El Gordo se picaba cuando mis amigos del barrio y yo lo llamábamos gordo. Era un chaval listo, con sus puntas de colérico; pero nosotros éramos una pandilla. Claro que, a mi llegada a casa, a menudo me estaba esperando escondido detrás de la puerta. La venganza no le confería autoridad sobre mí, puesto que sus manos carnosas, de dorsos blandos y dedos aporretados, causaban poco dolor. Una tarde comprobé que tener más edad no significa ser más fuerte. A partir de entonces el Gordo le perdió afición a esperarme detrás de la puerta. Ahora, tantos años después, asegura por correo electrónico que no le importa encontrar el remoquete en esta suma mía de recuerdos en tanto no aparezca vinculado a su nombre. Juzga, además, que la mía es una obra de ficción y como tal ha decidido incluirla en el catálogo de novelas de su editorial. Se le figura un buen truco el que, desde hace varios capítulos, el narrador se dirija en segunda persona a un interlocutor imaginario. Le he respondido que no se trata ni de un truco ni de un interlocutor imaginario, que yo ni sé ni quiero saber nada de la técnica novelística y que en los pasajes aludidos me dirijo a él realmente. Ya que no pensaba escribir para nadie, tampoco sentía la necesidad de mostrarme pudoroso ni de inventar falsos hermanos, y si alguna vez me he permitido alguna fantasía, como la del mordisco del ratón de Lübeck y algunas pocas más por el estilo, ello ha sido así porque durante el viaje con Clara las imaginé, no porque sentado a la mesa de la cocina me hubiera entrado antojo de practicar la literatura. El Gordo me explica que una cosa es lo que el autor opina, pretende, conjetura, y otra lo que los lectores perciben al leer su texto, siendo a estos últimos a quienes compete en fin de cuentas interpretar los libros. Le digo que no nací la semana pasada; por tanto, no necesita aclararme como a un párvulo la diferencia entre un castillo y un conejo, y que, por si no se acuerda, fue idea mía asignarles a mis papeles escritos la denominación de novela, aunque por razones que no tienen nada que ver con el negocio editorial ni con el arte de la palabra. Me dice que si estamos de acuerdo en los puntos esenciales para qué discutimos. Le respondo que seguramente nuestras discusiones pasarían a un segundo plano si él me hiciera la oferta generosa que prometió. Me responde que su secretaria (¿trata de impresionarme o tiene de verdad una secretaria?) me enviará antes del próximo viernes, por conducto electrónico, un borrador del contrato. Le reitero mi firme deseo de que, cuando me mande el contrato definitivo para que lo firme, lo disimule como carta de un familiar a fin de reducir el riesgo de que mi mujer descubra que me propongo airear en un libro intimidades de nuestro matrimonio, algunas de ellas de difícil inclusión en la categoría de los episodios gloriosos. Que tranquilo, que él sabe ser discreto. Te lo agradezco, hermano, pero ¿te importaría declararme de una maldita vez cuánto estás dispuesto a pagar en concepto de adelantos de edición? Por fin menciona una suma. Miro las cuatro cifras en la pantalla. Todas ceros menos la primera. Empiezo a creer que el Gordo tiene una secretaria, incluso una secretaria que se aviene a meter horas extraordinarias porque, como también es gorda, necesita un sobresueldo para adquirir vituallas. Remiro las cuatro cifras. Sinceramente, no esperaba tanto. Quizá para un escritor profesional la suma equivalga a unas migajas echadas a las palomas, no así para mí. Con todo, como pienso que hay confianza, llamo al Gordo tacaño. No escribo más. Ni siquiera la despedida. Tampoco la firma. Solo esa palabra: «Tacaño». Me responde quince minutos después aumentando sensiblemente la cantidad. Y añade en tono lacrimoso: «Te juro que es lo máximo que puedo ofrecerte». Sigue una lista de lamentaciones: la inflación, el bajo nivel de ventas del último semestre, la voracidad de las grandes casas editoriales. Le escribo que acepto la oferta porque eres mi hermano. Al instante me ha tomado una preocupación. ¿Cómo justificaré ante Clara la llegada de la transferencia bancaria? No habrá más remedio que inventar la típica historia del tío millonario al que no veo desde la niñez. Un hombre alto, de pelo blanco, ¿nunca te hablé de él? Se casó en segundas nupcias con una condesa austríaca, etcétera.
