superior, la de él solo con uno. Dado que soy contrario a los favoritismos acabé con la desigualdad a mi manera. Luego, cumplido el encargo fotográfico de la señora escritora, casi con el último efluvio bucal del amaretto los resucité sin entablar conversación con ellos. Me limité, por falta de tiempo, a pronunciar unas palabras circunstanciales de saludo y a sugerirles que, si deseaban informarse acerca de mi acción, se dirigiesen a otros resucitados que no andarían lejos de allí. Tras lo cual me encaminé con zancadas veloces hacia la salida. Aún no había llegado a la estatua blanca de Lutero cuando salieron a toda velocidad, de la sombra de unos arbustos, obra de cuatro o cinco gatos, cada uno en una dirección y todos asustados. En vano eché a correr tras ellos dándoles voces: «¡Eh, esperadme, esperadme, que así no os van a reconocer!». Estuve a punto de alcanzar a la mujer de Bertolt Brecht. Después, por desgracia, los perdí de vista. Supongo que esperaron a la noche para desperdigarse sigilosamente por las calles de Berlín.