Al Gordo le gustaría saber cuándo voy a terminar el libro. Le pregunto si está tratando de meterme prisa. De acuerdo con mis previsiones, le respondo, lo terminaré cuando me haya sido dado rematar el desenlace. Y añado que si, como afirmas, te has divertido leyendo los capítulos escritos hasta la fecha, entonces harías bien en animarme a escribir los restantes con idéntica calma, despreocupación y libertad. El caso es, hermano, que la veta de mis recuerdos pudo haberse agotado con los que puse por escrito ayer, debido a que faltó muy poco para que nuestro viaje por Alemania tuviera un final brusco por culpa de Tommy. El día de mi vuelta precipitada al pueblo, Clara sugirió la posibilidad de sacrificar la parte última de su proyecto literario para venir a casa a cuidarme; pero yo no se lo consentí. Le expuse una serie de razones que en apariencia la convencieron. Al día siguiente, al atardecer, me llamó otra vez por teléfono. Se condujo con entereza hasta que le conté que el lunes debía presentarme al cirujano. Al pronto recelé que, en lugar de cirujano, ella hubiera entendido verdugo. De otra forma, no me explico su reacción. Tras prorrumpir en el habitual «Mein Gott!» cargado de acento trágico, me comunicó su decisión firme de reunirse conmigo sin pérdida de tiempo. De hecho, según reveló, en cuanto acabase nuestra conversación telefónica haría las maletas; luego llamaría a la señora Klinkenberg para liquidar con ella las cuestiones relativas al alquiler del piso, y a las diez o las once de la noche emprendería la marcha. Seguro de que su auxilio heroico habría de acarrearme nuevos y acaso más graves problemas, le dije, aprovechando una pausa respiratoria de su parla veloz, que quizá la ocasión era poco propicia para comportamientos exagerados. No me escuchó. Se arrepentía de no haber venido el día anterior detrás de mí. Porque, además, le resultaba de todo punto imposible trabajar. La inquietud por mi estado físico se lo impedía. «Yo así no puedo concentrarme. Continuamente tengo delante de los ojos el agujero lleno de pus». «Exprésate con precisión, haz el favor. Se llama Tommy». Intensificó el chorro verbal, ya de por sí rápido, con el probable fin de que no volviese a interrumpirla. Mi cerebro no daba abasto para atribuir significados a aquel surtidor de palabras. Arrellanado en el sofá, convencido de que en los próximos minutos la señora escritora no me dejaría meter baza, accioné la tecla del altavoz a fin de no terminar como otras veces con el pabellón de la oreja cocido. No puedo transcribir a la manera de los novelistas convencionales, ni con fidelidad ni sin ella, su largo parlamento; pero, para lo que me importa recordar aquí, lo principal de cuanto dijo podría resumirse en estos términos: «¿Tú crees que me causa alegría visitar playas y museos sabiendo que mi pobre ratoncito está en casa solo, sin poder andar? Te echo mucho de menos. ¡Menuda diferencia es ir a los sitios contigo o sin ti! Hoy he dado un paseo en barco a todo lo largo de la costa de greda, con salida de Sassnitz» (abrigo dudas acerca del dato) «y vuelta al mismo puerto. A cada instante me preguntaba: ¿qué comentario mordaz se le ocurriría al ratoncito si viera esto; qué picardía, qué burla, qué chiste, si viera aquello? Apenas prestaba atención a las explicaciones del guía, incapaz de quitarme tu pie del pensamiento. En todo el día he sacado dos o tres fotografías sin interés y no he tomado ningún apunte porque, de lo nerviosa que estoy, he olvidado esta mañana poner el moleskine en la bolsa. Por la tarde, al abrir la puerta del piso, ha salido a recibirme un silencio horrible. ¿Qué creerás que he hecho? Sin despojarme de la ropa de calle, he encendido todas las lámparas del piso y he conectado el televisor, aunque luego no me he sentado a mirarlo. Oigo voces, música, aplausos, y de ese modo me hago el ánimo de no estar sola. Anoche lo pasé fatal, ratoncito, con unas pesadillas que tiembla el misterio. ¿Me estás escuchando? ¿Por qué no dices nada?». «¿Qué quieres que diga? ¿Llueve en Rügen?». «Dime si me entiendes. Tengo más cansancio que cuando me levantaba temprano para ir al colegio». «Sin mis ronquidos ni mis manoseos por debajo del pijama te resultará difícil conciliar el sueño, ¿no? Lo entiendo, a mí me pasa lo mismo». «No te imaginas cuánto añoro tus ironías importunas, tus provocaciones insoportables, tus bromas pesadas. Lo he decidido, mi dulce ratón. Esta noche salgo para allá». En lucha denodada por que me dejase terminar las frases, intenté disuadirla de que emprendiese un viaje lleno de peligro, sola durante tantos kilómetros, a oscuras y con el coche abarrotado de equipaje. Como no se daba a partido resolví incentivar sus miedos: «A ver si en una curva de esas, antes de llegar a Rostock, vas a estrellarte contra un camión. Y por si aún insistes en cometer errores, te recuerdo que en mi actual estado tendré serias dificultades para empujar tu silla de ruedas». Se calló. Me callé. Como consecuencia de su cansancio, ¿se habría quedado de repente dormida? Transcurrieron ocho, nueve segundos de silencio telefónico antes que yo le preguntara si aún seguía al otro extremo de la línea. Un balido breve de cordero a medio estrangular me confirmó su presencia. Le pedí por favor que durante tres cuartos de minuto no me interrumpiera. Ya sé que se trataba de una petición desmesurada; pero no se perdía nada por intentarlo. Le dije lo primero de todo que me hallaba libre de dolor, lo cual era mentira. Al cirujano lo esperaba la tarea sencilla de vaciarme el absceso con un instrumento similar a una cuchara, lo cual probablemente tampoco era verdad. Pasé, a continuación, al ataque. «¿No andarás buscando excusas para abandonar tu proyecto porque ya no te ilusiona como al principio? Ojo, porque tengo leído por ahí que los escritores sois gente voluble». Terminé el sucedáneo de reprensión rogándole que no me deprimiera con sus temores, su intranquilidad, sus lóbregos augurios. Y en la inteligencia de ahorrarle cuidados, le dije que me las arreglaba bien solo; que cada vez podía andar mejor (mentira total), pero no lo hacía por no contravenir las órdenes del médico, y que para despachar los asuntos cotidianos como la compra, la alimentación o los desplazamientos a Wilhelmshaven, la señora Kalthoff había prometido prestarme ayuda.
El diálogo concluyó con el compromiso de Clara de posponer la decisión de interrumpir o no su viaje literario hasta que supiéramos cómo evolucionaba Tommy después de la intervención del cirujano. El lunes no esperó como de costumbre al atardecer para llamarme. Tampoco el martes, cuando fui por la mañana temprano a que me cambiaran la venda por vez primera tras la cauterización del absceso. En ambas ocasiones le transmití a Clara noticias tranquilizadoras, entreveradas de bromas y dicharachos con que me esforcé en aparentar buen humor. La víspera de devolverle las llaves del piso a la señora Klinkenberg aún no sabía ella qué partido tomar. Fue entonces cuando acordamos que llevase su proyecto adelante conforme al plan establecido. En lo que a mí respecta, tan pronto como el médico lo autorizara, acudiría en tren al encuentro de la señora escritora dondequiera que estuviese. Me refirió que había reunido una copiosa documentación sobre Rügen, pero que por causa de las preocupaciones de los últimos días se había visto sin energías para sentarse a escribir. Como estaba además persuadida de que le convenía volver a algunos sitios y quizá visitar otros en los que aún no había parado la mirada, me preguntó si me parecía buena idea que prolongase su estancia en la isla. Por la tarde había juntado diversos prospectos de hoteles y pensiones. En una mansión de no sé qué pueblo le habían mostrado un apartamento con vistas al mar. ¡Qué maravilla! Albergaba la certeza de encontrar en el ambiente suntuoso de aquel edificio personajes como los que habitan las novelas de sanatorios y balnearios de Thomas Mann, o en cualquier caso tipos extravagantes, distinguidos, misteriosos, cuya mera presencia podría inspirarle alguna escena para su libro, cuando no un libro entero en el futuro. Por si todo ello no fuera suficiente, el lugar se le antojaba pintiparado para escribir sin que nada ni nadie la distrajese, pues gozaba de grandes comodidades y estaba en medio de una ladera arbolada que lo aislaba de los ruidos de la calle. Ya se imaginaba trabajando junto a cierto mirador cuyos ventanales se abrían a una romántica ensenada. Escribiría a la luz de un candelabro, con un ramo de rosas y una tetera de porcelana encima de la mesa. Tan solo le faltaba para decidirse mi visto bueno. Se lo di sin vacilar. «Es un poco caro. ¿No te importa?». «Tu literatura lo merece», le respondí, complacido de no tener un espejo delante que reflejara mi hipocresía ni luego mis ojos de pasmo y mi entrecejo fruncido cuando me enteré del precio.
Con ocasión de la llamada siguiente (hablábamos por teléfono a diario), me apresuré a preguntarle si se había adaptado bien a su nuevo alojamiento. «El caso es…, ratón. Nunca adivinarás dónde estoy». Prometió recompensarme con un regalo de mi elección si acertaba. «¿Conozco el sitio?». «Lo conoces». «Si lo acierto, ¿me regalarás una higuera? Te advierto que no es barata». Me concedió tres oportunidades; después, en vista de mi fracaso, otras tres. Tenía razón. La deseada higuera jamás adornaría nuestro jardín puesto que ni de broma se me hubiese ocurrido pensar que Clara no había abandonado el piso de la señora Klinkenberg, donde ahora estaba alojada sin pagar alquiler. «¿Y el mirador, y la ensenada, y el candelabro?». «Supongo que continuarán donde los vi». Me contó que durante la entrega de las llaves había puesto a la casera al corriente de los progresos esperanzadores de mi convalecencia, así como de sus ya superadas dudas sobre si continuar sola el viaje por Alemania o ir a casa a dar mimos al marido, y finalmente de su propósito de encerrarse a escribir en un apartamento próximo a la costa. La señora Klinkenberg, apenada por la marcha de Clara, le propuso, en un rapto de espontaneidad insólito entre los nativos de estas latitudes, que se quedase a vivir con ella y con Honni gratis en su piso hasta que yo hubiese sanado del pie y vuelto a su lado, comprometiéndose a preparar la comida de acuerdo con las preferencias y horario de su invitada, además de asumir las tareas de la limpieza y hacer lo posible para que su amiga la escritora trabajase a gusto en su rincón predilecto de la vivienda. Clara aceptó la oferta a condición de participar en los gastos derivados de su estancia. Para celebrar el acuerdo, la señora Klinkenberg llenó dos vasos pequeños con aguardiente. Tras el consabido brindis de hermandad, las dos mujeres convinieron en tutearse. Clara deshizo las maletas que ya tenía cerradas. Y como aguanta mal el alcohol, aunque sea en cantidades moderadas, por la noche se acostó con dolor de cabeza.
Pasaron los días. Octubre se acabó. Vinieron las nubes, los vientos y lluvias otoñales, que aquí son crónicos, y yo seguía en tratamiento médico. Con sostenido optimismo le aseguraba a Clara por teléfono que veía cerca mi victoria final sobre Tommy. Cada vez eran más espaciados los intervalos entre una cura y otra, y ya no me hacía falta llevar el pie vendado ni tomar antibióticos. Últimamente el cirujano se había limitado a echar una mirada fugaz a Tommy mientras la enfermera de turno cambiaba el apósito. Con frecuencia, obligado a atender a la muchedumbre de pacientes que atestaba su consultorio, ni siquiera entraba en la pequeña habitación a saludarme, o bien me estrechaba a toda velocidad la mano al cruzarse conmigo por el pasillo, preguntándome, a veces sin detenerse a escuchar la respuesta, qué tal me iba. Tanto él como las distintas enfermeras opinaban que la herida estaba cicatrizando de forma satisfactoria. No obstante, partidario de evitar riesgos, hasta un mes después de la cauterización el cirujano no me dio su consentimiento para que me marchara de viaje. En ese lapso, Clara terminó de redactar los capítulos relativos a Rügen. No hallando razón para continuar en la isla una vez cumplida la tarea, sintiendo por añadidura que abusaba del buen corazón de la señora Klinkenberg, resolvió, ya entrado noviembre, ponerse en camino hacia Berlín, donde tenía fijada la siguiente etapa de su aventura literaria. Al parecer, la despedida de las dos mujeres resultó bastante húmeda, y no precisamente por causa del aguacero que a la sazón caía en Bergen. La señora Klinkenberg se emocionó hasta las lágrimas a la vista de los regalos que Clara les hizo a ella y a Honni. En cuanto a la señora escritora, según me confesó más tarde por teléfono, todavía llevaba los ojos empañados cuando, atravesado el puente de Stralsund, paró un momento el coche en el borde de la carretera para contemplar la isla por última vez.
El viaje hasta Berlín no quiso llevarlo a cabo de un tirón, sino que, ya en tierras de Brandeburgo, se desvió por una ruta elegida sobre el mapa a la ciudad de Neuruppín, donde pagando una cantidad módica de dinero pasó la noche en un hotel. Al día siguiente cumplió su viejo deseo de visitar la casa natal de Theodor Fontane. La experiencia le sirvió para redactar dos páginas de prosa entre sentimental e informativa que no guardaban ilación ninguna con los episodios precedentes ni con los ulteriores, debido a lo cual, apremiada por el editor, las tuvo que suprimir. El tajo al libro le dolió como si le hubieran cortado un trozo del cuerpo. Cuando me pareció que su enfado declinaba y se podía hablar de nuevo con ella, le aconsejé que se resarciese enviando las dos páginas a algún periódico. Eso hizo, se las pagaron y, en premio por el buen consejo, me invitó a cenar en nuestro restaurante favorito.
Una vez en Berlín, Clara se alojó por espacio de una semana en el Etap Hotel de la Anhalter Strasse, a menos de cinco minutos de camino de Potsdamer Platz. Le asignaron una habitación del séptimo piso, con una sola ventana que se abría a un feo patio interior. La fea vista se completaba con el feo acceso a un aparcamiento que no era el subterráneo donde ella dejó el coche a buen recaudo por unos cuantos euros al día, así como, en un costado, con una fea ala del edificio del hotel, a una de cuyas ventanas se asomaba con frecuencia un individuo feo, además de desnudo, propenso a manosearse los pilosos genitales con la mirada impertérrita clavada en el vacío. La habitación tenía una barra con perchas que hacía las veces de ropero, una cama con litera transversal que ocupaba casi todo el espacio, un tablero estrecho adosado a la pared sobre el que justo cabía el ordenador, y un televisor pequeño encima de una repisa. En las fotografías que Clara me envió se apreciaba un aire austero de celda carcelaria. Clara se quejaba de las voces y ruidos que atravesaban la pared de día y de noche, procedentes de las habitaciones contiguas. Miraba por la ventana lo menos posible para no toparse con el individuo desnudo. La complacían, en cambio, la limpieza, la situación del hotel y el precio económico del alojamiento. En fin de cuentas, haciendo balance de ventajas e inconvenientes, estaba satisfecha de haber optado por aquella solución provisional que le había permitido establecerse en Berlín mientras se afanaba todos los días, desde un cibercafé cercano, en la búsqueda de un cobijo de alquiler, limpio y barato.
La parte última de este tramo de recuerdos la reservo para mí. Después de una noche en blanco, me presenté a primera hora de la mañana, encogido de temor, en el consultorio del cirujano con el volante que me había dado para él mi médico de cabecera. Consideré un hecho afortunado el que no me fuese posible descifrar la letra. Mi ignorancia del suplicio a que sería sometido en breve me dispensaba de mortificaciones prematuras. La señora Kalthoff, que me llevó en su coche a Wilhelmshaven, tuvo la amabilidad de esperarme en el aparcamiento las dos horas largas que tardé en salir. A mi llegada, la sala de espera estaba de bote en bote. Logré pillar uno de los últimos asientos libres. Cinco minutos más tarde había personas de pie y aún seguía viniendo gente. Me tocó sentarme a poca distancia de un señor grueso de edad avanzada que tenía un párpado hinchado y violáceo, además de una postilla en la cabeza con un contorno que recordaba el de la isla de Madagascar, y una segunda postilla, de difícil localización geográfica, pero no más agradable de ver, al costado de su nariz porruda. A veces el viejo fijaba en mí su único ojo disponible; un ojo duro, fiero, que parecía decirme: «Mira mi aspecto. Pues no creas que el tuyo será mejor cuando el cirujano haya terminado de arreglarte». Yo, por vengarme, le sostenía unos instantes la mirada, replicándole en pensamiento: «Eso le ha pasado a usted por contraer matrimonio con quien no le convenía». Durante tres cuartos de hora no me quedó otro remedio que ojear un ejemplar sobado del Stern del mes anterior, ya que manos ajenas retenían el resto de las revistas. Luego distraje mal que bien el miedo a las paredes blancas con una publicación para mujeres, donde no encontré cosa que despertara mi interés salvo una página de jardinería y, en menor medida, un artículo sobre la moda actual, muy extendida al parecer, y no solo entre las chicas, de rasurarse el pubis. Cuando por fin pude apoderarme del Sport Bild, adelantándome con rapidez a un tipo de pierna escayolada que ya se levantaba para cogerlo, sonó mi nombre, como de costumbre mal pronunciado. El insólito apellido produjo a mi alrededor un movimiento general de cuellos. Se me hace que hasta las figuras de los cuadros se volvieron a mirarme. Y mientras salía de la sala de espera noté en la espalda una característica vibración que conozco bien, transmitida al aire por el esfuerzo de dos docenas de cerebros simultáneamente empeñados en adivinar mi procedencia. Salí al pasillo, donde reinaba bastante agitación: pacientes que llegaban, pacientes (benditos ellos) que se iban, más los numerosos empleados del consultorio con sus batas blancas a juego con las paredes y a juego con mi miedo. La enfermera que había pronunciado mal mi nombre me indicó el cuarto al que debía dirigirme. No importándole tal vez que su reputación pudiera quedar en entredicho, me ordenó en voz potente que me fuera «haciendo libre» (que es como llaman aquí a desprenderse de la ropa) de cintura para abajo. Yo estaba demasiado nervioso para pedir explicaciones. Paredes blancas, alicatadas hasta media altura. Estética de matadero. Entró el cirujano. «Túmbese ahí». Mi docilidad no condujo al resultado apetecido. Entonces él me arrastró con escaso afecto en una dirección, luego en otra y viceversa, hasta colocarme en la postura adecuada sobre una mesa con recubrimiento de hule, protegida por una ancha tira de papel de un solo uso. «¿De dónde es usted?». Se lo dije. No hizo ningún comentario ni más preguntas. Entiendo que, dada la desmedida cantidad de pacientes a que debía atender, cuatro palabras representaban para él una conversación. No bien sentí que su mano calzada en guante de látex me agarraba un tobillo, cerré los ojos para no ver nada, para no saber nada, para escapar del presente entreteniéndome con imágenes mentales, soliloquios mudos, problemas de aritmética y demás. «Haga usted lo que quiera conmigo», pensé que le decía. «Córteme la pierna, máteme, pero por favor déjeme en paz». Lo último que vi fue al cirujano sentado en su banqueta giratoria de ruedas, escrutando a Tommy de cerca sin decir palabra. Me hincó una aguja en la planta del pie mientras daba instrucciones a la enfermera relativas a otro paciente. Se marcharon los dos. Permanecí solo obra de quince minutos encima de la incómoda mesa, ocupado en estudiar un póster de la pared que mostraba los distintos grados de formación de una hemorroide. Volvieron el cirujano y la enfermera. «¿Cuántos años hace que vive usted en Alemania?». Respondí. El cirujano constató con empaque profesoral que casi no se me notaba el acento. Absurdamente le di las gracias, como si mi habilidad en el manejo de la lengua alemana constituyera un mérito suyo. De pronto llegó a mi nariz olor a carne quemada. «Esta gente ¿no pretenderá almorzarse mi pie?». El efecto de la anestesia me excusaba de proferir gritos que habrían puesto en estampida a los aterrorizados pacientes de la sala de espera. Pobre Tommy. Envalentonado por la ausencia de dolor, levanté cuanto pude el cuello para aumentar mi campo visual. Una nube blanca de humo flotaba por encima de mis piernas. La enfermera trataba de apartarla lanzando soplos delicados. Al cirujano también lo vi soplar; pero preferí volver los ojos a la cara de la enfermera, pues me resultaba más gustoso observar sus bellos y femeninos labios en acción. Al día siguiente tampoco conseguí leer el Sport Bild. Me apetecía tanto echarle un vistazo a la crónica sobre el triunfo por 5 a 3 del Wérder Bremen sobre el Wolfsburgo que habría vuelto a la sala de espera después de la cura si no es porque la señora Kalthoff me estaba esperando en el coche. Aquella mañana el cirujano torció el gesto porque Tommy continuaba sangrando. «Va a necesitar usted paciencia», me dijo. Transcurrieron cuatro largas y tediosas semanas antes que Tommy se convirtiera en lo que hoy es, una pacífica cicatriz de color rosa. Por recomendación del cirujano yo procuraba caminar lo menos posible. Como no fuera para ir a Wilhelmshaven a que me cambiaran el apósito o para dar pequeños paseos por el jardín, permanecía encerrado en casa, mirando tres o cuatro películas cada día o chateando en lengua materna sobre estupideces con personas de seudónimos a cuál más ridículo. Por las tardes la señora Kalthoff dejaba a Goethe conmigo para que me hiciese compañía. Tendido en su rincón de costumbre, Goethe no hacía otra cosa que dormitar. De vez en cuando le mandaba un silbido para que fijase su atención en mí. Entreabría los ojos, amodorrado, apático, aburrido, y a los pocos segundos los volvía a cerrar. Le daban rachas de tos. Cuando la señora Kalthoff le traía del supermercado alguna golosina, él la olisqueaba sin entusiasmo, la prendía como por obligación con los dientes y, en cuanto se sabía a salvo de nuestras miradas, desganadamente la dejaba caer sobre la alfombra. Tampoco era fácil hacerle tragar su medicina.